De tal palo, tal astilla - 10

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malhadada cuestión religiosa surgió entre nosotros. Descubrirse mi
incredulidad y cerrárseme las puertas de aquella casa, fué obra de un
solo día. Al siguiente, y en este mismo sitio, me preguntaste por la
causa del disgusto que yo no podía ocultar. Pensaba entonces, y seguí
pensando mucho después, que el obstáculo se destruiría con la reflexión
y el tiempo; y he aquí cómo, hijo de estas esperanzas y de los temores
que son inseparables compañeros de ellas, nació aquella melancolía
que tu ojo certero descubrió en mi rostro y en mis cartas. Pero pasó
el tiempo, y hasta pasó con él lo que yo creía causa principal, si no
única, de la rigorosa medida tomada conmigo; y volví á acercarme á
Águeda, que, por desdicha mía, no me esperaba. Ni razones la convencen,
ni súplicas la ablandan. Por incrédulo me cerró sus puertas, y sólo
creyente puedo entrar por ellas. Entre tanto, la pasión que yo creía
llegada á su colmo, crece sin cesar, y á mi mente no baja un rayo de
esa luz misteriosa que ha de iluminarla. Éste es mi conflicto.
Oyó el doctor á Fernando con viva curiosidad; y cuando éste acabó su
brevísimo relato, díjole en su tono habitual de zumba:
--¡Conque ese es el conflicto! ¿Ni más ni menos?
--Te he trazado las cuatro líneas confusas del mapa de mi desdicha. La
extensión real que representan, su realce y sus colores, no puedo yo
describirlos: tú debes suponerlos.
--¿Y es ésta la primera vez que te ves en apuros tales?
--La primera... y la última.
--Pues hay muchachos que á tu edad los cuentan por docenas, y no se
ahogan así... ¡Mire usted qué talento... y qué motivo para tener á su
padre tanto tiempo en una angustia mortal!
--Deja tus burlas inclementes, y no me midas por la talla común. En
esos ejemplares que citas, el amor es una necesidad de lujo, y un
atractivo más el obstáculo. Nunca fuí vencido de esa debilidad; no por
virtud, sino por naturaleza, y tú no lo ignoras. No busqué el amor, él
brotó en mi pecho aprisionándome. Decreto del destino ó ley de la vida,
su esclavo soy, y no puedo ni quiero pensar en romper la cadena.
--Pues, hijo mío, arrástrala en buen hora; pero no te quejes.
--No me quejo de ella; antes bien, de flores me parecía. Quéjome del
obstáculo que me detiene en el camino que esa misma cadena me hacía
risueño y placentero.
--Pero ven acá, melenudo, llorón y mal poeta, ¿no habla nada á tu razón
la misma naturaleza del obstáculo? ¿No se te ocurre que mujer que por
tales pequeñeces te despide, no es digna de que por ella pase un mal
rato un hombre como tú?
--No se me ocurre tal cosa; y á tí debiera ocurrírsete, en cambio, que
de una mujer frívola y vana no me hubiera enamorado yo.
--Todos los Quijotes dicen lo mismo de sus Dulcineas.
--Un momento te bastó á tí para ver en Águeda cualidades muy superiores.
--Cierto... pero hay gazmoñas que tienen mucho talento, y, sin embargo,
son gazmoñas y fanáticas. Bien puede ser esa joven una de ellas.
--No hay tal fanatismo ni tal gazmoñería. El fanatismo está en tí y en
mí, que no queremos ver nada serio ni concertado, fuera de nuestras
ideas.
--¿En qué quedamos entonces?... Porque de eso que dices se desprende
que te ha convencido.
--¡Ojalá! El convencimiento que adquirí oyéndola, es harto más triste.
Me he convencido de que son irrefutables sus razones para rechazarme
por incrédulo.
--Luego estáis conformes.
--Ni podemos estarlo.
--¡El demonio que te entienda!
--Todas sus deducciones son rigorosamente lógicas. Lo falso á mis ojos;
lo santo, lo indiscutible para ella, es el principio en que se apoya, y
de donde parten todos los radios de sus ideas: los dogmas de su fe; lo
que yo necesito creer si he de volver á cruzar las puertas de aquella
casa.
--Pues insisto en lo dicho: esa tenacidad es lo que se llama
vulgarmente fanatismo.
