De tal palo, tal astilla - 07

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pintados en un papel!... ¡Á que no han dado en ello las almas de
Dios?...
En esto, cruzó por delante de él una moza bien metida en carnes, no muy
fresca de cutis, abierta y desengañada de fisonomía. Iba en mangas de
camisa, con refajo corto y en pernetas, y llevaba un sombrero de paja
en la cabeza y una azada al hombro. Al cruzarse con Macabeo, cantó con
toda la fuerza de sus pulmones:
Todas las gentes me dicen
¿cómo no te casas, Juan?
Las que me dan no las quiero;
las que quiero no me dan.
Escuchó Macabeo el cantar, y dijo á la cantadora:
--¡Angunos conozco yo, Tasia, que si se visten la seguerilla les
asienta como el pellejo!
--No la eché yo porque arrimara al tuyo --respondió Tasia.
--Ni yo te lo dije porque me resquemara.
--Pues, hijo, lo parecía por lo súpito que la agarrastes.
--Al que más y al que menos, pudo sucederle otro tanto, que limpio no
anda naide de esa calentura... y bien lo sabes tú.
--No lo dirás por los memoriales que te he echado.
--¡Ay, Tasia! ¡con el primero te sobraba!... Dígotelo porque no me come
la fantesía... ¡Más me comen otros resquemores!
--La que te parió que te entienda, Macabeo.
--Me paece que bien claro lo pongo, caráspitis... ¿Vas al resallo,
Tasia?
--¡No, que iré á rozar!
--Sin sallar tengo yo la heredá del Regato entoavía, y alguna más que
no digo.
--¡Y luégo saltarás si te ponen el ramo, como antaño!
--Enquina fué, y no otra cosa, Tasia, y maldá sería en el presente si
tal pasara. Soledá y desavíos me atrasaron la labor entonces, y penas y
laberientos de esta casa me traen ahora como estorneja días y semanas.
¿Y qué hacer? El pan comido tira siempre hacia quien lo dió; y, por
otra parte, aquí están los míos, aunque ellos estén altos y yo en el
estragal... ¡Ay, Tasia, qué solo me veo!
--En llorar esa pena se te va pasando la vida. No hubo moza soltera en
Valdecines, de veinte años acá, que no te haya oído la mesma sinjundia.
--¿Y qué?
--Que ni el Señor pasó de la cruz ni tú de ese jito.
--¿Y qué, Tasia?
--Que eres un baldragas, Macabeo.
--¡Caráspitis!
--Que te sobra lengua y te falta arrojo.
--Téngole como el que más, Tasia.
--Nunca dijiste á una moza: «por ahí te pudras,» y te bailan los ojos
hasta delante de la más fea. ¿Qué quieres, hijo? ¿que ellas te ronden?
¡Pues Luca bien te quiso!
--¡Y se pregonó de la noche á la mañana con Chiscón el de la Rispiona!
--Cansóse, la infeliz, de esperar á que la pidieras. Á Toña pudistes
arrimarte, que ley te tuvo.
--Pues bien claro se lo dije, Tasia, y me cerró la puerta.
--Porque hablaste cuando ya Selmo estaba adentro.
--¡Qué quieres, Tasia, no sé llegar á punto y sazón!
--¡Y así te has de morir, meleno! ¡Bien te lo dijo Nisca!
--¡Otra que tal! Buscábame la poca hacienda que tengo.
--¡Y se arrimó á un venturado sin camisa!
--Es que cuando no hay lomo, piltrafas como.
--¿Hiciste tú más que suspirar delante de ella?
--Al buen entendedor...
--Dí que tantas veo, tantas quiero... y ná en junto.
--¡Eso sí que no, Tasia!... Á fiel no me gana un perro.
--Si no lo das á ver, trabajo perdido... ¡Y luégo te quejas!
--Porque se ríen de mí, ¡caráspitis!
