Dulce y sabrosa - 17

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torpeza estaría el tratarle despreciativamente, pudiendo, con maña,
sacarle el oro y el moro!
¿Habría en realidad otro caballero? Aquello del teatro..., salir del
coro..., ser parte..., dos o tres duros..., los muebles...
¡Era cosa de volverse loca! ¿Y si todo fuera embustería de don Quintín,
que tratase de llevarla a una indecente casa de citas por miedo a su
mujer?
Resuelta a salir de dudas, aquella misma tarde se lió en un mantón,
púsose un pañuelo de seda a la cabeza y en tan chulesco atavío, que era
como mejor estaba, se fue al núm. 78 de la calle de Belén, apenas cerró
la noche.
Cinco minutos después, según suele acontecer entre gente de poco más o
menos, estaba en amigable diálogo con la portera. ¿Cómo se las arregló?
Ideando una de esas mentiras mujeriles que de puro sencillas se
confunden con la verdad. El diálogo fue del modo siguiente:
--Diga usted, señora--preguntó muy arrebujada en el mantón--, ¿_m'hace_
usted el _orsequio_ de decirme si es cierto que hay aquí un sotabanco
_desarquilao_?
--No lo hay.
--Pos me lo habían _asegurao_.
--_Pos l'han engañao_ a _ustez_.
--Me lo ha dicho una compañera, que trabajamos ella y yo en _ca_ el
tapicero que ha traído muebles al entresuelo, _pa_ ese señor que ha
puesto el cuarto.
No fue necesario más. La portera, que había visto alquilar el piso,
ignorando el objeto, traer los muebles sin saber de dónde, y quedar
luego la casa cerrada, ardía en deseos de aclarar el enigma: de suerte
que, al oír a Carola, quien por su astucia parecía enterada de algo, en
seguida entró en conversación con ella.
--Pues esa oficiala, compañera mía--hablaba Carola--me ha dicho que por los
chicos que trajeron los muebles sabe que hay un sotabanco de cincuenta
_riales_.
--No hay tal; son guardillas trasteras de los _enquilinos_..., buenas
familias.--Y fue enumerando cuanta gente había en la casa, hasta llegar
al cuarto entresuelo.
--Sí, al señor del entresuelo le _conozgo_ yo: es alto, flaco, viejo, de
bigote recio--dijo Carola detallando las señas de don Quintín.
La portera comenzó a negar moviendo la cabeza.
--¿Cómo que no?
--Como que no; ese caballero anciano que usted dice, y que también ha
venido por aquí, debe de ser el mayordomo _u_ cosa tal, de otro más
joven, que es quien ha puesto el cuarto.... por cierto que ahora lo
quita.
--¡Cómo que lo quita!
--Quitándolo y llevándose los trastos. Ya me olí yo que se trataba de una
trapisonda, vamos, de un señor _arrimao_ con una señora. Verá usted:
primero vino el joven y tomó el cuarto, luego volvió con el viejo ese
que usted dice, que le trataba al joven con mucho miramiento, dejándole
pasar siempre por delante...; no, amigos no son, más parecen amo y
mayordomo. El joven le dio una de las dos _yaves_ para que _golviese_ a
_inspecionar_; pero crea usted que, según les he visto yo _de_ hablar,
uno manda y otro calla y obedece.
--¿Y no ha venido nadie más?
--Nadie. Y ya va _pa_ cinco semanas que trajeron los muebles.
Indudablemente esto era con _ojebto_ de traer una mujer _casá_ y luego
se les habrá _torcío_ el carro, _ú pa_ una de esas _ofecinas_ que dan
timos. En fin, la última vez que estuvieron los dos, el joven le dijo al
viejo aquí en el portal: «no importa nada; total, un trimestre de
alquiler y los muebles, que como son pocos y buenos no estorban; la
semana que viene me los llevaré a mi casa y servirán para renovar el
gabinete..., o por si algún día me caso.»
