Dulce y sabrosa - 15

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ella; aquilatar qué clase de afecto profesaba a su marido, o lo que
fuese; obtener pleno conocimiento del origen del niño; en fin, salir de
dudas. La frívola pertinacia del galanteador de oficio, la tenacidad
irritante del mujeriego afortunado, habían cedido el puesto a móviles
más serios. Lo que comenzó a guisa de vulgar conquista, iba
transformándose en drama psicológico, sin puñalada, pistoletazo, ni
catástrofe, pero muy serio: acaso con su catástrofe y todo, porque
¿quién era capaz de prever las complicaciones a que podría dar ocasión
el odioso Martínez? Pero lo grave era que la mujer antes perseguida y
deseada sólo por gentil y graciosa, se había trocado en hechicera
enigmática: ya no era don Juan un temperamento atraído por la belleza,
sino una voluntad obstinada en descubrir el arcano que llevaba una mujer
dentro del pecho. Hasta el pecho ¡lo más hermoso del cuerpo de Cristeta!
se le olvidaba pensando en su corazón.
Tomó un piso entresuelo en cierta casa de un amigo suyo (la calle,
aunque céntrica, casi solitaria), y en cuatro días, a fuerza de dinero y
con ayuda de don Quintín, hizo que le amueblaran un precioso gabinete
donde todo era sencillo y de exquisito gusto. La alfombra, clara; sobre
una mesita, una lámpara preparada, y como adorno, muchas flores. No
había reloj, para indicar que quien lo dirigió todo no quería tasado el
tiempo. Por precaución tenía la estancia puertas francas a escaleras
distintas, y en los balcones visillos muy tupidos. Junto a la chimenea
se veía uno de esos asientos llamados confidentes, dispuestos en forma
de ese, donde una pareja puede mirarse rostro a rostro, llegando tibio
el aliento del que habla a la oreja del que escucha: para diálogo
amoroso, imposible hallarlo mejor; pero no era mueble incitante y
traidor de aquellos en que la castidad suele reclinarse sana y
levantarse herida.
Al quinto día, luego que la casa estuvo dispuesta, don Juan entregó a su
representante una llave por si encontraba momento propicio de llevar a
Cristeta o de hacer que se resolviese a ir; y envolviendo el ruego en
promesas, le suplicó que apurara todos los medios imaginables para que
su sobrina le concediese la deseada entrevista.
En un principio, de acuerdo con ella, don Quintín dio largas pretextando
que no había logrado verla; después dijo que vacilaba y temía; por
último, que comenzaba a desesperar. Así transcurrieron dos semanas, de
beneficioso resultado para su bolsillo y de triste incertidumbre para
don Juan, quien al cabo determinó escribir a su adorada; de lo que se
originó nueva cita con Julia en la Plaza Mayor, y nueva carta, que a la
letra decía estas palabras:
_«Cristeta de mi alma: Ha pasado qué sé yo cuánto tiempo desde que
nos vimos; no tengo ya ninguna esperanza y, sin embargo, no me
resigno a perderte. ¿Dejarás que me marche de Madrid? Porque no
puedo vivir así. No te pido más que una entrevista muy breve, y te
doy palabra de honor que no tendrás que arrepentirte._
_He puesto un cuartito en la calle de Belén, 78, entresuelo. Allí
te aguardo mañana y pasado, desde la una de la tarde hasta el
anochecer. Si no me contestas dentro de cuarenta y ocho horas, será
señal de que nada puedo esperar, y esta misma semana saldré de
Madrid para no volver nunca. Adiós, Cristeta de mis ojos. Medita
bien lo que resuelves, que va de veras, y acuérdate de tu
desgraciado_
JUAN.»
Al expirar el plazo, cuyo término caía en lunes, don Juan recibió
respuesta con estas palabras, de mano de Cristeta:
_«Estoy malucha, y además no puedo ni debo aceptar eso que
propones; el domingo que biene toma un palco alto, para por la
tarde, en cualquier teatro, y enbiamelo: de otro modo, nada._
C.»