--Y han de reirse hasta los cantos, y bien harán... Pues ¿cómo lo
quieres, rapacín de la casa? ¿Dulce y con jisopo? ¡Ángel de Dios!...
cuando ya los colmillos se te caen de viejos... ¡baldragonas!
--¡Tasia, no me provoques!... ¡Y mire usté cuándo!
--¿Cuando qué?
--Cuando tengo el corazón lo mesmo que una zambomba, reventando por
cantar.
--¿No lo dije yo? ¡Otra tenemos! Pues canta, _serrano_[2].
[2] Pájaro feo, chiquitín y de voz desagradable.
--¡Pues canto, caráspitis, aunque las hieles mismas me salgan por
la boca! Tasia, bien sabes tú que en la vida no más que una vez se
quiere... aunque otra cosa se diga... ¡Á mí me llegó la hora!
--¡Ajá! Pues ya tardaba, Macabeo. Á bien que no has dejado de
entretener la espera.
--Tasia, con agua pasada no muele el molino; y, por otra parte,
aquellos quibis-cuobis de que hablabas, nunca tuvieron arte ni
concierto. Cosas de los años. Pero á fuerza de ellos maduran los
pensamientos; y están los míos á la presente, que se caen del árbol.
Auto al consonante, has de saber, Tasia, que es mucho lo que pudiera
cantar al respetive. Ternezas me desvelan y malenconías me consumen de
un tiempo acá. ¿Digo algo?
--Allá veremos, Macabeo. Á la presente, no va mal el son.
--Ella me dió cara, ó no hay ojos en la mía. Maja es la suya... delante
paece que la tengo, ¡y qué personal de cuerpo, Tasia!...
--No te pares, hombre... ¡Vaya que á lo mejor te falta el resuello!
--¡Pues ha de sobrarme ó aquí finiquito! Como te decía, Tasia: la moza,
un poco tentada de la cubicia y de la fanfarria, abrió la puerta á un
trampantojo con media levita y muchas esperanzas; y cátate á Macabeo
boca abajo. Pero fuése el fantasmón por esos mundos, porque en su casa
le querían para una principesa, aunque á un pesebre arrimaría mejor,
por lo animal, y cátate á Macabeo boca arriba; que así andan las cosas
en el mundo: según corren los vientos, allá van los pensares. No soy
rencoroso, Tasia; caras buenas se me dieron, y de pascuas fué la mía.
Mucho zapato rompí paseando la calleja; enronquecí cantándola de noche;
y lo que no asomó en paseos y cantares, teníalo ya á la punta de la
lengua para salir de una vez de pesadumbres, y ¡recaráspitis! volvió la
nube á Valdecines de la noche á la mañana.
--¿Y qué?
--Que en aquel punto se acabaron las caras de gloria para Macabeo,
y espenzaron á roerle las entrañas penas y resquemores. ¡Ya se ve!
Macabeo pobre, Macabeo solo, Macabeo venturado, Macabeo á sobras y
desechos toda su vida...
--¿Y qué más?
--Y el sujeto, pudiente y cabezudo... Ella con barruntos de señorío,
porque á naide le amarga un dulce...
--¡Acaba el cantar, hombre!
--¡Caráspitis! ¡pues bien claro está! Macabeo muerto. Pero has de
saber, Tasia, que, como Dios castiga sin palo y sin piedra, al
fantasmón ese le echó el alto quien podía echársele... y puede que
sepas ya lo demás, que harto se ha corrido por el pueblo. Según
lenguas, está abocado á ser el perro del hortelano: privóme de la
fruta; pero él no ha de catarla.
--Y dime, baldragazas, chismosón y cizañero, ¿á qué me echas á mí ese
cantar? ¿Soy yo la cubiciosa, por si acaso?
--¡Vaya, que el demonio que te entienda! Táchasme de collón y de
encogido; dícesme que cante mis sentires, porque el hombre ha de ser
claro; sóilo, y te embocicas. ¿Cómo me quieres, Tasia?
