De tal palo, tal astilla - 09

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píldoras entre las antes suavísimas yemas de sus dedos:
--¿De manera que andará usted á dos palmos de salir de angustias? Amigo
y condiscípulo de doctor tan resonado y pudiente, cátate la zaragatona
en triunfo; porque el tal leerá la disertación, la mandará arriba... y
se declarará de texto en San Carlos. _¡Miserímini mundanorum!_
--Pues, hombre --replicó don Lesmes con mucha calma--, de menos nos
hizo Dios. Por de pronto, sépase usted que se enteró de mi sistema,
y le tuvo en mucho; que quedó en enterarse más á fondo de él; que
me ofreció todo su valimiento para hacerle triunfar, y que si á la
presente no está la memoria en Madrid aprobada á claustro pleno, culpa
mía es por no haberme llegado un día á Perojales... ¡Y á fe que buen
empeño tuvo en ello!
--¡Zurriascas! --dijo á esto el intemperante pedagogo--. ¡Si eso fuera
verdad, diría yo que era Pateta tan simple como usted!
Tampoco esta vez se descompuso el cirujano; antes bien, echó á broma
los dicterios y respondió al pedagogo con estas palabras solas, aunque
envueltas en una sonrisilla irónica:
--¡Qué más apeteciera usted que un padrino así para sacar á flote sus
luminosos reparos á la gramática castellana! ¿Quiere usted que le hable
del caso?... Porque la obra lo merece, ó yo no entiendo jota de esos
achaques.
--¡Como de los que salen al pulso: ni más ni menos! --dijo el maestro,
apoyando las dos manazas sobre el garrote y mirando, rojo de ira y
enseñando los dientes, al cirujano--. ¡Y ahora entienda usted, y
entienda ese fantasmón del otro mundo, que de los dejados de la mano de
Dios no quiero yo ni el aire para respirar!... ¡Zurriascas!
--¡Bien dicho! --exclamó al oir esto don Casiano, arrojando las dos
píldoras que tenía entre los dedos, sobre un montoncillo de polvos de
regaliz.
--Bien dicho estará --replicó don Lesmes comenzando á enardecerse con
la exclamación del farmacéutico, que le dejaba solo en la contienda--;
pero ni con ello ni con los específicos de usted contra lombrices y
jaldía, se me prueba á mí que el señor tenía razón cuando dijo lo que
dijo de mi joven é ilustrado compañero, el hijo de mi muy querido amigo
y condiscípulo, el egregio doctor Peñarrubia.
--¡Echa lustre... zurriascas! --gritó aquí el maestro--. ¡Date vientos,
farolete!
--_¡Miserímini mundanorum!_ --refunfuñó don Casiano, volviendo á su
postura, digámoslo así, chinesca.
--_Símiles congregantur_... latinajos corrompidos --dijo don Lesmes en
tono de zumba--. Lo que aquí hace falta es probar en romance corriente
lo que el señor asegura.
--No hay que probar --replicó el aludido-- lo que todo el mundo sabe;
y todo el mundo sabe que ese mequetrefe fué arrojado de la casa por
la hoy difunta señora, por sus ideas diabólicas, por sus herejías
escandalosas y por hijo de su padre... ¡ese amigote y condiscípulo tan
querido de usted... zurriascas! Ésta es la fija; y por ello da en cara
á todo Valdecines la sinvergüencería con que ahora vuelve á llamar á
las mismas puertas, y la... no sé qué diga, de la... qué sé yo qué, que
se las abre.
--Pues yo, que estoy al tanto de los secretos de esa ilustre casa,
donde entro con igual franqueza que en la mía --exclamó don Lesmes,
no poco exaltado--, digo que todo eso que se cuenta son supuestos de
gentes envidiosas... cuando no sea obra de algún pícaro á quien, por
más señas, hace usted mucho la rosca.
--¡Zurriascas!... ¡Yo no hago la rosca á nadie; que eso se queda para
usted y otros matasanos como usted! Y si lo dice por quien yo barrunto,
sépase que él me buscó á mí, porque me necesitaba.
--¡Por cierto que supo usted corresponder al consonante de los
propósitos de ese fariseo! ¡Vaya una cría que le sacó usted, lucida y
despierta!
--Si el discípulo es alcornoque de por sí, ¿cómo ha de hacerle el
maestro madera fina y de lustre?... Pero, ¡zurriascas! cuando menos, lo
que cae por mi banda, no lo mato, como usted.