Carola, rabiosa y despechada, pero disimulando el enojo, preguntó:
--¿De modo que el viejo es un lacayón alcahuete, cochino?
--No digo tanto; pero me malicio que hacen de él repoquísimo caso; vamos,
es un criado antiguo de esos que hay en las casas grandes.
Carola sabía cuanto deseaba. Todo quedó explicado. Don Quintín estaba
sirviendo de aquello que dijo la portera al caballero de los muebles,
luego éste dispondría que le llevasen los trastos a su casa, y sobre tal
fundamento se le ocurrió al viejo la idea de engatusarla con esperanzas.
Resumen: el estanquero era un imbécil chocho, sin una peseta y además
_lioso_ y trapalón que, viéndose amenazado de calabazas, pretendía ganar
tiempo... y tener querida de balde. Se puso furiosa. Aquel hombre de
quien, por lo menos esperó el cuarto pagado, algún vestido, cenas y
chucherías, era un farsante tronado, _ganguero_, sinvergüenza. Tuvo
ahorrillos, se los gastó, y aquí paz y después gloria. En una palabra:
no era proporción para conservada, ni había que esperar de él cosa
buena. «Lo mejor--se decía Carola--es despedirle pronto, cuanto antes, de
modo que no volvamos a vernos, lo _cual que_ hay que armarle un tiberio
_mu_ gordo. Los muebles..., vaya una guasa..., me la _tié_ que pagar.
Demasiado sabía que no habían de ser para él. ¡Marranote! ¿Cómo haría yo
para que me dejase en paz? Lo seguro es que lo sepa su mujer y lo mate
de un sofocón.»
Siguió muy cavilosa andando hacia su calle, y poco antes de llegar, como
quien acaba de adoptar una resolución, entró en una lonja de
ultramarinos, donde compró un pliego de papel y un sobre.
«Es lo mejor--pensaba--, una marimorena espantosa, y se acabó.»
Su plan era canallesco, pero terrible y de seguro resultado. Llegó a su
casa, buscó una pluma, un resto de tinta clarucha que tenía en una
jícara y, desfigurando la letra, escribió en el papel recién comprado
las siguientes palabras:
_«Doña Frasquita, si quiere ustez saber lo que es el pérdis de su
marido, baya ustez mañana a las cuatro y media, calle de Belén, 78,
piso entresuelo, que allí estará él con una bribona (esta palabra
la tachó y luego la volvió a poner) que es la que te tié esmirriao
y le saca los cuartos, y a plique ustez remedio porque es una mala
vergüenza, y se lo avisa quien bien la quiere, y rascarse agüela.»_
Escrito el anónimo, puso el sobre _a doña Frasquita_, y llamando a un
muchacho de la vecindad, de quien podía fiarse, le dijo:
--Vas al estanco que hay a lo último de la calle de la Pingarrona,
preguntas por esta señora, _la_ entregas la carta en propia mano,
teniendo cuidado de que esté sola, y en seguida aprietas a correr.

A las tres y media de la tarde siguiente llegaba don Quintín a la casa
de la calle de Belén.
--Dentro de un rato--advirtió a la portera--, vendrá una señora; no
necesita usted preguntarle a qué cuarto sube.
--Corriente--repuso ella, pensando para su capote--: «ya pareció el peine.»
Luego que don Quintín se quedó solo en el gabinete, sacó de bajo la capa
una botella de Jerez barato y tres o cuatro paquetes: en uno traía jamón
en dulce, en otro pasteles y aceitunas, en el último y más voluminoso,
una rosca para Carola, que tenía buenos dientes, y para él un panecillo
bajo, todo miga. En seguida salió para pedir a la portera un vaso, uno
solo; pues, sin haber leído a Béranger, sabía que los amantes deben
beber en la misma copa: y tornando a encerrarse, encendió la chimenea, y
paseo arriba, paseo abajo por el corredor, esperó.
