Dulce y sabrosa - 02

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su tranquilo caminar de diosa vestida a la moderna; pero a la segunda
vez que le sintió pasar a su lado, alzó el manguito en que llevaba
metidas las manos, y se oprimió el velillo contra el rostro, como
queriendo recatarse, lo cual avivó en el hombre la curiosidad y la
sospecha. De pronto, ella, casi gritando, dijo:
--¡Ten cuidado, monín!
Hasta entonces no había notado don Juan que a pocos pasos delante de la
dama marchaba un pequeñuelo, de dos años a lo más, y una muchacha
vestida a lo niñera, cuyas ropas mostraban estar sirviendo en casa rica.
El niño iba hecho un pimpollo, cubierto todo el vestidito de cintas y
encajes, y la criada rodaba, para divertirle, un aro con cascabeles,
hacia los cuales él tendía las manecitas. Hubo un momento en que por
abalanzarse al juguete vacilaron sus pies, aún no hechos al ingrato
contacto de la tierra; estuvo a punto de caer, y entonces la madre
(porque debía de ser su madre), repitió sobresaltada:
--¡Cuidado, monín!
«¡Su voz!», pensó don Juan; mas en seguida, fijándose en el costoso
sombrero de la dama (harto sabía él lo que cuesta un sombrero de mujer),
añadió mentalmente: «¿Se habrá casado?» y esta suposición le hizo
sonreír, como burlándose de alguien. Después se puso serio, diciéndose:
«rara es la fruta que llega a los labios de su legítimo poseedor sin que
la hayan picoteado los pájaros».
Llevaba andada más de media alameda y aún no había don Juan logrado que
la memoria le aclarase las dudas sugeridas por el espectáculo de aquella
mujer. Apretó el paso, adelantose casi rozándole la falda, y a los diez
o doce metros se volvió y vino hacia ella, resuelto a mirarla como las
águilas miran al sol, cara a cara. Cruzáronse entonces las miradas de
ambos; ella permaneció impasible, serena, y con voz que denotaba
perfecta tranquilidad de ánimo, dijo a la niñera:
--Haga usted seña a Manolo para que arrime.
Entre mirarla y oírla no le quedó duda a don Juan; y fue tal la
impresión que le produjo ver confirmada su sospecha, que, parándose
involuntariamente, murmuró: «¡Cristeta!»
Tan claro pronunció este nombre, que ella no pudo menos de oírle; pero
no se le inmutó el semblante. Avanzó hacia la berlina que venía
siguiéndola, esperó a que se detuviese, y sin volver el rostro, abrió la
portezuela; en seguida dejó que montase la niñera, después levantó al
pequeñín en brazos para que aquélla lo acomodara sobre sí, y, por
último, subió ella, descubriendo algo más que el pie, con lo cual don
Juan quedó maravillado y suspenso, experimentando una impresión parecida
a la que debió de sentir Moisés cuando le enseñaron de lejos la tierra
prometida.
En el instante de arrancar el carruaje, la desconocida se alzó el
velillo.
Don Juan pudo dudar mientras vio el rostro al través del tul; pero toda
perplejidad quedó desvanecida al mirarlo libre de aquel adorno. ¡Qué
cara! Los ojos eran azules, oscuros, hermosísimos; la boca un poquito
grande, como hecha adrede para que se admirasen bien los dientes; el
color trigueño claro; las facciones delicadas; las orejas chicas; la
expresión de la fisonomía entre seria y picaresca; en conjunto, un tipo
popular realzado por una elegancia y dignidad exquisitas.
Se había perdido ya de vista el coche, y don Juan seguía inmóvil
pensando: «Esto es increíble. ¿Estará _con alguno_? Pero ¿y el niño?». Y
volvió a sonreír, porque aquellos grandes ojos de azul sombrío, aquella
graciosísima boca y airoso talle los había él contemplado muchas veces
de cerca, tan de cerca que se los sabía de memoria, como se saben las
cosas aprendidas a gusto. En un principio dudó por ver tales hechizos
rodeados de prendas costosas, lazos y perifollos caros. Una voz íntima
le había dicho, poco más o menos: «Zapatos, siete duros; abrigo, setenta
duros; medias de seda, seis duros; sombrero, veinte duros; manguito de
legítima nutria, qué sé yo cuántos duros»... etc., etc., y estas
etcéteras ascendían a mucho; por lo cual se decía don Juan: «Sí, ella
todo lo vale; cualquiera que tenga buen gusto se gastará en contentarla
el oro y el moro; pero ¿y el chiquillo?»