--¡Dígalo Polduco, mi chico menor! Si no se le quito á usted de entre
las uñas, en ellas queda, como gorrión entre las del milano.
--¡Polduco es una cabra montuna, zurriascas! Me hizo muchas de las
suyas, y al cabo le casqué las liendres; que de mí no se ríe él, ni la
perra que ha de volver á parirle.
--¡Si usted supiera darse á respetar!...
--¡Si ustedes pagaran como deben!... ¡zurriascas!
--No cobro yo tanto, y trabajo más... y me conformo.
--¡Ya! ¡Pero como usted tiene el amparo de su amigo y condiscípulo el
señor doctor!... ¡Puaaa!
--Y usted la mina de sus colodras y almadreñas. ¡Digo!
--¡Vaya un par de capas para un invierno crudo! --expuso á esto don
Casiano, comenzando á redondear otras dos píldoras--. ¡Como don Lesmes
no saque á la zaragatona más jugo que al doctor!...
--De modo --replicó el cirujano-- que como no está al alcance de todos
la virtud de matar las lombrices con polvos de salvadera...
--¡Eso va con usted, don Casiano! --gritó el feroz pedagogo--. ¡Y que
la cosa no lleva malicia, zurriascas!
--¿Por qué no le ha vuelto usted antes al cuerpo lo de las colodras,
que no iba conmigo? --díjole el farmacéutico, muy picado.
--Porque las verdades no ofenden; y es verdad, y á mucha honra, que,
para ganarme el pan, hago colodras y almadreñas.
--Y yo, con el mismo honrado fin, remedios contra lombrices.
--Pero dice este licenciado zaragata, que son de polvos de salvadera.
--_Miserímini mundanorum_, digo yo á eso, y que cada cual mire por su
honra, que la mía bien guardada está.
--¡La mía está más alta que la chimenea!...
--Pues la mía levanta un codo sobre el campanario, ¡zurriascas!
--Todos son honrados, y la capa no parece...
--Á ver, á ver, zurriascas, ¿qué capa es esa, por lo tocante á mí?
--¡Lo mismo digo por lo que me alcanza en la alusión!
--El que se pica, ajo come.
--¡Me pico, porque debo!
--¡Mucho que sí, zurriascas!
--¡Pues mucho que no!...
Yo no sé adónde hubiera ido á parar la disputa, sin la repentina
aparición de una muchacha que preguntaba ansiosa por don Lesmes.
--¿Qué hay? --dijo éste, mirándola con mal gesto.
--Que venga á visitar á mi padre.
--¿Quién es tu padre?
--Tío Luco Burciles.
--¿Perrenques?
--Así le llaman por mote.
--¿Qué tiene?
--Á modo de un lubieso junto á la nuez, en salva la parte, que no le
deja resollar.
--¿Qué le habéis puesto?
--Ajo rustrío le puso mi madre, con unto de lumiaco y ujanas fritas.
--¡Qué barbaridad!
--¡Zurriascas! --dijo aquí el maestro--. ¡Vaya usted á ver á ese pobre
hombre, y sabrá lo que pasa... y cumplirá con su deber!
Don Lesmes, que ya se había levantado para seguir á la muchacha, se
volvió un instante para decir al pedagogo por despedida:
--Los deberes de un profesor como yo, están muy altos para que los
conozca un remendón de gramáticas y un desbastador de colodras como
usted.
--_¡Miserímini mundanorum!_ --exclamó con expresión de burla el
boticario, envolviendo hasta dos docenas de píldoras en un cucurucho de
papel, mientras el maestro se revolvía en su taburete, echando llamas
por los ojos, y ternos secos por la boca, contra el mísero cirujano.
Y por _fas_ ó por _nefas_, así cada noche, y todas las del año.
[Ilustración]


[Ilustración]
XIV
EL FONDO DEL ABISMO

Ya he dicho que Fernando fiaba mucho en la fuerza de sus convicciones
filosóficas para desvanecer los reparos de Águeda. Que le dejaran
hablar, discutirlos, y el triunfo era infalible. Porque, en su
concepto, las ideas religiosas de aquélla no tenían base ni arraigo;
eran, más bien, reflejo de las ideas de su madre, que quizá tampoco
las tuvo propias acerca de ese punto. Faltaba ya la madre, y, por
consiguiente, no existía el doble influjo de su autoridad y de su
talento; y Águeda le tenía extraordinario, y además le amaba como
nunca; porque el mismo obstáculo que entorpece los proyectos, hace que
se acrecienten los deseos... De todas maneras, no podía resignarse á
perderla, y no la perdería.
