De tal palo, tal astilla - 17

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movimiento; la fuerza fecunda la materia y produce toda generación y
toda destrucción. De la nada no se crea nada. Nada se crea, ni nada
se pierde. Todo se transforma y todo es movimiento eterno y continuo.
El átomo busca al átomo, y el polvo al polvo. Todo está sujeto á la
evolución; y la conciencia humana no es más que el término de esa
evolución misma... Y este pensamiento que me abrasa la mente y me
esclaviza al rigor de mis propias ideas, ¿qué es sino una excitación
nerviosa, una secreción de mi cerebro? ¡El espíritu! fantasma de la
razón sometida al dogma, grillete de la libertad de la conciencia...
¡palabra vacía de sentido!... ¡y la virtud y el vicio, el bien y el
mal, cosas convencionales, dependientes del clima, del temperamento y
de la educación!
Como en este hervor de conceptos hubiera más atrevimiento, más ira,
más desesperación que convicciones, Fernando se sintió poseído de una
agitación nerviosa, como si se hubiera empeñado en una disputa ardiente
y apasionada. Tuvo necesidad de dar reposo á su espíritu, y volvió á
apoyar su cabeza entre las manos. Momentos después tornó á su tema, y
el delirio le dió bríos para elevar su desquiciada mente á lo más alto.
Asustábale algo que en aquel supremo instante _sentía_ sin entenderlo
ni penetrarlo, y quería apartarlo de su conciencia, como el ladrón
arroja de su memoria, al cometer el crimen, el recuerdo del juez que
puede castigarle.
--¡Dios! --continuó diciéndose--. ¿Y qué es Dios sino el ideal,
la forma que va tomando en cada edad histórica el contenido de la
conciencia; el nombre que da la humanidad á lo que concibe como más
grande y perfecto? ¿Quién podrá demostrarme que ese ideal concebido
por la fantasía y acariciado por el sentimiento, llegue á convertirse
nunca en realidad?... ¡Sombras de la imaginación... visiones del
fanatismo!... ¿por qué no os disipa la clara luz de la razón humana?
¿por qué no alumbra hasta el fondo de ese misterio tenebroso?
Y el insensato, en lugar de aplicar esta declaración de su impotencia
á aquel blasfemo atrevimiento de su locura y de su ignorancia, lanzóse
más á ciegas en el foco de la falsa luz que le deslumbraba. Sintió
crecer sus angustias, y exclamó con una resolución digna de mejor
causa, y como si acabara de resolver un gran problema:
--Sólo hay una cosa que no tiene fin, eterna é invariable: el dolor.
¿Quién sabe si él es la fuerza inconsciente, la voluntad ciega que lo
gobierna todo?... Pero es indudable que el reposo está en la muerte, en
la aniquilación... Dormir en los brazos de la madre naturaleza, es el
apetecible término de la lucha de la vida... ¡Caiga de mis hombros esta
pesada carga que me agobia, y descansemos de una vez!
Retiróse de la ventana, trémulo por la agitación de sus ideas; y pocos
minutos después era una sombra que se movía entre la obscuridad del
jardín; y luégo, en la relativa claridad del camino que iba á unirse
al de la hoz, un gusanillo más que se arrastraba sobre la costra de la
tierra.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXVIII
LO QUE DESCUBRIÓ EL DÍA

Y aconteció que al amanecer el siguiente, un hombre de Valdecines, que
tenía negocios en Perojales, entró cantando en la hoz. Cantando seguía
sin cerrar boca, y mirando tan pronto al río como á las peñas de lo
alto, cuando cátate que, hallándose junto al _asomo_[4] más descarado
del sendero que llevaba, fáltanle de repente voz y movimiento, y
quédase con los ojos tan abiertos como la boca, y hasta se le muda el
color y se le encrespa la greña debajo del sombrero.
[4] Orilla descubierta de un precipicio.
--¡Mil demonios --se dijo cuando el espanto le dejó libre el uso del
entendimiento--, si aquello no es tan presona humana como yo mesmo!
Y en esto, retiraba el cuerpo hacia la montaña y avanzaba la cabeza
sobre el abismo.
--Dígote que no marra, ¡carafles!... ¡Que lo es!... ¡Vaya si lo es!