¡Qué semana! Ni educanda encerrada que aguarda el día de salida para ver
al primer muchacho que a hurtadillas le oprime la mano, y con quien soñó
castamente en el lecho virginal del convento; ni príncipe en vísperas de
ser coronado rey; ni miserable usurero a punto de cobrar; ni madre de
marino que en la costa espera el navío donde su hijo torna, nadie se
impacientó ni desesperó tanto como el pobre don Juan.
Llegó el sábado; fijáronse en las esquinas los carteles teatrales,
leyolos, calculó cuál sería la función más larga, y vio que en la
Zarzuela representaban un melodrama en cinco actos, seguido de sainete;
es decir, cinco entreactos, que era lo que a él le interesaba. Tomó para
sí una butaca, escogió un buen palco y se lo mandó a Cristeta. «¿Quién
la acompañará?--pensó--. Cuando lo ha pedido para por la tarde, es que
lleva al chico.» Y al recordar al niño se le puso carne de gallina.
El domingo amaneció sereno, hermosísimo. Con el temor de que se
suspendiera la función, se puso don Juan más nervioso que mujer en
tienda de sedas. Por fortuna, al medio día se nubló el cielo y comenzó a
llover. Su primera impresión fue de alegría; pero luego se dijo: «¿A que
no va porque no coja humedad el chiquillo?»
Hasta la hora del espectáculo permaneció encerrado en casa y, según su
costumbre, quiso distraerse leyendo; pero todo fue inútil. Tal estaba su
ánimo, que no le hizo gracia _Don Quijote_. Si llega a hojear _La divina
comedia_ se ríe del conde Ugolino. Al oír que daban las tres en el reloj
del despacho, púsose el gabán y salió.
Madrid estaba convertido en un lodazal; soplaba norte pulmoníaco, y la
lluvia, por lo terca y violenta, se burlaba de toda prenda impermeable;
pero a don Juan le pareció que caminaba por las secas alamedas de un
jardín donde corría suavísimo céfiro y que del cielo caía tibio rocío
perfumado, como aquel que un alarife cordobés hizo llover en el serrallo
del califa.
Cuando llegó al teatro aún estaba el pórtico cerrado, y ante él
esperaban, devorados de impaciencia y roídos de mal humor, grupos de
papás, manadas de niñeras y enjambres de chicos. Por fin, abrieron, y la
puerta comenzó a engullir gente. Todos se apresuraron: nadie dio tantos
codazos como don Juan.
Otros llevaban al niño de la mano: él llevaba dentro al niño Amor, que,
aposentado en su corazón y su pensamiento, lugares donde antes jamás
entró, corría de uno para otro.
La sala estaba a media luz: don Juan, que llevaba tres horas
diciéndose:--_«Principal, número nueve»_, miró al palco.
Los violines, mal afinados, gruñían como cochinillos hambrientos, oíase
algún quejido gangoso de clarinete y rasgaban el aire alegres carcajadas
infantiles.
Don Juan, de pie en el callejón central de las butacas, tenía fija la
mirada en el palco. De pronto, levantose la cortina, apareció Julia con
el niño en brazos, y tras ella, destacando por claro sobre el fondo
oscuro del palco, se dibujó la encantadora figura de Cristeta, en
actitud de alzar las manos para quitarse un precioso sombrerillo. ¡Qué
semblante y qué talle! A no estar trastornado por sus preocupaciones,
don Juan hubiese comprendido mirándola, que la esbeltez de aquella mujer
era incompatible con la maternidad. Lo de llevar al teatro un niño de
dos años, le pareció insensato...; pero era el pretexto: y además, los
padres llevan a sus hijos demasiado pronto al teatro, porque se hacen la
ilusión de que entienden lo que ven.
