De tal palo, tal astilla - 03

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El estertor de la moribunda cesó por unos instantes; luego se oyó un
quejido profundo y angustioso, como la explosión de un gran esfuerzo.
--_¡Requiescat in pace!_ --dijo el cura.
Al mismo tiempo lanzó Águeda un grito desgarrador, y se abrazó al
cadáver de su madre. Los sollozos, hasta entonces comprimidos,
trocáronse en llanto ruidoso; moviéronse en desconcertado tropel
las figuras vivas del triste cuadro alrededor del fúnebre lecho...
y yo dejo aquí los pinceles, lector, declarando, en alivio de mi
conciencia, que ni uno solo de los tristes pormenores apuntados en este
capítulo, son de rigorosa necesidad en la presente historia. ¡Mira tú
si hemos perdido el tiempo!
[Ilustración]


[Ilustración]
III
EL SOBRINO DE SU TÍO

Macabeo pasó la noche como un perro fiel á la vera de su amo. Ni
siquiera se acercó á la lumbre para secar su ropa, ni se acordó de que
no había cenado, ni el cansancio de la pasada caminata le pidió su
medicina de sueño. La agonía de la señora, el dolor de sus hijas y el
intento de servir de algo en aquéllas tan largas horas de desconsuelo,
le absorbían la atención, y lloró como chiquillo cuando los lamentos
de las huérfanas y de los criados le hicieron saber que el temido
infortunio se había consumado. Después hincó sus rodillas en el duro
suelo, y oró por el alma que estaba ya en presencia de Dios.
Calentaban los rayos del sol cuando el doctor bajó al portal con las
polainas ceñidas y las espuelas calzadas; y ya Macabeo le aguardaba con
el garrote en la mano, el caballo ensillado y el capote sobre el arzón.
Con el desvelo y las lágrimas vertidas, tenía el pobre hombre los ojos
como puños.
El doctor le miró con interés; y conociendo por las señales lo
mucho que había padecido y lo poco que había descansado, dióle unas
palmaditas en el hombro, y le dijo entre grave y chancero:
--Lo dicho, Macabeo: no sabes tú mismo lo que vales.
--¡Ni me lo miente, señor! --respondió Macabeo--; que cuando anoche
andábamos en esas y otras tales, la señora estaba, aunque mal, entre
los vivos; ¡mientras que á la presente!... Conque ¡arriba con el
cuerpo, antes que el calor apriete!
Dijo esto asiendo con una mano el bocado del jamelgo, y con la otra el
estribo del mismo lado, para que montara el doctor, y hasta creo que
para que no le viera éste hacer pucheros.
Montó el doctor; y al ver que Macabeo se disponía á acompañarle,
prohibióselo terminantemente.
--No lo consiento, amigo --le dijo--. Ni te necesito, ni aunque te
necesitara lo consentiría.
--Tengo orden de acompañar á usté --insistió Macabeo.
--Y yo dispongo --replicó el otro-- que descanses de las fatigas de
esta noche. Conque lo dicho, y daca la mano.
--¿Para qué, señor?
--Para que la estreche la mía... Vamos, hombre; y cuenta que no lo hago
con todo el mundo.
Como Macabeo vacilase, añadió el doctor sonriendo:
--Te aseguro que no quema, ni huele á azufre.
Atrevióse Macabeo, y dijo, mientras cruzaba su mano callosa y morena
con la fina y blanca del doctor:
--¡No iba yo tan allá con el recelo, caráspitis! sino que bien sabe
Dios que más certera la hubiera querido yo anoche.
--También yo, buen Macabeo; pero el trance era apurado, y yo llegué muy
tarde. Ahora, ábreme la portalada; y hasta la vista.
--¡No quiera Dios que con igual motivo sea! --murmuró Macabeo,
dirigiéndose á complacer al doctor.
Salió después á la calle para indicar á éste la dirección que debía
seguir para llegar sin extravío al camino de la sierra.
Apenas el doctor se perdió de vista, después de doblar el ángulo de una
calleja entoldada de bardales, apareció en ella un muchachón alto y
desgarbado, con los labios muy gruesos, las cejas espesas y corridas,
la tez morena, los pies anchos, planos y en escuadra, las piernas
largas y desmadejadas, y cargado de hombros. Vestía traje de buen
género, no mal hecho, pero muy mal colocado. Por el garrote que llevaba
en la mano, lo sucio de sus zapatos, lo reluciente del rostro y el
andar inseguro y despeado, se conocía que traía hecha larga jornada.
