Dulce y sabrosa - 01

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Dulce y sabrosa
Jacinto Octavio Picón


Advertencia para esta edición

Si creyera que el publicar un escritor sus obras completas implica falta
de modestia, no reimprimiría las mías. Lo hago porque están casi todas
agotadas; pensando que es deber de padre no consentir que mueran sus
hijos, aunque no sean tan buenos ni tan hermosos como él quiso
engendrarlos; y también porque considero que el hombre tiene derecho a
despedirse de la juventud recordando lo que durante ella hizo
honradamente y con amor.
Otra disculpa pienso que atenúa mi atrevimiento. Porque ser partidario
del arte por el arte, y yo lo soy muy convencido, no puede amenguar ni
estorbar, aun cultivando esta que se llama amena literatura, el
entusiasmo por ideas de distinta índole; las cuales unas veces
veladamente se transparentan y otras ostensiblemente se muestran en la
labor de cada uno; pues no es posible, y menos en nuestra época, que el
literato y el artista sientan y piensen ajenos al ambiente que respiran.
Quien carece de fuerzas para conquistar la costosa gloria de adelantarse
a su tiempo, tenga la persistente virtud de servirle: así lo he
pretendido; mas él ha caminado tan deprisa, que hoy acaso parezcamos
tímidos los que ayer fuimos osados. De éstos quise ser: de los que al
estudiar lo pasado y observar lo presente procuran preparar lo porvenir
y se esperanzan con ello. Por eso rindo tributo de constancia y firmeza
a las ideas de mi juventud, algunas hoy tan combatidas, reuniendo estos
pobres libros, sin que me arredre el recuerdo de cómo unos fueron
censurados, ni espere que retoñe la benevolencia con que otros fueron
alabados. Discurro al igual de aquel gran prosista que decía: «No es
temor, como no es vanidad».
Bien quisiera, lector, que pensáramos a dúo y que mi conciencia hallase
siempre eco en la tuya: si por torpe desespero de lograrlo, por sincero
creo merecerlo.
No busques en mis cuentos y novelas lección ni enseñanza: quédese el
adoctrinar para el docto, como el moralizar para el virtuoso: sólo
tienes que agradecerme el empeño que puse en divertir y acortar tus
horas de aburrimiento y tristeza.
Sea cual fuere tu fallo, hazme la justicia de reconocer dos cosas: la
primera, que he procurado entender y practicar el arte literario con
aquel criterio y temperamento español más atento a reflejar lo natural
que a dar lo imaginado por sucedido: nunca quise hacerte soñar, sino
sentir; la segunda, que soy de los apasionados de esta hermosa y
magnífica lengua castellana, si huraña y esquiva para quien la desconoce
o menosprecia, en cambio agradecida y espléndida para los que, haciendo
de ella su Dulcinea, aunque no lleguen a lograrla, tienen honra en
servirla y placer en amarla.
J. O. P.
Madrid, Abril de 1909.

_Figúrate, lector, que vuelves a tu casa mohíno y aburrido, lacio el
cuerpo, acibarado el ánimo por la desengañada labor del día. Cae la
tarde; el amigo a quien esperas, no viene; la mujer querida está lejos,
y aún no te llaman para comer. Luego el tiempo cierra en lluvia; y tú,
apoyada la frente en la vidriera del balcón, te aburres viendo la
inmensa comba de agua que se desprende de las nubes. Llegada la noche,
el viento gime dolorosamente formando eco, y acaso despertando las
tristezas de tu alma... No quieres dormir ni tienes sueño, y recelas que
al reclinar la cabeza en la almohada se pueble tu pensamiento de
recuerdos amargos y esperanzas frustradas. ¿A quién le faltan en la vida
días negros, estériles para el trabajo, en que la soledad trae de la
mano a la melancolía?_
Contra ellos está escrito este libro, que, entre desconfiado y medroso,
dejo pasar de mis manos a las tuyas. Recíbelo, no como novela que mueve
a pensar, sino como juguete novelesco, contraveneno del tedio y engañifa
de las horas.
JACINTO OCTAVIO PICÓN.
Madrid, 1891.


