Dulce y sabrosa - 18

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carnosos perdidos entre nieve; todo el conjunto de atractivos que
formaban lo material de la mujer, lo veía don Juan desvanecido, borroso,
deseable, pero secundario; y en cambio, al poner su pensamiento en el
pensamiento de ella, experimentaba una sensación de ansia y desasosiego
entre penosa y grata, como si la voluntad y el alma carecieran de algo
que sólo pudiese hallar satisfacción y plenitud en la posesión pura e
inmaterial de Cristeta. Tormento y placer análogo debieron de sentir y
gozar los místicos que, abrasados en fervor religioso, tendían a
identificarse y sumarse con la divina esencia, cual si anhelaran ver
anonadarse su alma dentro de otra alma superior e increada. Tuvo luego
también momentos de intensa embriaguez amorosa; pero brevísimos,
fugaces, y apaciguada pronto aquella excitación, se rindió al cansancio
físico.
Entonces el espíritu, libre de influjo externo, prosiguió su incansable
labor, y comenzó a soñar disparatadamente, mezclándose y trabándose en
sus desvaríos lo verosímil con lo imposible, y las reminiscencias de lo
real con las locuras de lo imaginario.
De igual suerte que cuando el maestro duerme los chicos arman bulla y
algazara, así al quedar en reposo la voluntad de don Juan, se le
avivaron los deseos, excitáronsele los recuerdos, y las imágenes creadas
por la fantasía, unas brillantes, otras pálidas, pero todas de intensa
realidad para su mente, comenzaron a desfilar en ronda interminable.
No creyó ver sino que con los ojos del alma vio a Cristeta como estaba
la primera vez que hablaron: falda muy hueca, de percal, pañoleta de
espuma al talle, zapatitos con galgas y moño bajo, lleno de flores; todo
el atavío gitanesco; pero no en el cuarto del teatro, sino en aquella
plazoleta de la Moncloa situada junto a la fuentecilla. Servían de fondo
a la figura los troncos de los árboles atigrados por manchas musgosas, y
en torno de su cabeza revoloteaban hojas secas de plátano que, traídas y
llevadas por el viento, semejaban errantes estrellas de oro. De pronto,
mujer, paisaje y fuente, se deshicieron como humo ingrávido, el espacio
quedó vacío, y en la atmósfera desierta, pero alumbrada por un sol
invisible, sonaron muchos ruidos diferentes que juntos simulaban un coro
de mujeres burlonas. Hubo crujir de sedas manoseadas, rumor de
varillajes de abanicos, chasquidos de besos, sonoridades de monedas de
oro caídas sobre mármol, y luego grandes carcajadas, como si alguien
diabólicamente se mofara de la hermosura, el lujo y el amor. De
improviso, todo cambió, apareciendo por arte de magia un cuarto
vulgarmente amueblado con cama de hierro, sofá de espadaña, dos baúles y
una percha clavada en la puerta. Sobre asientos y muebles había muchas
ropas adornadas de oropel y talco.
Contemplando aquello el hombre dormido se obstina en avivar recuerdos y
coordinar ideas, pero es en vano; porque las memorias no obedecen a la
evocación y los pensamientos se alteran. Luego su atención y sus ojos
son imperiosamente atraídos por algo que le suspende y encanta.
Al pie de la cama deshecha, hay una mujer sentada en una silla baja:
tiene el pelo revuelto, el rostro abrillantado por las lágrimas
restregadas, y la boca contraída por el amargo dejo de una felicidad
apenas gozada y ya perdida. Junto a ella, caídos en el entarimado del
piso, se ven dos papeles arrugados: una carta y un impreso pequeño con
cifras manuscritas. Después todo aquello se transforma en una capilla
oscura y sucia, donde huele a sudor y a cera. Un hombre y una mujer se
arrodillan ante otro hombre que lee un librote, trazando con las manos
en el aire figuras misteriosas: la mujer es Cristeta; pero la fisonomía
y el aspecto de su acompañante carecen de rasgos definidos. No es alto
ni bajo, flaco ni grueso; a ratos lampiño, a ratos barbudo... Al sonar
un campanillazo la visión se disipa y el lúgubre recinto se trueca en un
paseo enarenado, por donde corretea un niño tras un ato de madera. El
chiquitín tropieza, cae, se lastima... y suena un grito. Una mujer queda
tendida en tierra y dos hombres se abalanzan a socorrerla; en el primero
se reconoce don Juan; el segundo es el otro, el desconocido de la
capilla, el monstruo sin fisonomía. Su audacia no tiene límites. Se
inclina sobre el cuerpo de la desmayada, y con la insolente autoridad de
un poseedor legítimo, hace ademán de ir a desabrocharle el cuerpo del
vestido para que, respirando mejor, cese la congoja. Entonces a don Juan
se le sube la sangre a la cabeza. ¡Tocar aquel hombre el pecho de
Cristeta! ¡Profanación! Tanto valdría que un bárbaro escupiese al Apolo
Délfico o que un judío cometiese irreverencia ante Jesús Sacramentado.
