De tal palo, tal astilla - 14

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algunos estallidos de cohetes, en cuanto se vió al aire libre comenzó á
relinchar y á dar corcovos, como potro cerril que columbra el verde de
la rozagante pradera.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXII
LA HOGUERA DE SAN JUAN

Cuando entraban las dos hermanas en el portal de don Sotero, ya corrida
media tarde, llegaba á la _brañuca_ de la iglesia el primer carro
cargado de _rozo_ destinado á la hoguera de aquella noche. Media hora
después llegó otro más, y tumbó su balumba sobre la del anterior,
ya tendida en el suelo. Entonces subió el campanero á la espadaña;
y apenas se oyó en el pueblo su primer repique, lanzó al espacio el
mayordomo del santo hasta media docena de cohetes, de las ocho ó diez
cabales que había adquirido para quemarlas en honor del glorioso
patrono, entre el día de la fiesta y sus preludios solemnes; á cuyos
seis estampidos (y ya se deja ver con este dato que los cohetes no
eran de los mejores) el maestro dió por terminada la escuela en aquel
día, y puso en libertad á los muchachos. Corrieron los más talludos
al campanario, y los rapazuelos á contemplar el rozo amontonado, y á
tirar después de esta mata y de la otra, creyéndose muy felices con
mostrárselas á sus camaradas del campanario, entre brincos y algazara,
pero haciéndoseles siglos las horas que faltaban hasta que les fuera
lícito prenderlas fuego, juntamente con todas las del montón, que se
alzaba en la brañuca prometiendo á los mirones, para aquella noche, una
luz tan clara como la del mismo sol, y más chasquidos y chisporroteos
que una función de pólvora mojada.
Silbaban como cien huracanes los chicos del campanario, sin cesar
un punto de tocar las campanas, cuyos badajos había dejado á su
disposición, y de muy buena gana, el campanero, y en los aires
estallaba todavía algún cohete que otro; con los cuales ruidos
provocadores la gente de la mies se sintió picada de la impaciencia;
dió en la gracia de cortar con la azada tantos maíces como resallaba;
convínose por unanimidad en que el estropicio consistía en _el aquel_
de la fiesta, que _aceleraba_ la mano; acordóse por los viejos dar
suelta libre á los jóvenes, que ya no habían de hacer cosa con traza;
y ahí tienen ustedes á las mozas tornando al pueblo, con las azadas al
hombro, echando, por parejas, cuando no por grupos de más de cinco, á
gañote desplegado, los más alegres y regocijados cantares que habían
resonado en el valle en todo el año. Seguíanlas los mozos en idéntico
orden de formación; y apenas acababan ellas, con un suspiro, el dejo
interminable del cantar, allí estaban ellos con una balada, lenta y
dormilona, que prometía no tener fin. Pero le tenía, más tarde ó más
temprano; y vuelta á cantar ellas, y vuelta ellos á replicar. Y así en
todas las mieses, por los cuatro costados de Valdecines; de modo que
la poca gente útil que había en el pueblo se echó, también cantando,
á la calle; y cátate convertida la comarca en una pajarera; motivo
por el cual los viejos que se habían quedado resallando, juzgaron de
_mal ver_ seguir en la tarea, y también la suspendieron por aquel día,
volviéndose al lugar, si no cantando, oyendo embelesados los cantares y
recordando con gozo los ya remotos años en que ellos, con igual motivo,
hacían dos cuartos de lo propio.
Entre tanto, el mayordomo había colocado las doradas andas, que estaban
sobre un confesonario cubiertas con una desechada capa pluvial, en
una mesa á la derecha del presbiterio, y bajaba luégo la imagen del
santo de su nicho del altar mayor, y la acomodaba sobre la peana de
las andas, y la limpiaba el polvo, y la dejaba en disposición de ser
vestida al día siguiente, mucho antes de la misa mayor, con dos
pañuelos, bien cumplidos, de espumilla, y adornada con un arco más alto
que ella, sujeto por sus dos extremidades á la barandilla de las andas,
y profusamente revestido de pañuelos, cintas, relicarios y acericos,
prestados á mucha honra por los pudientes del lugar.