A quien leyere

Figúrate, lector, que vuelves a tu casa mohíno y aburrido, lacio el
cuerpo, acibarado el ánimo por la desengañada labor del día. Cae la
tarde; el amigo a quien esperas, no viene; la mujer querida está lejos,
y aún no te llaman para comer. Luego el tiempo cierra en lluvia; y tú,
apoyada la frente en la vidriera del balcón, te aburres viendo la
inmensa comba de agua que se desprende de las nubes. Llegada la noche,
el viento gime dolorosamente formando eco, y acaso despertando las
tristezas de tu alma... No quieres dormir ni tienes sueño, y recelas que
al reclinar la cabeza en la almohada se pueble tu pensamiento de
recuerdos amargos y esperanzas frustradas. ¿A quién le faltan en la vida
días negros, estériles para el trabajo, en que la soledad trae de la
mano a la melancolía?
Contra ellos está escrito este libro, que, entre desconfiado y medroso,
dejo pasar de mis manos a las tuyas. Recíbelo, no como novela que mueve
a pensar, sino como juguete novelesco, contraveneno del tedio y engañifa
de las horas.
JACINTO OCTAVIO PICÓN.
Madrid, 1891.



Capítulo I
Donde se traza el retrato de don Juan y se habla de otro personaje que,
sin ser de los principales, influye mucho en el curso de este verídico
relato

Dijo uno de los siete sabios de Grecia, y sin ser sabio ni griego pudo
afirmarlo cualquier simple mortal, que todo hombre es algo maníaco, y
que la índole de su manía y la fuerza con que es dominado por ella,
determinan o modifican cuanto en la vida le sucede.
Admitiendo esto como cierto, fácilmente puede ser comprendida y
apreciada la personalidad de don Juan de Todellas, caballero madrileño y
contemporáneo nuestro, cuya manía consiste en cortejar y seducir el
mayor número posible de mujeres, con una circunstancia característica: y
es, que así como hay quien se deleita y entusiasma con las ciencias, no
en razón de las verdades que demuestran, sino en proporción del esfuerzo
que ha menester su estudio, así don Juan, más que en poseer y gozar
beldades, se complace en atraerlas y rendirlas; por donde, luego de
lograda la victoria, viene a pecar de olvidadizo y despegado,
entrándosele al alma el hastío en el punto mismo de la posesión.
En cuanto al origen de su apellido no cabe duda de que Todellas es
corruptela y, contracción de _Todas-Ellas_, alias o apodo que debió de
usar alguno de sus ascendientes, y que, andando el tiempo, se ha
convertido en nombre patronímico. De casta le viene al galgo ser
rabilargo, y a don Juan ser enamoradizo.
Como otros hombres se enorgullecen por descender de Guzmanes, Laras y
Toledos, él se precia de contar entre sus abuelos al célebre Mañara, y
si no dice lo mismo de Tenorio, es por no estar demostrado que en
realidad haya existido: en cambio alardea de que, a no impedírselo las
parejas de agentes de orden público, los serenos, el alumbrado por gas y
otras trabas, hubiera sido cien veces más terrible que aquellos dos
famosos libertinos.
Sin embargo, no es don Juan tan perverso, o no está tan pervertido como
se le antoja, para vanidosa satisfacción de su manía; porque cuando
algún mal grave engendran sus hechos, antes es en virtud de la fuerza de
las circunstancias y de las costumbres modernas, que como resultado de
su voluntad.
En una palabra: no carece de sentido moral, pero instintivamente profesa
la doctrina de aquellos cirenaicos griegos que fundaban la vida en el
placer. A ser posible, quisiera burlar a las mujeres sin deshonrarlas ni
perderlas, aspirando el perfume sin ajar la flor, bebiendo en el vaso
sin empañar el cristal; limitándose a enseñar a sus queridas lo que es
amor, sin que luego en brazos ajenos tengan que sonrojarse por lo que
hayan aprendido en los suyos. No es un seductor vulgar, ni un calavera
vicioso, ni un malvado, sino un hombre enamoradizo que se siente
impulsado hacia _ellas_, para iniciarles en los deliciosos misterios del
amor, semejante a los creyentes fanáticos, que a toda costa pretenden
inculcar al prójimo su fe.