--¡Ni en pintura!
--¿Pues qué mal te hice? ¿Qué teja te rompí?
--¡La de la buena fama, lenguatón! ¡Yo con fanfarria! ¡Yo cambiando las
caras! ¿Cuándo te puse otra que la que tengo? ¿Qué papel firmemos nunca
ni tú ni yo al respetive? ¿Á quién hago yo la rosca por su levita? Si
me quiere pobre quien tiene mucho, ¿he de cerrarle yo la puerta?
--¡Tasia, caráspitis! ¡Sin lengua me vea si con el aquél de ofenderte
la moví! Yo no he mentado siquiera el santo de tu nombre. ¿Por qué te
picastes?
--¿Conque me pones el ajo entre los dientes, y quieres que no me pique?
--Pues mira, Tasia, ya que le cataste, allá te le dejo; pero ¿por qué
te quejas de su picor y no me agradeces la melecina?
--¿Ónde está ella?
--En los pesares que te canté. ¿Por quién los tengo? ¿Por quién
sospiro?... ¡Y mira tú si me arrojo cuando el caso llega! Otra que tú
no me oyó otro tanto.
--¡Vaya una renta la que me ofreces!
--Harto da, Tasia, quien desnudo se queda...
--Para poca salú, morirse es mejor, Macabeo.
--¡Y luégo te quejas, caráspitis, si te llamo cubiciosa!... Pues con el
otro no cuentes.
--¡Porque á tí se te antoje!...
--¡Ay, Tasia, aunque yo no te ganara, más te valiera perderle! ¡Mira
que es muy bruto!
--Tú no le has de desasnar.
--¡Mira que lo de rico está en veremos!
--¡Si la envidia fuera tiña!...
--¡Mira que si le llaman á firmar, ha de verse en apuro con el apellido!
--Falsos testimonios que el malquerer levanta.
--¡Mira que el que vino al mundo por mal camino, en jamás de los
jamases andará derecho!
--Torcidos andan muchos que nacieron como Dios manda.
--Tasia: dos novillas uncideras tengo; veintidós carros labrantíos en
la Llosa; buena pradera en el Hondón...
--¿De tu mesmo peculio?
--Como la lengua con que te lo digo. La casa sin un clavo de empeño,
y el carro en el portal; que en echándole una trenca y dos armones,
cátale nuevo...
--Se corrió que también eso era ya de los señores, Macabeo.
--¡Malos quereres de la envidia, Tasia! Á renta llevo, además, tres
fincas de lo mejor del valle; y, por último, á buenos amos sirvo; ni
fumo ni bebo, y ya sabes lo que te estimo...
Cuando llegó aquí Macabeo, Tasia, con la mano libre, atusaba los
pliegues del refajo, escarbaba el suelo con el blanco pie desnudo, y
parecía que contaba las chinas con los ojos.
Levantólos después, poco á poco, hasta los de Macabeo, y díjole muy
risueña:
--¿Y al auto de qué me lo cuentas?
--Pues, caráspitis --respondió Macabeo hecho unas mieles y asombrado
de su propio atrevimiento--, al auto de que lo rumies y luégo escojas
entre esta pobreza que te pongo en la mano, y la otra fachenda que anda
volando. Las cosas claras.
--De manera es, Macabeo, que en jamás así las pusistes.
--Nunca es tarde si la dicha es buena. ¿Serálo la mía?
--De menos nos hizo Dios.
--Poco ofreces, Tasia.
--¡No tenías tanto enantes, y con ello pasabas!
--Con apuros, hija; y por salir de ellos me arriesgué.
--¡Cubicioso!
--¿Me las güelves ahora? ¡Al río ó á la puente, Tasia! En el burro me
puse, ¡vengan ya los palos!
--Pero ¿qué quieres, bobo?
--El sí ó el no... clarito el juego.