Aquello es pata, como la mía... y la otra también; y el cuerpo, cuerpo
de veras... con su brazo por acá... y su brazo por allá... el matorral
le tapa la cabeza... ¡Y el ropaje es bueno si los hay, ó yo no veo
pizca desde aquí! Y el hombre no mueve pie ni mano... ¡Qué ha de mover,
carafles, si quedaría redondo!... Porque, á mi cuenta, se despeñó
anoche por aquí abajo.
Miró á sus pies, y vió al borde del precipicio césped resobado y
arbustos rotos.
--¿No lo dije? --pensó estremecido el buen hombre--: por aquí se
_esborregó_ el venturao... ¡El Señor le cogiera en gracia!... Y ¿qué
hago yo en esto? ¿Paso, ó no paso?... ¡Que pase mi abuela!
Dijo, y se volvió á Valdecines, pálido, aturdido y jadeante. Su primer
intento fué dar parte á la Justicia; pero á la Justicia se la teme de
lumbre en tales casos. «Á buena cuenta --pensó--, me echará mano, por
si he tenido yo la culpa; y después... ¡vaya usté á saber en qué parará
ello, teniendo yo, como tengo, cuatro terrones y un par de bestias!»
Pero también si callaba y acertaba á saberse que él había vuelto al
pueblo sin llegar á Perojales, y al mismo tiempo se descubría lo
tapado, por boca más atrevida que la suya, ¿qué pensar de su silencio
y de su espanto? Ocurriósele, en esto, una idea muy atinada; y fué la
de referir el caso al señor cura, bajo secreto de confesión. Y así
lo hizo. El cura, después de enterarse de que el supuesto cadáver se
hallaba en término de Valdecines, dió parte al alcalde; éste se le
endosó al juez municipal; el juez municipal quiso endosársele al juez
de primera instancia, que residía á más de cuatro leguas de allí;
acudióse al pedáneo también, so pretexto de que el caso se rozaba,
hasta cierto punto, con el ramo de policía, orden y buen gobierno; el
pedáneo puso el grito en las nubes y echó la farda á don Lesmes, como
forense nato, por su cargo de facultativo titular de la municipalidad;
don Lesmes alcanzó el cielo con las manos, y protestó contra el endoso
por improcedente... En fin, que se puso en conmoción á todo el pueblo
en menos de dos horas. Al cabo se acordó que fuera á levantar el
cadáver el Ayuntamiento en masa, con su pedáneo y alguacil, el juez
municipal y el cirujano titular don Lesmes; y lo acordado se llevó á
efecto en aquella misma mañana.
Lleváronse á prevención cuerdas, hachas y azadones, con la gente
necesaria para manejarlos, por si había que labrar algún sendero en la
montaña para bajar hasta el sitio en que se hallaba el muerto; y se
prohibió á los particulares que acompañasen á la _comitiva_.
Partió ésta de Valdecines entre la general curiosidad, y llegó al sitio
indicado al cura por el descubridor del cadáver.
--¡Lo es! --dijo don Lesmes en cuanto se asomó al despeñadero.
--¡Lo es! --repitieron los circunstantes, asomados también al
precipicio.
Y, en efecto, era un cadáver lo que había allá abajo, muy abajo,
tendido sobre la angosta braña, poco más ancha que el cadáver mismo,
entre el río y la montaña.
Se buscó una bajada _posible_ aun para aquellos hombres avezados á
los precipicios, y se halló en un recodo que mucho más arriba formaba
la ladera. Estribando en los peñascos y agarrándose á los arbustos,
fueron bajando uno á uno los señores de la Justicia y acompañantes. No
fué cosa fácil ni placentera; pero al fin llegaron al temeroso lugar.
Adelantóse don Lesmes por orden del alcalde. El cadáver estaba tendido
boca abajo y con la cabeza oculta entre unas zarzas. El cirujano
dispuso, á su vez, que se le diera vuelta. Hiciéronlo así dos hombres.
Éstos, don Lesmes y la Justicia en masa, dieron un salto hacia atrás en
cuanto el muerto apareció boca arriba. Todos conocían, cuando menos de
vista, á Fernando, y todos conocieron su cadáver en aquél que estaban
contemplando allí, no obstante las heridas y destrozos que había en su
cara.
--¡Se despeñó! --dijo el alcalde medio atolondrado.
--No --respondió don Lesmes, pálido y conmovido--: si eso fuera,
tendría la _tapa de los sesos_ hundida; pero miren ustedes que la tiene
levantada... ¡Y harto será que no haya salido por ella lo que entró por
este agujero que hay al _ras_ del _pasa-pan_!