Imitando al borracho que dividía los vinos en buenos y mejores, por
negar que los hubiese malos, don Juan clasifica a las mujeres en bellas
y bellísimas, y añade que las feas pertenecen a una raza inferior, digna
de lástima, cuya existencia sobre la tierra constituye un crimen del
Destino, por no decir un lamentable error de la Providencia. Sin
embargo, antes de calificar de fea a una mujer, la mira y remira
despacito, madurando mucho la opinión, pues sabe que aun las menos
favorecidas de la Naturaleza se hacen a veces deseables, como acontece
verse las almas empecatadas súbitamente favorecidas por la gracia
divina.
Don Juan vive exclusivamente para ellas, o, hablando con mayor
propiedad, para ella, pues cifra su culto a la especie en la adoración a
la individua, en singular, porque jamás persigue, enamora ni disfruta
dos mujeres a la vez, ni simultanea dos aventuras; diciendo que el amor
es compuesto de estrategia y filosofía, y que jamás ningún gran capitán
entró en campaña con dos planes, ni hubo verdadero filósofo que fundase
sistema en dos ideas.
La existencia de don Juan es continuo pensamiento en la mujer: si
duerme, sueña con ella; si vela, medita enseñorearse de alguna; si come,
es para adquirir vigor; si bebe, para que la imaginación se le avive y
abrillante, inspirándole frases apasionadas; si gasta, es por ganar
voluntades; si descansa, es para aumentar el reposo de que nace la
fuerza.
Según el estado de su ánimo y la índole de la conquista que trama, don
Juan lee mucho, y siempre cosas o casos de amor. Conoce perfectamente la
literatura amatoria, desde la más espiritualista, casta y platónica,
hasta la más carnal, pecadora y lasciva. De cuantos autores han escrito
sobre el amor, sólo a Safo rechaza; de cuantas tierras han sido teatro
de aventuras eróticas, sólo muestra horror a Lesbos; de cuantas ciudades
fueron en el mundo aniquiladas, sólo le parece justa la destrucción de
Sodoma; y es tal y tan ferviente su adoración a la mujer, que, atraído
por todas con igual intensidad, aun ignora cuál sea su tipo favorito, si
el de la bacante desnuda, voluptuosa y medio ebria, que convirtió en
lechos de placer los montones de heno recién segado, o el de la virgen
cristiana que entregaba el cuerpo a la voracidad de las bestias antes
que acceder a sentirlo profanado por caricias de paganos.
Circunscribiéndose a la época en que vive, no repara en diferencias
sociales: siendo limpia y bonita, requiebra con igual placer a una
menestrala que a una dama, y posee arte tan exquisito para lograrlas,
que la más arisca y desabrida se convierte con sus halagos en
complaciente y mimosa, infiltrándoles a todas en el alma, como veneno
que voluntariamente saborean, aquel consejo de la _Celestina_: «Gozad
vuestras frescas mocedades; que quien tiempo tiene y mejor le espera,
tiempo viene que se arrepiente.»
Posee don Juan la envidiable cualidad de hablar y pedir a cada una según
quien ella es, y con arreglo al momento en que solicita y suplica. La
que reniega de la timidez, le halla osado, y comedido la que desconfía
de su atrevimiento; con las muy castas observa la virtud de la
paciencia, esperando y logrando del tiempo y la ocasión lo que le
regatea la honestidad; a unas sólo intenta seducir con miradas y
palabras; a otras en seguida les persuade de que los brazos del hombre
se han hecho para estrechar lindos talles. Es religioso con la devota, a
quien obsequia con primorosos rosarios y virgencillas de plata;
dicharachero y juguetón con la coqueta, a quien agasaja con adornos y
telas; espléndido con la interesada, y aquí de las alhajas; adulador con
la vanidosa, romántico con la poética, mañoso con la esquiva; y se
amolda tan por completo al genio de la que corteja, que sentando con
ella plaza de mandadero, luego queda convertido en prior. Mientras
ejerce señorío sobre una, la hace dichosa. Su cariño es miel, su amor
fuego, sus deseos un continuo servir, sus manos un perpetuo regalar; y
además de estas fecundas cualidades, que le abren los corazones más
cerrados y le entregan los cuerpos más deseables, emplea dos recursos,
en los que funda grandes victorias. Consiste uno en murmurar y maldecir
de todas las mujeres mientras habla con la que codicia, y estriba el
otro en ser o parecer tan discreto y callado, que la que peca con él le
queda doblemente sujeta con el encanto del amor y la magia del misterio.