Cuando aumentó repentinamente la intensidad del alumbrado, Julia y el
chico lanzaron a dúo un ¡aah! formidable. Cristeta se sonrió, y a don
Juan le pareció que de aquella sonrisa había brotado la claridad.
¡Qué hermosa estaba la antigua comiquilla! Lo que descubría del traje
por cima del antepecho del palco, era un primor. Vestía una chaquetilla
de paño gris perla, bien ceñida y sin adornos, luciendo, al quitársela,
el cuerpo del vestido, liso y rojo muy oscuro, con muchos botoncitos de
plata; al cuello una gola de piel negrísima, sobre la cual brillaba,
como enroscada sierpe de oro, el moño de pelo sedoso y rubio. Nada de
joyas, ni siquiera un brazalete; pero, en cambio, sus movimientos,
ademanes y posturas estaban impregnados de aristocrática gentileza.
Don Juan enderezó hacia ella los gemelos, y viéndola tan hermosa creyó
no haberla poseído nunca. No parecía muchacha plebeya elegantizada de
repente, sino hija de grandes, hecha desde niña a todos los
refinamientos del lujo.
Lo poco que don Juan oyó del acto primero, se le hizo interminable. ¡Y
qué malo! Arte para la galería, espectáculo propio de pueblos atrasados;
lo de siempre: la dama perseguida, el traidor eterno, el vulgar
gracioso. Por supuesto, que Lope o Alarcón no le hubieran aquel día
parecido mejores. Miró hacia el palco muchas veces, y en dos notó que
ella le correspondía con amables sonrisas. Terminado el acto, repitió
las miradas con gran insistencia, moviendo hacia arriba la cabeza,
indicando que quería subir: ella, disimuladamente, extendió el brazo y
abrió la mano, moviéndola hacia abajo, lo cual, con toda claridad,
significaba: «Espera.» Don Juan puso cara de pariente desheredado. En el
segundo, tercero y penúltimo entreacto, que por fortuna no fueron
largos, ocurrió exactamente lo mismo, con lo cual el disgusto del
enamorado arreció tanto, que comenzó a retorcerse en la butaca como
diablo que se ahogase en agua bendita. ¿Si habría pensado aquella mujer
que iba él a contentarse con una ración de vista?
Por fin, al caer el telón tras el último acto del melodrama, cuando no
quedaban más que un intermedio y el sainete, don Juan, ya tan impaciente
que aun sin permiso ni consentimiento subiera, repitió la seña de
levantar la cabeza como preguntando: «¿Voy?» Entonces Cristeta le
dirigió una mirada cariñosa, haciendo al mismo tiempo un gesto de
conformidad, que quería decir: «Ven.»
Salió de la platea, y echando escaleras arriba, medio derribó a un
chico, pisó a una señora y tropezó con un caballero, a quien tiró el
cigarro. Le pareció oír insultos a su espalda, pero no hizo caso. El
corazón le latía como a chico en examen.
Antes de que acudiese el acomodador ya tenía Cristeta entornada la
puerta del palco, cuyas cortinas caían rectas, dejando sólo entre sí una
estrecha abertura por donde penetraban el resplandor y los rumores de la
sala. Juan cerró con tiento; y no por estudiada osadía, como en otros
tiempos, sino por sincero e irresistible impulso, cogiendo con fuerza
las manos de Cristeta, la empujó hacia atrás, sentándola en la banqueta
del antepalco; y en seguida, alzando hasta su boca las manos deseadas,
despacio, tembloroso, casi con respeto, se las besó, seguro de que no
podían ser vistos, mientras ella, al través de la cabritilla, sintió
algo que la quemaba dulcemente.
Pasaron unos segundos sin que ninguno de ambos profanase aquel silencio,
que lo decía todo. Por fin habló Juan en voz baja:
--Tú mandas y yo obedezco; pero mía ¡para siempre!