«¡Ah, infame don Juan; empiezas a pagármelas! ¿Conque muebles,
alfombras, almohadas, sedas, palitroques dorados y silla en forma de
ocho para traer a mi sobrina? ¿Pues ahora verás! Tú lo gastas y yo lo
aprovecho. Y si puedo, te caso. ¿Cómo? Todavía no lo sé, pero ya
veremos.»
Estas y análogas majaderías se repetía mentalmente por vigésima vez,
cuando sintiendo pasos tras la puerta de la escalera, abrió antes que
llamasen. No se había equivocado: era Carola, que acababa de pasar de
largo sin corresponder al saludo porteril.
El estanquero recibió a su amada con un largo beso. Luego ella, con
miradas displicentes y poniendo a todo reparos, como quien sabe que
aquello no ha de ser jamás suyo, inspeccionó el gabinete. Sin embargo,
en su interior, quedó maravillada y envidiosa.
Nunca había visto muebles tan ricos. Eran pocos, pero elegantísimos. Dos
butacas de raso entre azulado y ceniciento, con flecos de borlitas y
madroños multicolores y brillantes; en la pared, un magnífico espejo con
ancho marco de dorada hojarasca; en el centro, un veladorcito de ónix y
bronce, sobre el cual había una canastilla de porcelana de Sèvres, llena
de las flores, ya marchitas, que llevó don Juan el primer día; ante la
chimenea encendida, la famosa doble silla en forma de S, y en el suelo,
para que la esperada beldad pusiese los lindos piececitos, dos grandes
almohadones de seda oscura, que destacaban sobre la alfombra casi blanca
cuajada de rosas amarillentas.
Carola, pensando que todo aquello pudo ser y no sería jamás suyo, lo
contempló despreciativamente, escupió sin mirar dónde, y encarándose con
don Quintín, dijo con gran sorna:
--Este es lujo para mujeres malas. Oye, galán, ¿y que has traído en esos
papeles?
Deshizo él los paquetes, destapó la botella, y extendiendo la mano,
repuso triunfalmente:
--Mira.
--¡Vaya una merienda para un cuarto como éste! ¿No te da vergüenza?
¿Cuándo me llevas estos trastos a casa?
--Veremos...
--Dijo el ciego, y nunca vio.
--Rica, dame un beso, y toma un bocadito de estas golosinas.
Carola, dejándole con la palabra en la boca, recorrió las demás
habitaciones en que no había muebles, y volvió al gabinete diciendo con
desapudorada malicia:
--Chico, ¿sabes que aquí falta un mueble muy importante?: aquel que se
nos desvencijó a nosotros, ¿_u_ es que el caballero amigo tuyo trata a
la señora como santo de barro, que se mira y no se toca?
--Déjate de eso, y pensemos en nosotros.
--¡Mira, mira qué cortinas!
--Siéntate en esa butaca, y yo a tus pies, en ese almohadón como un
perrito; luego nos iremos a tu casa.
--Salimos _acaloraos_ y nos da un aire...
--Otra cosa mejor; ven a esa silla que parece un ocho, y te doy ocho mil
besos.
--No, chico: los besos son como las aceitunas: que abren el apetito, y
tenemos que largarnos pronto.