En esto, uno de los hombres, que reconocía el terreno y se fijaba mucho
en los bardales aplastados de la ladera, entre el camino y el sitio en
que se hallaba el muerto, encontró una pistola.
--¡Con esa debió de ser! --dijo don Lesmes al verla.
--Pero entonces ¿cómo estaba tan lejos del cadáver? --observó el
alcalde.
--Porque... porque no lo sé --repuso don Lesmes, cada vez más trémulo.
--Pues él debió de bajar rodando por aquí --dijo el que había hallado
la pistola--. Estos ramajos quebrados y la sangre que hay en esta
peña... ¡Como no se arrimara el tiro allá arriba, y bajaran después él
y la pistola!...
--Cuéntate que eso fué --replicó el alcalde.
--Si es que no lo hizo todo una mano alevosa --observó don Lesmes.
--Eso es lo que ha de averiguar la Justicia --replicó el alcalde--; y á
buena cuenta, vamos á registrar al muerto, por si topamos algún aquél
de luz sobre el particular.
Registrósele en el acto, y se hallaron en sus bolsillos tres cartas:
una «para la Justicia;» otra «para el doctor Peñarrubia,» y otra «para
la señorita doña Águeda Rubárcena.»
El juez abrió la primera, que decía así:
«Declaro que me quito la vida por mi propia voluntad; y ruego
á la Justicia que recoja mi cadáver, que haga llegar á sus
respectivos destinos las dos cartas que hallará con ésta en mi
bolsillo.--_Fernando Peñarrubia._»
--Y la fecha es de ayer --añadió el juez--. Pues con esta declaración
acabó la presente historia. Y bien mirado, más vale así.
Los circunstantes oyeron estupefactos la lectura del papel, y ni una
palabra se oyó allí contra el desdichado á quien el día antes hubieran
arrojado á pedradas de Valdecines.
Alguien, más en son de lástima que de vituperio, acertó á decir:
--Quien mal anda...
Pero no logró acabar el proverbio, pues el alcalde le atajó con estas
expresiones:
--Esa es cuenta de Dios que le ha juzgado ya... Á nosotros no nos
toca más que tenerle compasión, cumplir su última voluntad y darle
sepultura. ¡Desventurado de él, que por su delito no puede recibirla
sagrada!
Y no obstante, por un sentimiento de caridad, aquellos hombres rudos
se descubrieron la cabeza, se hincaron de rodillas é imploraron, en
fervorosa oración, la divina misericordia para el alma de aquel cuerpo
manchado por el mayor de los crímenes.
--Falta --dijo luégo el alcalde, hablando siempre en nombre del juez,
no muy ducho en tales procedimientos-- identificar la persona, vamos al
decir, el cadáver.
Llamó al alguacil y al pedáneo.
--Tú --dijo al primero-- vas á ir volando ahora mismo á Perojales.
Entregarás esta carta á quien reza el sobre, y dirás á esa persona que
se le espera aquí, para... para los efectos consiguientes.
Hízose notar á la digna autoridad que era el golpe harto recio para
dado sin advertencia ni contemplaciones.
--Cierto --respondió el alcalde--. Por dura que ese hombre tenga el
alma, ha de llegarle muy adentro la noticia, y compasión me da de
veras, aunque no la merezca; pero la justicia no debe tener entrañas, y
la ley es ley... y ya estás andando... quiero decir, de vuelta, porque
aquí queda esperando la autoridad.
Y el alguacil, sin chistar, echó á gatas por el sendero á cumplir lo
mandado.
--Tú --dijo entonces el alcalde al pedáneo-- pica también monte arriba,
y no pares hasta Valdecines con esta otra carta que entregarás en
propia mano, con la finura y el aquél del caso respetive al genial
y prosapia de la señora que ha de recibirla. Y ahora --añadió,
volviéndose al juez mientras el pedáneo tomaba el mismo sendero que
el alguacil--, hay que escribir todo esto que está pasando y ha
pasado, con el item más de la declaración del señor facultativo, en la
solfa conveniente al resultante; pero como el caso pide buena pluma
y mucho sosiego, se hará la diligencia y competente sumaria en la
casa consistorial, como si hubiera sido hecha de cuerpo presente, y
procederemos en su hora al _sotierre_, que bien puede ser aquí, ya que
está prohibido que sea en el campo santo... si otra cosa no dispone el
interesado que ha de reconocer al muerto...