La respuesta fue un suspiro salido de muy hondo, y un movimiento de
cabeza triste y negativo.
Estaban en sombra, nadie podía verles, y por entre la separación del
cortinaje penetraba una faja de luz que Cristeta procuraba esquivar
echando el cuerpo hacia atrás. Al moverse creyó dar con la espalda en el
muro; pero Juan había sabiamente deslizado una de sus manos entre la
pared y el cuerpo de ella, de modo que al querer recostarse quedó
aprisionada por el talle. Ambos se estremecieron, pareciéndoles que no
había transcurrido tiempo desde la última caricia. Aquello fue la
repetición del bien pasado; acaso la dicha más grata que da el amor.
¡Qué recuerdos! Astucia de mujer, cavilosidad de hombre, entereza de
ánimo, escozor de vanidad ajada, ¡cómo vinisteis a tierra fundidos por
aquel calor que, traspasando las telas y penetrando las carnes, llegaba
por los nervios al centro de las almas!
--¡Vida mía!
--¡Juan, por piedad!
Fueron dos exclamaciones más henchidas de poesía que el mejor poema. Sin
embargo, Cristeta, que todo lo arriesgaba en la partida, se rehizo, y
dominando su primera impresión, se aprestó a la lucha. Era llegado el
instante de lo que ella, a solas con su pensamiento, llamaba el último
acto de su comedia. Sin apartar el cuerpo del brazo de Juan ni retirar
la mano que le tenía abandonada, pero mostrándose fría y serena (la
procesión andaba por dentro), dijo:
--¿Por qué no me dejas vivir tranquila? ¿Qué quieres? ¿No comprendes que
todo debe ser inútil?
--Lo veremos. Hay mucho que hablar. Un hombre que se ve en mi situación,
tiene derecho a...
--A nada.
--Te equivocas. No queda tiempo, ni éste es sitio para explicarse; pero
como tú no has querido nunca venir a terreno mío...
--¿Era decoroso?
--En fin, aprovechemos los instantes. ¿Cuál ha sido tu conducta desde que
me fui a París?
--¿Desde que me abandonaste en la fonda de Santurroriaga?
--Bueno, como quieras, te abandoné; de eso luego se tratará. ¿Qué
hiciste?
--¿Y no se te ha ocurrido preguntártelo a ti mismo hasta que has vuelto a
verme?
--¡Responde!
--¿Y por qué has de ser tú y no yo quien interrogue? ¿Porque eres hombre?
Ten calma.
--No puedo, la tendré cuando hayas vuelto a mi poder.
--¡Ah! Me quieres ahora porque no puedo ser tuya.
--Más de lo que te figuras. Estoy dispuesto a todo.
--Y yo a nada.
--¡Parece mentira que se te hayan olvidado ciertas cosas!
--¿Cómo he de olvidar lo que hiciste conmigo?
--Bueno..., ¿qué buscas, qué pretendes? ¿La satisfacción de oírme que
hice mal? ¿que te diga que me arrepiento? ¿que ni siquiera me porté como
caballero? Corriente; no merezco ni lástima...; humíllame, véngate
cuanto quieras; pero, ¡por Dios, Cristeta, vida mía! ¿a quién has
querido, de quién eres...? ¡yo no puedo vivir así!
Tal sinceridad había en su acento, que de buena gana Cristeta se hubiese
dejado comer a besos, si no temiera que la precipitación malograse su
plan. Se limitó a mirarle con dulzura, respondiendo:
--¿Pues qué clase de mujer crees que soy? ¿de las que tú estabas
acostumbrado a tratar?
--Es que no puedo callártelo.... esa criatura--y extendió el brazo hacia
donde estaba el niño--esa criatura me tiene loco... Cuando yo me marché
de Santurroriaga..., porque..., la verdad..., ¿al cabo de cuánto tiempo
te casaste? Aun suponiendo que hallases un hombre tonto o... poco
escrupuloso, en fin, uno que pasara por todo, ¿no tenía yo algún derecho
a saber la resolución que ibas a tomar?