Ya en él recogido el vecindario, y sin cesar repicando las campanas, y
oyéndose cantar por todas partes, anticipáronse las domésticas tareas
más de una hora; es decir, que las gallinas tuvieron que albergarse con
sol, y se _prendió_ el ganado, y se le echó la _ceba_ poco después, y
se sacó de la lumbre la torta sin estar _cocida_, y las gentes cenaron,
mal y de prisa, mucho antes de anochecer.
Entonces volvió á reinar en el pueblo el ordinario y tradicional
silencio; pero fué la tregua de corta duración. En cuanto el sol _cayó_
detrás de las cumbres del poniente, y fué perdiendo el cielo las tintas
sonrosadas del crepúsculo, y se disipó el _empedrado_ celaje, señal
infalible de que el nordeste, enemigo declarado de nubes y aguaceros,
había de reinar al día siguiente, y comenzaron á brillar las estrellas,
un mocetón que lo entendía y se reservaba para aquella ocasión, trepó
al campanario y echó un repique de maestro, con admiración y aplauso de
chicos y grandes, que correspondieron á la proeza con una relinchada
que aturdió á Valdecines, y salió valle afuera en alas del fresco
terral, entre el eco sonoro de las campanas y el estampido de los
cohetes que el mayordomo lanzó, espadaña arriba, en aquel solemne
instante.
Los chicuelos y gente menuda que rodeaban el seco montón de escajos,
y discurrían en torno á la sucursal de la taberna que se había
establecido bajo los árboles, sobre la pértiga de un carro, tomando el
ruido y vocerío por señal de comienzo de la fiesta, prendieron una mata
á prudente distancia de la pila de rozo, y sobre la mata, ardiendo y
chisporroteando, cayeron otras dos; y el punto luminoso que formaron
en medio de la obscuridad de la noche, fué el aguijón que puso en
declarada carrera á la gente moza que le vió y se dirigía hacia el
lugar de la fiesta, con relativa parsimonia, por todas las callejas de
la aldea.
Llenóse de figuras donosamente cómicas aquel cuadro, que parecía
capricho de Teniers por lo alegre, y de Rembrandt por la luz que
le alumbraba; y fué la hoguera creciendo, creciendo, saltando los
muchachos sobre el centro de ella, primero, á excitación de los
grandes; después por un extremo, y luégo por ninguna parte; pues el
fuego formaba ya una pirámide tan alta como las primeras ramas de los
vecinos álamos. Á todo esto, el mocetón del campanario no daba señales
de cansarse; los relinchos no cesaban abajo; debían de pasar de tres
docenas los cohetes disparados hasta entonces, y la carral de vino
tinto, acostada sobre la pértiga, comenzaba á verse rondada por la
sedienta y animosa juventud.
Pero no era el riojano mosto, ni tampoco el campaneo, ni la incipiente
hoguera, ni lo que ésta podía llegar á ser, la salsa de aquella fiesta.
Lo que todos esperaban y había de dar el tono á la velada y bríos á
los menos animosos, llegó cuando el mocetón del campanario se cansó, y
se hubo trancado la puerta de la iglesia, y no quedaron otros ruidos
en sus inmediaciones que la algarabía incesante de los muchachos, el
hablar recio y el obstinado relinchar de los talludos.
Y fué que por tres callejas de las que desembocan en la braña,
aparecieron las más garridas mozas y cantadoras de mayor renombre,
tañendo las sonoras panderetas y echando cada tonada, de cuatro en
cuatro, lo menos, que levantaba en vilo á los oyentes.
Bastián, en mangas de camisa, con la chaqueta enarbolada en un palo, el
sombrero tirado hacia atrás, la bocaza abierta y las babas entre los
dientes, iba delante de una de estas comparsas. Cuando llegaron todas
á la braña, la hoguera las saludó con tal respingo, que llegó con la
ondeante cúspide de las llamas, casi casi á la altura del tejado de la
iglesia. Lo que quedaba libre del _campuco_ se llenó de gente, y aún
sobró de ella para esparcirse por las contiguas arboledas.
¡Entonces se armó allí la tremenda! Cuatro cantadoras con sendas
panderetas se acomodaron en otros tantos asientos que la rústica
galantería de los mozos improvisó en el acto; hizo corro la muchedumbre
alborozada á dos largas filas de bailadores que se formaron
instantáneamente; y al compás de los sonoros y encascabelados parches,
recién templados al calor de la hoguera... ¡adiós yerba de la braña
en aquel tramo, que polvo fué pronto bajo los anchos pies de los
danzantes; y adiós polvo también, que en espesa nube se le vió subir
más alto que las campanas, entre las chispas del rozo que no cesaba de
caer, mata á mata, en el foco enorme de aquella lumbre crepitante!