El envidioso asombro que aquellos muebles le inspiraban, se traducía en
movimientos nerviosos y gestos desabridos; desparramaba las miradas por
la estancia, y en seguida se le contraían los labios y se le dilataban
las ventanas de la nariz. ¿No era una desesperación que andando por el
mundo hombres capaces de gastarse aquello, hubiese mujeres como ella
que, aun siendo pródigas de su cuerpo, tenían que vivir entre hambre y
remiendo? De repente, clavando los ojos en don Quintín, lanzó sobre el
pobre vejete toda la envidia acumulada en sus cuarenta y muchos años de
deslices, caídas por capricho y complacencias cobradas muy barato para
poder vivir. ¿No era irritante que algunas compañeras suyas hubiesen
hallado imbéciles que de buenas a primeras les pusieron coche, y ella,
con haber rodado tanto, viera llegar la vejez sin pan y sin lumbre? Unas
cuanto más se venden, más caras valen, y otras... Se acordó del anónimo
y comenzó a desasosegarse. Doña Frasquita lo habría recibido la víspera
al anochecer... No tardaría en llegar. El escándalo iba a ser mayúsculo,
pero así acababa todo de una vez. ¿Qué podía esperar del vejestorio? Ni
dinero ni placer. Nada. Si fuese un señor rico como el que había pagado
todo aquello... La suntuosidad de la estancia le inspiró envidia, y la
envidia amargura, porque la más abominable de las pasiones torpes lleva
en sí propia su castigo.
Don Quintín se mostraba resplandeciente de alegría. Las sedas, los
rasos, la grata comodidad de los muebles, cuyas curvas incitaban a la
voluptuosidad, la satisfacción de aprovecharlo todo, siendo ajeno, y la
presencia de aquella mujer, que aunque ordinaria parecía una figura de
Rubens, le tenían extático, suspenso el espíritu y alborotados los
sentidos. A ratos se acordaba de don Juan, imaginando que la jugarreta
tenía muchísima gracia; y cada vez que al recostarse se hundían, bajo su
peso, los muelles de las butacas, creía sentarse sobre la propia
dignidad de su enemigo.
Alardeando de fino, colocó los almohadones ante la chimenea, y dijo a
Carola:
--Anda, gachona, ven y siéntate aquí conmigo, en el suelo, como los
moros; nos calentaremos los pies, que estoy hecho un sorbete.
--Burro, ¡mira que tener frío junto a mí!--Y en seguida, con pérfida
premeditación, añadió--: ¡Vaya una fogata que has _armao_!... Me ahogo...
yo me quito la esclavina, y si quieres creerme, desabotónate el chaleco,
que luego, en la calle, te hielas.
Dicho lo cual, se desabrochó el cuerpo del vestido enseñando la chambra
y el nacimiento del pecho, para que quien les sorprendiese supusiera que
estaban entregados a impuras y culpables caricias.
Don Quintín se desabrochó también el chaleco, mostrando la pechera de la
camisa. Después, alargando una mano, según estaba sentado, cogió de
sobre el velador la botella de Jerez, hizo que Carola empinase, y en
seguida pretendió que, con los labios húmedos, le besara.
--¿No te dan gusto este vinillo y ese fuego tan cariñoso?
--¡Vaya un hombre, que _tié_ al lado una mujer y se pone en cuclillas
junto a la chimenea!
--¿Qué te parece el cuartito? ¡Mira que si pudiéramos quedarnos, es
decir, quedarte con todo esto!
De repente, sonó un campanillazo. Don Quintín tembló de miedo, como los
convidados de Tenorio al oír el aldabonazo del Comendador. Carola se
dijo: «a lo hecho, pecho.»
Ambos guardaron medroso silencio.
Siguió un segundo campanillazo, y entonces dijo él:
--Nosotros no abrimos: ya se cansarán.
--_Panoli_, ¿tienes miedo? Yo iré, que a mí no me conocerán, y diré que
no hay nadie.
Adivinando lo que había de suceder, se puso el mantón, cogió
disimuladamente el velo para estar dispuesta a la fuga, y se dirigió
hacia el pasillo.
Transcurrió un minuto; aún rechinaban los goznes de la puerta, cuando
don Quintín oyó el timbre de una voz que le dejó trémulo de espanto;
apenas sus labios acertaron a balbucear un nombre:
--¡¡Es Frasquita!!
También sonó la voz de Carola:
--Buena mujer--decía--, aquí no vive ese señor.
--¡Ya lo sé, ya lo sé!--repetía la voz espantable--; pero ahí dentro está;
¡déjeme usted pasar!