Reparó en él Macabeo, y exclamó dando un garrotazo en los morrillos de
la calleja:
--Esto sólo me faltaba hoy, ¡caráspitis!... ¡Si lo digo yo! cuando el
año está de piojos, no hay que mudar la camisa.
--¡Hola, Macabeo! --gritó al mismo tiempo el caminante, blandiendo el
palo sobre la cabeza--. Acá estamos todos y ¡viva Valdecines! ¡Dios!
--¡Mal rayo te parta, animal de bellota! --murmuró Macabeo; y luégo
dijo en alta voz--: El demonio me lleve si me acordaba más de tí que de
la hora en que me han de enterrar.
--Se estima el aprecio, hombre --respondió el otro, ya junto á Macabeo,
con su voz cencerruna.
--Pues mira, Bastián: naide te espera en el pueblo.
--Lo sé; pero yo he venido porque quería venir, ¡Dios! y el que no me
vea de buen ojo, que le cierre.
--¿Dónde has pasado la noche?
--En Perojales, tan guapamente. Caía la tarde cuando llegué; amenazaba
el trueno, y díjeme «no paso la hoz.» Narices tuve, porque aquello fué
de lo poco que se ha visto.
--¡Qué lástima, hombre!
--¿De qué, Macabeo?
--De que te hubiera cogido la tormenta en aquella santimperie.
--Eso digo yo. Una desgracia sucede en un credo; y luégo... ¡Dios!...
esta mañana madrugué, y aquí me tienes.
--¿Á pie has venido?
--Desde el tren, tan guapamente. El ahorro me sirvió para el pienso de
anoche, y aún me queda grano... para lo que yo me sé.
--¡Y también yo, caráspitis!... ¿Por qué no pasaste la hoz?
--¡Otra te pego!... ¿No te lo he dicho?... Porque olí la quema.
--¡Por vida de la nariz!... Pues mira, Bastián: tu tío no te espera.
--De voto de mi tío, no saldría yo de Santander hasta que pudiera
entrar en Valdecines hecho un caballero. ¡Mira tú si es fantesía de
hombre!... Conque, ya hablaremos, que me voy á verle.
--¿Á quién?
--Á mi tío.
--No está en su casa.
--¿Pues en dónde está?
--Aquí.
--Entonces, subiré...
--No se le puede ver ahora.
--¿Por qué?
--Porque... Pero, alma de cántaro, ¿tú no sabes lo que pasa?
--Ni pizca, Macabeo.
--¿No has oído las campanas?
--Sí que las he oído; pero, la verdá, no se me ha ocurrido preguntar
por quién era el toque. ¿Quién se murió, Macabeo?
--Doña Marta.
--¡Dios! ¿Cuándo?
--Anoche.
--¡Dios! ¿Y de qué, hombre?
--¿Y á tí qué te importa?
--Es de razón, Macabeo: maldito lo qué.
--¡Conque figúrate la falta que haces acá, Bastián!
--Más de lo que tú piensas, Macabeo.
--La de los perros en misa... Vuélvete, Bastián, por donde has
venido... ¡cuando yo te lo aconsejo!...
--Hombre, y á tí ¿qué te va ni qué te viene con que yo me vaya ó me
quede? ¡Pues me he dado flojo trote desde ayer para que, sin más
ni más, tome el consejo tuyo!... ¡Dios! ¡Vaya con el consejero de
chanfaina!
--Miro por tí, Bastián... Y por último --añadió Macabeo en un cambio
súbito de humor--, ¡que te quedes ó te marches, ó te parta un rayo por
el medio, no se me importa una alubia!
Esto dijo, y se encaminó á la portalada, aunque no llegó á abrirla. En
cuanto á Bastián, se encogió de hombros por toda despedida de Macabeo,
y echó calle abajo. Pasó luégo por otras, también formadas por tapias
de huertos y _solares_, cuáles revestidas de hiedra, cuáles exhalando
la fragancia delicadísima de la ya florida madreselva; atravesó dos
corraladas abiertas; ladráronle otros tantos perros, y entró, por
último, en una casa que no era la de su tío.