«¡Si parece --pensaba-- que el mundo está lleno de ella! ¡La siento,
la veo, en el aire que respiro, en el agua que corre, en la hoja que
se mueve, en la nube que cruza el espacio, en el viento que la empuja,
en la luz que ilumina y fecunda la tierra; en mi pensamiento, en mi
voluntad y en todas las aspiraciones de mi alma! Unidos están nuestros
corazones, acordes nuestros deseos, una misma fuerza nos da vida...
¡Sólo nos separa una palabra, expresión confusa de una idea más vaga
todavía!... ¿Cómo es posible que este grano de arena obstruya tan ancho
camino!»
Y, á pesar de lo pequeño que, á sus ojos, era el obstáculo, cuando la
serenidad le enfriaba un poco el entusiasmo, dudaba y temía; y el pan
le amargaba, y el sueño le encarecía con exceso sus halagos.
Águeda, por su parte, también meditaba y discurría, de día y de
noche, despierta y soñando; y la quinta esencia de sus meditaciones y
discursos, podía reducirse á estos sencillos términos:
--«¡Por qué diversos modos y caminos vienen aparejadas las grandes
desventuras de la vida!... La sed ardiente, el agua junto á los labios,
y luégo el conocimiento de que en sus transparentes cristales hay
ponzoña que mata. ¡La muerte bebiendo; la muerte resistiendo la sed!
En la edad de los sueños floridos; cuando nacen las esperanzas, y los
horizontes del deseo no tienen límites, y la imaginación es cuadro
maravilloso en que se pinta el mundo poblado de armonías y fragancia,
para mí sólo hubo penas y tristezas. Dios quiso que en medio de ellas
brotara en mi pecho el amor, que es fuente de consuelo y de fortaleza.
Dios quiso también que aquello mismo que yo había recibido como
prenda segura de mi felicidad, se trocara súbitamente en instrumento
de martirio... ¡Y qué martirio!... Las deslealtades se olvidan, las
tibiezas se perdonan, porque el amor lo suple y lo engrandece todo;
pero la causa de esta tribulación, ni admite indulgencia por su índole,
ni por su arraigo deja esperar que algún día se desvanezca. Le pierdo y
se pierde. ¡Con estos dos filos me hiere el puñal de mi pena, dándome
con un solo golpe dos muertes!»
Hacíansele á Fernando siglos las horas que pasaban sin realizarse la
acordada entrevista, porque todo lo esperaba de ella; al revés que
Águeda: alas veía ésta en el tiempo, porque todo lo temía de la misma
ocasión. Llegó al cabo, mucho antes de lo que la infeliz quisiera, y
mucho después de lo que convenía á las impaciencias del otro.
Lanzó Fernando á la conversación el punto dificultoso. Pero ¡con qué
remilgos, miramientos, tanteos y perífrasis! Como el hambriento
que adquiere inesperado manjar, y, con el temor de que se le
concluya pronto, más bien le aspira que le muerde, economizaba el
enamorado joven la materia de la porfía para conseguir dos fines á
la vez: prolongar todo lo posible la entrevista, y no agravar las
dificultades con locas intemperancias. Así es que á la historia
detalladísima del mutuo amor, que salió de nuevo á relucir, siguió
un discurso melancólico sobre las contrariedades en general; á éste,
un razonamiento dividiéndolas en especies y clasificándolas por
transcendencias; al razonamiento, una disertación sobre cada una
de las clases establecidas; á la disertación, una memoria bastante
minuciosa acerca de la diversidad de cultos y creencias del género
humano... hasta que no hubo más remedio que pisar el dedo malo de la
cuestión. Pero allí esperaba Águeda abroquelada con su fe inconmovible.
Ni asaltos, ni ardides, ni sorpresas lograron hacerla retroceder un
paso. La punta de su espada aparecía junto á los labios de su enemigo
cada vez que éste se disponía á herir con sutilezas y comentarios lo
que para ella era sagrado é indiscutible, como la palabra de Dios.
En lo demás, dejaba á Fernando despacharse á su gusto, y rara vez le
contradecía. Al cabo, perdió éste la serenidad, porque iban faltándole
las esperanzas de la victoria.
