De tal palo, tal astilla - 04

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luégo al contemplar los estragos de las aguas desbordadas. Pudiera ser
Peñarrubia uno de estos sabios imprudentes. Si lo fué, no lo confesó
entonces; dato que nada resuelve tampoco; pues de sabios es también
soplar en el fuego de una consecuencia que les horroriza, por respeto á
los principios que proclaman.
Vivía, entre tanto, en su casa solar, sin trato alguno con las gentes
del país. Si paseaba, á pie ó á caballo, hacíalo por montes y campos
solitarios, ó dentro de sus propios dominios, en los cuales se
entretenía mucho cultivando el arbolado y las flores. En su cuarto de
estudio pasaba largas horas, ya con sus libros y papeles, ya haciendo
experimentos de física ó de química, ya _in ánima vili_, para todo lo
cual contaba con una hermosa colección de aparatos en su gabinete, y
con un corral bien provisto de víctimas de pluma y de pelo.
Sabían algo de estas matanzas y de aquellas brujerías los vecinos de
Perojales; y como se trataba de un Peñarrubia que, como todos los de
su casta, nunca iba á misa, ni quería tratos con ningún cristiano,
y además se veían por las vidrieras de sus balcones, en ciertas
noches, luces muy raras, algunas de las cuales se escapaban en un rayo
verdoso, largo, largo, largo, que llegaba hasta el campanario, á cuyo
resplandor salían bufando todas las lechuzas de la iglesia, como si el
diablo las llamara á capítulo; y otras veces se oían en el palacio,
entre el cacareo de las gallinas ó el aullido lastimero de algún can
sacrificado, inexplicables estampidos, no quedó la menor duda de que
el último de la raza de aquellos señores misteriosos y abominados, era
el mismísimo demonio. Pusiéronle por nombre _Pateta_[1], y aunque eran
bien corridas sus habilidades de médico, ninguno de sus convecinos las
solicitó jamás, teniéndolas por cosa reprobada por la ley de Dios. De
otros pueblos más lejanos, donde la fama del doctor no olía tan mal
como en Perojales, acudieron muchas veces en busca de su ciencia; pero
siempre se resistió á prestarla. Tengo para mí que su mayor pesadumbre
consistió en no poder extender por toda la provincia la fama que tenía
en Perojales. Así hubiera vivido completamente aislado y á su gusto.
[1] _Pateta_ es, entre el vulgo de la Montaña, el prototipo de lo
feo y de lo maléfico; peor que el mismo demonio.
Diez años iban corridos de esta suerte, cuando nosotros le vimos en la
hoz, acompañado de Macabeo.
Y ahora que conocemos á los pájaros, digamos cuatro palabras del nido.
Era éste, y debe ser aún si no se ha desplomado en pocos años, un
edificio cuadrado, más alto que ancho, con un torreón agregado en el
ángulo del norte, y de mayor altura que la casa. Álzase este conjunto
pesado y ennegrecido por el tiempo, en el centro de una meseta de
suave acceso por todas partes, y á un cuarto de legua del caserío más
próximo. Una viejísima y sólida muralla, coronada de cortos pilares,
circunda el edificio. Entre éste y aquélla, á la parte de atrás, están
las cuadras, la leñera y el gallinero. Sobre los pilares de la cerca
tiéndese el rugoso tronco de una parra que dirige sus vástagos hacia
adentro, donde son sostenidos por una armazón de hierro y madera,
sostenida á su vez por altos postes paralelos al muro en todo su
perímetro. Fuera de él corre una ancha faja de terreno destinado á
huerta y jardín. La parte correspondiente á éste se enlaza, por el
norte, con un bosque bravío que ocupa toda la vertiente del mismo
lado, y algo de las dos contiguas. Lo restante de éstas, así como
el espacio de la llanura, no cultivado, es una pradera natural, acá
verde y lozana, allá áspera y pedregosa, con grupos de castaños á
trechos, árgomas y bardales, tal cual álamo disperso y algún roble
solitario; todo ello en caprichoso y artístico desorden, como obra de
la naturaleza.
Exornan la fachada principal del palacio un balcón de _púlpito_ sobre
el claro ojival de la puerta de ingreso; dos ventanas no grandes, y
las armas de la familia debajo de la imposta del desván. Otra fachada
es por el estilo; las dos restantes sólo tienen algunos ventanillos en
desorden y menguados por respeto á las celliscas del invierno.