Cristeta, sorprendida, le dejó concluir. Ignoraba las insidiosas frases
pronunciadas por su tío el día del almuerzo para herir a don Juan, y no
esperaba semejante ataque. Cierto que había, desde un principio, ideado
acompañarse del niño para dar más viso de verdad a su condición de
casada; pero, a pesar de su travesura, jamás imaginó, ni entró en sus
cálculos, excitar a Juan martirizándole con la creencia de que el chico
pudiera ser suyo; y en aquel momento comprendió, por fortuna, que el
recurso que a las manos se le venía era efímero y de muy peligroso
aprovechamiento. Además, su orgullo legítimo de mujer amante le inspiró
el recelo de que si don Juan aceptase aquella paternidad, ya no sería
ella misma quien venciera, sino el niño, y por último pensó también que
como al fin y a la postre habría de descubrirse la mentira, sería fatal
para ella que su ingenio de enamorada pudiese ser calificado como
ambiciosa tramoya y conspiración de aventurera.
Juan estaba pendiente de sus labios.
Cristeta suspiró; luego guardó silencio en larga pausa, mirándole
fríamente, mostrándole impávida el azul profundo de sus ojos; se pasó la
lengua húmeda por los labios secos, y muy despacio, levantando una mano
y posándosela en el hombro, le dijo con melancólica solemnidad, al mismo
tiempo que dejaba caer ruborosa los párpados de larguísimas pestañas.
--Vive tranquilo; te juro que ese niño no es tuyo.
Juan reprimió un suspiro de desahogo, y acentuando el fervor amoroso,
por disimular la emoción, repuso a modo de acusador:
--Entonces, infame... sí, perdóname, infame, ¿qué cariño era el tuyo, qué
pasión era aquélla, si cuando apenas me fui te entregaste a otro y con
tal entusiasmo que... ¡ahí están las pruebas! (Y volvió a señalar al
chico.) Yo pude ser falso, engañador, traidor, sobre todo, tonto,
porque, al dejarte, en la culpa llevaba la pena; pero ¿qué nombre merece
tu conducta?
--¿Es decir, que mi obligación era quedarme toda la vida esperando a que
se te antojase volver a acordarte de mí, como se queda un libro en un
estante, hasta que su dueño tenga capricho de volverlo a leer? Sé
franco, mírame cara a cara y dime: si yo fuera libre, ¿hubieras vuelto a
pensar en mí? Dispensa la dureza, pero lo que ahora sientes no es amor,
es envidia de otro.
--De ese otro a quien odio y aborrezco, también tenemos que hablar; pero
quien me importa verdaderamente, eres tú. Ya lo estás viendo: me has
dicho que el niño nada tiene que ver conmigo, y sigo diciéndote que no
puedo vivir sin ti.
--¿Pues qué recurso sino conformarse?
--¡Si fuera en Francia!
--Sí, allí creo que se casan y se descasan como perros.
--¡Bendito país, donde la traición, el engaño y hasta el error tienen
remedio!
--¿Y quién te dice que yo sea capaz de aceptar eso? ¿Acaso no puedo
quererle?
--¿Al niño? Naturalmente; al fin, es hijo tuyo.
--No me has comprendido...--repuso sin atreverse a concluir.
--¡Calla, traidora! porque no respondo de mí.
Y alzó tanto la voz, que ella hizo ademán de taparle la boca con la
mano.
--No pensemos en lo imposible--añadió Cristeta tristemente--¿Has querido
verme para que sufriéramos los dos? Ya estarás satisfecho; pero basta...
¡por la Virgen Santa!