--No: el fanatismo es ciego, irreflexivo, inconsciente; esta
resistencia es razonada, persuasiva y heróica, porque en la lucha
arriesga Águeda lo mismo que yo, y no la arredra el peligro ni la
detienen humanas contemplaciones.
--Fanatismo... ilustrado, si quieres; debilidad siempre.
--¡Extraña debilidad la que da tales alientos para luchar y vencer en
las mayores tormentas del corazón; y extraña fuerza la mía, que me
abate y enerva cuando necesito ser valiente! Si por los efectos hemos
de juzgar de las cosas, entre mi fuerza y su debilidad, cualquiera,
en mi caso, optaría por el fanatismo de Águeda. ¡Cuando menos, tiene
grandeza!
--Pues hazte fanático. ¿Quién te lo impide?... ¡Y á fe que sería,
como ahora se dice, noticia _de sensación_ para tus conmilitones del
racionalismo!
--Ni lo grave de mi situación se presta á tus bromas, ni con ellas
has de conseguir tu propósito de disfrazar más hondos sentimientos.
Déjalas, pues, á un lado, y dime, si lo sabes, cómo se vence en esta
batalla, perdida hoy para tu hijo, ó cómo, en el desastre, se salva...
siquiera la vida.
--¡Niño, niño! --exclamó aquí el doctor, hundiendo su mirada hasta
lo más escondido de la mente de Fernando--. ¡Eso no se dice, ni en
chanza!... ¡La vida vale mucho á tu edad para arriesgarla en juegos de
esa especie!
--¿Juego llamas á esto?
--¡Juego lo llamo, y juego es todo aquello en que toma cartas esa
víscera tan traída y tan llevada en las comedias del mundo! Y ahora
añado que por serio y complicado que el juego llegue á ser, debe ganar
siempre la cabeza, aunque sea con trampas de mala ley... ¡Muérase el
demonio!... ¡Pero tú, hijo mío!... Vamos á ver, ¿qué proyectos son los
tuyos para salir del negro trance?... Descúbrelos y examinémoslos con
calma.
--Estoy resuelto á estudiar hasta el fondo de esa cuestión pavorosa;
quiero descomponerla fibra á fibra y saborearla gota á gota, sin odios
ni prevenciones de escuela.
--¿Quieres hallar así la fe que te falta para llegar hasta Águeda?
--Ó el convencimiento pleno de que no me queda la más remota esperanza
de vencer en esta lucha terrible.
--¡Empresa es!
--Pero me hallo en este instante como el que abre los ojos en medio de
un desierto sin orillas: no sé hacia dónde dar el primer paso.
--Lo comprendo.
--Pero tú conociste á tu madre. Era piadosa, según mis noticias. Debió
enseñarte á rezar; hablarte de Dios... á su modo.
--Hablábame, en efecto, muy á menudo, de esas cosas.
--Dicen que «esas cosas» y otras semejantes, son á manera de semilla
que, aunque olvidada en esa edad, fructifica profusamente en cualquiera
otra de la vida, si se la busca y se la cuida con esmero.
--Eso dicen también.
--¡Pues ni esa olvidada semilla encuentro yo entre los escombros de
mis recuerdos! No hubo una mano benéfica y previsora que la arrojara
sobre la aridez de mi infancia. ¡Mira si es grande mi desdicha en este
momento!
El doctor frunció el entrecejo, se pasó la mano por la barba, y
preguntó secamente á su hijo:
--¿Me lo dices para reconvenirme con ello?
--Quiero que te vayas penetrando poco á poco de la gravedad del trance
en que me veo. Sabes cómo pasó mi niñez; cómo entré en la juventud; qué
vientos me empujaron; en qué moldes se fundieron mis ideas, y cuáles
son éstas.
--Enemigos irreconciliables de las que vas buscando ahora.
--Pero con la desdichada circunstancia de que mientras yo me hallo á
ciegas y atado de pies y manos, ese enemigo me asedia y me acomete, y
no puedo retroceder ni defenderme.
--¿Y qué deseas por de pronto?
--Que me guíes y me ayudes.
--¡Guiarte yo!... Hijo de mi alma, ¡á buena parte vienes! _Dum cæcus
cæcum ducit_... ya lo sabes: al hoyo los dos.
--Si no puedes darme luz, dame aliento siquiera.
--Te daré, hijo, hasta la vida, si te hace al caso... Pero dime en qué
forma he de alentarte. Explícate.