De la puerta que abre al patio en la muralla, sale un camino que en el
mismo llano de la meseta se divide repentinamente en dos, echando el
uno hacia la hoz, y el otro en dirección contraria; caminos que parecen
los brazos de aquel gigante, extendidos para cerrar, por los términos
de sus dominios, toda salida á la aldea, que le contempla desde allá
abajo, á la sombra de la montaña, sobre rústico y fragante tapiz de
flores y entre verdes maizales, con el oído atento á las murmuraciones
del río que por detrás de ella se desliza alejándose, como si huyera de
manchar sus aguas con las tierras de aquel abominable señorío.
[Ilustración]


[Ilustración]
V
LA FAMILIA

Mientras el doctor se acercaba á su casa por el camino de la hoz, por
el opuesto subía, con igual rumbo, otro viajero, también á caballo.
Hubiéranse hallado frente á frente en lo alto de la meseta, pues
casi á igual distancia de ella caminaban, si no lo hubiera impedido
un grupo de árboles y malezas que ocultaron al doctor al acabarse el
recuesto que iba subiendo poco á poco. Así es que cuando apareció en lo
despejado, el otro, sin haberle visto, estaba apeándose en el patio del
caserón, ó, como si dijéramos, dentro del rastrillo de la fortaleza.
Era el tal viajero gallardo mozo, ligeramente moreno, pálido, con el
pelo, los ojos y el bigote negros como una endrina, y los dientes
blancos como la porcelana; cabeza, en una palabra, de árabe de teatro,
hasta con su desdeñosa melancolía. Vestía un elegante y cómodo traje
de camino, y á la legua se echaba de ver que no eran las rústicas
asperezas de Perojales las que producían tanto refinamiento y gallardía
en una sola pieza.
Llegó el doctor en esto; y en cuanto le conoció, arrojóse del caballo
que montaba, no sin que el joven le viera y se lanzara á su encuentro.
Abrazáronse estrechamente.
--Pero ¿qué milagro es éste? --dijo al punto el mozo--. ¡Tú
viajando!... ¡y á estas horas!
--De vuelta ya... ¿Qué te parece, Fernando? --respondió el doctor sin
acabar de desprenderse de los brazos de su hijo, pues no era otro el
recién llegado. Luégo continuó--: ¿Y qué me dirás cuando sepas que
anoche no he dormido en casa?
--¡Eso más, calaverón?
--¡Resabios, hijo, de la mala vida pasada!... Pero ya trataremos de
esto. Por de pronto, subamos y hablemos, si es que acierto; pues te
aseguro que desde que te marchaste, siete meses há, no he cambiado
hasta anoche diez palabras con el género humano, en el supuesto de que
no pertenece á él mi epicena servidumbre.
Subieron asidos del brazo padre é hijo, como dos alegres camaradas;
entraron en la sala de estudio del doctor, único punto de la casa en
que éste se hallaba completamente á gusto, por lo cual había reunido en
él lo mejor y más útil de las cosas de abolengo, y mucho procedente
de su casa de Madrid. Quiero decir que abundaban allí los tallados
sillones de vaqueta, en estrecha amistad con las muelles butacas de
tapicería; los cuadros vetustos de familia, interpolados con las
flamantes acuarelas; las cornucopias tradicionales, reflejando mal en
las empañadas lunas los _étagères_ de caoba y las ménsulas pulidas
sosteniendo bustos de sabios de ogaño; y así lo demás. Ocupaba la bien
provista librería uno de los lienzos de la sala, que era muy espaciosa;
y en el centro de ésta había una ancha mesa sobrecargada de libros,
periódicos, revistas y papeles de todas clases. En medio de aquel
desorden estudiaba y escribía el doctor, y en otra mesita contigua se
desayunaba cada día, y muy de continuo comía y cenaba. En invierno,
porque la habitación, cuyo suelo cubría una alfombra, estaba muy
abrigada; en verano, porque desde sus balcones se descubría un hermoso
panorama, y porque era muy fresca con las puertas abiertas á los dos
vientos á que correspondían sus fachadas.
Antes de sentarse, dijo á Fernando su padre:
--Supongo que no te habrás desayunado.
--Muy bien supuesto --contestó Fernando--, porque reservaba el hambre
para quitarla en tu compañía.
--Delicada fineza, á la cual correspondo almorzando hoy dos veces.