--¡Pues no, que es turbio!... ¡Y me está viendo las cartas!
--Los ojos se engañan las más de las veces. ¡El sí ó el no con la boca,
Tasia!
--¡Vaya que es ahogo! Déjame rumiarlo, que bien vale la pena; y harto
llevas de presente, que no llevas el no que merecías.
--¡Por vida del caráspitis!... ¿Y así te marchas, Tasia?
--¡No que se juega!
--Pero ¿me das cara?
--¡Toda la que tengo, eso sí!
Tasia se alejaba haciendo muecas á Macabeo.
--¿Y me abrirás la puerta? --gritóle éste.
--¡Esa es de mi padre! --respondió la moza.
Macabeo se hinchó como un odre, para desinflarse en seguida con este
grito:
--¿Y echarás al otro cuando yo entre?
Tasia no se veía ya; pero se oyó su voz que cantaba esta copla:
Porque me rondan muchos,
dice mi madre:
«Al sol que más caliente
has de arrimarte.»
Rascóse Macabeo la cabeza, y dijo andando hacia la portalada:
--¡De todas suertes, no me pesa el desfogue, porque, así como así, no
podía ya con la congoja!
[Ilustración]


[Ilustración]
X
LAS UÑAS DEL RAPOSO

Oyéronse á la puerta del gabinete en que Águeda se hallaba, unos
golpecitos muy acompasados y una voz afectadamente tímida que
preguntaba:
--¿Hay permiso?
Águeda se estremeció, como quien despierta de un largo sueño con el
graznido de la corneja, y respondió de muy mala gana:
--Adelante.
Y entró don Sotero, en su actitud habitual en aquella casa: encorvada
la cerviz, el paso lento y las manos cruzadas sobre el vientre. Saludó
á su modo; preguntó á la joven por la salud, por el apetito, por el
sueño, por el dolor de cabeza y por veinte cosas más; oyó lo menos que
podía respondérsele; y dijo restregándose muy suavemente las manos,
después de avanzar dos pasos hacia Águeda, quedándose á pie firme
delante de ella:
--Presupuesto, señora mía, que el bálsamo de la religión, juntamente
con el buen sentido con que el Señor, en su divina munificencia, quiso
dotarla á usted, habrán amortiguado lo más acerbo de sus dolores
morales, en cumplimiento de un sacratísimo deber me tomo la libertad de
pedir á usted unos minutos de audiencia para enterarla...
--Si quiere usted hablarme --interrumpió Águeda con desabrimiento-- de
asuntos en que ha entendido en esta casa, hágame el favor de aplazarlo
por unos días.
--Lo haría con todo mi corazón, señorita --replicó don Sotero, cada vez
más compungido y meloso--, si los asuntos á que me refiero no fueran
otros que esos en que yo _he entendido en esta casa_; pero los hay
mucho más delicados y apremiantes, de los cuales necesito enterarla á
usted, aunque al hacerlo se renueven ciertas heridas que á todos nos
alcanzan en la debida proporción.
--Razón de más --dijo Águeda con aire imperativo--, para que se aplace
la entrevista.
--Es que --insistió el otro hecho unas mieles--, necesitamos
ponernos de acuerdo usted y éste su humilde servidor, sobre ciertos
preliminares, sin lo cual tengo atadas las manos para dar comienzo,
con el auxilio de Dios, á la delicada empresa que se me encomendó en
hora y ocasión bien solemnes.
Más que pueril curiosidad sintió Águeda al oir estas palabras:
sonáronle á cosa muy grave por el recuerdo que evocaban, por la persona
que las decía, y hasta por el acento con que las pronunciaba. No trató
de disimular su alarma, y preguntó en seguida:
--¿Á qué empresa se refiere usted?