--Y después de todo --exclamó enardecido, al intentar el asedio por
otro flanco, único recurso que le quedaba--, y aun concediéndote que la
religión que profesas sea la mejor de todas las conocidas, la verdadera
y única, como tú dices, ¿qué tiene que ver el amor con eso?
--¿Á qué llamas «eso»?
--Á tu religión, con su carácter divino y sus dogmas indiscutibles.
--¡Qué tiene que ver el amor con esa religión! Y ¿qué es un hombre sin
ella? ¿Qué es un hogar sin esa luz y sin ese calor? ¡Cielo santo! Yo me
imagino una familia que jamás invoca el nombre de Dios. ¡Qué cárcel!...
¡qué lobreguez! Aquellos dolores sin consuelo; aquellas contrariedades
sin la resignación cristiana; aquellos hijos creciendo sin mirar jamás
hacia arriba; aquellos niños sin el culto á la Virgen; aquellos labios
de rosa mudos para la oración al Ángel de la Guarda... ¿en qué se
emplean? porque ¿qué puede enseñar una madre á sus hijos en esa edad,
si no les enseña á rezar?
--Todo eso es muy bello, Águeda; pero, como cosa de niños, al fin no
pasa de una bella puerilidad.
--¡Puerilidad! Y mañana esos niños crecen; y como en su corazón
no había semilla alguna, nada fructifica en ellos; y vienen las
pasiones y las luchas; y la razón sola no alcanza á sobreponerse
á los conflictos. Después llega el desaliento, y el temor á los
respetos humanos, que cada uno entiende á su manera, y, por último, la
desesperación. ¿Te parece el cuadro más serio así?... Pues con amores
sin religión se forman las familias de esa especie.
--No extrememos el asunto, Águeda. Al decirte que le juzgo sin conexión
alguna con la religión, no pretendo que arrojes la tuya de casa al
entrar yo en ella, sino que des culto á tus creencias sin reparar en
las mías. Déjame como soy, y sé tú como eres: yo no me meteré en tu
conciencia; respeta en cambio la mía.
--Aunque eso fuera posible, que no lo es, pues creo que con una
obcecación como la tuya no hay salvación para el alma fuera de la fe
que profeso, y con esta creencia no cabe acuerdo, en negocio tan grave,
con hombre de tus ideas, ¿qué sería mañana... de tus hijos?
--Como yo no me opondría á que su madre los educara á su modo...
--¿Y el ejemplo de su padre? Entre mis enseñanzas y tus impiedades,
¿qué pensarían cuando la razón se sazonara en ellos?
--Elegirían lo que mejor les pareciese.
--Y yo tendría que decirles, para que no se fueran contigo: «Vuestro
padre es aquí piedra de escándalo: huid de su ejemplo.» ¡Hermoso cuadro
de familia!
--¿Por qué habías de decirles eso?
--Porque así cumpliría con un deber de conciencia y con un mandato de
mi corazón; porque creo que con mis enseñanzas estarían dentro de la
ley de Dios, y que con las tuyas se perderían irremisiblemente. Ya ves
cómo es imposible toda avenencia entre nosotros en ese punto.
--No hay imposibles, Águeda, cuando hay amor: el amor es la ley suprema
en el mundo; todo lo allana y lo purifica. Eso que tú llamas imposible,
es el fanatismo que te ciega.
--Hacíaseme que tardaba en llegar esa palabra; y ya que vino, veamos
quién de los dos la merece más. ¿Robarías tú por transigir con quien no
viera en el robo cosa censurable?
--No es el caso enteramente igual.
--No lo es, en efecto: en tu ley, todo es convencional y mudable,
porque es humano; y no hay razón para que el robo no llegue, con el
tiempo, á ser, para alguna secta, ó para todas ellas, una virtud. En
mi fe todo es permanente y eterno. Ésta es la gran diferencia que hay
entre ambos casos. Sin embargo, no hay que pensar en que tú puedas
transigir robando; y pretendes que yo, faltando en ello á un precepto
divino, viva en perfecta tranquilidad con un hombre rebelde á la ley de
Dios. ¿Quién de nosotros es el verdadero fanático?
--Tú, Águeda, aunque creas lo contrario, fascinada por el brillo de un
sofisma corriente; causa inverosímil de que aún subsista en todo su
vigor el conflicto en que tú y yo nos vemos ahora, conflicto que es el
oprobio de la sociedad que le respeta.