Macabeo, que le había seguido con la vista desde lejos, exclamó
entonces, hiriendo otra vez el suelo con su garrote:
--¡Caráspitis!... ¿No lo dije? ¡Anda, perro... gandul!... Pero no
tienes tú la culpa, sino la... ¡Si no fuera por respeto á lo que está
pasando aquí, y á lo mucho que me duele!... ¡Caráspitis, recaráspitis!
Y así entró en el corral, apaleando las piedras, y cerró los portones
con estrépito.
[Ilustración]


[Ilustración]
IV
LA RAZA

Decían las gentes de Perojales que los Peñarrubia eran como los
vencejos: aparecía uno, arreglaba el nido, formaba una familia y
desaparecía con ella, sin saberse adónde ni por qué. Al cabo de los
tiempos, volvía un nuevo Peñarrubia, restauraba el caserón de abolengo
y etc., etc. Así hasta nuestro doctor.
Todos los Peñarrubia, según la tradición perojaleña, parecían fundidos
en un mismo troquel. Todos eran misteriosos, huraños, poco afectos á la
tierra nativa, y señaladamente irreligiosos. Esta cualidad era la que
podía llamarse, como ninguna de las otras, el sello de raza. De manera
que no tenían número las horrendas historias y los pavorosos relatos
que, á propósito de la insigne familia, pasaban de padres á hijos
entre el vulgo del país, gente sencilla y cristiana, y, por contera,
suspicaz y maliciosa.
Apenas hay aldea en la Montaña que no tenga su _Casa_ correspondiente;
casa infanzona y de prosapia, no siempre rica, pero muy á menudo tan
rica como empingorotada. Esa casa pertenece al pueblo, como el _son_ de
las campanas de la iglesia, como la fama de ciertos frutos peculiares
á su suelo, la de la altura del monte comunal, ó la de las truchas
del río; y no porque provee de pan á los menesterosos, de consejos á
los atribulados, de cartas á los que se van, de padrinos á casi todos
los recién nacidos, y hasta de materia de difamación á los ingratos y
malévolos; sino por cuestión de vanidad. Que diga un montañés: «¡Los
Cuales de mi pueblo! ¡Gran casa, gente de lustre, de mucha hacienda
y de buena entraña!» No faltará quien replique, royendo la colilla y
echándose sobre el palo: «No diré que no; pero ¡cuidado con los Tales
de mi lugar! Nada les debo, la verdad sea dicha; pero, sin ofensa de
nadie, donde está esa casa, que no alce ninguna la chimenea. En punto
á posibles y señorío, reyes pueden entroncar con ella, y saldrán muy
honrados.»
Pues Perojales es la excepción de esta regla: «¡Los Peñarrubia! --dicen
allí--. ¡El demonio que cargue con todos ellos! Ni un canto les deben
estas callejas, ni un maquilero de borona los necesitados, ni una
cabezada el nombre de Dios, ni los buenos días los hombres de bien. Si
ese palación se arrasara, los males de este lugar daban fin y remate.»
Sobre lo que haya de disculpable en este deseo, y de cierto en
los corrientes relatos, no he de hablar yo aquí una palabra. Mi
jurisdicción no alcanza más allá de los Peñarrubia de mi cuento, y de
ellos voy á tratar sin nuevas digresiones.
El padre del doctor á quien conocemos, llegó al caserón solariego en lo
más crudo de una invernada que dejó nombre en los fastos montañeses.
Acompañábanle su señora, muy próxima á dar á luz el primer fruto de su
matrimonio; un médico viejo, y la necesaria servidumbre. Según unos,
venía de las Indias; según otros, del infierno; y esta opinión fué
la más aceptada, teniéndose en cuenta que los señores entraron en el
pueblo entre rayos y centellas, y pisando una capa de nieve de media
vara de espesor.
Á los pocos días llamó el señor al párroco para advertirle que por
la tarde le enviaría su hijo primogénito, recién nacido, para que le
bautizara. Serían padrinos el médico de la familia y la Iglesia. Se le
pondrían los nombres de Augusto, César, Juan, Jacobo y Martín.
Así se hizo. Una sirvienta llevó el niño debajo del chal, y el médico
la acompañó. Pagó éste los seis reales justos de derechos del cura,
y dió cuatro cuartos á los muchachos ayudantes. Sentóse la partida
de bautismo en los libros parroquiales; recogió el padrino una
certificación de ella; pagóla según rezaba el arancel, ni ochavo más,
ni ochavo menos; y agur del alma.