Carraspeó don Sotero y respondió así:
--Cuando el Señor, en sus inescrutables designios, dispuso que la nunca
bastante llorada doña Marta, su santa madre de usted (que en gloria se
halle), cayese enferma de algún cuidado, recordará usted que ella misma
pidió los sacramentos.
--No es, en efecto, para olvidado por mí --respondió la joven,
indignada de que tan sagradas memorias anduvieran en semejantes
labios--. Pero ¿y qué?
Don Sotero, imperturbable, continuó:
--Recordará usted, asimismo, que después de orillados de ese modo
edificante los asuntos de la vida perdurable, pensó en los de esta otra
terrenal y perecedera... y mandó llamar á un escribano...
--Recuerdo también esa otra circunstancia --interrumpió Águeda,
aguijoneando al otro con su inquietud--. No hay necesidad de
desmenuzarla tanto para llegar pronto adonde yo deseo.
--Vino el escribano --siguió don Sotero haciendo una reverencia--, y
testó la señora.
--También lo sé.
--¿Y sabe usted en qué términos?
--En los más acertados.
--¿Lo sabe usted ó lo presume?
--En este caso es igual presumirlo que saberlo.
--¡Y no se equivoca usted! El culto, los pobres, sus hijas... para
todos y para todo hay allí algo, y cada cosa en su punto y lugar. En
fin, como que se trata de una superior inteligencia y de una santa de
Dios.
Acabábase la paciencia de Águeda, y la indignación le arrancó estas
palabras:
--¿Y por qué sabe usted esas cosas que yo ignoro todavía?
Don Sotero, como si le mecieran brisas de mayo, respondió sonriente y
melifluo:
--Ahí enlaza precisamente el objeto de la audiencia que he tenido el
honor de pedir á usted, señorita. Es, pues, el caso, que tuve la honra
de ser llamado, en tan solemne ocasión, por su señora madre (que de
Dios goce), y la más alta aún de ser consultado sobre determinadas
cláusulas.
--Naturalmente --dijo Águeda, deseando explicarse la odiosa intrusión
del modo menos irritante.
--Me congratulo de que así juzgue usted del caso.
--Paréceme que, siendo usted su administrador, no estaba de más á su
lado en aquel instante.
--Eso pensé yo también cuando se me llamó; pero su señora madre, cuyas
bondades nunca serán bastante alabadas, tuvo á bien distinguirme con la
investidura de un cargo más elevado.
--¡Á usted! --exclamó Águeda con asombro.
--Á mí --recalcó don Sotero, humillando la cabeza--. En vano protesté;
en vano expuse mi incapacidad y lo espinoso del cometido... No hubo
modo de renunciarle.
--¿Y qué cargo es ese?
--El cargo, señorita, de albacea testamentario, con el item más de
curador de las dos huérfanas y tutor de la más joven; por supuesto, con
relevación de fianza...
--¡No puede ser eso! --dijo Águeda con indignación, levantándose de su
asiento y mirando con ojos de espanto á don Sotero.
Éste, sin inmutarse, llevó su diestra al bolsillo interior de su
anguarina, y sacó un protocolo en papel sellado.
--Aquí está la copia del testamento --dijo mostrándola humildemente--.
Mandé sacarla... por lo que pudiera suceder.
Águeda rechazó los papeles y se dejó caer en el sillón, abrumada por
el peso de muy contrarios sentimientos. Tan contrarios eran, tanto se
repelían entre sí, por hermosos los unos, por repugnantes los otros,
que no quiso detener la consideración sobre ellos. Desprendióse de los
últimos, apartando la vista, como quien se sacude de los opresores
anillos de una serpiente, y replicó al hombre negro:
--¡Pero no será usted el único tutor nombrado!
--Iba á hablar á usted acerca de ese punto --expuso don Sotero con voz
temblona y entrecortada-- cuando fuí interrumpido con una expresión
cuya dureza... ¡créalo usted, por la salvación de mi alma! no
corresponde al desinterés ni á la profundidad de mi cariño...