Don Juan se arroja, o cree arrojarse, sobre el marido, y ofendiéndole de
palabra, le sujeta, le zarandea y le sacude... Suena una bofetada. La
mano invisible del hombre sin fisonomía ha caído ruidosamente sobre el
rostro de don Juan como cae el mazo del batán sobre la superficie del
agua. El ofendido saca un revólver, dispara y se oye un ruido semejante
al desplome de un cuerpo exánime. Al desvanecerse el humo del fogonazo,
todo desaparece y se disipa; por el aire vuelan pedazos de papeles que
llevan impresas palabras terroríficas: asesinato..., mujer casada...,
amante..., niño huérfano. Después, en la lejanía de un campo, junto a
unos murallones de ladrillo, se alza un tablado, encima del cual,
destacando sobre el cielo, se ven cuatro hombres que sientan a otro por
fuerza en un banquillo, tras el cual, a manera de respaldo, hay un
madero tieso...
¡Qué horrible pesadilla! Por fortuna, un cambio de postura desvía la
sangre de ciertos sitios del cerebro, quedan libres los nervios
oprimidos, sufren otros la presión y...
Un bosque fantástico, cuyos árboles tienen, en vez de hojas, monedas de
oro. Don Juan camina silenciosamente por una vereda, cuando de pronto,
hendiéndose las cortezas de los troncos, dejan paso a mujeres
magníficamente ataviadas y ninfas en todo el esplendor de su sagrada
desnudez.
Las hay blancas con el transparente blancor del alabastro; rubias como
hebras de mazorca; morenas en que parecen haberse deleitado las miradas
del sol, y también las hay enteramente negras, al igual de aquella
princesa de las leyendas árabes que fue engendrada por el misterio en el
vientre de la noche.
Agitadas de neurosis, exasperadas de lujuria, como diablos súcubos se
dejan poseer por don Juan, y apenas poseídas, se truecan en pelados y
mal olientes esqueletos. Gasas, tisúes y rasos quedan desfilachados y en
jirones, flotando sobre las osamentas. En derredor de las vértebras
cervicales caen desgranados y sueltos los collares. De los cúbitos
penden los brazaletes rotos. En torno de las sienes calvas, con la
amarillez del marfil viejo, se marchitan las coronas de rosas, y en la
medrosa concavidad de las órbitas vacías, en vez de las pupilas bañadas
de efluvios amorosos, brilla la pálida fosforescencia de las larvas
inquietas. El suelo todo es podredumbre; el espacio todo luz: y he aquí
que, de repente, la figura de Cristeta vestida de hilos de agua y rayos
de luna entretejidos, cruza el éter impasible y angélica, dejando tras
sí una estela de polvo luminoso. El alma de don Juan da un vuelco hacia
ella, la alcanza, la detiene, y al tocarla queda convertida en estatua.
En vano pretende vivificarla acariciando sus hermosas caderas, y
gimiendo de dolor entre sus marmóreos pechos. Ya no es mujer, es una
divinidad.
Es la diosa del amor en nueva forma, con caracteres desconocidos. No es
Afrodita a quien se rinde culto de pasiones sensuales; no es la Venus
Cálvica, que recibe en ofrenda cabelleras de vírgenes; parece la Venus
Apostropha, que desdeña y castiga los pensamientos impuros. A fuerza de
besarla éntrasele a don Juan por los labios hasta el alma el frío de la
piedra, y paralizada su sangre, se desploma rendido.
Cuando torna en sí, la amargura se ha enseñoreado de su alma: la
privación del placer le ha hecho filósofo; pero la filosofía seca su
corazón, y sediento de esperanza, se hace religioso y degenera en
místico...