Mientras la señora se reponía, su marido, como si en ello cumpliera un
precepto tradicional en los de su casta, hizo algunas reparaciones en
las entrañas del caserón, no costosas ni de buena gana; y transcurrido
un mes, desapareció la familia Peñarrubia con todos sus sirvientes y
adherentes, cerrando los portones, que no habían de volver á abrirse en
muchos años.
Nuevos comentarios: si se los llevó el demonio, ó si se fueron á
ejercer por el mundo sus malas artes. Á mí me toca poner en claro la
duda.
El misterioso personaje venía, en efecto, del otro mundo, cuando
apareció en su pueblo natal. Había ido á Méjico con una comisión
oficial, tan honorífica como lucrativa; y allí se casó con una
mejicana. Era ésta, como casi todas las de por allá, muy devota y muy
indolente; pero tenía buena dote; y su novio, de anchas tragaderas en
materias religiosas, puso enfrente de ambos defectos (que á sus ojos
eran á cual más gordo) la virtud de las sonoras _macuquinas_ de la
dote, y halló que se podía vivir en tan mala compañía con tan buenas
protectoras. En cuanto notó síntomas de primogenitura, activó las hasta
entonces descuidadas comisiones, y se trajo á España la mujer y las
talegas de su dote. Detúvose en Madrid el tiempo necesario, y vínose á
la Montaña con el intento que le hemos visto realizar.
Cuando dejó su casa solariega, volvió á Madrid. Allí se estableció
definitiva y ostentosamente, á expensas de lo propio y de lo aportado
al matrimonio por la mejicana. Á decir verdad, las rentas de todo
ello no alcanzaban á sostener el lujo de que se rodeó el vanidoso
Peñarrubia; y hubo que comer de la olla grande, como dicen en mi tierra.
En medio de este fausto corrieron los primeros años de la vida de
nuestro doctor.
Como la mejicana era devota, cuidaba de enseñar al rapazuelo piadosas
leyendas y muchas oraciones; mandábale á la iglesia, y le cargaba de
medallas y escapularios. Pero como también era indolente, no hacía
maldito el caso de la doctrina que le imbuían el cochero, el ayuda
de cámara, los marmitones y toda la legión de tunos que pululaban en
aquella casa al amparo de la vanidad de su marido y de su propia
dejadez.
Corrieron cinco años más, y con ellos lo mejor del caudal de la
mejicana, que acabó por morirse, sin poder incomodarse con los
despilfarros de su marido y las crecientes rebeldías del primogénito,
muchacho, á la sazón, de diez años, sin conocer todavía la O, aunque le
sobraba despejo natural.
No sé si por el bien de éste ó por librarse su padre del único cuidado
que sobre sí tenía, púsole bajo la férula de un instructor de su gusto,
con encargo de que, por de pronto, le domara, y después le enseñara lo
que mejor le pareciese, ajustándose en lo posible á las inclinaciones
libérrimas del educando.
Pronto conoció el joven Peñarrubia que eran inútiles sus protestas
contra la esclavitud á que se le había sometido. Hallábase, como potro
cerril, entre la espuela del padre y el freno del preceptor, y bajo el
peso de cinco asignaturas. No podía moverse sin sentir, ó el hierro que
le espoleaba, ó el hierro que le detenía. Resolvióse á llevar la carga
del mejor modo posible, y acabó por aficionarse á ella. Estaba domado,
y se le puso en libertad completa. Así pudo tomar en el campo de la
enseñanza el rumbo más de su agrado.
Dicho se está con ello que se lanzó, con los bríos de la juventud,
á lo nuevo y á lo cómodo, poniendo todo su empeño en romper trabas,
en salvar obstáculos á la carrera y en desembarazar de estorbos á su
razón y á sus pasiones, que se llevaban como la uña y la carne, aunque
á él no le parecía así. Talento investigador y práctico, dióse á las
ciencias físicas, y comenzó á escarbar en todas, atento sólo, como
trapero en su oficio, á acumular en el cesto de su memoria cuanto
coloreaba y relucía, lo mismo el trapo sucio, que el metal sospechoso,
que el oro fino.