Hizo aquí unos pucheros; se pasó por los ojos un pañuelo de yerbas, y
continuó:
--Nómbrase también á su señor tío de usted, don Plácido Quincevillas.
Respiró Águeda.
--¡También mi tío don Plácido! --exclamó--. Por supuesto, con las
mismas atribuciones.
--Por supuesto, señorita... Sólo que, si bien hemos de ejercer los
cargos de mancomún, podemos también, y debemos desempeñarlos _in
solidum_, es decir, cualquiera de los dos en enfermedad, etc., etc.,
del otro.
--Bien está; pero como hasta ahora no se ha dado el caso de
enfermedad...
--Pero sí el de ausencia; y, además, ha de saber usted que es voluntad
expresa y terminante de la testadora, de santa memoria, que desde el
instante de su fallecimiento se encargue de la tutela y curatela, y en
adelante la ejerza preferentemente, aquél de nosotros dos que se halle
más cerca de las huérfanas; porque es también su propósito manifiesto,
y aquí consta, que jamás se vean ustedes sin una sombra protectora.
--¿Y usted viene á ofrecerme la suya en este momento?
--Yo vengo, señorita, á notificar á usted humildemente estas
disposiciones, para proceder, con su permiso y acuerdo, á hacer el
inventario de los caudales. Ha de ser largo y penoso, y el tiempo legal
no es mucho. Vea usted la razón única de la entrevista que he tenido el
honor de pedirla...
--Y ¿por qué no ha venido mi tío? --preguntó Águeda secamente.
--Eso me pregunto yo á cada instante --respondió don Sotero con la
mayor naturalidad--; ¿por qué no viene el señor don Plácido?
--¡Es muy raro que ni siquiera conteste á la carta que le dirigí el día
de la desgracia!
--Con esa misma fecha se la notifiqué yo, añadiéndole lo referente á
los cargos que le estaban encomendados por la voluntad de la difunta...
Le he repetido la carta... y el mismo silencio.
--¡Es raro eso también! --replicó Águeda mirando al hombre con gesto
medio burlón y medio iracundo.
--No es tanto, señorita --dijo don Sotero con su habitual sencillez--,
si se considera que su señor tío de usted vive, como quien dice, en el
último rincón del mundo. Las cartas, por las exigencias del servicio
del correo, tardan cinco días desde aquí á Treshigares, cuando menos.
Pueden haber tardado más; pueden haberse extraviado... y hasta pueden
estar intactas sobre la mesa del señor don Plácido... porque ya usted
sabe hasta qué punto le distraen sus especiales ocupaciones y la
originalidad de su carácter.
Águeda, que sin duda sospechaba alguna indignidad en aquel hombre,
le medía con la vista de arriba abajo, y se empeñaba inútilmente en
buscarle los ojos con lo que pudiéramos llamar punta de su mirada.
El santo varón no apartaba la suya del suelo que le sostenía. Duró
esta muda escena breve tiempo, y dijo Águeda, con un desabrimiento
inconcebible en su dulzura habitual:
--Y en suma, ¿qué es lo que usted quiere de mí en este instante?
--Ya he tenido el honor de decirlo, señorita: que hay que hacer el
inventario de los bienes de la testamentaría, y que necesitamos
ponernos de acuerdo, para que yo, con el auxilio de Dios y mi buen
deseo, comience desde luégo...
--No debe darse paso alguno sin la presencia de mi tío.
--Me permito repetir á usted que el tiempo legal es corto en
comparación de la tarea. Además, su señor tío de usted se alegrará
mucho si al llegar se encuentra hecha una buena parte de este mecánico
y engorroso trabajo.
--En hora buena: puede usted comenzarle cuando quiera.
Don Sotero saludó con una cabezada; pero no movió sus anchos pies del
sitio que ocupaban.
--¿Tiene usted más que decirme? --le preguntó la joven.