Y cátate, lector, que en esto comienza el traca-raca-trá-tra de
las tarrañuelas con que algunos mozos, diestros en manejarlas,
sorprendieron á la muchedumbre, y cuyo charrasqueo repetían y
multiplicaban los ecos del frontón de la iglesia y de la bóveda de
los árboles de enfrente, entre el incesante sonar de los panderos y
el alternado vocear de las cantadoras... ¡y aquello fué un delirio!
delirio que acometió hasta á los viejos allí presentes, que si no
salieron á bailar al corro, se zarandearon de firme en el sitio en
que se hallaban, y mecieron el ya tibio pensamiento en un columpio de
gratas y refrigerantes memorias.
Como estas cosas sucedían tan cerca de la hoguera como lo consentía su
calor, brillaban los rostros ardorosos de los danzantes, y se podían
contar las pintas, los remiendos y las _pegas_ de las alegres sayas
de las mozas, y distinguir la que llevaba medias de la que iba en
pernetas ó de la que estaba descalza, pues de todas había; y tanta
era la luz que á la sazón derramaba la hoguera, que transformaba,
ante los fascinados ojos, en transparentes jirones de verde gasa el
espeso follaje de los árboles, y aun llegaba á la carral de vino con
fuerza bastante para que desde la braña se conociera, con sus pelos
y señales, á todos y á cada uno de los agazapados bebedores; en la
pared de la iglesia se leían cuantos letreros habían escrito allí los
muchachos con carbón; relucía el entonces mudo metal de las campanas,
como si ardiendo estuviera también, y hasta en el cielo parecía haberse
extinguido el fulgor de los astros.
Así es que pudo verse perfectamente á Bastián, que no perdía baile;
que bailaba por tres en cada uno, y que en cada breve descanso se
largaba muy ufano á matar el gusanillo de la sed en la precitada
sucursal de la taberna. Bien pronto se puso que echaba fuego por los
ojos, y público fué que Tasia le arrimó un soplamocos por yo no sé
qué irreverencia cometida por el gaznápiro en una rápida mudanza.
Díjose también que de alguna otra muchacha recibió aquella noche igual
obsequio que de Tasia por idénticos motivos; y es dicho muy creíble,
porque á media jornada del jolgorio andaba el buen sobrino de don
Sotero hecho una pólvora.
Con lo indicado tiene el lector lo bastante para saber lo que pasó
en la hoguera de San Juan en Valdecines, en la ocasión de que vamos
hablando; y hágase cuenta de que ya sabe todo lo que pasa en las demás
_hogueras_ de la Montaña, precursoras de la fiesta del lugar, salva la
diferencia de algún detalle que no conviene más que á las de San Juan,
como estos pocos que voy á mencionar, á fuer de minucioso y puntual
historiador.
Es el caso que, no bien consumió la fogata el último escajo del acopio,
y la gente se quedó á obscuras, comenzó el pacífico desfile de los más,
con rumbo á los respectivos hogares. Los menos, es decir, una pandilla
de mozos casaderos, enamorados y correspondidos los unos, pretendientes
á secas los otros y aspirantes á serlo los demás, después de tomar
un trago en la ya extenuada carral de la arboleda, que poco después
fué arrastrada de allí á su correspondiente _metrópoli_, corrieron á
la cercana casa de uno de ellos, donde había, sobre una cama, hasta
una docena de arcos revestidos de flores naturales y olorosas. Tomó
cada cual el que le pertenecía, y sobró uno, que era el de Bastián; y
entonces se supo que éste, empapado en vino hasta los huesos, y no muy
firme de pies, había marchado hacia su casa mucho antes de apagarse la
hoguera.
Dejando el arco sobrante, salieron otra vez á la calle los alegres
mozos; y entonando perezosas baladas, y poniendo, en obsequio á la moza
de sus pensamientos, un arco en esta ventana, que se alcanzaba con la
mano, y otro en aquel balcón á fuerza de fuerzas, y encaramándose el
más ágil sobre los hombros del más fuerte, se pasaron el resto de la
noche; y ya querían como asomar los barruntos del crepúsculo sobre
las cimas de las montañas fronteras á Perojales, cuando se fueron á
descansar, despeados y enronquecidos.