Con este acopio en las alforjas, sin escogerle ni depurarle, ingresó en
la escuela de Medicina, adonde le llamaban sus aficiones, y no tardó en
distinguirse entre todos sus camaradas de carrera por sus atrevimientos
científicos, con más que puntas y ribetes de materialistas. Por
entonces le asaltaron las mientes los recuerdos de aquellos poéticos
relatos de su madre sobre la vida futura y los milagros de la fe,
cosas tan opuestas á las _verdades_ que el dedo de la ciencia le iba
señalando en las páginas que devoraba con creciente avidez; y sin
detenerse á considerar si aquellas pequeñeces infantiles y candorosas
eran el rayo tibio de la aurora, cuyo otro extremo llega hasta el sol,
foco de la luz y del calor del mundo, y pálido reflejo y hechura de
otra Luz más grande; si con esta Luz por guía y aquel rayo por senda
se podría llegar á ver las cosas al revés de como él las contemplaba,
ó, por lo menos, en perfecta conformidad las unas con las otras, arrojó
de su memoria con burlesco desdén los candorosos recuerdos que, aunque
de flores, parecíanle trabas puestas á su razón soberana, y se entregó
por entero á la manía que á la sazón le subyugaba en el terreno de
sus investigaciones. Esta manía era buscar el alma, ó el punto de
su residencia, ó siquiera sus huellas, en el cuerpo humano; y no,
ciertamente, porque le atormentase la sospecha de que en el suyo no
la había, sino por tener la científica satisfacción de exclamar á la
postre de sus ímprobas tareas: «¡Ven ustedes cómo todo esto es materia
pura? ¡Se convencen ustedes de que el hombre no es otra cosa que una
bestia, con mejor instinto que otras, por obra y gracia de un poco más
de fósforo en la mollera?» Por eso no salía del anfiteatro; y allí
cortaba, rajaba, pesaba y medía en los cadáveres de sus congéneres,
como el ambicioso minero en las entrañas de la tierra, buscando el
filón perdido; y luégo compraba gatos y perros, y los hacía añicos
con el bisturí, y cotejaba sus organismos con el del hombre, para
convencerse de que entre el uno y los otros no cabía el canto de una
peseta.
Cada conquista que el estudiante hacía en estas regiones, la aseguraba
en su razón con el dictamen del sabio más de su agrado; y así reunió
en poco tiempo un caudal inapreciable de atrevidas negaciones, que le
crearon una fama ruidosísima en aulas, ateneos y casinos.
En honor de la verdad, debo decir que no era Peñarrubia de los más
llevados del aura popular _á todo trance_. Gustábale como á cualquiera;
pero la quería merecida; y por merecerla, recorría y arañaba hasta los
sótanos de la ciencia heterodoxa, por cuyas lobregueces y obscuridades
llegó al extremo de sostener, á las barbas del Claustro, congregado
para ceñirle la amarilla borla, que «_el pensamiento y la voluntad son
funciones cerebrales_;» tesis que, impresa y repartida con profusión,
dió mucho que hablar á las _Revistas_ científicas, á los papeles
diarios, y algo que escribir á los tribunales de justicia; pues, por
entonces, aunque esto sucedió ayer, como quien dice, el Código penal lo
hilaba muy delgado en esas materias.
Que todo este ruido se resolvió en chaparrones de gloria para el
atrevido sustentante, no hay que decirlo. La _Escuela_ le otorgó el
diploma de sabio, y nadie se atrevió á dudar que lo fuese; nadie sino
el mismo glorificado. Porque es de saberse que un hombre que tantas
dificultades había vencido con una dialéctica bien manejada, en sus
reposadas y tranquilas meditaciones no desconocía que había algo que no
se dejaba vencer de sus armas, ni pactaba alianzas con lo fundamental
de sus teorías; algo cuya vulgaridad misma hacía más irritante la
resistencia. Este algo era el _buen sentido_, que no contento con
reprobar las conclusiones del filósofo, complacíase en hacerle
carantoñas y en remedar la voz de su conciencia para decirle, como ella
diría si Peñarrubia se hubiera decidido alguna vez á llamar las cosas
por sus nombres:
--«Hay fenómenos palpables, cuyas causas, por muy elevadas, no
penetrará jamás la razón humana. El conocimiento de esta verdad deja
al hombre subordinado á una fuerza superior é inteligente, de la cual
es hechura. Pero como el hombre debe campar por sus respetos y vivir
sin cortapisas, unos cuantos sabios y yo hemos convenido en dar por no
hecho ó no existente, cuanto no explique la razón humana, ó se oculte
á la investigación científica. No toco, no veo el alma, aunque la
siento en mí; pues la niego. No concibo al Autor de las maravillas del
universo, aunque las palpo y soy yo mismo una de ellas; pues le niego.