Intentó incorporarse, Juan la contuvo oprimiéndola el talle, y aún más
con el suplicar de su mirada, al mismo tiempo que decía:
--No perdamos tiempo en recriminaciones inútiles. ¿Me he portado mal?,
pues te pido perdón. ¿Has obrado por despecho?, te perdono. ¿Nos hemos
equivocado los dos, yo al dejarte y tú al olvidarme?, pues venzamos a la
desgracia. Manda, ordena, dispón, decide lo que quieras; paso por todo,
¡pero mía, mía para siempre!
--¿Y qué sabes tú lo que es _siempre_? ¿Cuánto tardarías en cansarte otra
vez de mí? Y, sobre todo, no reparas en lo que hablas... y me estás
ofendiendo. Óyelo bien; jamás engañaré a Martínez, lo juro. Lo hecho,
hecho está.--Y al decir esto, sonrió ligeramente, como burlándose de sus
propias palabras.
--¡Pues yo lo deshago!--replicó Juan en fogoso arranque.
--Eso se dice ahí, en el escenario, pero aquí en la vida... ¡ya no
podemos ser dichosos!
--¿Luego me quieres? ¡alma mía! ¿No eres feliz? ¿Qué hombre es ése? ¿Por
qué te has enamorado? Cuéntamelo todo.
--No me atormentes más, que estoy sufriendo mucho...; mira, mira--añadió
levantando un poco la cortina--márchate, que ha comenzado el sainete.
No había comenzado, sino que faltaba poco para que concluyera.
--¡Quiá! ¡Qué he de irme! ¿Crees que he venido sólo para esto? Vuelves a
ser mía... y hoy te acompaño hasta tu casa.
--Ni una palabra más. Accedí a oírte, porque supuse que tendrías juicio.
Esto se acabó; yo no transigiré nunca con ciertas cosas.
--Ni yo con perderte.
--Entonces, ¿qué pretendes? ¿que sea de dos a un tiempo? ¿Quién
resultaría despreciable, nosotros o _él_? Figúrate lo absurdo, que _él_
lo tolerase: ¿crees que yo podría tenerle al lado?
--Cuanto dices prueba que no has dejado de quererme: ¡eso es lo que yo
deseaba saber! Ahora, la última pregunta, y ¡mira que hablas con un
hombre resuelto a todo!: ¿estás realmente casada? porque hay quien... no
lo cree.
Cristeta vaciló un punto, sin atreverse a responder categóricamente.
Hasta entonces había puesto especial empeño en no afirmarlo. Tampoco en
aquel instante quiso decirlo, y en vez de contestar de palabra, como si
cediese a una languidez incontrastable, dejó caer el dulce peso de su
cuerpo sobre el hombro de Juan, al mismo tiempo que decía:
--¡Qué desgraciada soy! ¡Déjame, déjame!
Al sentir Juan acariciado el rostro por el cosquilleo del pelo de
Cristeta, dio al olvido la pregunta que hizo, la respuesta que esperaba,
hubiera olvidado hasta la gloria si entonces se la hubiesen ofrecido, y
estrechando contra el pecho la cabeza de su amada y pegando los labios a
su oído, le dijo:
--Iremos donde quieras, solos... o con tu chico..., yo seré su..., lo que
tú mandes, ¡alma mía!
Y la besó callada y blandamente entre el rizo y la oreja.
Cristeta levantó la cabeza, mostrando involuntariamente los ojos llenos
de felicidad. Juan había pronunciado aquellas palabras con una expresión
nueva, desconocida para ella, y aquel beso fue más casto, más sincero,
menos egoísta que los dados en otro tiempo por los mismos labios. No se
sintió deseada, sino querida, y en lo más íntimo de su espíritu se alzó
una voz que le decía: «Es tan mío como yo suya.»
La función estaba concluyendo. Púsose Cristeta en pie sin que ya él lo
estorbase, esquivó sus miradas como aterrada, y le dijo:
--Vete. Quiero salir sola.
--¿No viene nadie, ni tu tío, para acompañarte?
--¡Ah!... A propósito de mi tío. Tengo que pedirte un favor.