Don Juan volvió a su casa muy pensativo. Por la noche fue al teatro, a
una tertulia, al club, y con nada logró distraerse. En los palcos, en
los salones, en el cuarto del tresillo, en todas partes creyó tenerla
delante de los ojos. Unos momentos le miraba cariñosa, otros le sonreía
burlona; de pronto se le borraba de la imaginación y surgía su propia
figura, la del mismo don Juan, en actitud de ir a coger amorosamente las
manos de Cristeta, que ella retiraba esquiva. A la fingida visión que
así gozaban los ojos, sucedía luego la ilusión de voces y palabras
confusamente recordadas: promesas, juramentos, ternezas; todo el
interminable repertorio de frases deliciosas que el diablo inspira a los
que van a pecar, están pecando o acaban de pecar.
Casi de madrugada se acostó con un periódico en la mano, según su
costumbre. Leyó y no entendió: letras, líneas, párrafos y columnas
bailaban trocando sus puestos y componiendo estupendos disparates. «Ha
sido detenido por blasfemo... el santo del día. CULTOS: en las
Calatravas... la _Traviata_» y otras incongruencias por el estilo. De
pronto, extendiendo el brazo, mató de un periodicazo la bujía; después
su espíritu fluctuó largo rato entre vigilia y soñolencia, y comenzaron
a borrársele las ideas, sustituyéndose los antojos de lo soñado a las
impresiones de lo real.
E imaginó ver una figura de mujer hermosísima, que surgía de entre un
macizo de plantas tropicales, intensamente iluminadas por la batería del
gas de un escenario, y envuelta en humo rojizo de bengalas. Estaba medio
desnuda y circundada de resplandor vivísimo, destacando las gallardas
líneas y el blanco bulto de su cuerpo sobre un amplísimo manto rojo que
le pendía de los hombros. Era ninfa de apoteosis zarzuelesca, profanada
por el carmín barato, los polvos de arroz y el arrebol; aprisionadas las
formas en lascivas mallas; pero en su rostro no se dibujaba la sonrisa
forzadamente sensual de la comiquilla aventurera. No estaba provocativa
y desapudorada, sino bellísima y muy seria. De pronto comenzó a sonar
una música suave y mortecina, a intervalos interrumpida por
reminiscencias de giros canallescos. Luego un caballero en quien don
Juan se reconocía, salía precipitadamente de un palco proscenio, bajaba
una escalera ancha, atravesaba un patio, subía otra escalera muy
estrecha, cruzaba un pasillo lleno de mujeres, unas sudorosas, otras
tiritando, todas casi desnudas, y sin hacer caso de ellas ni de sus
dicharachos y sus risas, se detenía ante una puerta, sobre la cual
estaba escrito este letrero:
_Señorita Moreruela._
El caballero daba en la puerta unos golpecitos con el puño del bastón;
oíase una voz que decía: «Espera...»
Don Juan quedó profundamente dormido.


Capítulo III
Donde el autor dice quién es la mujer bonita

El padre de Cristeta fue covachuelista a la antigua, con poco sueldo,
menos consideración, gorrito de pana y mangotes[1] de percalina negra: la
madre fue encajera de primorosas manos, que así componía, dejándolo
nuevo, un entredós de Malinas, como restauraba un cuello de Alençon.