Me repugna declarar que existe un Creador con poder tan asombroso;
pues otorgo ese poder y esa sabiduría á la materia vil, al átomo
imponderable; es decir, á algo que yo domine y esté bajo mis plantas,
y no pueda meterse en mi conciencia para pedirme cuentas del uso que
hago de una vida perecedera y de un espíritu inmortal que he recibido,
sin saber de quién, pero que indudablemente yo no he creado.
»¡He aquí, ilustre sabio, toda tu ciencia, desbrozada del fárrago
sectario! Ahora, pavonéate con la borla, y embriágate con el incienso
de los aplausos.»
Á las cuales voces cerraba Peñarrubia los oídos, y saltaba por encima
del obstáculo, no pudiendo separarle, y continuaba caminando sin volver
los ojos atrás, para forjarse la ilusión de que no había en toda la
senda un solo guijarro en qué tropezar.
Libre, pues, de lo que llamaba el flamante doctor la _tiranía del
dogma_, y con una naturaleza agradecida y saludable, «Veamos --se dijo
un día-- lo que dura un cuerpo bien tratado».
Y con estos propósitos, esas ideas y aquellos laureles, comenzó
Peñarrubia á ejercer su profesión.
En breve le sobraron los quehaceres que ésta le daba; pues á lo popular
de su nombre, por los citados motivos, uníase la circunstancia, y no
fuera justo callarla, de que en el arte de curar pocos le igualaban y
no le aventajaba ninguno. Pudo elegir, entre lo mucho, lo mejor, y se
hizo médico de ricos. Pocas visitas y bien retribuídas; y como tenía
_cosas_ también, porque su carácter era abierto, desengañado y hasta
zumbón, logró en muy pocos años que los enfermos le visitaran á él,
siempre que les fuera posible, y, por de contado, no pasar una mala
noche, aunque le llamaran para asistir al Preste Juan de las Indias.
Los periódicos celebraban á menudo sus milagros; las Academias
científicas le abrían sus puertas de par en par; en los procesos de
ruido jamás faltaba su dictamen inapelable; y, por último, usaba
carruajes de su invención con caballos de fantasía y cocheros de Guinea.
Ya para entonces era huérfano; y del caudal de sus padres sólo llegaron
á él las rebañaduras de lo de Méjico y el solar de la Montaña;
contratiempo que no le afligió gran cosa, porque con lo del oficio
le sobraba para darse buena vida y acopiar para el invierno. No era
tentado de la codicia, ni siquiera de la vanidad. Su complexión robusta
y su carácter campechano le tenían á cubierto de todo género de
tiranías, incluso la del amor.
La única mujer que le esclavizó un tantico fué una viuda joven, á quien
asistió durante una larga, aunque no grave enfermedad. Era afable,
ingeniosa y muy linda; dejóse arrastrar dulcemente hacia ella; y
sin que pueda decirse quién amansó á quién, la viuda reclamó un día
al doctor un nombre para el primer fruto, ya en flor, de sus mutuas
simpatías. Peñarrubia no pensó llegar tan lejos en sus debilidades de
puro entretenimiento; pero no era hombre de malas entrañas, y, en buena
justicia, la reclamación de la viuda era pertinentísima. Declarólo así,
y amparó á la querellante con su nombre, llevándosela á su casa después
de formalizado el matrimonio.
No fué la cruz de éste muy pesada para el doctor; pues, con toda su
ciencia, no logró averiguar si fué viudo antes que padre: ¡tan unidos
anduvieron el suceso feliz y el desgraciado!
Lo que vino al mundo al salir de él la infortunada compañera de
Peñarrubia, fué un niño, á quien se puso el nombre de Fernando. Una
alcarreña le amamantó; luego le zagaleó un muchacho, y un mozo de pelo
en pecho le acompañó después en sus juegos y travesuras. Su padre le
curaba las indigestiones y le prescribía el régimen que más le convenía
para ser robusto y fuerte; y como á la edad en que á otros niños se
les enseña el «¿quién es Dios?» ya estaba él cansado de _saber_ que
no existía, no tuvo que preocuparse lo más mínimo con _esas cosas_
que cuentan á los rapaces las dueñas _impertinentes_ y las madres
_aprensivas_.