Arrostro una indigestión por tí. ¡Mira si te quiero!
Llamó el doctor, y pidió el almuerzo de costumbre para los dos.
Sentáronse padre é hijo, y éste dijo al primero:
--Á lo que parece, te han tratado bien anoche.
--Á cuerpo de rey, hijo. ¡No lo hubiera creído á no verlo!
--¿Por qué?
--Por la fama que tengo en el país... digo, que tenemos. En virtud de
esa fama, lo procedente era darme solimán, y servido con pala, desde
lejos.
--¡Qué exageración!
--¿Lo crees así?
--Y lo pruebo con tu mismo testimonio: te han tratado á cuerpo de rey.
--Es que me necesitaban; y además, hay criterios y criterios...
--¿Sabes que estás excitando en alto grado mi curiosidad?
--¿Sí? Pues castigo tu pecado reservando la historia para después.
Ahora, hijo mío, hablemos de tí... y de mí... de nosotros, ¿entiendes?
de nosotros, ¡de lo único que me interesa en el mundo! Quédense sus
miserias y sus pompas para las almas piadosas y las cabezas vacías...
y, por de pronto, señor doctor, venga esa mano á estrechar la que te
ofrece este viejo colega jubilado.
--La mano es poco --dijo Fernando levantándose y siguiendo el humor de
su padre--; los brazos quiero, no del colega, sino del sabio maestro á
quien respeto y admiro.
--¡Adulador! --respondió Peñarrubia, estrechando contra su pecho al
joven--. Esa lisonja te honra; pero, al cabo, no pasa de lisonja.
--¡Remilgos, y á tus años! ¿Ahora te da por hacerte el pequeñito?
--Ó por no consentir en que te desprendas de lo que en justicia te
pertenece.
--Ahora me adulas tú.
--Nada de eso. Estoy contentísimo de tí, y éste es el momento más
oportuno para decírtelo. Lo mismo le aprovechara para reprenderte,
si, en mi concepto, lo merecieras... ¡Por remate de tu carrera, dos
campañas gloriosísimas!... ¡Napoleón sin Waterloo! Fué un hermoso
atrevimiento tu tesis doctoral; pero la proeza del Ateneo, por más
ruidosa, fué más radiante. ¡Y qué asunto para un orador de tus bríos,
en los días que corremos! «_La conciencia es una serie de fenómenos en
el tiempo... los hechos materiales y espirituales son producto de una
fuerza única; todo se reduce á sensaciones: el milagro es imposible._»
¡Magnífico! Te admiré y te aplaudí, dudando si excedió á la magnitud de
la causa la valentía de la defensa. ¡Dígote que honrarás el nombre que
llevas, ó no habrá justicia en el mundo!
--¿Olvidas, lisonjero, lo que pesa ese nombre en la profesión que voy á
ejercer?
--¡Vamos, señor modesto, que buenas espaldas tienes para pasearle en
triunfo por la faz de la anchurosa tierra!... Te advierto, para tu
tranquilidad, que no soy celoso.
--¡Gran virtud!
--¿Te burlas de ella? Pues no abunda.
--Conoces lo que vales, y te juzgas invencible.
--Respeta mi fuero interno, muchacho; que no es oro todo lo que reluce.
Siguió el diálogo todavía un buen rato sin elevarse á cosa de más
importancia, hasta que entró en la sala un mocetón, exótico, por la
traza, con el desayuno pedido, en amplia bandeja de latón que al oro
remedaba por el color y lo reluciente. Sirviéronse mutuamente padre é
hijo, en sendos tazones de porcelana, café y leche á la medida de los
respectivos gustos; y mientras revocaban ambos con la dorada manteca
del país las tibias rebanadas de pan, habló así el viejo doctor:
--Puesto que hemos convenido en que sea hoy para nosotros el día de las
grandes claridades, dígote, hijo, que no fuí exacto al declarar hace
un momento que estaba contentísimo de tí.
--¿Esas tenemos ahora, padre cruel?
--Sí, hijo descaminado, esas tenemos.
--Y ¿cuál es mi pecado?
--Tus cartas.
--¡Mis cartas! ¿Á quién?
--Á mí.
--¿Y qué hubo en ellas que te desagradase?
--En las mías te lo dije: demasiada formalidad; algo como propensión
á la melancolía; síntoma de un cambio de carácter, que no me agrada.