Sueña que es el apóstol único de una religión nueva, agradable y
tolerante, que abarca y atesora la poesía pagana, la severidad
protestante, el fausto católico, el sentido práctico hebreo y el poder
político del islam, simbolizándolo todo en ritos fantásticos y
heterogéneos de que él es gran sacerdote, y en que se hallan
representadas todas las aspiraciones del espíritu y todos los apetitos
de la carne, desde el ascetismo de los anacoretas hasta los bailes
misteriosos y lúbricos del Oriente primitivo.
La efigie de Cristeta-Venus se transforma de repente en la Eva mosaica
que perdió el Paraíso, y en torno de ella comienza el desfile de una
procesión interminable. Allí van las virginales deidades indias,
moradoras de los lagos, que con el calor de sus pechos entibian el agua
que ha de regar la flor del loto; las impúdicas danzadoras egipcias y
malacitanas, que acuden a Roma para divertimiento de Césares; las
doncellas corintias consagradas a Palas, que asisten a las Panateneas;
las sacerdotisas galas que lanzan a los bárbaros contra el antiguo
mundo; las damas de las cortes de amor que tiñen en la púrpura de su
sangre la flor que ha de premiar a su poeta; las cortesanas del
Renacimiento, que el arte convierte en imágenes de dolorosas; las monjas
españolas, devoradas de histerismo religioso; las damas galantes de la
Francia borbónica, que sin traicionar al amor supieron hacer de cada
hombre un amante; y, por último, la mujer moderna, cuyo tipo varía,
desde la Hermana de la Caridad que riega con sus piadosas lágrimas las
llagas del herido, hasta la pecadora de oficio que, vendiéndose al rico
y regalándose al pobre, ofrece a todos la ilusión del amor. Y aparecen
figuras extraordinarias, enigmáticas, en quienes palpitan encarnaciones
distintas y olvidadas de la eterna Eva. Allí se acercan la Venus
Fecunda, ensangrentada por un cilicio, envuelta en un sudario, y María
de Nazareth, coronada de pámpanos y esgrimiendo el tirso de las
bacantes. La diosa gentílica canta el _Dies irae_. La virgen cristiana
recita los versos impíos de Lucrecio...
Entre tantas, ¿cuál es la dispensadora de la dicha, cuál la verdadera
mujer? ¡Nadie lo sabrá nunca!
Poco a poco todo aquello se borra, reaparece la noche oscura, y del
cielo comienzan a caer las estrellas, metamorfoseadas en almeas desnudas
mal envueltas en gasas transparentes. Don Juan se aleja de ellas, y
llega a la orilla de un lago, por cuyas tranquilas aguas se desliza una
barca tripulada de doncellas, que se alejan cantando tristemente. Las
mira y ve que son sus propias ilusiones, que bogan río abajo de la vida
despidiéndose de él para siempre.
Por último, todo cambia: lo fantástico se trueca en realidad pavorosa.
Es de noche: un hombre viejo y enfermo está solo en un gabinete. La tos
le desgarra el pecho, tiene las piernas hinchadas por la gota, el
estómago roído de dolores, y para que el sufrimiento sea completo,
conserva el cerebro despierto y sano. Una criada torpe y gruñona le
asiste con malos modos, sin solicitud ni cariño. ¡Qué soledad tan
triste! ¡Ni una hija, ni una caricia, ni un beso! ¡Oh mocedad
malbaratada! ¡Oh presente amarguísimo! Perdidos en la lejanía de la
juventud y vigorosamente evocados por el pensamiento, vienen a la mente
los recuerdos: pasan muchas mujeres: don Juan las ve, violenta su
imaginación para acordarse de sus nombres y no puede; porque si todas le
dieron su cuerpo, ninguna le dejó la dulzura del cariño en la memoria.
La postrera de todas trae las miradas impregnadas de amor, la boca
prometedora de besos, pero al mismo tiempo sus labios murmuran una
palabra: «Imposible». Es Cristeta. Don Juan, reconociéndola, suplica,
implora, ruega, grita, procura detenerla, y nuevamente el fantasma se
disipa, dejándole en las manos la sensación de un sudor frío y pegajoso.

Suena el lento y ruidoso rodar de un carro; luego el campanilleo de las
burras de leche; óyese a lo lejos el vocear de un pobre vendedor
ambulante; y por los resquicios y rendijas del balcón penetra, en hilos
plateados, la clara luz del día.