--¿Es usted su criada?
--¡Es mi marido!
Carola, fingiendo tremenda ira, comenzó a gritar:
--¿Marido? Embustera, vieja, estantigua, si lo que _paece_ usted es la
estampa de las cuarenta horas.
Y vuelto el rostro hacia dentro, añadió:
--Quintinito, hijo, mono, sal y pega un empellón a esta fiera.
Al mismo tiempo retrocedió con malicia por el pasillo, dejando avanzar a
la exasperada Frasquita, que al fin penetró en el gabinete, desencajada
y colérica.
Era alta, flaca, barbipeluda, huesosa, sin pecho, recta de caderas; la
figura espantable, los ademanes ridículamente trágicos. Venía toda
vestida de oscuro, con largo velo a la cabeza, de suerte que, por su
traje y catadura, parecía una de aquellas entre brujas y dueñas
calderonianas que hace doscientos años servían para arredrar galanes,
vigilar mozas y asustar chiquillos.
En el instante de pisar ella el gabinete, don Quintín estaba tumbado
ante la chimenea, con la cabeza reclinada en un almohadón, desabrochado
el chaleco y sujetando en una mano la botella de Jerez medio vacía.
Verle Frasquita y abalanzarse a él, todo fue uno.
--Canalla, indecente, sucio, vicioso, ¿en esto te gastas el dinero?
¿Quién es esa tía?
El pobre hombre se quedó como muerto. Carola, afinando su astuta
perversidad, se había desabotonado por completo el cuerpo del vestido,
deslazándose, además, la cinta de las enaguas, como si tuviera la ropa
en tal desorden antes que llegara Frasquita, y al mismo tiempo,
encarándose con ella, decía:
--¿Pero es usted su mujer? ¡Jesús, qué antigua! Diga usted, señora, ¿qué
sucedió el Dos de Mayo? Oye, Quintín, ahora te digo, que haces bien en
buscar carne fresca fuera de casa, porque tu parienta está mojama. Anda,
calzonazos, échala o me marcho.
Frasquita, espantada de tales improperios y aturdida por la estúpida
pasividad de su esposo, dudó un momento entre arañar al infiel o
agarrarse con la desvergonzada manceba; por fin, temerosa de que ésta la
maltratase, se arrancó contra el estanquero, y a pellizcos y tirones de
pelos, le levantó del suelo, vociferando:
--¡Despídela, pégala, quiero que la mates!, _ustez_, mala mujer, ladrona
de hombres, ¡fuera de aquí!
Quintín continuaba mudo. Tenía la seguridad de que la menor imprudencia
de sus labios contra Carola empeoraría la situación, y con su mujer
tampoco se atrevía.
--¿Qué hacíais?--preguntó Frasquita, clavando los ojos en el desnudo pecho
de la corista pecadora.
Carola miraba socarronamente al estanquero, diciéndole con retintín:
--¿Y es esto lo que usas _pa_ diario? Elige pronto: la bruja o yo...;
pero luego no me vengas a casa babeando.
--¡Cállese usted, so _chupacharcos_!--gritó Frasquita, lívida de puro
encorajada.
--¿Escuchas? Ya te lo había yo _anunciao_, que no tendrías hígados _pa_
decir a esta vieja en su cara lo que a mí me dices cuando tú sabes...
Adiós, hombre, adiós, y que seáis felices. ¡Bueno te vas a poner de
huesos! ¡_Mia_ que se podían sacar hormillas de esta buena señora!--Y
dirigiéndose a la esposa ofendida, añadió--: Guárdelo usted como oro en
paño, que todavía pueden _ustés_ tener familia. En esto ha _parao_ tanta
monería, que parecías un perrito faldero--dijo--, y salió lentamente por
el pasillo, mientras Frasquita, temblona de pura rabia, continuaba dando
a don Quintín pechugones, arañazos, pellizcos, tirones de pelo y, lo que
era peor, dirigiéndole un interrogatorio, cuya entonación y preguntas
auguraban la más espantable venganza.