Prefiero el desenfado y la despreocupación que te han acompañado hasta
ahora. Esto revela equilibrio en los humores; lo otro acusa un malestar
peligroso... Entiende que te quiero despierto y profundo; pero no sabio
y quejumbroso.
Fernando se echó á reir, y luégo dijo:
--¿Todavía insistes en ese tema?
--Todavía.
--Pues yo insisto en que te vas haciendo viejo.
--¿Porque me juzgas aprensivo?
--Y hasta visionario.
--¿Quieres que leamos algunas, y las cotejemos con las de tiempos atrás?
--¡Vea usted lo que son estas eminencias fuera de su especialidad!
Mortales de tres al cuarto. ¿Olvidas, doctor ilustre, lo que tantas
veces has alegado á la cabecera de tus enfermos, por causa mediata de
determinados padecimientos? ¿Olvidas, en fin, que los años no pasan en
balde?
--¡Los años... y acabas de cumplir veinticinco!
--Por eso no juego al trompo como cuando tenía diez.
--Pero podías pensar como pensabas hace ocho meses. Y por cierto que
entonces, y en este mismo sitio, te pregunté en vano por la causa
del primer síntoma que en tí noté de esa real ó supuesta enfermedad.
Atribuíla á meditaciones propias de las tareas á que te dedicabas
en aquellos días, ó á la nostalgia de la corte; y no dí importancia
al fenómeno. Pero fuiste á Madrid, saliste airoso del empeño del
doctorado, y más tarde adquiriste un ruidoso triunfo en el Ateneo;
y, sin embargo, la tinta de melancolía que dió en empañar aquí tu
regocijado semblante, continuó velando las forzadas bizarrías de tus
cartas.
De buena ó de mala gana, Fernando soltó una ruidosa carcajada al oir
esto. Su padre, después de contemplarle unos instantes, le dijo:
--¿Olvidas que soy médico viejo?
--¿Por qué me lo preguntas?
--Porque no me equivoco jamás en achaques de carcajadas.
--¿No acabas de reprenderme por serio y meditabundo? Pues ¿cómo me
quieres?
--Franco y desengañado.
--¿Volvemos á la manía? ¡Á que acabas por ponerte serio, tú que te ríes
hasta de la muerte!
--¿Quieres que te diga la verdad, Fernando?
--¿No es hoy el día de decirlas? ¿Por qué me pides permiso?
--Pues óyeme ésta más: desde que te has reído de mis reparos á tus
cartas, tengo el convencimiento de que no soy visionario.
--¡Verás, doctor obcecado, cómo al fin me haces cojear, empeñándote en
que cojeo!
--No es ese mi propósito, sino otro muy distinto... Y, sobre todo, hijo
mío, entiende que si muestro tanto empeño en revolver los fondos de tu
corazón, no es á título de juez severo, sino de amigo cariñoso. ¡Jamás
te perdonaría que me hicieras el agravio de olvidarte de mí en las
grandes crisis de la vida!
Como al hablar así se conmoviera un tanto el doctor, Fernando se
levantó presuroso y le dió un estrecho abrazo.
--Bien está eso --le dijo su padre dejándose abrazar--; pero no
basta... Toma un cigarro de éstos, ¡cosa buena! Los he reservado para
tí.
--¡Hola! --exclamó Fernando después de recibir el cigarro--. ¿Apelas al
soborno también? Á fe que el cebo es tentador.
--Ahora lo veremos... Conque, un poco de resolución, y venga tu
conciencia al anfiteatro para que la hagamos la autopsia... ¡y digo!
entre dos doctores. ¿Qué más honra puede apetecer la muy pícara?...
¡Ah! no olvides que soy confesor de ancha manga; ni tampoco que,
según oí decir á mi madre (y aún creo que anda en vigor la ley entre
la _gente negra_), es un pecado enorme el ocultar el más leve en el
tribunal de la penitencia.
--¿Á que eres capaz de negarme la absolución sin haberme arrodillado á
tus pies, confesor sin entrañas?
--Verás qué chasco te llevas si te arrodillas.
--¡Ea! pues por arrodillado.
--Perfectamente. Y dime ahora: ¿qué demonios te sucede; qué te pasa?
¿Tienes, como dicen los inocentes trovadores, el corazón cautivo?