En las rupturas es donde mejor demuestra su habilidad. Lo primero que
intenta, cuando quiere renunciar a una mujer, es persuadirla de que a
ella no le conviene seguir en relaciones con él: ya invoca el temor a la
murmuración y el respeto al decoro de quien le ha hecho feliz; ya, si ve
pretendiente que la persiga, alardea de sacrificarse dejándola en
libertad para que otro pueda hacerla dichosa. Si esto no basta, simula
reveses de fortuna que le apartan de la que le cansa, con lo cual el
hastío toma forma de delicadeza; o miente celos, fomenta coqueteos,
tiende lazos, acusa de traiciones, provoca desdenes, y fingiéndose
agraviado, se aleja satisfecho. Con las pegajosas recalcitrantes emplea,
si son tímidas, la amenaza del escándalo; y si son de las feroces y
bravías, lo arrostra valerosamente, cortando el nudo, como Alejandro,
cuando no puede desatarlo. Finalmente, muchas veces acepta el cobarde
pero seguro recurso de la fuga; asiste a la última cita, mostrándose tan
rendido como en la primera, y desaparece groseramente, dejando tras sí
la humillación y el despecho, que cierran las puertas a la
reconciliación.
Los que conocen poco a don Juan creen que es un libertino vulgar,
empeñado en jugar al Tenorio: en realidad, es un hombre que ha puesto
sus facultades, potencias y sentidos al servicio de sus gustos, con el
entusiasmo y la tenacidad propios del que consagra a un invento la
existencia. Visto en la calle o el teatro, es un caballero elegante sin
afectación, un buen mozo que parece ignorar la gentileza y gallardía de
su persona; a solas con ellas, tan pronto resulta conquistador
irresistible como villano medroso que desea rendirse. Dice que no es más
diestro quien sabe vencer, sino quien acierta y aprovecha el instante de
darse por vencido: y llegado aquel momento que, según un Santo Padre,
sirve para renovar el mundo, no hay mujer que no le reconozca por señor,
gozándose él en hacerles creer que le poseen cuando acaban de hacerle
entrega de lo mejor que poseían.
Don Juan tiene treinta y tantos años, es soltero, por lo cual da gracias
a Dios lo menos una vez al día, y vive solo, sin más compañía que la de
sus criados. Uno entre ellos es digno de elogio: Benigno, el ayuda de
cámara, que es listo, discreto, trabajador y hasta fiel, porque le trae
cuenta la honradez. Nadie sabe como él llevar una carta a su destino, y,
según los casos, dejarla precipitadamente o lograr en seguida la
contestación. Es maestro en negar o permitir oportunamente la entrada a
las visitas, y en cuanto a intervenir y ser ayudante y, tercero en
aventuras e intrigas amorosas, no hay Mercurio ni Celestina que le
aventaje.
Pero de quien conserva don Juan recuerdo gratísimo es de Mónica,
cocinera que guisó para él durante muchos años. No era una fregatriz
vulgar, sino una sacerdotisa del fogón. Instintivamente tenía idea de la
alteza de su misión; nació artista, y sin haber leído a Ruperto de Nola,
ni a Martínez Motiño, ni a Juan de Altimiras, ni a la Mata, ni a
Brillat-Savarin, ni a Carême, sabía que quien da bien de comer a sus
semejantes merece que se le abran de par en par en este mundo las
puertas del agradecimiento y en el otro las del Paraíso.
En las épocas en que don Juan tenía buen apetito, Mónica se lo
satisfacía con escogidos platos, que jamás le proporcionaron indigestión
ni hartazgo; cuando desganado, le excitaba el hambre comprándole y
condimentándole moderadamente lo que mejor pudiese regalarle el paladar.