Mientras ellos se acostaban, las revoltosas muchachas, que apenas
habían pegado el ojo pensando en la travesura que tenían preparada,
echáronse á la calle con sendos ramos de espinoso acebo al hombro.
Reuniéronse en la ya desierta braña de la iglesia, donde se veía la
enorme calva, hecha por sus mismos y otros tan saltadores pies, en el
fino, verde y tupido césped, muy cerca del negro montón de ceniza que
había dejado allí, por todo rastro, la hoguera; y en alegre comparsa,
por la burlona Tasia dirigida, encamináronse, alumbradas ya por los
tibios rayos del sol naciente, á la mies cercana. Allí, entre cháchara
y bureo, fueron clavando ramos en otros tantos maizales sin resallar;
y como no eran muchos los que se hallaban en tal atraso de labores,
tuvieron las pícaras tiempo sobrado para recorrer todas las mieses del
lugar sin que lo advirtiera el vecindario.
Y ahora sábete, lector, por remate y fin de este capítulo, que no
llegaron á seis los ramos puestos; pero que ¡oh dolor de los dolores é
inclemencia de las inclemencias! de aquellos ignominiosos sambenitos,
más de la mitad se alzaban en tierras del pobre Macabeo.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXIII
LA MORAL DE AQUEL CASO

No es fácil cosa describir el cuadro de ideas encerrado en la mente
de Águeda mientras fué desde su casa á la de don Sotero. Había en él
sombras y contornos terribles; esbozos de colosales figuras; tintas
indecisas y vagas; confusión, desorden, ruidos extraños que la aturdían
y amedrentaban; pero ni una sola concepción detallada y en reposo,
en que fijar la atención y dar rumbo al pensamiento. En tal estado
de aturdimiento entró en el viejo caserón, y llegó, conducida por el
atento y comedido mayordomo, á la alcoba en que la hallamos encerrada
cuando el tío y el sobrino hablaban de ella, según queda puntualizado
más atrás.
Agarrada con ansia á su mano, y medio envuelta entre los pliegues de su
vestido, la acompañó Pilar, mirando horrorizada cuanto había que ver en
la vetusta guarida de aquel hombre que se llevaba á las dos huérfanas,
como si fuera amo y señor de ellas, y no su servidor asalariado. Jurara
la pobre niña, cuando llegó al estragal y fué subiendo la derrengada
escalera, y atravesó el tortuoso y obscuro pasadizo, y luégo el
desamparado salón, y, por último, se vió encerrada en la alcoba, que
todo aquello que le sucedía era la realidad de una pesadilla que más
de una vez la había atormentado durmiendo. Era frecuente en ella soñar
con casas muy grandes, muy viejas y muy solas, llenas de rendijas y de
lamparones, con los techos negros y ahumados y cubiertos de telarañas,
en las que se bamboleaban, cabeza abajo y mirándolas con ojos de
basilisco, enormes murciélagos; los suelos, medio devorados por la
polilla, inundados de ratones que corrían por todas partes sin hacer
ruido; cuartos entreabiertos y obscuros como la noche; desvanes sin fin
atestados de muebles viejos muy raros y con las patas hacia arriba,
figurando ladrones y difuntos y almas en pena; y, por último, allá en
el fondo de todo este conjunto de cosas espantables, un hombre como
don Sotero, andando siempre, y sin llegar nunca, hacia la pobre niña,
que ya se daba por muerta y comida de ratas y culebrones... hasta que
el exceso del espanto que sentía la despertaba. Pues casi todo esto
que tantas veces había soñado, tenía entonces en realidad y verdad
delante de los ojos: ni siquiera faltaba el hombre negro y gordo; no
mudo, silencioso y á lo lejos, como en la pesadilla, sino á media vara
de distancia, con voz que se oía y pies que sonaban al andar, y una
intención que sólo Dios podía penetrar en aquel instante.