¿Existe por allá alguna mujer que te haya hecho pensar que vale el
sexo para otra cosa que estudiar en él un ramo de las bellas artes, ó
la anatomía?... ¿Amas con la pulcra é inmaculada pasión de los Lenios
y Ricardos?... No cuadra eso mucho que digamos con tu profesión;
pero es de la edad, y transigiré... ¿Devórate el impuro fuego de la
codicia de la mujer ajena? ¿Es libre, y soltaste por armas de ataque
promesas que deseas recoger después de la victoria?... ¡Qué diablo! no
te apures en ninguno de los casos: lances son, hijos legítimos de la
pícara condición humana. Su ley y la de las conveniencias sociales,
son incompatibles; á una de ellas hemos de faltar necesariamente. En
la duda, opta siempre, hijo mío, por lo más cómodo, y ríete de los
caballeros andantes que te motejen; pues todos son locos en este siglo
que corre... ¿No va por ahí el conflicto?... ¿Es de otro género?...
¿Deudas, quizás, por el empeño de brillar un poco más de lo que se
puede?... Más debe el Gobierno, y es un caballero muy respetable...
¡y eso que no paga! ¿Has jugado? Pasión es que envilece, siempre que
se juega por el ansia de ganar; pero, en fin, no deshonra cuando se
juega con lealtad. Lo que deshonra es la estafa; y de este caso de
presidio no hay para qué hablar entre caballeros... Sigo investigando
con otro rumbo. ¿Sientes eso que llamamos alma, soledosa y acongojada?
¿Alcanzóla alguna chispa del fuego divino? ¿Abrúmala el peso de las
herejías de toda tu casta? ¿Te sientes llamado hacia la buena senda,
por la gracia teológica? Carne flaca somos tú y yo, Fernando, como
el más estúpido, y de todo se ha visto... ¡Ja, ja, ja! ¡qué cara de
penitente se te ha puesto!... Una de dos: ó me oyes como quien oye
llover, ó te ha dado el tiro en medio de la conciencia.
--Ni lo uno, ni lo otro --respondió Fernando saliendo de la
preocupación, ó del aburrimiento, en que le habían hecho caer las
palabras de su padre--. Te oigo, como debo oirte esa sarta de
conjeturas enteramente caprichosas, que, por convenir á muchos, no
pueden interesar á nadie.
--Eso se llama huir del enemigo.
--No, pero capitulo si quieres; y eso, por terminar cuanto antes este
ocioso altercado que nos roba un tiempo precioso.
--No es mucho conceder, pero es algo... ¿Condiciones?
--Que me refieras tu aventura de anoche... se entiende, _si licet_...
--¡Oro molido que fuera, ángel de Dios! Y ¿qué ofreces tú?
--Ponerte la conciencia en la palma de la mano, á su tiempo y sazón.
--No se hable más del caso, y firmemos la paz.
--Con un abrazo --dijo Fernando levantándose.
--Y será el cuarto --concluyó el doctor abrazando á su hijo.
Vueltos á sentar, se expresó de este modo el susodicho Peñarrubia:
--Sábete que ayer, no bien anocheció, recibí con un propio una
carta llena de lágrimas. Firmábala una hija, cuya madre se hallaba
en peligro de muerte, é imploraba el auxilio de mi ciencia y de mi
experiencia para salvarla. La sencillez del lenguaje, la profundidad
del sentimiento en él reflejado, la hora, el estado de mi ánimo, ó
todo esto junto, ó una veleidad de mi naturaleza, en ocasiones mal
avenida con el rígido aislamiento á que la tengo sometida diez años há,
inclináronme á responder afirmativamente. Mandé ensillar un caballo,
y púseme en seguimiento del hombre que me había traído la carta... ¡y
cuidado que la noche estaba poco seductora! Llovía á mares, y comenzaba
á tronar. Cuando llegamos á la hoz, ¡qué espectáculo, Fernando! Aquello
parecía el fin del mundo. Hora y media tardamos en atravesarla. Por
fin, llegamos á Valdecines...
--¿Á Valdecines?
--Á Valdecines. Cierta señora, de apellido Rubárcena, estaba agonizando.
--¿Doña Marta?
--Ese era su nombre. Moríase, por de pronto, de una pleuro-neumonía
agudísima; y digo «por de pronto,» porque sospecho que también la
mató la asistencia de cierto romancista que pretende curarlo todo con
zaragatona.
--¡Es decir, que se ha muerto esa señora? --exclamó Fernando.