--¿Por qué estaba contigo?¿Cuánto tiempo hace que os habláis? ¿Quién es?
¿Quién ha pagado todo esto? Gorrinos, ¿por qué estabais desabrochados?
¿De dónde sacas el dinero?
No pudo más. El sofoco había llegado a su límite; zumbáronle los oídos,
tambaleose y dio con su cuerpo sobre aquellos mismos almohadones que
Quintín dispuso para distinto empleo.
Al cabo de un rato, tras mucho rociarle su marido el rostro con Jerez,
volvió en sí; pero enteramente transformada. Ya no era la arpía que
araña, ni la euménide que desgarra, sino una terrible y serena parca
que, extendiendo trágicamente el brazo hacia la puerta, dijo en olímpico
reposo:
--Señor mío, vámonos; en casita ajustaremos cuentas.
Después enmudeció, como si se hubiese tragado la lengua. No hubo medio
de que rompiese aquel mutismo pavoroso. Salieron, pasaron calles y
plazas; él, cabizbajo y anonadado, delante; ella, implacable y
rencorosa, detrás; ambos medio muertos, uno de miedo y otro de coraje,
hasta llegar a la calle de la Pingarrona.
Al entrar en el estanco, Frasquita, solemne y triunfadora, levantó la
trampilla del mostrador, y dejando paso a Quintín, al par que le
señalaba la silla puesta junto al brasero, en la trastienda, dijo con
voz reposada y grave:
--Viciosote; usted, que siempre estaba en casa, flojo y alicaído, como
bandera en día sin viento, ¿salía a presumir fuera? ¡Ya te daré yo
_querindangas_! ¡Cochino! ¡Mientras yo viva, no saldrás a la calle más
que conmigo!
La escuchó atónito, dejó escapar un suspiro de galeote recién sujeto al
banco, y tendió la vista por la oscura mansión estanqueril, como debió
de hacer, al verse abandonado de sus verdugos, aquel príncipe faraónico
a quien sepultaron vivo en las entrañas de la gran pirámide.
Tal fin tuvieron los desórdenes quintinescos, y es fama en el barrio que
jamás ha vuelto el pobre viejo a salir solo.
Bien dice el _Ecclesiastes_: «Cada cosa tiene su tiempo y sazón, y es
mucha la aflicción del hombre».


Capítulo XXII
El delirio

Pocas horas después de enviar don Juan a Cristeta su romántica y
desesperada carta de despedida, recibió de ella un papelito que traía
estas palabras escritas con mano temblorosa:
_«Juan: Oy mismo a las once de la noche te espero en la plaza de
oriente frente a la puerta de Palacio, y si no estás decidido a
todo no bayas._
_Cristeta.»_

Don Juan, de hongo y capa, impaciente y nervioso, aguarda en el sitio y
hora que le marcaron.
En un reloj cercano da el cuarto para las once. Del Guadarrama, y
haciendo escala en la _Punta del Diamante_ y la _Garita del Diablo_,
viene un norte sutil y helado que traspasa los tuétanos. Los enormes y
desnarigados reyes de piedra que rodean el jardinillo, surgen de entre
los árboles como grandes espectros blancos. Las llamas del gas se agitan
en sus fanales de vidrio, proyectando sombras temblorosas en el suelo
húmedo y barroso. No pasa casi nadie: sólo se oye de rato en rato la
sorda trepidación del tranvía y continuamente el rápido y corto pasear
de los centinelas de Palacio.
Don Juan, que comienza a malhumorarse, lanza sin cesar miradas hacia el
sitio donde arranca el Viaducto de la calle de Segovia, cuando
repentinamente, de entre la negrura del ambiente, surge un bulto de
mujer, a quien delatan su airosidad y gallardía. Viene modestísimamente
vestida con traje oscuro, mantón, y toquilla de estambre blanco a la
cabeza. Don Juan cree asistir a la resurrección de su antigua Cristeta,
la que salía del teatro en su primera época de comedianta pobre. No se
ha equivocado; ella es.