Y eso que ni el mismo lector que la vió días atrás, conociera la
casa de don Sotero cuando las huérfanas entraron en ella. Estaban
las paredes de la alcoba y las de la sala, recién blanqueadas; tan
recientemente, que aún se veían en el suelo y en las puertas los
regueros de la lechada, y se olía la cal húmeda, como si acabara
Bastián de extenderla con la escoba; y las mayores aberturas del
tillado estaban medio tapadas con listones, en bruto sí, pero bien
afirmados con clavos trabaderos; se había barrido la alcoba y sacado
de ella el arcón viejo; la mesa no tenía encima más que el tapete y la
palmatoria; en la cama había almohadas con funda limpia y una colcha en
buen uso; y, por último, arrimadas á la pared, hasta dos sillas útiles.
--Están ustedes en su casa --dijo don Sotero en cuanto introdujo en la
alcoba á las dos aturdidas huérfanas--. No es un palacio como el que
merecen los ilustres huéspedes que la honran; pero hay lo necesario en
ella, y, sobre todo, una voluntad sin límites para complacer á ustedes
en este humildísimo y reconocido servidor.
Águeda y Pilar, sin oir á don Sotero ni fijarse en los pormenores del
cuarto, se sentaron maquinalmente en las dos sillas.
--No he puesto --prosiguió el santo hombre-- más que una cama, porque
supuse que ustedes querrían estar juntas el poco tiempo que yo tenga
la honra de hospedarlas en mi casa... Sobre esta mesa hay cerillas y
vela, para cuando necesiten luz... En cuanto á comida, Celsa, mi ama
de llaves, tiene orden de darles cuanto pidan y necesiten, y á las
horas que lo deseen... Con media voz que se le dé desde esta puerta,
acudirá en un instante... No es un primor de belleza; pero sí muy
servicial y cariñosa... Por esta ventana entra, desde media tarde, un
aire fresquísimo y sano; y, asomándose á ella, se descubren hermosas
vistas... Excuso decir á ustedes que, como toda la casa, esta sala,
tan espaciosa y desocupada, está á su disposición. Con la puerta del
balcón entreabierta, es un hermoso paseo de verano... En aquella alcoba
de enfrente duermo yo... No teman molestarme llamándome siempre que de
mi inutilidad necesiten... En fin, señoritas, repito que están ustedes
en su propia casa; y añado que me creería venturosísimo y pagado con
usura, en lo que al desinterés y noble objeto de ésta mi determinación
se refiere, si lograra yo infundirles un poquito más de confianza,
siquiera hasta verlas risueñas y descuidadas, como quien llega al hogar
de su mejor amigo después de verse fuera en grave riesgo de muerte.
En vano esperó don Sotero una sola palabra por respuesta á todas éstas
suyas, dichas casi con lágrimas en los ojos. Águeda parecía la estatua
de la tristeza, y la inocente Pilar la imagen del espanto.
--En vista de lo cual --añadió don Sotero, aludiendo sin duda al
silencio de las huérfanas--, tengo el honor de despedirme de ustedes
por ahora, para dar algunas disposiciones relativas á su mayor
comodidad.
Hizo una profunda reverencia, y salió de la alcoba, dejando la puerta
cerrada con el pestillo.
En cuanto las dos hermanas se quedaron solas, Pilar se abrazó á Águeda
y le dijo llorando:
--¡Ay, Águeda, qué miedo tengo!... ¡Vámonos de aquí!
La joven recogió entonces sobre la cabeza el velo de su manto, y
dejó ver el hermoso rostro pálido y desencajado. Besó á su hermana,
abrazándola también estrechamente, y la respondió:
--Tranquilízate, hija mía, que nada malo puede sucedernos. Ya sabes á
lo que hemos venido; y tengo la seguridad, porque Dios me la infunde,
de que antes de pocas horas hemos de volver á nuestra casa... Para que
se te hagan más breves, reza al Ángel de la Guarda; ¡pídele de todo
corazón que no te abandone un momento!...
--¡Si ni siquiera me acuerdo de esa oración, Águeda, con el miedo que
tengo!
--No importa; que con el corazón se reza, y no con las palabras.
Inténtalo y verás cómo lo consigues.
Pilar, sin separarse de su hermana, cruzó sus blancas manecitas; y
cerrando los ojos llorosos, por no ver lo que la rodeaba, comenzó á
poner por obra el consejo de su hermana, entre suspiros de angustia y
estremecimientos de espanto.
Águeda quiso rezar también, pero no pudo lograrlo ni con la intención.