--Respóndeme con la franqueza y lealtad con que yo te hablo. ¿Sientes
el mismo entusiasmo que sentías en otro tiempo por el triunfo de tus
ideas?
--Pues con franqueza y con lealtad, Fernando: hace mucho que esas ideas
y las otras ideas me tienen completamente sin cuidado.
--¿Y consiste esa indiferencia en que se hayan modificado tus opiniones
con la edad, ó en el apartamiento en que vives de las luchas?
--En un poco de cada causa... y en otras más... Lo que me sucede en
mi soledad, cuando vuelvo los ojos al agitado campo de las ideas, es
que algunas veces me parecen locos los sabios militantes... lo mismo
que los actores de una comedia vista de lejos: no percibo más que
los manoteos, las zancadas y las contorsiones... ¡ni un escrúpulo de
substancia!
--¿Cómo se explica entonces el calor con que aplaudiste mis dos últimas
campañas?
--De un modo muy sencillo: teniendo presente que mi indiferencia por
las ideas no me quita el entusiasmo que siempre he tenido por todo
lo que sobresale de la talla vulgar. Te ví sobresaliente, y eres mi
hijo... ¡figúrate si te aplaudiría con todo mi corazón!
--¿De manera que lo mismo me hubieras aplaudido en el campo contrario?
--Probablemente. La tolerancia es mi bandera.
--No le has guardado siempre la mayor fidelidad.
--Se la guardo desde que la plegué.
--¡Eso sí que es raro!
--No podía guardársela cuando peleaba por ella.
--Más raro todavía, y absurdo.
--El absurdo está, Fernando, en escribir la palabra _tolerancia_ en una
bandera de combate, como se había escrito en la que yo elegí, no por
el lema, sino por los soldados que peleaban debajo de ella. Tolerancia
y lucha son dos ideas incompatibles. He aquí por qué no he sido yo
tolerante hasta que he dejado de ser batallador; es decir, hasta que he
cesado en mi empeño de _imponer_ mis ideas de _tolerancia_ á los demás.
--¿Y por qué invocaron ese lema los que alzaron la bandera antes que tú?
--Por contraposición á la _intolerancia_ del enemigo.
--Siquiera, ese es franco.
--Ya se ve que sí.
--En substancia: tú nunca has tenido gran fe en los principios
filosóficos que has proclamado.
--Hombre... puede que no.
--¡Me asombra la serenidad con que lo declaras!
--Sin embargo, no hay pizca de cinismo en ello; y te lo voy á
demostrar. Dos hombres riñen en una calle, por una futesa... por una
palabra anfibológica, hinchada y sesquipedal. Pasa un tercero, oye la
disputa, se acerca y se para; y desde luégo se pone con sus simpatías
de parte de uno de los contendientes: tal vez porque grita más, y
porque es bello y elegante, al paso que el otro tiene la ropa mal
hecha, es feo y nada agradable de voz. No le importa un rábano lo que
allí sucede; mas el contagio de la ira le arrastra, y la pasión le
inclina hacia el contendiente preferido; pónese á su lado, y ayúdale
contra el otro; pero con tal decisión y entusiasmo, que arriesgara en
el trance hasta la vida, si fuera preciso. Acábase la contienda...
por supuesto, por cansancio, no porque la verdad haya brotado del
choque de los argumentos; sigue el intruso su camino; vásele pasando
la sobrexcitación poco á poco; vuélvese á casa; y cuando se halla
completamente tranquilo y en reposo, medita en lo que ha hecho, y se
asombra de los gritos que dió, de los improperios que lanzó sobre el
contrario, y de la desazón que le costó una contienda á la que no fué
llamado, por una palabra que ninguno de los tres entendía, y que, aun
cuando hubieran llegado á interpretarla en su verdadero sentido, ni la
humanidad, ni el pueblo, ni el barrio en que pasó la escena, ni los
tres personajes de ella, hubieran ganado con el triunfo el canto de
un maravedí. Pues bien, Fernando: yo he sido ese tercero en todas las
disputas filosóficas en que me has visto. Después me he asombrado del
calor con que tomaba cuestiones de pura fantasmagoría.
--Y ese después ¿se remonta muy allá?
--Quizás penetra un tantico en el campo mismo de mis batallas.
--Pues esa declaración, que yo iba buscando, envuelve un gravísimo
cargo contra tí.