--También es del oficio esa palabra, Fernando, y tampoco resuelve la
dificultad. Ese conflicto no es más ni menos inevitable que otros
muchos que existen, han existido y existirán mientras exista el género
humano. Lo absurdo, lo insensato está en el empeño de pedirle cuenta
de él á la sociedad, que, en todo caso, dispondría de su propia
conciencia, pero no de la mía.
--No hay otro que se le parezca.
--Todos son menos respetables que él. Un hombre, ayer rico y poderoso,
en los azares de la guerra padece hambre, frío y desnudez, y hasta la
muerte, por ser fiel á su bandera. Éste es un conflicto, y no raro.
¿Es, en tu concepto, imputable como una afrenta á la sociedad que no
le evita y le consiente y hasta le aplaude, so pretexto de que es una
virtud sacrificarse al honor y al patriotismo?
--No hay paridad, Águeda, entre ese caso y el nuestro.
--Puedo citarte mil. Si en tus propósitos entrara el de asociarte á
otra persona para llevar á cabo una empresa de gran importancia para
tí, y, cuando más te halagaran las esperanzas del lucro, averiguaras
que aquella persona no era honrada, ¿qué harías en tal conflicto?
¿Retroceder inmediatamente, renunciando sin vacilar al lucro prometido
antes de exponerte á manchar tu honra en semejante compañía, ó volverte
airado á la sociedad que te lo aconsejara, para reprenderla porque no
enseña á los hombres á transigir en tales _pequeñeces_? No necesitas
decirme cuál de los dos partidos adoptarías; pero yo te pregunto ahora:
en la necesidad de que haya conflictos, porque es imposible que los
negocios del mundo vengan ordenados á los humanos deseos, ¿por qué han
de ser dignos de respeto los que proceden de los azares comunes de la
vida, y no los que son hijos de un mandato de Dios?
--Fatigas en vano tu hermosa inteligencia, Águeda... Tus razonamientos
son lógicos y concluyentes; pero son castillos en el aire, puesto
que proceden de un principio falso á mis ojos. ¿Dónde está escrito y
comprobado ese mandato de Dios? ¿Cómo se creen esas cosas que tú tienes
por verdades indiscutibles?
--Con la razón natural.
--Con ella me he hecho incrédulo buscando la verdad.
--¿Dónde la has buscado?
--En el único sitio en que puede hallarse: en el examen.
--La has buscado entre los hombres que no creen, y en los libros que
empiezan por negarla, no en los que enseñan á creer; has mirado al
cielo para estudiar la ley por que se rigen sus maravillas, no para
conocer al Legislador.
--No te he dicho jamás que yo le desconozca.
--Ni quiero que me lo digas: harto sé con saber que no crees en un Dios
justiciero y misericordioso, que tomó carne humana para morir por los
hombres en un madero afrentoso.
--Distingos sutiles que á nada conducen.
--Esos distingos lo son todo, sin embargo: empezando por desdeñarlos,
se acaba por negar á Dios... Y dejemos aquí este punto que yo, pobre
mujer, no debo ni puedo dilucidar... ni á tí te conviene tampoco que se
dilucide.
--¿Por qué?
--Porque á cada paso que damos en él, descubro mayores profundidades en
la sima de tus errores, y no quiero, al perderte para siempre, perder
contigo la esperanza de tu salvación.
--¡Luego te resignas á perderme?... --preguntó aquí Fernando, con la
angustia pintada en sus ojos.
--¿Y qué otro recurso me queda? --respondió Águeda en el mayor
desconsuelo--. Si al verte tan apartado de la verdad, hasta dudo de la
honradez de tus propósitos.
--¡Águeda!
--Yo creyente y tú descreído, empezarías engañándome al unir tu mano á
la mía.
--¡Engañarte yo!...
--Sí, Fernando; y si no, dime, ¿crees en la necesidad del Sacramento
para formalizar el matrimonio?
--No.
--Luego ¿qué papel sería el tuyo delante del sacerdote que uniera
nuestras manos? ¿Qué pensar del sí que pronunciaras, invocando á la
fuerza un Dios á quien desconoces? Y el que en tan solemnes momentos es
desleal á su conciencia, ¿por qué no ha de serlo á sus deberes en el
curso de la vida?