Habrá notado el lector que el bueno de don Lesmes habló muy poco
durante las narradas ceremonias. No hay que extrañarlo. Andaba el
hombre tan sin tino ni serenidad, que á pique estuvo de desmayarse
cuando se le dijo que habría que proceder á la autopsia del cadáver.
Disfrazó su natural repugnancia á semejantes carnicerías con el aserto
de que le faltaba corazón para descuartizar al hijo de su muy querido
amigo y condiscípulo el doctor Peñarrubia, y convínose en dar por
cumplido ese requisito en el expediente que había de formarse. Con
lo cual se tranquilizó no poco, y hasta comenzó un discurso sobre lo
innecesarias que eran esas «barbaridades» en la mayor parte de los
casos en que se empleaban; y perorando estaba, mientras los hombres
agregados á la justicia abrían una fosa cerca del muerto, cuando
apareció en lo alto del camino de Perojales, á todo correr del caballo
que montaba, el infeliz doctor Peñarrubia.
Enmudeció el cirujano á la vista de aquel horrible dolor en cuerpo y
alma, y hasta los que más le aborrecían por impío se condolieron de él
por padre sin ventura.
No quiero atormentar al lector con el relato de lo que allí pasó poco
después. Si no desea ignorarlo, imagíneselo; cosa no difícil para él,
pues conoce al padre, ha visto lo que queda y ¡cómo queda! del hijo, y
es cristiano y tiene corazón y caridad.
Debo, no obstante, y para ayudar á su imaginación, ofrecerle un dato
importante. Cuando los criados del doctor le dijeron que habían hallado
abiertas las puertas de la casa y la del corral, lanzóse el infeliz, en
un movimiento instintivo de su amor, al cuarto de Fernando. Encontróle
vacío, vió su cama intacta, y se estremeció. Sin atreverse á oir lo que
le decían sus propios pensamientos, mandó á sus sirvientes en busca de
su hijo en varias direcciones, y él mismo tomó la de Valdecines, por
juzgarla más llena de esperanzas.
En la hoz estaba ya, y muy adentro, cuando le encontró el alguacil que
le llevaba la carta consabida. Detúvole, entregósela sin miramientos
ni precauciones; leyóla el otro, más con el corazón que con los ojos;
pidió luégo, como deben pedir la muerte los que no pueden con la vida,
_¡más noticias!_, y el alguacil le refirió cuanto sabía, que no era
poco. ¡Tan reciente era la que llevaba el doctor clavada en el pecho
como puñal de cien puntas, y tan inhumanamente se le había dado la
puñalada! Ahora podrá ver el lector á su verdadera luz la escena que
tuvo lugar poco después en el fondo del precipicio.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXIX
DE RECHAZO

Desde que don Sotero vió la obra de Bastián destruída por la inesperada
venida de don Plácido á Valdecines, juzgó en descenso su fortuna.
Alentábale, sin embargo, la esperanza que ponía en el carácter
estrafalario, bonachón y docilote del solterón de Treshigares; pero
cuando habló con él y le vió tan firme y resuelto, comprendió que
principiaba el fin de sus iniquidades, y, lo que era más grave para él,
que había quedado preso en la red tendida al caudal de los Rubárcenas.
Ni sus atrevimientos hasta allí tenían fácil disculpa, ni el sesgo
que tomaban las cosas se prestaba á imponerlos como ley por la fuerza
de otros mayores. Meditó seriamente sobre el caso, y le vió muy negro
por todas partes. Su mayor aspiración no podía exceder ya de que se
le perdonara lo pasado. En cuanto á su intervención en la casa de
los Rubárcenas, no ya como tutor y curador de las huérfanas, pero ni
siquiera como administrador de sus bienes, era una insensatez no darla
por concluída. De manera que no solamente tenía que renunciar á la
posesión de aquel caudal, con tanta maña perseguido, sino también á lo
que de él pudiera pegársele á fuerza de manosearle. Era la primera vez
que se le escapaba de entre las uñas una presa señalada por sus ojos.
Le costó mucho trabajo resignarse á verlo así; pero la necesidad le
obligó á ello.