Si el calor del verano o los excesos amorosos le debilitaban, aquella
mujer incomparable le preparaba caldos sustanciosos, asados nutritivos y
sabrosos postres. Si, por el contrario, sabía que su amo gozaba de
perfecta salud y traía conquista entre manos, guisaba para él, con
abundancia de vinos generosos, especias y estimulantes que contribuyesen
a su vigor, a su alegría y a sus triunfos. Mónica era ecléctica, es
decir, no trabajaba con sujeción a la rutina de ninguna escuela, sino
que las cultivaba todas. Con igual maestría guisaba los delicados y
finos manjares franceses que los suculentos platos de resistencia a la
española; tan ricas salían de sus admirables manos, por ejemplo, las
chochas a la Montmorency o las langostas a la Colbert, como la castiza
perdiz estofada o la deliciosa empanada de lampreas. Don Juan decía que
apreciaba a su cocinera más que a su médico, porque éste le curaba las
enfermedades a fuerza de pócimas y drogas, y aquélla le conservaba la
salud con exquisitos bocados.
Dos o tres años antes de comenzar la acción de este relato tuvo don Juan
que ausentarse de Madrid, y queriendo dar a Mónica una prueba del cariño
que le profesaba, le regaló unos cuantos miles de reales, que ella
invirtió en poner una casa de huéspedes, mas sin envilecerse guisando
para ellos; antes al contrario, tomó cocinera que lo hiciese: de este
modo se improvisó señora y no puso mano en cazuela a beneficio de quien
acaso no supiese saborear su trabajo. Por supuesto, la generosidad de
don Juan halló eco en el corazón de Mónica, la cual prometió a su amo
volver a servirle cuando tornase a la corte.
La casa de don Juan está alhajada con cuantos primores pueden allegar el
buen gusto y el dinero. El principal adorno de sus habitaciones es una
preciosa colección de estatuillas, dibujos, aguasfuertes, fotografías y
pinturas, en que se refleja la pasión que le domina. Allí todo habla de
amor. Hay reproducciones de las Venus más célebres, efigies de santas
que amaron, como Magdalena y María Egipciaca; copias de las cortesanas y
princesas desnudas, inmortalizadas por los pintores del Renacimiento
italiano; miniaturas y pasteles de damas francesas, deliciosamente
escotadas; mujeres adorables, que fueron hermosas hasta en la vejez,
ruinas de la galantería, mártires de la pasión y sacerdotisas de la
voluptuosidad; pero sin que figure en aquel precioso conjunto de obras
artísticas ninguna que sea de mal gusto, o tan libre que haga repugnante
el amor, en vez de presentarlo apetecible. No: don Juan aborrece la
obscenidad y la grosería tanto como se deleita en la belleza y en la
gracia. Ni en los más recónditos secretos y escondrijos de sus muebles
podrá encontrarse una fotografía desvergonzadamente impúdica; pero en
cambio le parece honesta sobre todo encarecimiento aquella ninfa que,
sorprendida desnuda y acosada por un sátiro, se escondió... tras el
tenue y plateado hilo que formó una oruga entre dos ramas de árbol.
Don Juan es deísta, pues dice que sólo la Divinidad pudo concebir y
crear la belleza femenina: y es bastante buen cristiano, recordando que
Cristo absolvía a las pecadoras y perdonaba a las adúlteras: mas al
propio tiempo es por sus gustos artísticos e inclinaciones literarias,
algo pagano; lo cual le ha hecho colocar a la cabecera de la cama una
estatuilla de Eros, muy afanado en avivar con sus soplos la llama de una
antorcha que sustenta entre las manos. Y si alguien manifiesta sorpresa
al verlo, don Juan declara que, no pudiendo hallar imagen auténtica del
Dios omnipotente, y pareciéndole un poco tristes los crucifijos, ha
colocado en su lugar aquella representación del amor, que es delicia y
mantenimiento del mundo.
En cuanto al retrato de las prendas físicas de don Juan... mejor es no
hacerlo; a los lectores poco ha de importarles la omisión, y en cuanto a
las lectoras, preferible es que cada una se le figure y finja con
arreglo al tipo que más le agrade. Baste decir que es simpático, y,
aunque sin afeminación ni _dandysmo_, cuidadoso de su persona, tanto que
se ha preocupado mucho de cómo debe llevar repartidos los pelos en el
rostro quien se consagra a perfecto amante.