Durante muchos años vivieron amantes y felices con el producto de su
trabajo; pero llegó un día en que él quedó cesante, porque fue preciso
emplear al sobrino del querido de la querida de un ministro, y a ella le
faltó labor porque pasaron de moda los encajes. Entonces comenzaron a
sufrir adversidades, escasez, pobreza, y hubieran llegado hasta verse
miserables, si la muerte, que esta vez llegó a tiempo, no atajara sus
desdichas. Ambos murieron con pocas semanas de diferencia, dejando en el
mundo una niña de diez años, fruto de su amor, la cual tuvo por única
herencia el despejo y la hermosura de su madre. Recogió a Cristeta una
tía, casada, hermana de aquélla, que tenía estanco en uno de los sitios
más céntricos de Madrid; y aunque las malas lenguas del barrio dijeron
que el amparar a la huérfana fue arbitrar medio de tener persona de
confianza que ayudase al despacho, es lo cierto que no sólo no sufrió
malos tratos la niña, sino que hasta fue acogida con cariño y enviada a
la maestra, donde aprendió a leer, escribir, contar, bordar y coser,
pasando luego a encargarse del mostrador, hecha ya una mocita muy mona,
y tan lista, que jamás se equivocaba en dar las vueltas, ni recibía
moneda falsa, ni trabucaba los sellos de las cartas. Sus tíos no la
mataban a trabajar; antes al contrario, le concedían permiso para salir
de paseo los domingos con sus amiguitas, y la tenían limpia y
decentemente vestida; limpieza y decencia que, según Cristeta fue
creciendo, comenzaron a convertirse en extraordinario aseo y primoroso
gusto.
[1] El autor había escrito manguitos. La Academia dice mangotes. ¡Paciencia! (N. del E.)
Mientras ella despachaba sellos y cigarros, su tía permanecía junto al
mostrador, en invierno haciendo calceta con el gato en la falda y
puestos los pies en la tarima del brasero; en verano dormitando o
abanicándose, y en todo tiempo celosa de que ningún comprador sostuviera
conversación larga o palique peligroso con la chica, que ya exigía
aquella vigilancia, porque según se iba desarrollando, aumentaba el
número de los que la echaban chicoleos y flores, no siempre de aroma muy
puro. Así llegó a tener fama de bonita, sin que nadie pudiera jactarse
de haber conseguido de ella una mirada cariñosa.
Era lista y comprendía perfectamente, de un lado, que no le convenía
incurrir en el desagrado de sus tíos ni desacreditarse a fuerza de
coqueteos; y de otro, que no podía encontrar con facilidad, entre los
hombres que frecuentaban el estanco, quien honrosamente mejorase su
suerte. No le gustaban los jornaleros, y con instinto superior a sus
años, adivinaba que los señoritos eran peligrosos.
Como crecida a puerta de calle, sabía mucho más de lo que debe ignorar
la pureza; pero esto que, a ser ella tonta, hubiera constituido un
escollo, dado su natural despejo se trocaba en ventaja. Las doncellas
ricas que despiertan a la vida entre muebles lujosos y en casas
suntuosas, conocen las sirtes donde naufraga la virtud por la torpe
murmuración de las visitas y el grosero lenguaje de ayas y criadas; pero
lo inmoral y pecaminoso llega a su entendimiento desfigurado, incompleto
y hasta poetizado con cierto aroma de encanto prohibido que acrecienta
el peligro. En cambio, las pobres como Cristeta, desde pequeñas se
codean simultáneamente con lo vedado y lo lícito, aprenden a defenderse
por sí mismas, se acorazan contra los hombres, y con perfecto
conocimiento de causa se esfuerzan en conservar lo que tanto les importa
no perder.
Cristeta vendía con amabilidad, sin hablar más de lo necesario; y en
cuanto despachaba lo que le pedían, se ponía a leer, apoyada de codos en
el mostrador, siendo su lectura favorita la de dramas y comedias.
Apenas se estrenaba en cualquier teatro una obra, ya la tenía entre las
manos: y como los ejemplares cuestan dinero y ella no lo gastaba, claro
está que alguien se los prestaba.
Sus tíos eran muy cariñosos, pero no podían vigilarla con igual interés
que lo hubieran hecho sus padres, así que le dejaban leer cuanto quería;
de modo que, a fuerza de devorar escenas de apasionamientos románticos y
exageraciones realistas, llegó la chica a saber, teóricamente, mil cosas
de amor que fueron aleccionándola en tan peligrosa y dulce enseñanza.
Pero ¿quién proveía a Cristeta de dramas y comedias?
En el piso principal de la misma casa del estanco vivía un editor,
quien, por ser pequeña su habitación, tenía arrendado en la planta baja
un cuarto, convertido en almacén de las obras que administraba. Cristeta
escogía cuidadosamente los puros que el editor fumaba, daba a sus
dependientes las cajetillas más gruesas, y, a cambio de esta amabilidad,
ellos le prestaban cuantos libros pedía. Además, el cuarto--almacén tenía
la entrada por un patio, que era de los estanqueros, y éstos cuidaban de
que sólo entrasen allí los dependientes del editor, con lo cual él,
seguro de robos, pagaba la custodia con billetes de favor para los
teatros, a que de ese modo asistía Cristeta gratis y a menudo.