A no estar tan ciego el pobre don Juan hubiera notado que no era propio
de situación tan grave hablar del ridículo don Quintín; mas sin pensar
en ello, repuso:
--¿Tú pedirme favores? Pon un bando, y hago que te obedezca... hasta el
mismo Nuncio.
--No exageres. Lo que quiero es que no contribuyas a volver loco a ese
pobre hombre. En cuanto tiene dinero hace cada barbaridad... Con que no
le des ni un duro. ¿Me lo prometes?
--Pero, mujer...
--No hay pero que valga; cuanto le das es para su mal.
--¿Por qué?
--Porque tiene... Vamos, que se lo gasta todo con una bribona, no para en
casa, descuida el estanco, trata mal a la pobre tía... y se pone malo.
¿Lo harás?
--Te prometo no volver a darle ni una peseta. Adiós, y piensa que ya eres
mía. Ahora cuando quieras nos veremos para convenir lo que más te
agrade.
Cristeta, comprendiendo que había llegado uno de los momentos más
amargos y difíciles de su empresa, hizo un esfuerzo, y arqueando con
gesto de desesperación los labios, alterada y sombría la voz, dijo,
llenando de pesar a Juan:
--No nos hagamos ilusiones... Me despreciarías, y harías bien... Esto es
un sueño... Me estás volviendo loca, ¡pobre de mí!... Perdóname...
Imposible. ¡Adiós!
Las palabras salieron de sus labios saturadas de amargura; pero al mismo
tiempo, sin que pudiera evitarlo, brilló en sus ojos tal llamarada de
pasión, que aquella mezcla de negativa y de amor fue lo sumo de la
coquetería. Don Juan no sabía a qué santo encomendarse. La boca de
Cristeta decía: «Nunca»; los ojos gritaban: «Llévame.»
Reclinada en la pared del antepalco, desordenadillo el rizoso pelo,
acarminadas las mejillas y voluptuosa la mirada, estaba realmente
encantadora.
Don Juan, medio enloquecido, dijo:
--¿Eres Cristeta, o eres un tigre que está jugando con mi felicidad?
--¡Felicidad!--exclamó ella con acento melodramático, oportuna
reminiscencia de su carrera artística--¡Felicidad!... Juan, no me hagas
ser mala... ¡No quiero!... Adiós. ¡Jamás volveremos a vernos!
En seguida hizo a la niñera una seña, salió ésta con el chico, le
arroparon, pusiéronse la moza su mantón, la señora su linda chaquetilla,
y salieron del palco. En el pasillo, Cristeta habló a su adorador en voz
baja:
--¡Por caridad... vete!
--¿Hablaremos?--repuso él suplicante.
--No me hagas ser mala. No quiero. Vete...
El pasillo estaba ya lleno de gente. Don Juan comprendió que no era
posible seguir hablando sin ponerse en ridículo.
Mustio, alicaído y rabioso, bajó tras ella la escalera. Su propósito era
seguirlas; pero apenas pisaron la calle se metieron en el coche que
estaba aguardando. No debió de quedarse tan triste ni asombrado aquel
hidalgo de la leyenda que vio ante sus ojos pasar su propio entierro,
como quedó don Juan mirando alejarse rápida mente la berlina
Cristeta iba encogida y como acurrucada en el fondo del coche, medrosa
por lo que acababa de hacer. El riesgo de su ventura la tenía muerta de
miedo. Pensó que acaso fue más allá de lo prudente. ¿Llegaría él a
razonar, sentir y disculpar los móviles que la impulsaron, y, sobre
todo, a empaparse bien de que eran desinteresados? Si creía que su
objeto era atraparle, como en su soez lenguaje dicen los hombres entre
sí, estaba perdida. Ocurríasele que con otro hombre habría empleado
recursos diferentes; pero en seguida reflexionaba que a otro no le
hubiera querido. En cuanto a Juan... él mismo, con su carácter,
suministró idea del estímulo que había menester. ¿Estaba enviciado en la
facilidad, madre del hastío?, pues hacerse desear. ¿Eran sus amores
pasajeros y compradizos?, pues demostrarle que ella no se vendía, ni era
su corazón tesoro para derrochado en unos días. ¿Lograría que Juan viese
claro el sentimiento que la impulsó a tales aventuras? En caso
afirmativo, el éxito sería doble: primero, porque adquiriría la
persuasión de que Juan la conocía a fondo, como debe ser conocida la
mujer amada; y segundo, porque así la conquista sería definitiva.