Algún tiempo anduvo lampiño, como dicen los arqueólogos que están las
estatuas de Paris, a quien amó Elena, y el busto del famoso Antinóo;
luego lució bigote a la borgoñona, a semejanza de aquellos galanes
españoles del siglo XVII, que fueron regocijo de damas, monjas y
villanas; por fin resolvió dejarse barba apuntada, según es fama que la
tuvo el duque de Gandía cuando amó a Isabel de Portugal, y bigotes
largos, como aquel conde de Villamediana que murió por haber puesto en
otra reina los ojos.
Bien quisiera don Juan vestir de manera que la ropa favoreciese su buen
talle; alguna vez imaginó verse engalanado con capotillo de terciopelo
negro, esmaltado por la venera roja de Santiago, gregüescos acuchillados
de raso, calzas de seda, zapatos de veludillo, chambergo de plumas, con
su joyel de pedrería, guantes de ámbar, espada de taza y lazo, y
escarcela, bien preñada de doblas: pero no siendo carnaval todo el año,
se ha resignado a usar prosaicos pantalones de _patén_, levitas de
_tricot_ y americanas de _chiviot_, conservando como único elemento
práctico de otros tiempos las monedas de oro que lleva en el bolsillo
del chaleco, por cierto en abundancia, aunque parezca inverosímil. Los
billetes de banco no le gustan, porque dice que las damas no deben tocar
más papeles que cartas de amor y cuentas pagadas, y que con las criadas
oros son triunfos.
De todo lo dicho se deduce que la amatividad de don Juan no le domina y
absorbe tan por entero, que llegue a cegarle; antes por el contrario, él
la dirige y encauza de modo que, en vez de quedar esclavo de sus
pasiones, las ordena con arreglo a sus deseos.
Pero puede afirmarse que extrema la filantropía en lo que a la mujer se
refiere, hasta la exageración, y aun sostiene que con ser tan sublime y
adorable virtud la caridad, le lleva ventaja el amor; porque la caridad
alegra un solo corazón, y el amor regocija dos almas y dos cuerpos.


Capítulo II
En que, para satisfacción del lector, aparece una mujer bonita

Estaba don Juan hacía pocos días de regreso en Madrid, tras una ausencia
de dos años y medio, semana más o menos, cuando una tarde, después de
almorzar como debe hacerlo quien vive en servicio del amor, no pudo
resistir a la tentación de abrir el balcón de su despacho y asomarse a
dar, apoyado en la barandilla, las primeras chupadas a un buen veguero.
Dos ideas ocupaban su imaginación: la primera mandar que buscasen y
avisasen a la célebre Mónica para que estuviese dispuesta a volver a su
servicio si la cocinera provisional no cumplía bien su sagrada
obligación; y la segunda, no permanecer ocioso en materia de amores,
para evitar lo cual, entre cada dos bocanadas de humo, dirigía unas
cuantas miradas a la casa de enfrente, donde vivía una viuda de
peregrina belleza, pero de tan fresca y reciente viudez, que don Juan no
juzgaba cuerdo empezar todavía su conquista. A pesar de ello, miró
discretamente varias veces hacia los visillos medio levantados, tras
cuya muselina se dibujaba la figura de la viuda, entretenida en hacer
labor. Acaso aquellas miradas fuesen estériles, mas también podían dar
resultado; porque hay galanterías, homenajes y aun simples
demostraciones de agrado, que son como letras de cambio a muchos días
vista.
Luego se vistió don Juan con su habitual elegancia, tomó de sobre una
mesa el sombrero, los guantes de piel de perro avellanados, con
pespuntes rojos, el bastón con puño de plata labrada, y se echó a la
calle deseoso de pasear, andando a la ventura y a lo que saliere, porque
a la sazón no tenía mujer determinada que le ocupase el ánimo.
Al cabo de media hora llegó a una de aquellas alamedas del Retiro que
empiezan junto a la _Casa de fieras_ y terminan en el estanque llamado
_Baño de la elefanta_.
El sol iba cayendo lentamente hacia la parte de Madrid, cuyas torres,
puntiagudas y negruzcas, aparecían envueltas en una atmósfera de polvo
luminoso, y a lo lejos se oía el rumor confuso de muchos ruidos juntos,
que semejaban la turbulenta respiración de la ciudad. La temperatura era
grata y el paseo estaba muy lucido, como si aquella tarde se hubiesen
citado allí las madrileñas más lindas y elegantes, al contrario de otros
días, en que parece que se congregan las cursis y feas para amargarnos
la vida, atormentarnos los ojos y hacernos dudar del Todopoderoso.