Por último, los dependientes, que frecuentaban el estanco, habían puesto
a Cristeta al corriente de quiénes eran los autores de las más de las
obras que tenía leídas: así que la chica, merced a lo céntrico del sitio
y a la mucha gente que allí entraba, llegó a conocer de vista y por sus
nombres a casi todos los actores y poetas dramáticos y cómicos de
Madrid.
Entre semejantes lecturas y el roce de tales parroquianos, Cristeta fue
cobrando desmesurada afición al teatro. Aquella mujercita sería, hasta
parecer esquiva con la generalidad de los compradores, reservaba las
sonrisas y el agrado para los escritores y cómicos, a quienes en el
fondo de su imaginación no veía según la realidad, sino que pensaba en
ellos como en seres superiores, de cuyos cerebros surgían y en cuyos
labios tomaban vida todos los lances, intrigas, amores y aventuras que
le encantaban el ánimo.
Su fantasía transfiguraba y ennoblecía a los autores de los versos que
se sabía de memoria. En vano le decían, por ejemplo, mostrándole un
poeta sucio, grosero y malhablado: «Ése es quien ha escrito _La vida por
el amor_». Ella en seguida le confundía con su obra, le limpiaba con la
poesía de sus propias frases, acabando por figurárselo y verlo, no tal
cual era, sino ennoblecido, pulcro y elegante. Venía al estanco un
comicastro, injerto en payaso, rodeado de amigos tabernarios; pedía
entre ternos y tacos una cajetilla de las más baratas, pagaba mostrando
puercas las manos, sebosa la ropa, y apenas Cristeta le servía y veía
marchar, ya no era su figura real la que conservaba en la imaginación,
sino la de algún apuesto y enamorado caballero que le vio representar en
las tablas.
Pero estas pequeñas emociones nada eran ni valían comparadas con su
alegría cuando el editor, por tener propicios a los estanqueros, les
enviaba un par de butacas _de tifus_ en las últimas filas de cualquier
teatro que andaba mal. Entonces Cristeta se vestía y emperejilaba,
cepillaba cuidadosamente a su tío la americana o ayudaba a su tía a
ponerse la mantilla, y con el que había de acompañarla partía gozosa,
siendo completa su satisfacción la noche que, durante algún entreacto,
la saludaba familiarmente cualquier poeta ramplón o se le acercaba un
actor, por malo que fuese, a echarle cuatro requiebros.
En medio del contento que Cristeta experimentaba viendo así halagados
sus gustos, aún le quedaba una gran curiosidad por satisfacer. Conocía a
muchos actores y poetas, músicos y danzantes, pero nunca había hablado
con una cómica, dama joven o graciosa, ni siquiera característica, a
quienes ella se fingía poco menos que como criaturas extraordinarias,
completamente felices, que no tenían tiempo de sufrir ni padecer,
perpetuamente ocupadas en ser grandes señoras, reinas y hasta diosas,
cuya misión única en el mundo consistía en escuchar frases bonitas y
estar preparadas para raptos de esos que, según los casos, terminan en
muerte violenta, o boda y perdón de padre bondadoso.
Para Cristeta una actriz era una mujer que nunca deja de tener a sus
pies un hombre arrodillado, y en su camarín un mueble lleno de doblas
con que pagar albricias por los mensajes de amor. Ignoraba que muchas
veces la que en las tablas hace de princesa es en su casa criada de sí
misma. Por fin llegó un día en que vio de cerca a una cómica, y no de
las que andan de pueblo en pueblo trabajando a partido, sino de las que
triunfan en Madrid y pagan a su modista cuentas que importan miles de
pesetas.