--¡Si me amaras como te amo, Águeda, no clavaras en mi alma el puñal de
esa sospecha!
--¡Y qué amor es el tuyo, al fin y al cabo, si le falta la abnegación,
que es la virtud que le engrandece!
--Tú, que crees poseer esa virtud, dime qué debo pensar de quien con
ella quita á una pasión generosa el más bello de sus ideales. Á menudo,
Águeda, se confunde la obcecación con el deber.
--En tí se está viendo ahora palpablemente. Hallas un obstáculo en tu
camino; parécete mucho trabajo destruirle, y te empeñas en saltar
sobre él á todo trance, para que tus propósitos no se malogren ni se
detengan un momento. Nada te supone que ese proceder sea incompatible
con mis deseos. Con tal de que los tuyos se cumplan, ¿qué importa el
sacrificio de mi conciencia?
--En situaciones como la nuestra en este instante, las reflexiones
de una dialéctica fría como la tuya, sólo sirven para acrecentar el
martirio. ¡No te complazcas, Águeda, en escarbar la herida que me mata,
y dime, si puedes, qué amor es el tuyo que así razona y escrupuliza,
cuando el mío es incendio que me devora!
--No lo sé... Pero sé que daría mi vida por que creyeras.
--Entonces ¿qué fuerza misteriosa es esa que te da alientos para
sacrificarte por aquello mismo que, hallado por mí, haría inútil el
sacrificio?
--¡Cómo has de verla, ciego!... Tu alma está á obscuras... ¡Cree!
--¡No puedo, Águeda: mi razón se resiste á ello!
--La razón va por donde se la conduce.
--Y si el destino quiere que yo no llegue á creer, aunque lo intente,
¿por qué me ha de costar, eso que tú llamas desventura, la más
irremediable de perderte?
--Porque así debe ser.
--¿Y mi corazón, Águeda?... ¿Y este amor que me enloquece?
--¡Tu corazón!... ¡Si pudieras ver el mío!...
--¡Esta pasión es mi vida; ahogarla es matarme!...
--He ahí la mejor prueba de lo que vale esa razón que es tu orgullo.
Atrévese altanera con el mismo Dios, y la abate, y la humilla, y la
vence una simple contrariedad.
--¡Á este conflicto llamas simple contrariedad!
--Sí, Fernando; porque no la hay tan grande en la vida humana, que no
pueda ser vencida por la reflexión, cuando ésta se inspira en la fe que
te falta.
--¡Otra vez la fe!...
--¡Otra vez, y siempre! Un mismo sol alumbra todos los rincones del
mundo. ¿Adónde irás con los ojos abiertos sin que los hiera su luz?
--Resueltamente, Águeda, no cabe inteligencia entre nosotros, si no
desciendes de esas alturas ideales.
--Ó si tú no subes á ellas.
--Yo no hago imposibles.
--Pero los exiges.
--¿Es imposible lo que te propongo?
--¿Aún no te convences de ello?
--¡No, y mil veces no!
--Hemos llegado al fin que yo temía. Caminamos ya en un círculo de
hierro, y nos fatigamos ociosamente.
--¡Dogal es que oprime mi garganta!
--Te dije que sería inútil esta entrevista. ¡Mira cómo no me equivoqué!
No sueñes siquiera en otra: hablamos por última vez.
--¡Por última vez, Águeda! ¡Y eso te dicta la caridad! ¿Por qué, puesto
que conoces mi mal, no intentas su curación antes de abandonarme
inclemente? ¿Ó temes el contagio?
--No le temo; pero sé que mis fuerzas no bastan para tan grande
empresa, y que cuanto más avanza la gangrena, más dolorosa es la
operación de cortar por lo sano. Eso es lo que vamos á hacer, por mutua
conveniencia, ahora mismo, dando por terminada esta ociosa contienda
que me mata.
--Con mi despedida. ¿No es eso lo que quieres?
--Eso mismo.
--¡Puede ser eterna, Águeda!
--¿Quién sabe!... --dijo ésta sonriendo amargamente.
--¡Pero es muy cruel --exclamó Fernando exaltado-- esa conformidad con
que me condenas á no verte más!
--Ya sabes cuál es el camino por donde se llega hasta mí, y no ignoras
con qué llave se abren estas puertas.
--¡Si no la poseo, Águeda!
--¡Intenta siquiera buscarla, obcecado; y eso tendré que agradecerte!