--¡Un cargo contra mí!... Y ¿quién puede hacérmele?
--Yo.
--Á ver...
--Cuando entré á luchar en el campo de tus proezas, ya andabas tú
riéndote de ellas.
--Poco menos.
--Sin embargo, no me lo advertiste.
--¿Por qué y para qué? ¿No eras libre? ¿No elegiste el terreno más de
tu agrado?
--Le elegí porque era el tuyo; porque te tomé por modelo. Te ví colmado
de aplausos y de coronas; creí en la sinceridad de tu entusiasmo, y
en él me inspiré. Pero tú, por la educación que recibiste de niño,
acaso comenzaste la lucha con dudas y remordimientos; yo tomé el punto
donde tú le dejaste; y con fe en la solidez del cimiento, levantéme
hasta donde ahora me hallo, como pájaro con sus alas, sin vértigos ni
vacilaciones. Tal cual me ves, obra tuya soy. Ya que no me des la luz
que busco, préstame siquiera tus desencantos para que yo socave con
ellos la fortaleza de este exclusivismo filosófico que absorbe toda mi
inteligencia.
--Me harías reir, Fernando, si no me diera compasión el estado en
que se halla tu espíritu. Te elevas, según me dices, en alas de mis
laureles al punto que ambicionabas, y me lo imputas como grave delito;
consideras inexpugnable el castillo de tus ideas, y al mismo tiempo
pretendes que se rinda á los alfilerazos de una dama, con el auxilio
de cuatro burlas mías, más ó menos sazonadas. ¿En qué quedamos? Ó te
crees invencible, ó no, en tus posiciones. Si lo primero, ¿qué puedes
reprocharme, en buena justicia, á mí que te dí esa fuerza? Si lo
segundo, pásate desde luégo al enemigo, y buen provecho te haga.
--Pudiera reprocharte el descuido de no haberme enseñado ciertas
cuestiones más que por una cara.
--Y ¿qué ha hecho tu razón libérrima que no les ha buscado la otra?
--La razón se apasiona, como tú has demostrado muy bien en el ejemplo
que citaste; y en fuerza de andar siempre en un carril, á él se
acomoda, y con dificultad se aviene á otro sendero. El espíritu de
bandera propende á mirar al enemigo por el lado más desfavorable ó
más débil. ¿No puede haberme sucedido á mí algo de esto en la doble
ceguedad de mi entusiasmo y de mi educación irreligiosa y descuidada?
Esto es lo que quiero ver; y para lograrlo, estoy resuelto á quemar
hasta el último cartucho.
--Quema, hijo mío, hasta la cartuchera cuando llegue el caso, si con
ese recurso sales de apuros; pero, por de pronto, desciende del volcán
de tu fantasía al frío de la realidad, y empecemos por llamar las cosas
por sus nombres. Lo que aquí sucede es que te enamoraste de una dama;
que esta dama se enamoró de tí; que, á pesar de ello, te rechazó en
cuanto supo que eras un hereje, digno de tu casta; que te impone su
ortodoxia como condición de avenencia, y que tú no puedes creer esas
cosas, ni fingir que las crees, ni renunciar á la dama... ¿No es esto?
--Precisamente.
--Ocurre también que tú eres vehemente y testarudo, y estás poco
avezado á contrariedades; por lo cual quieres poseer inmediatamente
el poderoso talismán que ha de abrirte las encantadas puertas, y que
ya andas en su busca con el mismo afán con que estarías arrimando las
espaldas á los Picos de Europa para derrumbar la gigante cordillera, si
tal hubiera sido la condición impuesta.
--Supongamos que no te equivocas... ¿Y qué?
--Que tu empresa es superior á las fuerzas humanas, y que no tengo
noticia de que en estas regiones habiten hadas benéficas, como aquéllas
que sacaban de apuros idénticos á los honradotes orientales de las _Mil
y una noches_.
--¿Es decir, que me niegas tu auxilio?
--Te le daría, por ahora, en un consejo; en el único que aquí cuadra,
si fueras capaz de recibirle en lo que vale. Te diría: reserva las
fuerzas que has de malgastar luchando contra un imposible, para vencer
con ellas esa pasión insensata. Éste es tu negocio... y también tu
deber.
--¡Consejo digno de quien no ve en el corazón humano más que una
víscera con determinadas funciones mecánicas!
Esto dijo Fernando levantándose desesperado y saliendo de la estancia.