Había entrado un poeta en el estanco, le vio la comedianta, que en aquel
momento pasaba por la calle, y, deseando hacerle algunas preguntas,
entró tras él. La conversación que sostuvieron fue larga, y mientras
duró pudo Cristeta contemplar a su sabor la elegantísima figura de
aquella mujer a quien tantas veces había visto en la escena. Llevaba un
primoroso traje negro con lunares blancos, el cuerpo del vestido cortado
con tal arte que, sin formar la más leve arruga, dibujaba un busto de
hermosas líneas; iba coquetamente calzada y sobre sus guantes grises,
muy altos, brillaban tres o cuatro aros de plata y de oro. El sombrero
era de ala ancha y estaba guarnecido con una pluma grande y rizada. Sus
ademanes eran vivos, se movía mucho y jugueteaba rápidamente con el
mango de la sombrilla; su voz, aunque dulce, denotaba carácter hecho a
dominar y vencer.
Cristeta, mirándola y remirándola, se anegaba en la admiración que
sentía: hasta llegó a forjarse la ilusión de ser ella misma la que tenía
delante de los ojos, antojándosele ser ella la cómica y ésta la
estanquera; y que después, en vez de continuar allí vendiendo sellos y
pitillos, podría irse a representar comedias por la noche y observar
desde la escena cómo la miraban los hombres y la envidiaban las
mujeres... Luego caería a sus pies una lluvia de ramos, y por el pasillo
central de las butacas entrarían los acomodadores cargados con
canastillas de flores y chucherías de regalo... Durante unos instantes
soñó despierta, y hasta el ruido confuso de la cercana calle le pareció
rumor de aplausos.
Al marcharse la cómica, el poeta dijo a Cristeta que aquella mujer
ganaba una onza de oro diaria; pero la estanquerita no dio señal de
envidioso asombro ni de cosa que denotase codicia. No; lo que le parecía
realmente envidiable era el constante triunfar, el bien vestir, el
hablar y oír cosas bonitas, el vivir, aunque fuese con existencia
fingida, en un mundo más poético y extraordinario que el de la realidad.
Cuando Cristeta cumplió los dieciocho años, ya estaban en ella
perfectamente desarrolladas la hermosura y la afición al teatro.
Respecto a la primera, su belleza era indiscutible; y en cuanto a la
segunda, que tanto había de influir en su vida, aquellas lecturas
dramáticas y diálogos con poetas y cómicos, tanto ir a ver comedias y
admirar a las actrices, concluyeron por entusiasmarla y sorberla el seso
en tal grado que, aun sin atreverse todavía a comunicárselo a sus tíos,
formó propósito de dedicarse a la escena.
La casualidad o la Providencia, que acaso sean hermanas según la
semejanza de sus obras, vino al poco tiempo en ayuda de Cristeta.
Una mañana, mientras se peinaba, comenzó a cantar coplas de cierta
zarzuela que a la sazón estaba en moda. Era verano y los balcones de la
vecindad que daban al patio aparecían entornados. De repente, sin que
ella lo advirtiera, se asomó a uno de ellos el editor, acompañado de
otro caballero, y, suspendiendo ambos la conversación, escucharon a
Cristeta, que siguió cantando con agradables modulaciones, ajena de toda
pretensión vanidosa, como pájaro incapaz de sospechar que nadie se
detenga a oírle. Su acento era gracioso y picaresco; su voz escasa, pero
argentina, juvenil, y no viciada por los esfuerzos ni la mala enseñanza.
No era voz potente ni de gran extensión, pero sí dulcísima, alegre y
fresca, como debieron de ser las de aquellas ninfas que en la antigüedad
jugueteaban llamando a su compañera Eco, corriendo y ocultándose tras
los troncos de los bosques sagrados.
--¿Oye usted eso?--preguntó al editor su amigo.
--Sí; es la chiquilla de los estanqueros.
--¿Bonita?
--Un primor.
--¿Se convence usted--añadió el caballero--de que si uno se propusiera
buscarlas, encontraría mujeres para el teatro?
--Hombre, no sea usted niño. Desde que no sé quién encontró un tenor en
una herrería, todo el mundo se maravilla de cualquier voz que escucha en
cualquier parte. Pero, en fin, si quiere usted hacerle proposiciones...
Yo le ayudaré a usted. Me consta que la muchacha tiene la querencia de
las tablas; vamos, que se pirra por el teatro.
Poco después Cristeta, que sin saberlo acababa de probarse la voz,
calló, concluyendo de peinarse con su acostumbrada gracia; hecho lo cual
salió al estanco y comenzó a vender.