Fernando, febril, pálido y desalentado, no quiso insistir en su
lucha contra aquella roca inconmovible. Levantóse trémulo, y dijo,
acercándose más á la joven:
--Estoy al borde del abismo que nos separa; te opones á que pase sobre
él, y no puedo retroceder, porque no quiero ni sé volver á lo que fuí.
Tengo que hundir en el negro fondo mis ojos y mi pensamiento... Si el
vértigo me arrastra, no olvides que tú dictaste la sentencia.
Después salió, como debe de salir de la capilla el reo que ha perdido
la última esperanza de perdón.
Águeda no podía más. Había gastado todas las fuerzas de su espíritu la
terrible lucha sostenida entre su corazón y su conciencia. Lloró y oró
mucho. Para saber qué súplicas elevó al cielo, sería preciso conocer
la magnitud de la tribulación en que estaba sumida aquella alma pura,
recta... y enamorada.
[Ilustración]


[Ilustración]
XV
LA ASTILLA Y EL PALO

¡Qué vuelta la de Fernando á su casa! Llevaba una tempestad dentro de
la cabeza; y parecíale que aquella tempestad le arrastraba por sendas
y parajes desconocidos. El sol esplendoroso derramaba sobre el paisaje
torrentes de colores y de vida; y él, sin embargo, veíase envuelto en
una nube negra, preñada de horrores y tristezas; el campo no tenía
matices ni aromas; los árboles no mecían su follaje ostentoso al
blando soplo de la brisa; más bien gemían desnudos, como si los fuera
deshojando el cierzo de sus pesadumbres. Llegó á la hoz, y féretro se
le antojó á su fantasía; canto funerario el lento murmurar del río, y
eco de los suspiros de sus marchitas esperanzas el triste quejido del
pájaro solitario; y como su imaginación era reflejo de las impresiones
de su alma, hasta las peñas, entre arbustos y zarzales, le remedaban
con insultante propiedad las hinchadas narices, los punzantes ojos
y la infernal sonrisa de don Sotero, que se gozaba en su agonía; y
¡cosa más extraña aún! por una caprichosa combinación de sentimientos
y de ideas, todo este conjunto de objetos, de sonidos, de formas y
de colores, venía á delinear la imagen fiel de Águeda inexorable,
desoyendo los gritos de su corazón y lanzándole, solo y desarmado,
á luchar contra el imposible de su conflicto. Recordaba todas las
palabras que oyó de sus labios, como si estuviera oyéndolas todavía; y
al pretender despojarlas, con el examen, de la aspereza de su rigor,
los negros crespones de su espíritu les daban el color de la muerte y
el amargor de la ruda.
No supo cuándo, ni cómo, ni por dónde llegó á casa, ni por qué se fué
derecho al cuarto de estudio del doctor, ni cuánto tiempo estuvo dando
vueltas allí, sin advertir que éste le contemplaba y le seguía con
anhelante mirada, en la cual se pintaban á la vez la curiosidad del
médico y las angustias del padre.
--¡Fernando! --le dijo éste al fin--. ¡No es vida la que traes, ni la
que me haces pasar á mí, viendo cómo tus preocupaciones crecen de día
en día, y hasta dónde te llevan hoy!
Detúvose Fernando; y sin tratar de disimular el desasosiego que le
dominaba, ni mostrarse sorprendido con la presencia de su padre,
respondióle, como si continuara en voz alta un diálogo comenzado
mentalmente:
--El día en que llegué á esta casa, y en este mismo sitio, te prometí
descubrirte el fondo de mi corazón cuando fuera hora de hacerlo. Esa
hora ha llegado, y voy á cumplir mi promesa en este instante.
--¡Acabaras, hijo mío! --exclamó el viejo doctor, viéndose en el acento
de sus palabras y en la expresión de su fisonomía, el ansia en que
estaba viviendo.
Fernando se sentó á su lado, y dijo así:
--Cuando me referiste el triste suceso de Valdecines, unas palabras
mías te hicieron sospechar que podía ser causa de mis preocupaciones la
joven que hallaste á la cabecera de aquel lecho.
--Y he seguido sospechándolo.
--No necesito decirte cómo ni por qué empezamos á querernos. Bástete
saber que cuando tratamos de medir la profundidad de aquel amor, que
naciente y manso arroyo parecía, era ya inundación que nos arrastraba.
Una vez, y porque el rumbo de la conversación así lo quiso, la
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