Don Juan despierta y se arroja del lecho abajo, restregándose los ojos.
Todo ha sido un sueño mentiroso. Es joven, está en su casa, no ha matado
a nadie, y... a las dos le espera Cristeta; no en forma de impalpable
fantasma ni de fría escultura, sino en carne y hueso, amante y cariñosa.
Entonces, sacudiendo el sopor morboso de la pesadilla, mira en torno. Lo
primero que ve es la ropa de viaje colocada sobre una butaca, y en un
rincón el mueblecillo donde la víspera guardó el dinero para huir con
ella, robándosela al hombre misterioso sin rostro ni facciones. Un
nombre se le viene a los labios: «¡Martínez!» Esta es la única tristeza
indudable que pasa del sueño a la vigilia.
Al dar la una en el reloj del despacho, don Juan sale de su casa
llevando el corazón henchido de amor, el ánimo resuelto a todo y los
bolsillos repletos de dinero.
¿Qué más necesita el hombre a quien aguarda una mujer?


Capítulo XXIII
Concluye ésta, entre verídica o imaginaria historia, con el raro ejemplo
de una mujer que todo lo pospone al deseo de ser amada

Salió don Juan vestido de viaje, tomó un coche, apeose cerca de la calle
de Don Pedro, y por fin llegó al portal de la casa en que vivía
Cristeta. No arribó Ulises a la deseada Itaca, ni vieron los Magos el
sagrado pesebre poseídos de tan honda emoción como la que él sentía.
Penetró en el zaguán, y acercándose casi respetuosamente al portero, de
suntuoso levitón y gorra blasonada, le preguntó:
--¿La señora de Martínez?
--No vive aquí.
--¿Cómo?
--Que no es aquí.
--Sí, hombre; una señora joven y guapa que se llama doña Cristeta.
--¡Acabara usted! Sí, señor. Segundo patio, escalera interior, piso
tercero.
--¿Está usted seguro?
--¿_Quedrá_ usted saber de la casa más que yo?
En otra ocasión, don Juan hubiera castigado con un sopapo la porteril
arrogancia; pero en aquellos momentos no estaba para provocar
conflictos.
Dejando a su derecha el arranque de la escalera señorial, lujosamente
alfombrada, atravesó el patio, empedrado como para espera de coches, y
comenzó a subir la otra humilde y estrecha escalera que le indicaron. La
contestación del portero le había dejado confuso. ¿Qué significaba
aquello? ¿Cristeta en piso interior y con entrada miserable? ¿Cómo tan
gran dicha por tan ruin camino? Tal vez el siervo enlevitonado hubiese
recibido discreta orden para enviarle por la escalera de servicio. ¡Oh
mujer, cuán grande es tu prudencia que a todo atiendes y remedias!
De pronto, en un descansillo, vio un niño jugando solito con unas cajas
viejas de fósforos; representaba, poco más o menos, tres años, y se
parecía, como una gota de agua a otra gota de agua, al chiquitín de
quien iba Cristeta acompañada la tarde que se la encontró en el Retiro.
Creyendo reconocerle, pero resistiéndose a dar crédito a sus ojos,
pensó: «Parece imposible que descuide al niño de este modo. No, no puede
ser. ¿Cómo es posible que esta criatura sucia, desarrapada y mocosa, sea
el angelito vestido de encajes a quien vi en el Paseo de Coches?» Subió
los seis tramos que le faltaban y tuvo que detenerse a respirar. ¿Por
cansancio? No. ¿Por miedo? Tampoco. Por incertidumbre y turbación de
espíritu. En su memoria flotaba una frase preñada de misterios. Cristeta
le había dicho al separarse la noche anterior: «... ¡resoluciones
extremas!» ¿Qué pretendería? En un segundo imaginó don Juan mil clases
diversas de resoluciones extremas. La fuga, el sud--expreso, el _sleeping
car_, la ocultación en su propia casa, la vida errante por el extranjero
con nombres supuestos... ¿Querría, tal vez, que provocara y matase a su
marido? ¡Absurdo! ¿Habría pensado en un doble y romántico suicidio? Al
ocurrírsele esto se acordó de cómo temblaba la pobrecilla cuando pasaron
por el Viaducto de la calle de Segovia. Lo que faltaba de escalera no
dio tiempo a más suposiciones.