Y no tuvo la entrevista otro resultado, si no se cuenta como tal la
puñalada que sintió en la consabida víscera el doctor con las últimas
palabras de su hijo, cuyos dolores estaban quitándole á él la vida.
[Ilustración]


[Ilustración]
XVI
RAYAR EN EL AGUA

No daba el doctor Peñarrubia dos adarmes de peso á los motivos de la
angustia de Fernando; pero no desconocía que el grano de pólvora que
inflamado al aire libre no mueve una paja, oprimido entre obstáculos
levanta una roca. Aun suponiendo en Águeda todos los atractivos
imaginables, su amor, con obstáculos y todo, no podía causar estragos
en un pecho avezado á esa clase de impresiones y abierto al aire
libre de las vulgares y corrientes peripecias de la vida galante.
Pero en Fernando, el mismo caso ofrecía muy graves peligros. Era,
por naturaleza, lo que comúnmente se llama _juicioso_; es decir,
reflexivo, incapaz de encariñarse, y mucho menos de entusiasmarse, con
aficiones pasajeras ni con frivolidades pueriles. Podía equivocarse
en la elección de una senda; pero se equivocaba en buena ley, es
decir, poniendo en sus meditaciones, antes de decidirse, cuanto cabía
en su discurso. Así era entusiasta sin dejar de ser frío. El caudal
de sus ideas, buenas ó malas, le formaba adquiriéndolas poco á poco y
saboreándolas; y una vez pertrechado de esta suerte, iba hasta el fin
de sus proyectos sin arredrarle los peligros, que antes le enardecían
cuanto más inesperados eran y mayores.
Tenía su padre bien conocidas y comprobadas éstas y otras análogas
condiciones de carácter; y he aquí por qué, no obstante la pequeñez
real del motivo, en opinión del doctor, andaba éste sin hora de
sosiego, aunque cosa muy distinta aparentaban sus zumbas de dientes
afuera.
Muchas veces intentó reanudar la conversación tan bruscamente
interrumpida por Fernando, á quien no perdía de vista un momento. No
lo pudo lograr. Desde que el mozo se convenció de que en su padre no
había lo que él necesitaba para salir del ahogo, todo lo esperaba del
aislamiento y de la meditación. Pero tardó dos días en recobrar el
equilibrio de sus ideas, y cerca de tres en ser dueño de toda la fuerza
de su discurso. Probóla en la contemplación de sí mismo, y vió que la
borrasca había pasado; pero que quedaban los estragos de ella. Los
examinó con serenidad, y le parecieron enormes. Había que proceder
inmediatamente á su remedio; es decir, á ver qué podía alcanzarse del
único conocido.
Entre tanto, andaba el doctor esparciendo las nieblas de su ánimo con
las brisas, el silencio y la fragancia de sus arboledas.
Fernando extendió, como si dijéramos, sobre la mesa junto á la cual
se sentaba en su habitación, todo el caudal de sus recursos para la
empresa que iba á acometer.
La fe católica, según él la había estudiado y combatido, le ofrecía el
siguiente cuadro: Una nube de curas ignorantes y egoístas, socavando
la sociedad por el agujero del confesonario y con la fábula del
purgatorio. Otra nube de frailes groseros, holgazanes, comilones y
lascivos, saqueando los hogares, perturbando la paz y mancillando el
honor de las familias. Otra nube de jesuitas ambiciosos, intrigantes
y envenenadores, corruptores de las conciencias y opresores de los
Estados; una gusanera de monjas rebelándose contra las leyes de la
naturaleza, y cantando con voz gangosa salmos en latín contrahecho;
un tropel de beatas chismosas, haraganas y soberbias; otro rebaño
de creyentes invadiendo los templos para dar culto á su fanatismo,
y poblando á otras horas las casas de juego, los salones de baile,
la plaza de toros, los lupanares... y la Inclusa; muchos Obispos
disipando, entre los relumbrones ostentosos del cargo, parte del botín
de las rapiñas de curas y frailes; y un Papa en Roma, tres veces
coronado, sobre esplendente solio, cobrando en oro de buena ley el
perdón de todas esas iniquidades, y derrochándolo en orgías y bacanales
con la turba corrompida de los purpurados personajes de su corte. Como
ornamentos, y para la debida entonación de estas figuras palpables y de
todos los días, una mina de horrores históricos de multitud de calibres
y de otras tantas cataduras, en la cual mina entraban, por supuesto,
Juana la Papisa, Alejandro VI, la matanza de los Hugonotes, Felipe II,
María Tudor, todas las chamusquinas de la Inquisición, el Arzobispo
Carranza, Fr. Froilán Díaz, los _quemaderos_ de aquí y de allí... hasta
el «secuestro» del niño Mortara y el suplicio de Monti y Tognetti, y
cuanto sabe de carretilla el pío lector, mucho mejor que yo, y tan
bien como Fernando, que además sabía, como resumen concluyente y
arpegio arrebatador, que el «catolicismo, conjunto de estas repugnantes
indignidades, había sido negra mazmorra del entendimiento humano en
los tres últimos siglos, y aún trataba en el presente de ser rémora á
todo progreso legítimo, desvirtuando así los generosos alientos del
espíritu democrático del «Filósofo de Judea.»