--Muy poca cosa, señorita --respondió el hombre negro, manoseando el
rollo de papel sellado que no había vuelto á guardar--; muy poca cosa;
y eso, por lo que respecta á la parte de responsabilidad que me alcanza
en la cláusula testamentaria referente al celo con que debo vigilar
las inclinaciones, digámoslo así, afectuosas, de ustedes...
--¡También eso!
--Aquí está escrito... cláusula catorce, si no me equivoco...
Efectivamente: cláusula catorce... Pero de esto, señorita, no quiero ni
debo hablar con personas de tan firmes y puros sentimientos religiosos.
Mi conciencia queda tranquila, por ahora, con advertir á usted la
existencia de la cláusula, á la cual debo...
--¡Basta! --exclamó Águeda, casi trémula de indignación--. Deme usted
esos papeles, y hemos concluído.
Entregóselos don Sotero con una humildísima reverencia, y se retiró
dulce, suave y mansamente.
En cuanto se quedó sola buscó Águeda, revolviendo las hojas de papel
con mano trémula y ansiosa, la cláusula mencionada. Pronto dió con
ella. Decía así:
«Recomiendo á mis hijas muy amadas que, si Dios no las llama por otro
camino aún más santo y ejemplar, en el momento de la elección de esposo
pongan su consideración en las ideas religiosas que han de adornar
al hombre que prefieran; que no olviden jamás que fuera de la Santa
Iglesia Católica, en la cual he vivido y he de morir, con la gracia
divina, no hay salvación para el alma; y encargo á dichos mis albaceas
que si, lo que Dios no permita ni yo espero, las vieren inclinadas á
transigir ó vacilar en tan gravísimo asunto, las adviertan y amonesten
y se valgan de todos los medios lícitos para enderezarlas á mejor fin.
Las amo con todo mi corazón, y quiero el bien de sus almas.»
--Todo esto --se dijo Águeda arrojando los papeles sobre un velador--,
es muy santo y muy bueno, y está muy en su lugar... Sí, señor; pero,
por lo mismo que es tan santo y es tan bueno, ¿por qué ha de entender
en ello un hombre como ese? ¿Por qué puso mi madre en semejantes
manos armas tan peligrosas? ¿Por qué dejó hasta los más delicados
sentimientos de mi alma sujetos y amarrados al capricho de un hombre
grosero y repugnante?... ¿Por qué, Dios mío, la que fué tan sabia y
previsora en todos los asuntos de la vida, fué tan ciega y desacertada
en sus juicios acerca de ese... bribón?... ¡Bribón, sí, bribón!
Porque don Sotero lo es, ó no los hay en el mundo... ¡Y yo estoy
bajo la odiosa tiranía de sus maldades! Y ¿cuándo, Señor; cuando me
veo oprimida entre los hierros de este grillete afrentoso! ¡Cuando
las pocas fuerzas que me quedan las necesito para luchar contra el
enemigo que llevo dentro del corazón! Desde que este hombre ha hablado
conmigo, todas mis penas toman un tinte más negro; envuélveme el ánimo
una nube densa y sofocante, y no hay desdicha que yo no tema. Es
preciso que don Plácido sepa todo esto inmediatamente... ¡si es que no
entra también en los designios de Dios que hasta ese apoyo me falte!
¡Hágase siempre su voluntad!
Después se puso á escribir una carta.
[Ilustración]


[Ilustración]
XI
PASA-CALLE

En cuanto la tuvo escrita y cerrada, mandó llamar á Macabeo. Presentóse
éste con la puntualidad que se le impuso en lo apremiante del recado, y
le dijo Águeda:
--¡Necesito que inmediatamente me hagas el más grande favor que puedes
hacerme en tu vida, por larga que sea!
Macabeo respondió sin titubear:
--La carne soy; usté el cuchillo: corte por donde quiera.
--¿Sabes tú ir á Treshigares?