--Á las dos de la madrugada.
--¿Y quien á tí te llamó para asistirla fué su hija?
--Ya te lo he dicho... Por cierto que es una rubia preciosa.
--¡Transcendental suceso! --murmuró Fernando, como si respondiera á sus
propios pensamientos.
--¿Y qué sabes tú de eso? --le preguntó su padre con acento de
extrañeza--. Pero ahora noto que te llega muy á lo vivo el cuento...
¿Por qué?
--Porque conocía y trataba á esa señora.
--¡Hombre, si dicen que era una beata de todos los demonios!
--¿Y eso qué?
--Que no cabían alianzas entre sus ideas y las tuyas.
--No obstante, la traté mucho y tuve ocasión de apreciar su buen
talento, muy de continuo turbado por hondas cavilaciones.
--¿Y dónde la conociste y la trataste?
--En Santander, adonde la llevó la necesidad de los baños de mar, como
á mí.
--¿Y también á su hija?
--Su hija la acompañaba: cosa muy natural.
--¡Demonio! ¿Si irán por ahí las corrientes que yo busco?
--¿Otra vez la manía? --dijo Fernando ocultando mal la preocupación en
que había caído--. ¿Acabamos de firmar la paz, y ya quieres romper los
tratados?
--Tienes razón --respondió su padre, nada resignado.
--Pues mira --añadió aquél levantándose--, para que no vuelvas á
caer en semejante tentación, voy á dejarte solo por un rato. ¿Lo
permites?... Considera, implacable doctor, que necesito también
descansar un poco de las fatigas del viaje que acabo de hacer.
--Es muy justo. Pero antes de marcharte, y sin que esto transcienda
siquiera á intento de revisión de tratados, declárame que en lo de
marras no he sido un visionario.
--¿Y eso te satisface, viejo fisgón?
--Por ahora.
--Pues declarado... y lo firmo con otro abrazo, con el cual serán...
--Cinco, si no erré la cuenta --concluyó el doctor abrazando otra vez
al gallardo mozo.
--¡Hasta luégo, padre tirano! --díjole éste por despedida, desde la
puerta, volviendo el rostro bañado en una sonrisa.
--¡Hasta siempre, hijo mío! --respondió el padre, contemplándole
embelesado.
[Ilustración]


[Ilustración]
VI
DON SOTERO

De las pocas casas que en Valdecines tenían balcón, una era la de don
Sotero; pero entre las de esta categoría, era la más vieja, sucia y
destartalada. Á un lado se le arrimaba una huertecilla mal cercada, y
al opuesto una casuca baja, á la cual se adhería otra por el estilo
y más baja aún; tanto, que las primeras ramas de un breval que la
amparaba por el costado descubierto, cuando se zarandeaban sobre las
tejas al menor soplo del viento, no las tocaban. Las tres casas tenían
una misma corralada, abierta.
En las dos pequeñas todo era ruido, luz y movimiento, como que en
ellas hacían vida común los hombres y las bestias; hasta el punto de
que por el mismo _sarzo_ pasaban, para salir por entre las tejas, á
falta de mejor chimenea, el humo de la cocina y el tufillo del establo,
el mugido de las vacas y las voces de la familia. Las puertas sólo
se entornaban, y eso á las horas de dormir. Abiertas de par en par
durante el día, cuanto en los pobres hogares se encerraba, lo ponía de
manifiesto el primer rayo de sol que llegaba al pueblo. ¡Tan sencillo
y tan escaso era, y tan á la vista estaba! Lo propio sucedía con los
pensamientos de las honradas gentes que allí moraban: siempre andaban á
gritos en el portal, á merced del primer oído que quisiera apoderarse
de ellos.
En la casa de don Sotero todo era silencio, obscuridad y misterio.
Su puerta no se abría sino para dar paso, muy rara vez en el día, á
alguna persona; y en cuanto á sus ventanas, de higos á brevas dejaban
un resquicio entre las dos hojas para que entrara el aire ó saliera
el polvo de la escoba, si es que allí se barría alguna vez. Cito este
contraste como disculpa de que la pública curiosidad no apartase nunca
los ojos ni el pensamiento de aquella casa.
Habíala comprado don Sotero, ya muy desvencijada, á la testamentaría
de un mayorazgo pobre, y nunca quiso gastar un ochavo en repararla.