Que la cosa iba bien pintada de este modo, jamás lo dudó el fogoso
sustentador de la idea nueva, puesto que salvas de aplausos y bosques
de laureles fueron, de continuo, el premio de esta lucubración y de
aquellas pinceladas.
Tampoco le faltaban pruebas de que ni en los aplausos ni en las
coronas entraba pasión de bando, ni cosa que lo pareciera. Un cura sin
licencias ni sotana, pero con manceba, gran frecuentador de los centros
en que nuestro joven peroraba, defensor impertérrito del cristianismo
sin «alto clero,» ni Papa; un aristócrata tramposo, divorciado de su
mujer y podrido por los vicios, pero sostenedor incansable de las
«prerrogativas del Altar y del Trono;» algunos _jóvenes ilustrados_,
que en pago de la honra que él les otorgaba saludándolos en público y
dejándolos acercarse á oirle cuando oficiaba de pontifical, le referían
las comedias que se veían precisados á representar, en bien de la paz
doméstica, ya comprando por un vaso de aguardiente al sacristán de la
parroquia la cédula de comunión en Semana Santa, ya asomándose cada
domingo á la puerta de la iglesia para poder decir al fanático papá de
qué color era la casulla del cura, en testimonio de que habían oído
misa; porque los pobres chicos tenían la desgracia de pertenecer á
familias estúpidas que se confesaban de cuando en cuando y oían misa
todos los días de precepto; dos distinguidas marquesas, protectoras de
quince cofradías, rezadoras infatigables, caritativas á voces; pero
que lo mismo pedían para los gastos de una novena, que para regalar
un estoque cincelado al torero de moda, y con igual empuje hendían la
masa de fieles para oir de cerca en el templo á un orador de fama,
que el tropel de locos ó borrachos en un baile de máscaras, para
dar un bromazo á _Pepe Canija_ ó á _Ñico Pulgares_, calaveras de la
aristocracia, muy dados al merodeo llano; un «honrado obrero» que tuvo
la dignidad de separarse de la «Iglesia romana,» porque el cura de su
parroquia no le admitió por padrino en un bautizo, por el único delito
de haber declarado el disidente que tenía á mucha honra no saber jota
de la doctrina cristiana, y estar á la sazón «un poco bebido;» tres
seminaristas resellados de demagogos; una dama virtuosísima que se
veía en la dura necesidad de no volver al confesonario desde que una
vez la negaron la absolución... y un sinnúmero de ejemplares por el
estilo, á cual más católico, unos con elogios, otros con declaraciones,
y todos con su conducta, demostraron á Fernando que el fustigador de
la vieja fe estaba en lo firme, y que los aplausos y los laureles
consabidos eran fiel expresión de la justicia; la voz del mundo entero
que protestaba contra la tiranía de esa _secta_, escándalo de la
civilización y oprobio de la humanidad.
Todo esto estaba bien; pero ¿en qué se parecía á Águeda ni á lo que
Águeda decía, ni al modo de conducirse de Águeda, ni á lo que en casa
de Águeda pasaba? ¿Qué datos eran los que él poseía para buscar el
primer eslabón de esa cadena infinita de testimonios, entre un cúmulo
de siglos y generaciones, enlazando, en sus múltiples rumbos, mártires
y profetas, pueblos y civilizaciones, ciencias y poesía, artes é
historia, y cuyo otro extremo, término y origen á la vez, se elevaba
hasta la mente sublime de Dios? ¿Qué libros, si es que existían dignos
de crédito, trataban de esas cosas, y dónde se hallaban?