--Jamás allá estuve; pero quien lengua lleva...
--Pues en Treshigares vive mi tío, don Plácido Quincevillas. Es preciso
que de tu misma mano reciba esta carta.
--La recibirá.
--Y si por cualquier evento se te perdiera, dile que vas de mi parte
á prevenirle que me veo sola y amenazada de grandes peligros... que me
veo sola, porque Dios quiso llevarse del mundo á mi madre... Asómbrate,
Macabeo, ¡todavía no lo sabe!
Asombróse el hombre, en efecto, y hasta respondió, haciéndose cruces:
--¡Pero si yo mismo llevé á la estafeta la carta en que usté se lo
contaba!... Y no me dejará mentir el señor don Sotero que me la cogió
de la mano, al llegar á la puerta, para echarla en el cajón con otras
que él sacó del bolsillo.
--¡Conque fué don Sotero quien recogió la carta de tus manos! --exclamó
Águeda--. Algo por el estilo tenía que ser. ¡Me lo daba el corazón! El
caso es, Macabeo, que mi tío no llega; que urge muchísimo su venida, y
que es preciso que con esta carta ó con tu recado venga sin perder un
instante.
--¡Vendrá, caráspitis! --dijo Macabeo contagiado de la ansiedad en
que se hallaba la joven--. Vendrá conmigo, aunque tenga que traerle á
cuestas. No sé qué males son los que la amenazan á usté; pero sé que
hay males que la amenazan, porque usté me lo asegura; y esto me basta.
--No digas á nadie en el pueblo adónde vas, ni preguntes por el mejor
camino hasta que salgas del valle... Andando, sin detenerte más de lo
preciso para descansar, podéis estar aquí los dos en cinco días... Seis
faltan todavía para San Juan.
--¡Aunque fuera mañana, caráspitis!... Los hombres son para las
ocasiones.
--Lo sé, Macabeo; pero también sé que te costaría una pesadumbre el
hallarte ese día fuera de Valdecines... Á Dios gracias, todo se puede
conciliar esta vez.
--Pues yo digo que no hay que hablar del asunto, sino mover los
_pisantes_... y muy á prisa. Conque venga la carta, que voy de un salto
á ponerme las _atrevidas_[3] y á dejar en orden la poca hacienda.
[3] Alpargatas.
--Yo me encargo de que te la cuiden bien en tu ausencia.
--Dase por hecho, aunque no se merece, señorita.
--Toma la carta...
Recibióla Macabeo, y un momento después un puñado de monedas que Águeda
sacó de un cajón de su escritorio.
--¡Pero si hay aquí para una casa! --dijo Macabeo contemplando el
dinero con asombro.
--Pues á la vuelta --repuso Águeda sonriéndose--, he de darte para el
huerto.
--¡Caráspitis! --dijo el otro--. ¡Siento la oferta porque no se tome á
cubicia el reventón que pienso darme!
Y con esto y una reverencia, salió Macabeo de la estancia, y luégo del
corral.
Por listo y afanoso que anduvo, mientras arregló _la ceba_ de las
novillas para cuando se las recogieran por la noche, y se puso la ropa
nueva, y se calzó las alpargatas, y guardó las escasas provisiones de
boca en el arcón de la harina, y metió _á subio_ la leña que tenía en
el corral, y volvió á dejar la llave de la casa en la de su señora, ya
era por filo más de media tarde.
Al tomar, por delante de la iglesia, el camino del valle, se encontró
con Tasia que pasaba de la heredad que acababa de resallar, á otra que
tenía en la llosa del Cotero. Reanudóse la interrumpida conversación, y
púsose Macabeo hecho un jarabe; pero no hubo modo de que dijera adónde
se encaminaba, y eso que la moza lo intentó con gran empeño.
--De lo mío --dijo él en conclusión--, puedes disponer como de cosa
propia. Pero en este viaje mandado soy y á lejanas tierras me llevan,
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