¡Así estaba ella! Una cuadra, á la sazón destinada á leñera, tres
cuartos sin luz ni ventilación, el estragal y un gallinero debajo de
la escalera, componían la planta baja, con suelo de tierra, húmedo y
desigual. Una sala con dos alcobas, piezas á las que correspondían la
puerta y las ventanas abiertas en la fachada principal sobre el balcón
que la ocupaba de extremo á extremo, se zampaban los dos tercios del
piso. El resto se le repartían una mala cocina y dos ó tres alcobas
obscuras. Las puertas eran macizas y _acuarteronadas_, con bisagras de
perno, desclavadas y herrumbrosas; los tillos, de castaño apolillado y
con enormes rendijas; las paredes dobles, mugrientas y jibosas.
Don Sotero ocupaba una de las alcobas de la sala; y sólo había en ella
una cama miserable; una mesita de pino con tapete de bayeta descolorida
por el tiempo; sobre el tapete un tintero de estaño con plumas de ave;
una _Semanilla_ en pasta resobada y pringosa; un Código penal forrado
en papel de planas; un cartapacio hecho de periódicos viejos, y un cabo
de vela en palmatoria de hoja de lata. Contra la pared, un armario
cerrado; y detrás de la cama, un arcón viejísimo con esquineros y
cerradura de hierro oxidado; una silla de paja arrimada á la mesa, y á
la cabecera de la cama una pililla de agua bendita entre las cuentas de
un rosario, colgado en el mismo clavo que ella.
En esta habitación, y como dos horas después de lo que se refiere en
el capítulo tercero, vuelvo á presentársele al lector, que apenas le
ha visto la cara todavía. Sentado estaba en la única silla que había
allí, exprimiendo con la pluma los cendales del tintero, dispuesto á
hacer números con ella en el sobre de una carta, en el que se leía
en letra fina, pero como de mano insegura y trémula: _Al señor don
Plácido Quincevillas.--Treshigares_, cuando oyó fuertes pisadas hacia
la escalera. Guardó precipitadamente la carta en el pecho; y como perro
que olfateaba un peligro, alzó la cabeza; dirigió la vista dura y
ponzoñosa hacia la sala, y así se quedó, con los anteojos en la frente
descansando sobre el fruncido entrecejo. Ésta fué una de las pocas
ocasiones de su vida en que don Sotero dió la cara. Natural es que la
aproveche yo para copiarla.
Aunque grande, muy grande, parecía que estaba llena de narices y de
labios: tan inflada, verrugosa y prominente era la una; tan gruesos,
separados y corridos eran los otros. Los ojos y la frente, por pequeños
y angosta, ocupaban poquísimo terreno allí; y en cuanto á los dientes,
si bien eran largos, muy largos, también eran negros, muy negros, y
pocos y mal distribuídos; por lo cual se desvanecían en la obscuridad
del antro, á cuyos bordes asomaban como las piedras mohosas en las
cuevas del zorro. La piel, áspera y verdosa: nada más en su lugar:
terreno seco, agrietado é infecundo, entre peñas y bardales.
Entre este hombre, tal cual ahora le contemplamos, y el que hemos visto
en casa de los Rubárcenas, no cabe comparación, si es cierto que en la
cara y en las actitudes del cuerpo se revelan las condiciones del alma.
¿Cuál era la suya, no pudiendo tener dos? Don Lesmes, eco del vulgo
de Valdecines, nos ha dicho que la más mala; el interesado trataba de
probar lo contrario con su conducta ostensible. Desde que residía en
Valdecines no había atravesado otros umbrales ajenos que los de la casa
de Dios y los de la otra en que le conocimos. En la calle no saludaba
á nadie. No podía darse hombre más indiferente á cuanto le rodeaba.
Decíase, sin embargo, que no se movía una mosca en el pueblo sin que
lo supiera él. Cuando entraba en el templo, caía de rodillas junto al
presbiterio; y allí, doblado el espinazo y humillada la cabeza, turbaba
el silencio de los fieles con el plañidero murmurio de sus rezos, y el
estampido frecuente de los puñetazos que se pegaba sobre el esternón.
Solemnidad religiosa sin que él comulgase _coram pópulo_, no se
concebía. En ausencias ó enfermedad del párroco, él rezaba el rosario
en la iglesia, y dirigía el Calvario que _andaban_ las mujerucas, y
cantaba las vigilias y las misas de encargo, y ayudaba otras, y pedía
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