Y nada sacaba en limpio de estas cavilaciones; y no sacándolo, ni su
incipiente escepticismo filosófico, ni el recuerdo del muy viejo de su
padre, ni sus propias impresiones adquiridas delante de la causa de sus
desvelos, eran parte á evitar que el orgullo sectario se le rebelase
y le indujese á creer que la culpa de la obscuridad no estaba en su
ceguera, sino en Águeda, que, á pesar de su talento, creía en brujas
todavía.
Con lo cual, si su razón ganaba un punto, perdían la partida sus
deseos. ¡Y vuelta á empezar, y vuelta á no salir del atolladero!
Una idea le asaltó de pronto la mente. La acogió con afán, y se
lanzó como un cohete al cuarto de estudio de su padre. Se acercó á
la librería, como el sediento á la fuente; clavó los ojos anhelantes
en aquellas apretadas filas de volúmenes de todos tamaños y colores,
y fué leyendo, uno á uno, todos los rótulos de sus tejuelos. ¡Nada
faltaba allí! Á los tratados heréticos de Arnaldo de Vilanova y Miguel
Servet, médicos entrambos, seguían los materialistas del siglo pasado,
Dupuis, Holbach, La Mettrie y Cabanis, y á éstos y á otros tales, los
positivistas contemporáneos, Comte, Littré, Stuart Mill, Bain, Herbert
Spencer y algunos más _ejusdem fúrfuris_; y en lugar preferente y más
al alcance de la mano, ostentábanse la _Antropogenia_, de Haeckel; la
_Historia del desarrollo intelectual_ y los _Conflictos_, de Draper;
_Fuerza y materia_, de Büchner; _Pensamientos sobre la muerte_, de
Feuerbach, y _La Razón pura_, de Kant, con otras _razones_ no menos al
caso, de otros tales filósofos críticos.
¡Hermoso acopio de viento para las llamas que estaban devorando al
pobre chico! ¡Ni por curiosidad había allí un libro medio ortodoxo!
Maldijo la ocurrencia de su padre, y renegó de las herejías de toda su
casta.
--¡Eso --dijo, pensando en lo grave de su empeño-- es tan imposible
como hacer una raya en el agua!
Y como, al revés de lo que dice el proverbio, por Roma iba á todas
partes, fuése con el pensamiento á Valdecines, de donde rara vez
le separaba, y con el cuerpo insensible y perezoso al retiro de su
habitación.
[Ilustración]


[Ilustración]
XVII
MAR SIN RIBERAS

Amaneció el día encapotado y brumoso. Las nubes acumuladas sobre los
más altos picos, descendían lentamente, como si las montañas tiraran de
ellas para cubrirse los pies; y así fueron arrebujándose poco á poco
en la densa envoltura, hasta desaparecer por completo debajo de ella.
Luégo comenzó á caer sobre el valle una llovizna tenue y sosegada, como
espeso rocío. Recibiéronla los prados, sedientos con el calor de la
víspera, con la fruición voluptuosa del chino que fuma su pipa cargada
de opio; hasta que, saturados de ella, como verdaderos borrachos
inclinaron la cabeza soñolientos, y fueron acostándose las verbenas
sobre el llantén, el trébol sobre las verbenas, y las centauras sobre
el trébol. Una hora después apareció, sin saberse por dónde, un
remusguillo juguetón que la emprendió con las nieblas del valle; y
soplando aquí y allá, hízolas refugiarse en la montaña; abrió por las
cimas más altas algunas rendijas en las densas veladuras; introdujo
por ellas sus rayos el sol; y, á su contacto, los dispersos jirones
blanquecinos reuniéronse en fantásticas moles, y fueron rodando monte
arriba, sobre brañas y barrancos, hasta desvanecerse detrás de las
cordilleras en el azul intenso del espacio. Entonces aparecieron los
campos como desperezándose bajo un pesado velo de perlas y diamantes;
y á medida que el sol iba bebiéndole, levantaban las flores la cabeza
y abrían el rico broche de sus perfumes, que el blando terral esparcía
por todos los ámbitos del valle, en cuyas arboledas entonaban sus
mejores cánticos los ruiseñores y los jilgueros, y brillaban aún las
trémulas cristalinas gotas de la pasada llovizna.
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