Estaba en el descansillo del piso tercero, ante una puerta de
cuarterones, groseramente pintada de azul. El cordel de la campanilla,
de puro mugriento, parecía negro.
«¡Cosa más rara!»
Llamó con mano temblorosa, y casi al mismo tiempo abrió la puerta, no
una criada, ni la esperada niñera, sino la propia Cristeta, cuya esbelta
figura destacó sobre la pared blanca de un pasillo. Estaba vestida y
peinada con adorable sencillez; el traje, de lana oscura sin adornos; el
pelo, modestamente recogido hacia las sienes. Esforzábase por aparentar
serenidad, pero sus ojos revelaban haber llorado mucho, y su hermoso
pecho, alzándose y deprimiéndose a intervalos muy cortos, daba prueba de
agitación mal contenida. Tendió a don Juan la mano derecha, que él
estrechó entre las suyas, y calladamente, sin soltarle, le guió hacia
dentro.
El pasillo era muy corto, y a su término había un cuarto de humilde
aspecto. Constaba el mueblaje de cuatro sillas de Vitoria, un sofá viejo
de espadaña y una cómoda de nogal. Por la ventana, que descubría mucho
cielo, entraba la claridad a torrentes. Tras una puerta vidriera
entreabierta veíase la alcoba y en ella un catre de hierro cubierto por
una colcha de cotonía. Sobre las sillas no había nada, pero el sofá
quedaba casi oculto por un montón de ropas relativamente lujosas, que
formaban contraste con lo modesto y pobre de la estancia. Allí estaban
la falda negra plegada en menudas tablas con primoroso arte, y el abrigo
corto de rico paño gris que tiempo atrás lució Cristeta en el paseo del
Retiro, el otro abrigo forrado de seda roja que llevó a la cita en la
Moncloa, el cuerpo encarnado con botoncitos de plata que se puso la
tarde del teatro, y encima de todo un boa gris y un sombrero negro de
ala grande y pluma rizada.
Don Juan, mudo y absorto, permanecía en pie; Cristeta separó a un lado
las ropas e hizo a su amante seña de que se sentara junto a ella en el
sofá. Obedeció él, y en seguida, mirándolo todo con extrema curiosidad,
sin poder ni querer contenerse, dijo:
--Esto es imposible, no puede ser. ¿Vives aquí?
Cristeta, con grandísima calma, pero algo alterada la voz por la
emoción, repuso:
--Esta es mi casa.
--¿Pero no tienes criados?
Suspiró lentamente, y replicó:
--No tengo criados.
--¿Tu hijo?
--No tengo hijo.
--¿Tu marido?...
--No tengo marido.
Entonces... explícame... ¿Verdad que eres mi Cristeta de mi vida?
--Eso no lo sé todavía. Veremos.
--¡Habla!
Por el ancho hueco de la ventana se veían torres, veletas, campanarios,
las masas rojizas y las líneas quebradas de los tejados vecinos, y
dominándolo todo, el cielo azul radiante de esplendorosa claridad. Un
rayo de sol venía a juguetear sobre los ladrillos del piso haciendo
dibujos luminosos. Don Juan pensó llegar a una casa de burgueses ricos y
estaba rodeado de pobreza. Las riquezas del mundo parecían refugiadas en
las pupilas de Cristeta, donde brillaba un tesoro de amor.
--Habla, por piedad--repitió él.
Cristeta, violentándose mucho, como jugador nervioso que arriesga su
porvenir entero al azar de un naipe, dijo así:
--¿Te acuerdas de cómo me dejaste abandonada en Santurroriaga?
--Sí; pero, ¿verdad que me has perdonado? Ahora soy otro, y te adoro.
--Yo hasta entonces no había querido a nadie ni me había dejado
querer..., ni poseer. Fuiste el primero y el único, porque después...
tampoco.
--¿Qué?
--La pura verdad. En cambio, a ti te quise como te quiero en este
momento. Cuando te fuiste hice propósito de ser para toda la vida tuya o
de nadie. Soy libre, enteramente libre, y lo único que sé de amor es lo
que aprendí en tus brazos. Luego volviste a verme, creíste otra cosa, me
deseaste de nuevo, y aquí estás.
--¡Por Dios te pido que no me vuelvas loco! ¡Habla claro!
--Que tu Cristeta es la misma de siempre, la de antes, tuya, nada más que
tuya, y que te ha engañado para no perderte.