El ejemplo del padre forma el modo de ser de los hijos: lo que éstos
ven, siendo niños, en el hogar, eso hacen en el mundo cuando hombres;
porque lo que piensa, lo que dice y lo que hace un padre, siempre es
lo mejor en concepto del hijo que á su lado crece, mayormente si lo
que piensa, lo que dice y lo que hace el uno, halaga los instintos
irreflexivos del otro.
Quiero decir que al modelo de su padre se ajustó Fernando cuando llegó
la hora de dejar de ser niño y comenzar á ser hombre, con la ventaja
de haber pasado éste como una seda por angosturas en que aquél se vió
á punto de salir desollado. Y así tenía que suceder por la lógica
irresistible de los hechos. En el doctor germinaban de vez en cuando,
entre los recuerdos de su infancia, las enseñanzas de su madre; en
la memoria de Fernando no había semillas de esa especie: nada podía
brotar allí en daño de otro cultivo; lo que en el padre fueron dudas,
en el hijo negaciones terminantes. Éste tomó las cosas donde y como el
otro las dejó hechas, no sin fatigas y desvelos. El padre construyó la
senda; el hijo no tuvo más que caminar sobre ella. Hallábase en aquel
terreno como el pez en el agua, convencido de que en otro elemento
no se podía vivir. Como no tuvo dudas, no estudió las cuestiones más
que por una cara: la de sus simpatías; y así, sin obstáculos ni
contradicciones que le detuvieran, antes bien, aguijoneado por el
estímulo de los aplausos que nunca faltan á los atrevidos, si por
contera son _brillantes_, como Fernando, llegó éste á ser en Madrid una
de las glorias militantes de la secta que preparó en España el actual
desbarajustado filosofismo que tanta saliva ha costado, y ha de costar,
sin que sus propios adeptos se convenzan de que bien pudiera estudiarse
á fondo lo de casa antes de proclamar como inconcuso lo de fuera. Pero
es achaque muy viejo en el libre examen el empeño de contradecirse, no
examinando sino lo de su gusto.
Una cuestión de etiqueta separó al doctor Peñarrubia del cuerpo
profesional á que pertenecía en la Escuela; otro asunto de parecido
género, relacionado con ella, fué causa de que se decidiera á ahorcar
los libros y retirarse á vivir tranquilamente á expensas de lo
ahorrado. La prensa, metiéndose, como siempre, en todo lo que no le
importa, empezando por lamentarse del suceso, en nombre de la doliente
humanidad y de la gloria de la ciencia, concluyó por llamarle ingrato,
y hasta por poner en duda el derecho con que un hombre semejante hacía
lo que le daba la gana. Pero el doctor supo reirse grandemente, así de
los sahumerios como de las reconvenciones de esa oficiosa intercesora;
y aprovechó los días en que el debate se hallaba en su grado máximo,
para hacer un viaje á la Montaña y visitar su casa solariega. Le
encantó el país, no le disgustó el solar, vió que podía realizarse allí
el proyecto que tenía meditado, y se volvió á Madrid para liquidar sus
cuentas con el mundo á que hasta entonces había pertenecido.
Pocos meses después, y bien pertrechado de cuanto un hombre de sus
necesidades podía apetecer en la soledad, se estableció en la Montaña
con el firme propósito de no salir de ella jamás.
Desde aquel rincón del mundo fué siguiendo paso á paso los de su hijo
en la carrera que éste emprendió al dar él por terminada la suya. ¡Con
qué ansia aguardaba en cada año el verano para abrazar al estudiante
y tenerle algunos meses á su lado! Desde que había arrojado de sí el
amor á la gloria, todo su corazón le ocupaba Fernando. ¡Con qué avidez
observó las primeras evoluciones de su talento en el espacio de las
ideas! ¡Con qué orgullo le veía más tarde batir las alas y cernerse
descuidado en la región de las tempestades! Lo que no aseguraré es
si al doctor le entusiasmaban, á la sazón, lo mismo la fuerza y el
valor de su hijo, que el rumbo que llevaba; sólo Dios y él saben si
alguna vez se estremeció viéndole tan atrevido; porque también en los
sabios cabe el absurdo de romper los diques por sistema, y asustarse
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