Aquella misma noche, casi en el momento de cerrar, entró a comprar
cigarros el dependiente mayor de la casa editorial y, trabando
conversación con Cristeta, le dijo sin rodeos ni ambages:
--¡Ni que lo hubiera usted hecho adrede! ¡Vaya una vocecita que ha sacado
usted esta mañana mientras se peinaba! En fin... ¿quiere usted salir al
teatro?
--¿Yo?--repuso en el colmo del asombro.--¡Usted sí que se quiere quedar
conmigo!
Estaban solos: el dependiente, que no era viejo ni feo, tenía las manos
apoyadas en el mostrador; ella estaba turbada, recelosa, esforzándose
por sonreír, y agitada por un presentimiento incomprensible. El
sota--editor se había puesto muy serio; a la chica un sudor se le iba y
otro se le venía; de pronto, en un momento en que ella alzaba con cierta
coquetería una mano para retocarse el peinado, dijo el hombre:
--Vamos a ver: ¿le parece a usted que se han hecho esos dedos para pegar
sellos y contar calderilla? Vaya, me ha dicho don Pedro, mi principal,
que suba usted mañana con su tío, que tiene que hablar con ustedes.
--¿Para qué?
--Para saber si quiere usted ser cómica.
--¡Yo artista!--exclamó Cristeta con indefinible sorpresa.
--La misma que viste y calza. Es usted joven, guapa, tiene talento, voz,
afición.
--Lo que es afición sí que tengo.
--Bueno, pues con estudiar un poco... En fin, suban ustedes mañana.
Y se fue.
Cuando Cristeta quedó sola, tuvo que apoyarse en la anaquelería para no
caerse. Acostose sin cenar casi, ni hablar con nadie; permaneció largo
rato sentada en la cama, tardó mucho en desnudarse, lloró sin saber por
qué, se le olvidó rezar y, por fin, al deslizarse entre las sábanas
sintiendo las frías caricias del lienzo, tornó a sus pasadas ilusiones,
antojándosele que el ruido de los coches que pasaban por la calle era
estrepitoso rumor de aplausos y que las voces de los vendedores de
periódicos eran bravos frenéticos.


Capítulo IV
En el cual queda demostrado que la virtud, como el agua, brota donde
menos se espera

A las pocas semanas de lo narrado estaba Cristeta contratada como _otra
tiple cómica_ en un teatrillo de tercer orden, cuyo empresario era el
amigo del editor que la oyó cantar mientras se peinaba. Los tíos de
Cristeta, engolosinados con la oferta de dos duros diarios, consintieron
en el ajuste. Convínose en que al principio no representaría la niña
sino papelitos cuya parte musical pudiese aprender al oído, y también en
que, sin pérdida de tiempo, comenzase a tomar lecciones de canto. Ella
se puso loca de contento y los estanqueros, imaginando que su sobrina
tenía una mina en la garganta, transigieron en pagar maestro.
El teatro donde quedó Cristeta escriturada era de los que dividen por
horas las funciones, y en él se representaban cuatro cada noche. A la
primera apenas iba gente; a la segunda asistían familias de los barrios
cercanos cansadas de jugar a la perejila, jovenzuelos sin permiso para
retirarse tarde, matrimonios de larga fecha que iban a pasar el rato
para no verse solos, y forasteros deseosos de olvidar los sofiones
recibidos en los ministerios con la agradable perspectiva del _coro de
señoras_. Provinciano de éstos había capaz de renunciar a la esperada
credencial con tal de poder contar en su pueblo que había sido dueño de
cualquiera de aquellas infelices, condenadas a estar siempre haciendo
muecas voluptuosas con la cara pintada y trenzados con las piernas
presas en las desvergonzadas mallas. El público que frecuentaba la
tercera y cuarta función se componía casi exclusivamente de hombres
aficionados a comprar hecho el amor, y de pecadoras elegantes. A última
hora se ponían las piezas y zarzuelitas más verdes, y cual si esto les
sirviese de aperitivo, era de ver cómo a la salida muchos caballeros, o
vestidos de tales, esperaban en la calle la salida de bailarinas,
coristas y figurantas: por fin, cuando terminado el espectáculo
comenzaba la puerta del escenario a vomitar mujeres envueltas en
mantones y con toquillas de estambre a la cabeza, cada hombre se llevaba
su prójima, que solía ser ajena; alguna, envidiada de las demás, subía
en coche, y ya formadas las parejas, que a veces en realidad eran
tercetos, todos se iban contentos; ellas haciéndose las conquistadas, y
ellos imaginando triunfo lo que, a lo más, era compra.