--Dame el brazo--le dice en voz baja y acercándose.
Cristeta obedece, y el galán, al rozar el cuerpo de su amada, siente
algo parecido al latigazo de una descarga eléctrica. La mujer tiembla
pudorosamente, pero sin medrosa hipocresía.
--Cristeta de mi alma, ¿qué es esto?, ¿te has decidido? ¡No me engañes,
que me moriría de pena!
--No hay momento que perder, quiero volverme pronto.
--Habla, vida mía. Todo lo que quieras, menos que yo viva sin ti.
--Juan..., estamos locos.
--Dime que me quieres y me dejo matar.
Sus voces languidecían; sus cuerpos, poseídos de atracción mutua e
imperiosa, se juntaban como dos hojas de árbol que el viento agita.
Acortaron el paso. Juan, deseoso de prolongar aquella emoción
paradisíaca, exclamó sin tener en cuenta el intenso frío:
--¡Qué hermosa noche! ¡Cristeta, ya eres mía!
--Espera--dijo ella--; antes tienes que oírme. Se trata de nuestro
porvenir... Toda la vida. ¡Piensa lo que haces!
--Te juro que te quiero como no he querido a nadie. Ahora dispón lo que
se te antoje.
Mirole ella con inefable ternura, adhiriéndose a su brazo como planta
endeble que ha menester apoyo, y murmuró:
--¿Qué será de mí? ¿Me quieres de veras?
La respuesta fue un delicioso apretujón por bajo de la capa, y al mismo
tiempo una mirada en que iba envuelta la promesa de la felicidad.
--Pues bien, Juan, no puedo luchar más; soy tuya..., haz lo que quieras;
manda, llévame donde quieras.
--No: mandar tú, obedecer yo.
--¿Me abandonarás otra vez?
Don Juan aflojó el embozo, y subiendo hasta sus labios la mano de
Cristeta, se la besó con más fervor que si la tocara por vez primera,
diciendo al mismo tiempo:
--Traigo dinero de sobra; vengo dispuesto a todo...
--Por ahora, paciencia--continuó ella--, tengo que irme en seguida; pero...
pocas horas faltan. Mañana a las dos de la tarde ven a mi casa.
¿Entiendes? Quiero que vengas a buscarme y quiero salir de mi casa
contigo, a la luz del sol..., iremos donde quieras... para siempre.
¿Comprendes? ¡Toda la vida! ¿Querrás? Pero te advierto que jamás volveré
a mi casa ni a soportar a ningún hombre que no seas tú. Tuya, y nada más
que tuya...
--Te juro--interrumpió él con acento solemne--, que nunca te abandonaré...,
y si algún día eres libre..., en fin, ya hablaremos.
Pretendió ir por la calle de Bailén abajo para prolongar el paseo, mas
Cristeta le hizo volver.
--Vámonos, tengo prisa--decía--; acompáñame hasta pasado el Viaducto.
--Como quieras; pero ¿te arrepentirás de lo dicho?
Anduvieron largo trecho silenciosos: al pasar sobre el puente de hierro,
mirando por bajo la pavorosa negrura del abismo, se les ocurrió a los
dos una idea espantosa. ¿Fue natural romanticismo de sus almas, o
resultado de la exaltación de sus espíritus? ¡Quién sabe! Lo cierto es
que ambos temblaron, y al temblar se pegaron uno a otro.
Cerca de la calle de Don Pedro, dijo Cristeta:
--Vete desde aquí. Hasta mañana. ¿Sabes el número?