Tenía mucho más miedo que la niña, aunque le disimulaba mejor; y no
seguramente á los ratones ni á los fantasmas del otro mundo. Desde que
se sentó en la silla que en aquel instante ocupaba, la confusión de sus
pensamientos fué disipándose rápidamente. Á los turbios celajes del
crepúsculo, sucedió la viva luz del día; y las montañas se perfilaron
sobre el horizonte, y los cerros se alejaron de las montañas, y el
valle no podía confundirse con el cerro. Cada cosa estaba ya en su
sitio, con la forma, el color y el tamaño que debía tener. Había cesado
la alucinación, y la realidad aparecía delante de los ojos de Águeda.
Ya no podía creer ésta que la exigencia de don Sotero de llevar á su
casa á la inocente niña, reconociese por motivo el que él la había
manifestado, estando para llegar de un momento á otro don Plácido, que
nunca aprobaría un exceso de celo y de precaución semejante. Esto, aun
creyendo á don Sotero tan escrupuloso como él se pintaba á sí propio;
pero teniendo de él la idea que Águeda tenía, y sabiendo los esfuerzos
que había hecho para que el otro testamentario ignorase todo lo
ocurrido, como lo sabía ella con entera evidencia, por declaración de
Macabeo, ¿cómo dudar que en los ya realizados propósitos del aborrecido
administrador había una intención oculta? Y ¿qué intención era ésta?
Aquí se perdía Águeda en un cúmulo de conjeturas y supuestos; pero
temblaba de espanto, porque siendo evidente la intención, debía ser
infernal cuando el siniestro personaje se atrevía, guiado por ella,
á cometer un atropello que podía llegar á ser escándalo y motivo de
una gravísima responsabilidad para él. La imaginación de Águeda, con
la espuela de tales pensamientos, volaba de horror en horror; y para
que ningún tormento le faltase, su conciencia la acusaba entonces de
no haberse defendido bastante contra la osada decisión del hipócrita.
¿Por qué temió la amenaza de que acudiendo á la Justicia en demanda de
amparo contra el atropello, se pondría su buena fama en tela de juicio?
¿No había quedado ella sirviendo de madre á la inocente huérfana? ¿No
era ésta la amenazada y perseguida? Y siéndolo, ¿podía Águeda creer que
cumplía con sus estrechos deberes sólo con resolverse á correr el mismo
peligro que su hermana? ¿No debe una buena madre sacrificar honra y
vida por salvar á su hija de un grave riesgo? Y ¿qué había hecho ella,
en suma, sino conducir por su propia mano la oveja á la guarida del
lobo?
Esta idea la aterró como ninguna otra; y por un instante se halló
resuelta á salir á todo trance de aquel calabozo horrible con su
hermana; pero oyó toser á don Sotero, y se sintió sin fuerzas para
moverse de la silla.
Cuánto tiempo duraron estas meditaciones tumultuosas; cuándo las
abandonaba un momento para consolar á su hermana, que á ratos la
abrazaba, presa del mayor desconsuelo, ni ella misma lo supo. Volvió
á perder la noción clara y precisa de las cosas; y el tiempo, y
Pilar, y don Sotero, y Fernando, y aquella casa y los peligros que
en ella pudiera correr, confundiéronse en un nuevo montón de sombras
impenetrables, que ofuscaron el horizonte de sus ideas y fueron poco á
poco estrechándolas, hasta oprimirlas y asfixiarlas, como asfixian y
oprimen los plúmbeos lazos de una horrenda pesadilla.
Comenzaba á anochecer cuando don Sotero pidió permiso, con los
golpecitos de siempre y su dulzura acostumbrada, para entrar en la
alcoba. Recorríala entonces Águeda con febril desasosiego, mientras
Pilar miraba á la calle, maquinalmente, por una rendijilla de la
ventana, cansada ya de llorar, de temer y hasta de preguntar sin
obtener respuesta.
Entró el hombre, á una breve y nerviosa indicación de Águeda.
--Vengo --dijo, suave y humildemente-- á tomar las órdenes que tengan
ustedes á bien darme.
--Nada se nos ofrece --respondió Águeda volviéndole la espalda,
mientras la niña corría hacia ella y se agarraba á los pliegues de su
vestido.