A llevar y recoger a Cristeta iba el tío estanquero, no sin repugnancia
y protestas de su cónyuge, la respetable y añosa doña Frasquita.
Las primeras noches intentaron algunos chuscos divertirse a costa suya;
pero advertidos de que tenía mal genio, le dejaron en paz; en cambio,
los señoritos que pretendían acercarse a Cristeta solicitaban su
conversación, llamándole _don_ o _señor de_; y él, no acostumbrado a que
gente tan bien vestida le tratase de igual a igual, acabó por creer que
para codearse con personas finas era necesario andar entre bastidores.
El día en que trabajó Cristeta por primera vez, estuvo mal servido el
estanco. Nadie pensó sino en hacer viajes o enviar recados a casa de la
modista, autora del traje que había de sacar a escena, en peinar y
repeinar a la nueva artista, y en prepararle una banasta para las ropas
y una caja para los untos, cosméticos, polvos, mano de gato y otros
afeites.
Por la mañana, un asturiano que tenía en la esquina inmediata puesto de
café económico, vulgo _de a cuarto_, entró en el estanco a comprar
pitillos y dijo a la criada, especie de Maritornes a medio desbastar,
que el nombre de Cristeta estaba en el cartel del teatro con todas sus
letras; y la palurda, aunque no sabía leer, salió corriendo a que se lo
mostrasen; luego cruzó la calle con el mismo objeto la estanquera, sin
lograr nada, porque se le habían olvidado los espejuelos, y, por último,
fue también el tío, permaneciendo largo rato en contemplación de aquella
línea del reparto donde decía:
«CHULA PRIMERA-SEÑORITA MORERUELA»
Tal fue la emoción del pobre hombre, que señalando con el bastón las
letras, dijo enfáticamente a un cochero de punto que allí estaba: «¡Es
mi sobrina!», y la frase salió de sus labios con aquella entonación de
noble orgullo que debía de emplear la romana Cornelia cuando dijera:
«¡Yo soy la madre de los Gracos!»
Cristeta se estrenó (_debutó_, dijeron los periódicos) en un papel de
chula, y lo hizo con mucha gracia y desparpajo, luciendo un mantón gris
de ocho puntas, que por la mañana costó setenta reales en la calle de
Toledo, vestido de lanilla oscura con dibujitos claros, y a la cabeza un
vistoso pañuelo de seda, a listas azules y amarillas, entre cuyos
pliegues aparecía su bonitísima cara de madrileña picaresca. Iba calzada
con medias rayadas y zapatos bajos, mostrando en cada movimiento las
enaguas muy blancas. Sin que incurriese en desvergüenza ni descaro, su
figura resultaba tan gallarda y airosa como encantador era su rostro. Se
presentó en escena con los ojos turbados del miedo; pero en la segunda
salida, al terminar una tirada de redondillas, sonaron unos cuantos
aplausos y perdió el temor. En el resto de la zarzuelita estuvo
saladísima, y en la única pieza que cantó, también la aplaudieron.
Moviéndose y accionando parecía cómica veterana.
Cuando al retirarse a casa salió acompañada de su tío, había en la
puerta una manada de caballeretes esperando para verla de cerca; don
Quintín, que así se llamaba su Argos, puso cara feroz y ella,
esforzándose por reprimir la alegría, procuró estar seria.
Nadie durmió sosegadamente aquella noche en el estanco. La tía, porque a
pesar de la edad de su marido, estaba solevantada con lo peligroso que
era, según dijeron las vecinas, que el bueno del hombre fuese a pasar
las noches entre bailarinas y coristas; el tío porque, asombrado de la
facilidad con que Cristeta se ganaba sus cuarenta reales, pensaba ya en
el cobro de la quincena, y la muchacha porque aún le zumbaban en los
oídos las palmadas. Mas su verdadera satisfacción fue a la mañana
siguiente, cuando en la sección de espectáculos de un periódico leyó que
la señorita Moreruela era de agraciada figura y tenía brillantes
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