Hallando mujer tan encariñada y animosa, sólo un necio podía renunciar a
ella. En cambio, el fracaso no era únicamente la pérdida de la dicha,
sino el descrédito a los ojos de Juan. ¡Adiós esperanza, amor..., todo!
No se arredraba pensando en la vuelta al estanco y la pobreza; pero
Juan, Juan... ¿Por qué se le habría metido aquel hombre tan adentro del
alma? De todos modos, era imposible prolongar mucho la situación.
Y, sin embargo, faltaba el último cartucho por quemar.
Según costumbre, se apeó del coche en sitio apartado y volvió a casa a
pie, sola y dando rodeos.
Desnudose despacio, engolfada en sus ideas, entreteniéndose en guardar
con cuidado sus ropas, relativamente lujosas, como el guerrero cuida y
guarda las armas. Luego dirigió una mirada a los pobres muebles y
blancas paredes de su cuarto, y suspiró pensando:
«¡Quién sabe! ¡El beso de hoy me ha parecido beso de cariño!»

Don Juan se retiró como chico a quien dan cañazo en la escuela.
«¿Qué mujer es ésta?--se decía al entrar en su casa--. ¿La coqueta más
temible del mundo, o una desdichada que fluctúa entre el deber y el
amor? Porque, ¡vaya si me quiere! ¡Cómo temblaba cuando la besé... y qué
modo de mirar!»
Ya no se le ocurría todo aquello de capricho, vanidad, lo que me dé la
gana, un día, una hora... La quería por suya como se desea la felicidad,
sin fijar término ni plazo, lo antes posible y para siempre: ya no era
el temible Burlador de Sevilla, que seduce, logra y desprecia, sino el
Tenorio apasionado que se rinde a doña Inés.
Entre su deseo y su esperanza surgía el recuerdo de las últimas frases
que Cristeta le dijo en el antepalco. Las recordaba claras, indudables,
palabra por palabra, sílaba por sílaba. «... No me hagas ser mala... ¡No
quiero!... Vete... ¡Nunca!»
Entonces el hombre insustancial y frívolo, que no había vertido una
lágrima desde la muerte de su madre, se dejó caer en una butaca,
cubriose el rostro temiendo que le hicieran burla las Venus de bronce,
las fotografías de mujeres hermosas o los retratos de queridas olvidadas
y se echó a llorar como un niño.


Capítulo XX
Los favores que don Juan hizo antaño a su cocinera Mónica, le fueron
grandemente pagados sin que él lo sospechara

Cartas impregnadas de ternura, junto a las cuales resultarían pálidas
aquellas que se escribieron en el Paracleto; recados apremiantes
enviados por conducto de Julia; súplicas, amenazas, todo fue inútil.
Cristeta, voluntariamente recluida en su casa, daba la callada por
respuesta. Entonces, al modo que el general sitiador a quien es adversa
la fortuna suspende el ataque y se encierra en su tienda, don Juan
comenzó a filosofar, recurso de desgraciados, y le pareció que su pasado
era ridículo; su presente, amarguísimo; su porvenir, incierto. El mal
humor fue poco a poco convirtiéndosele en tristeza y ésta en melancolía.
Haciendo retrospectivo examen de conciencia, consideró que su vida fue
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