Entonces ella, deteniéndose bajo una farola para ser bien vista, fijó en
don Juan sus hermosísimos ojos; y oprimiéndole las manos en señal de
despedida, repitió:
--Toda la noche, te queda toda la noche; ¡piénsalo bien! ¿Verdad que
serás bueno conmigo? Y ya lo sabes, es para toda la vida, porque yo no
soy capaz más que de resoluciones extremas.
Dicho lo cual, desasiéndose de él y dejándole confuso en medio de la
acera, se alejó precipitadamente hasta entrar en el anchuroso portal de
la casa donde vivía.
Don Juan pasó de largo, miró con disimulo, y después de verla torcer
hacia el arranque de la escalera, apretó el paso. Luego, dando rodeos
para no encontrarse con nadie, se fue a su casa, impaciente por saborear
a solas la realización de su esperanza.
Encerrose en el despacho, abrió el cajoncito más recóndito de su mesa, y
fue reuniendo y apuntando todo el dinero que tenía: sesenta y tantos
duros en plata, unas cuantas monedas de oro y ocho mil pesetas en
billetes. Además, de su último viaje a Francia le quedaban diecisiete
luises y dos o tres billetes de cien francos. Total, dinero sobrado para
llegar a cualquier parte. Después, a modo de novio en víspera de boda,
quemó en la chimenea varios retratos y un puñado de cartas, y, por
último, llamó a Benigno, quien oyó con verdadero asombro estas palabras:
--Mañana temprano me pones encima de esa butaca un traje gris, de
americana, la manta de viaje con las correas, una gorra y el gabán de
pieles. Prepara un maletín con los avíos de tocador y ropa interior;
nada de frac, ropa de etiqueta, ninguna. Saldré en cuanto almuerce;
puede que vuelva acompañado... y entonces ya te daré órdenes; pero lo
probable es que no vuelva. Si te envío recado, llevarás el maletín donde
te mande, y hasta que recibas noticias mías, mucho cuidado con la casa,
y cuando te escriba harás lo que te indique al pie de la letra. ¿Te has
enterado?
--De todo, señor.
--Ya lo sabes. No te muevas de aquí hasta que recibas orden por escrito;
puede que vuelva..., no lo sé, y puede que te mande cerrar la casa y
venir donde yo esté.
--Comprendido, señor.
--Pues ahora déjame.
Al quedarse solo volvió a contar el dinero, y al cabo de una hora se
acostó. Estaba tranquilo, con esa falsa serenidad propia de quien, tras
desearlo mucho, adopta una resolución muy grave.
Tardó largo rato en conciliar el sueño. Su imaginación vagaba
desvariando de unas ideas a otras, como si el razonamiento fuese incapaz
de sujetarlas. Quería pensar despacio, aquilatar la trascendencia de su
propósito, traer a juicio su pasado, considerar lo presente..., adivinar
lo porvenir... Inútil empeño.
La fantasía, estimulándose más cada instante, quedaba triunfante del
raciocinio. Compromisos, obligaciones, conflictos, luchas, catástrofes,
todo lo grave que le parecía cercano y probable, se desvanecía, quedando
en su lugar un fantasma encantador e imperioso que le abría los brazos y
le llamaba con promesas de perdurable felicidad. Era Cristeta; pero una
Cristeta nueva, renovada, hacia la cual se sentía impulsado, no sólo por
inclinación amatoria, sino también por algo misterioso, privativo del
espíritu y puramente anímico, en que no entraba para nada la fascinación
de la hermosura. Antes, al pensar en beldades deseadas y no poseídas,
siempre le dominó el encanto de la forma: ahora sus sentidos parecían
aletargados, y en cambio el ansia de perfecciones morales surgía potente
y avasalladora.
Los ojos de Cristeta oscuros y azulados, como cielo en noche serena; la
boca, fuente de ternura y sumidero de besos; el pelo rubio y largo, como
crecido para cubrir la almohada formando al rostro un nimbo de oro; el
pecho blanco y firme, donde parecían palpitar impacientes dos rubíes
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