Don Juan miraba sin descaro, pero con bastante detenimiento a cuantas
pasaban cerca de él, y las miraba comenzando por abajo, es decir,
procurando verles primero los pies, luego el talle, y últimamente la
cabeza. Si aquéllos eran feos o muy grandes, no proseguía el examen; si
el cuerpo no era airoso, desviaba la vista: mujer en quien llegase a
investigar con la mirada el color del pelo, la forma del cuello o el
encaje de la cabeza sobre los hombros, podía mostrarse orgullosa de sus
pies y su cintura. Acaso resultara demasiado minucioso y rigorista en
estos exámenes; pero él los disculpaba diciendo que si a un caballo de
carrera se exigen innumerables cualidades para ser calificado de bello,
muchas más deben desearse reunidas en la mujer, que es lo principal de
la vida para todo hombre de mediano entendimiento.
En esta ocupación iba gratamente entretenido, cuando acertó a pasar a su
lado una señora elegantísima. Comenzó don Juan el examen.
Los pies de la dama eran de forma irreprochable, finos, algo elevados
por el tarso, ni tan largos como de bolera, ni tan cortos como de china,
y no calzados, afectando descuido, con zapatones a la inglesa, sino con
medias de seda roja y zapatos de charol a la francesa, de tacón un
poquito alto y sujetos con lazo de cinta negra. (Dicho sea de paso, don
Juan maldecía con sagrada indignación de la pérfida Inglaterra que, no
contenta con habernos robado a Gibraltar, ha hecho adoptar a nuestras
mujeres la aborrecible moda de los zapatos grandes.)
Aquella mujer no llevaba ridícula y dañosamente apretada la cintura; su
talle, sin que nada le oprimiera, resultaba en perfecta armonía de
líneas con las curvas que hacia arriba dibujaban el pecho y con las que
hacia abajo modelaban las caderas. El traje no podía ser más elegante.
Componíanlo falda negra y plegada en menudas tablas con primoroso arte,
abrigo corto de rico paño gris muy bordado, que se ajustaba
perfectamente a su hechicero cuerpo, y gran sombrero, también negro,
guarnecido de plumas rizadas, y velo de tul con motas que, fingiendo
lunares, sombreaba dulcemente su rostro. Vista de espalda, descubría por
bajo del sombrero gran parte del rodete bien prieto, formado por una
cabellera rubia oscura, surcada de hebras algo más claras, que, heridas
por la luz, parecían de oro. Su andar era pausado y firme; pisaba bien y
sus movimientos estaban animados por una gracia encantadora. Don Juan se
dio en seguida a pensar en lo bonita que estaría aquella mujer envuelta
en una bata lujosa, lánguidamente tumbada en una butaca, o vestida de
baile con los brazos desnudos, ceñido el cuerpo en sedas y encajes, o
mejor aún, en el momento de lavarse y peinarse, que es el instante más
favorable para saber si la belleza femenina está en aquel punto de sazón
y frescura que la hace ser la obra maestra de Dios.
Aquella mujer era de las que resisten el más minucioso análisis, de las
escogidas entre las hermosas, de las que redimen perversos o pervierten
santos, según se les antoja. Luzbel se hubiera hecho humilde por una
sonrisa de su boca, y el santo que vivió en el desierto, sin más
compañía que un cerdo, hubiera renunciado a su parte de paraíso a la
menor indicación que ella le hiciese de cenarse juntos el marrano.
Don Juan la miró primero de refilón, y en conjunto, luego por la
espalda, después de perfil, y, pareciéndole guapa, pasó junto a ella
para verla mejor. Entonces se quedó parado, cual si le hubiesen detenido
poniéndole una mano sobre el hombro, porque creyó conocerla, o, mejor
dicho, reconocerla. Su memoria le trajo al pensamiento un nombre en que
iban compendiados muchos recuerdos, pero la desconfianza le hizo decirse
en seguida: «No, no es ella..., con esa ropa... ¡imposible!». Sin
embargo, no se rindió a la duda, y tornó a mirarla. Ella ni aceleró ni
acortó el paso; la insistencia casi descarada de don Juan no descompuso
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