--Pero ¿y tu marido, tu hijo, tu modo de vivir, el coche, el lujo?
--Todo mentira.
--¿Has hecho una comedia?
--No me culpes. Si yo hubiera sido mujer rica, señora que frecuentase la
misma sociedad que tú, te habría buscado de otro modo: en bailes,
teatros y tertulias; pero estábamos tan lejos uno de otro, que por
fuerza tenía que valerme de medios extraordinarios. Y, sobre todo,
piensa una cosa: yo no te he dicho nunca, ni una sola vez, ¡buen cuidado
he tenido!, que estuviese casada; te lo he dejado creer y nada más.
--¿Pero es posible?
--¿No fue posible que tú me dejases sin motivo, queriéndome como decías?
¿De qué te sorprendes? ¿Quién ha buscado a quién? Mientras fui tuya,
¡vergüenza me da recordarlo!, ni siquiera sospechaste el cariño que mi
corazón encerraba para ti. Después, suponiendo que era de otro hombre,
me has deseado con rabia, con locura, como se desea lo ajeno. Ahora ves
que no tengo dueño y comienzas a dudar.
--¿Y esas ropas, ese lujo, el coche, todo lo que yo he sabido de otro
hombre... un señor Martínez... un niño?
--¡Pobre de mí! ¿Cuánto dinero me dejaste al marcharte de Santurroriaga?
--Veinte mil reales.
--Pues aún me quedan algunos duros. Lo demás lo he gastado en ese lujo de
que hablas, en alquilar este cuartito y ese coche que has visto, en
tener niñera, una chica que, a pesar de tu experiencia, te ha engañado
como a un chino, y en que unas pobres gentes me dejasen por unas cuantas
veces ese niño a quien yo he vestido y de quien tú te has figurado...
--¡No me mientes eso!
--Total: la mujer a quien abandonaste siendo tuya y nada más que tuya, te
ha enloquecido por sólo parecerte ajena.
En seguida, punto por punto, minuciosamente, sin omitir detalle, le
refirió cuanto había tramado y hecho con propósito de atraerle, desde
que en la fonda de Santurroriaga se quedó pensativa como reina
destronada que medita reconquistar lo perdido, hasta el instante en que,
sintiéndole subir la escalera, colocó sobre el sofá aquellos trajes con
que se había engalanado. Nada calló; ni el auxilio recibido de Inés, ni
la complicidad de don Quintín, ni el alquiler de la berlina, ni el
precio de aquel pobre cuartito, ni sus muchas y amargas lágrimas. Fue
una confesión larga y completa, un examen de conciencia en que dejó que
se transparentase su alma, mostrando a don Juan lo íntimo de su corazón
tan franca y lealmente como en otro tiempo le dio a besar la blanca y
tibia redondez de su pecho. Por último, añadió:
--Ya lo sabes todo, y ahora sólo te pido que respondas a esta pregunta:
¿Cuándo has sentido verdadero amor por mí? ¿Mientras fui tuya honrada y
pobremente, a pesar de lo cual me despreciaste, o ahora, cuando nada más
que con darte oídos debí parecerte infame y despreciable?
Don Juan, avergonzado, callaba. Cristeta prosiguió:
--Tal vez no me perdones estos engaños, hijos de mi amor, y, sin embargo,
me agradecerías los besos que ahora te diera, aunque fuesen robados a
otro hombre. Te juro que no he mentido en nada. Mis tíos, la falsa
niñera que tantos plantones te ha dado, mi antigua criada Inés, su
marido, a quien alquilé la berlina, la madre del chico, cuantas personas
me conocen, hasta la Mónica, una mujer que tiene aquí abajo casa de
huéspedes y que ha servido en la tuya; todos pueden decirte cuál ha sido
mi vida. Te dirán también que alguna vez salía muy bien vestida: ya
sabes para qué. Mucho he sufrido, pero todo lo doy por bien empleado,
porque al verte seguirme, y perseguirme, y rogarme, y temblar en mis
brazos, y besarme, como temblaste y me besaste la tarde del teatro...
vamos, he llegado a creer que me amas de veras. ¿Me perdonas?
Estaba hermosísima. Un ligero estremecimiento hacía palpitar sus labios;
los ojos, prometiendo amor, imploraban piedad, y el rostro iba tomando
la palidez marmórea de la estatua que vio don Juan en sueños; pero ésta
no era piedra esculpida, sino hermosa carne modelada por Dios y
vivificada con el soplo de su espíritu para delicia del hombre.