--En ese caso --añadió don Sotero--, réstame sólo advertir á ustedes
para su gobierno, que mientras es hora de cenar, y siguiendo en ello
mi vieja y piadosa costumbre, voy á la iglesia á rezar un poco. Celsa
queda en casa para servirlas en cuanto se les ofrezca y cuidar de la
puerta de la calle, cuya llave recogerá cuando yo salga. Dios nuestro
Señor las acompañe á ustedes.
Dijo y salió, hecha la indispensable y acompasada reverencia. Se oyó el
ruido de sus pasos alejándose, después el de la puerta principal que
rechinaba al moverse, y el de la llave al trancarla... y después, ni
el aleteo de un mosquito. El silencio y la obscuridad reinaron en la
casa, como dueños y señores de ella en aquel instante. Pilar se hubiera
vuelto loca de espanto, y Águeda poco menos, si alguna que otra vez no
llegara á sus oídos el eco lejano de los cantares de la gente que se
encaminaba á la hoguera, y el sonido armonioso de las campanas.
Sin estos rumores del mundo, donde había seres libres y contentos, las
tristes prisioneras se hubieran creído sepultadas en las profundidades
de un calabozo subterráneo.
Pilar recordó á su hermana que había fósforos sobre la mesa. Águeda,
á tientas, dió con la caja y encendió la pringosa vela de sebo. Pero
aquella luz sólo servía para hacer más patente á los ojos de las
prisioneras el pavoroso cuadro de su prisión. Pilar, considerando que
estaba expuesta á pasar allí toda la noche, volvió á llorar amarga
y copiosamente; y Águeda conoció que había contado con fuerzas que
no tenía cuando se resolvió en su casa á correr en la de don Sotero
cuantos peligros pudieran amenazarla.
En esto vió la pililla colgada en la pared, y la cruz que tenía pintada
en medio.
--Aunque profanada --dijo á su hermana--, aquí hay una cruz:
hinquémonos delante de ella y recemos para pedir á Dios fuerzas y
amparo... Ven, hija mía: arrodíllate junto á mí; cabalmente es la hora
en que rezamos todas las noches el rosario á la Virgen.
Y uniendo la acción á la palabra, puso á Pilar á su lado; y ambas,
después de arrodillarse, comenzaron á rezar, delante Águeda y
respondiendo la niña. Pero ésta, en quien, por su edad, no penetraban
las pesadumbres como en Águeda, trabajada por tantos y tan nuevos
sobresaltos y cansada de llorar, respondiendo tarde y confusamente á
su hermana, acabó por rendirse á los asaltos del sueño, que jamás se
olvida de amparar á los niños con sus alas.
Cuando Águeda la vió plegarse sobre sus rodillas y abatir la rizosa
cabecita, sentóse en el suelo y la acomodó en su regazo; y después de
observar que estaba profundamente dormida, la cogió con sumo cuidado
y, no sin dificultades, la tendió sobre la cama. Luégo volvió á
arrodillarse y continuó rezando en silencio largo rato.
Entonces debía de hallarse la hoguera en su grado máximo de bureo, á
juzgar por el ruido que de hacia allá venía, y el silencio que reinaba
en la vecindad y, sobre todo, en la casa.
Éste era tan absoluto, que Águeda, cuando acabó de rezar, no se atrevió
á moverse del sitio en que se hallaba. ¿Á quién llamar? ¿Quién la
defendería si en aquella espantosa soledad se veía amenazada de algún
peligro? Y si no había peligro que temer, ¿por qué y para qué estaban
ellas encerradas allí?
De pronto oyó ruido en el portal; después en la cerradura; luégo el
rechinar de la puerta.
--Será don Sotero --pensó tranquilizándose un poco--. Pero --se dijo en
seguida temblando-- don Sotero á estas horas y en tal ocasión, ¿no es
el mayor enemigo que yo puedo temer? ¿De qué no será capaz ese hombre!
Pronto conoció que no era don Sotero quien subía dando grandes golpes
y haciendo mucho ruido en la escalera, como el que anda á tientas en
camino extraño y escabroso.
--Será Bastián --pensó la joven--. Si es él, ¡cómo vendrá, Dios mío!
Además de los golpes, se oían interjecciones y bramidos. Águeda
tiritaba de miedo. Los bramidos y los golpes iban acercándose á la
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