Don Juan no pudo aguantar más. Levantose del sofá, la miró frente a
frente, como para buscar en el abismo azul de sus ojos confirmación a
sus palabras, y luego, alzándola y atrayéndola lentamente hacia sí, pegó
los labios a la oreja encendida de su amada, y murmuró estas palabras:
--¿Tanto me quieres?
Ella dobló la cabeza sobre el hombro del amante, pegose a él, cuerpo con
cuerpo, y en voz muy queda, como se dicen las grandes cosas de la vida,
repuso:
--¿No me dejarás nunca?
Entonces--nadie sabrá jamás si fue sincero arranque o astucia
premeditada--volvió a mirarla fijamente, y presentándole la mano derecha,
preguntó con increíble valor:
--¿Quieres ser mi mujer?
Ella, desasiéndose de sus brazos, apartó el cuerpo, se restañó con el
pañuelo las lágrimas, y revelando la energía de quien en todo ha pensado
y tiene, hace tiempo, adoptada una resolución, contestó:
--¡Eso... jamás!
--¿Por qué?
Cristeta quiso expresar todo lo que sentía, y acordándose tal vez de que
fue comedianta, lo formuló en lenguaje, aunque sincero, un poquito
dramático, diciendo:
--Lo que yo quiero no es tu libertad, sino tu cariño. ¿Casarnos? ¿Para
qué? ¿Para darte por seca y rigurosa obligación lo que por libre y
complacido albedrío quiero que sea tuyo? ¿Para mermar a la pasión el
encanto de la espontaneidad? ¿Por ventura serán entonces más cariñosos
tus besos, más prietos tus abrazos? ¿Tendremos mayor firmeza en la
confianza ni más brava abnegación en la desgracia? ¿Qué ceremonia, qué
rito, que fórmula ha puesto el Señor por cima de este anhelo con que mi
pensamiento quiere volar para hacer nido en tu alma?
--¡Cristeta!
--Yo te serviré en el bien, de estímulo, en el mal, de rémora. Duplicaré
tus venturas y compartiré tus penas. ¿Te veré dichoso?, pues mi amor
será la gota que llene el vaso de tu felicidad. ¿Desgraciado?, yo
lloraré por ambos... Pero ¿casarme? ¿Y si te arrepintieras? ¡Qué horror
si algún día confundieses mi gratitud con mi cariño! ¿Llevar tu nombre?
Bajando está siempre de mi pensamiento a mis labios; mío es aunque no
quieras, y al dormirme siento que se me asoma a la boca para guardarte
todo el aliento de mi vida. ¡No! tú, libre como el aire; yo esclava,
quieta, callada y mansa como el agua eternamente enamorada del cielo
que, aun sin darse cuenta de ello, igual refleja los alegres arreboles
del alba que las tristes nubes de la tempestad.
Don Juan hizo ademán de arrodillarse--la cosa no era para menos--; mas
ella no lo consintió, y poniéndole una mano en cada hombro le miró
embebecida, al mismo tiempo que decía:
--En el momento en que nos sujetase algo superior a nuestra voluntad, el
amor no sería dulce impulso del alma, sino tributo doloroso.
--¿Y el mundo, la sociedad y las gentes?
--¿Ahora te preocupas por eso? ¿Te cuidabas de ello al perseguir casadas?
Los que acaso me disculparan adúltera, me rechazarán amante... ¡Ya lo
sé! Pero ¿a quién consagro yo mi existencia, a ti o al prójimo?
--¿Me prometes que serás siempre mía?
--Vive tranquilo. Si he hecho tanto para que vuelvas a mí, ¿qué no seré
capaz de hacer por merecerte y conservarte?
Callaron, cambiando dos miradas que hacían inútil toda protesta de
sinceridad. En la imaginación de ambos surgió la misma idea, formulada
en sentido contrario. Él pensó: «Será mi mujer»; y ella se dijo: «Si me
caso le pierdo».
Juan abrió los brazos, y Cristeta, limpia de pensamiento impuro, pero
llorosa de felicidad, se arrojó en ellos. Oprimiola él cariñosamente
contra sí, y mientras sentía sobre el pecho su dulce sollozar, hundió
los labios entre sus rizos de oro y los cubrió de besos.
Madrid, 1891.
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