La mejor jugada de toda su vida había estado á punto de hacerla en la
vejez, y aquella jugada la perdió al cabo. Probado está que á esa edad
es cuando más estragos causan las grandes pesadumbres y las agudas
enfermedades. No se asombre, pues, el lector si le digo que en menos de
veinticuatro horas se abatió la entereza de don Sotero, como áspero y
bravío roble herido por el hacha en sus raíces: quédase aún enhiesto;
pero hasta las brisas le bambolean, y el primer viento le derriba.
Resuelto á implorar hasta la misericordia de sus víctimas para sacar
el único partido que le ofrecían las dificultades de su situación,
consagró el corto plazo que le dió el indignado señor de Quincevillas
para optar entre los dos extremos que le propuso, á arreglar sus
cuentas del mejor modo posible; y aun en aquella ocasión demostró el
buen ex-procurador que, como el gitano del cuento, era una hormiguita
para su casa. ¡Qué mano de _raspa_ tan admirable! ¡Qué primor de
destreza aquella pluma para imitar recibos de doña Marta! ¡Qué instinto
aritmético el suyo para obtener alcances en su favor allí donde no
había sino rastros de sus ávidas manos, al sacarlas llenas de lo que
no le pertenecía, durante tantos años de administración! Y todos
estos milagros los hacía el pío varón en medio del mayor desconcierto
cerebral. Porque es de saberse que á la sazón hablaba solo y deliraba;
y hasta el escaso mendrugo que comía, menos le servía para alimento del
cuerpo que para dar fuerzas á su pesadumbre. ¡Qué no hubiera hecho el
santo hombre puesto á la misma tarea en sana salud!
Antojábasele poco cuanto sacaba en números de los libros de su
administración; y cuando pasaba la vista por el inventario, bien
ordenado y dispuesto, de su propio caudal, aunque éste era bueno y
estaba bien asegurado, creíase pobre y á las puertas de la miseria.
¡Tan grande le parecía lo que se le había escapado de entre las uñas, y
por tan suyo llegó á contarlo!
El único deudor que aparecía allí sin hipoteca sólida y á todas horas
realizable, era Fernando. ¿Dónde tuvo él la cabeza; qué sensiblería
estúpida se apoderó de su corazón; qué diabólica insensatez le cegó
cuando hizo aquel desatinado negocio! ¡El ansia de tener cogido por
ese lado al aspirante al caudal de Águeda; la convicción de que todo
ello era un grano más en la semilla que había de darle tan abundante
cosecha!... ¡Y la cosecha se perdió al menor soplo de la adversidad!
¡Mentecato, y mil veces mentecato!... ¿Dónde puede haber disculpa para
el hombre que así aventura lo que más ama y necesita!... Si, bien
mirado, el doctor se hallaba en lo mejor de la vida; y al ver cómo la
traía de regalona y descuidada, el más lerdo comprendería que hasta los
clavos de la puerta se habría comido ya para el día de su muerte. ¡Qué
lucida hipoteca para sus seis mil duros! ¡Y el muy torpe hostigaba y
perseguía á su deudor exponiéndole á coger una enfermedad, ó á cometer
un desatino que le costara la vida antes de adquirir con qué pagarle!
Afortunadamente, aún era tiempo de enmendar esa torpeza. Buscaría
á Fernando, le hablaría al alma, le pediría perdón por sus pasadas
inclemencias, y hasta se brindaría á ayudarle en sus proyectos. ¿Y por
qué no? Al cabo y á la postre, ¿no era gallardo y excelente mozo? ¿No
hacía con Águeda la pareja más hermosa que pudiera buscarse? Que era
un tanto descreído... ¡Bah! ¿Quién se para en tales pequeñeces hoy?
_Tener ó no tener_, ésta es la cuestión. Pero ¿aceptaría el vanidoso
joven sus excusas y protestas, después de la guerra que le había hecho
él?
Así discurría el santo varón según iba leyendo y manoseando el recibo
que ya conocemos, tras de llorar las mal aprovechadas horas de su vida
(con los cuales discursos sufría congojas mortales y sudaba hieles y
borra de azufre por todos los poros de su lacio pellejo, pues es de
saberse que ayuno estaba su estómago aquel día hasta del fementido
chocolate con que entretenía al levantarse los asaltos del hambre),
cuando llegaba á Valdecines el pedáneo con la carta para Águeda, y la
noticia, que se propagó por el pueblo como la llama en un reguero de
pólvora, de que el cadáver hallado en la hoz era el del hijo del doctor
Peñarrubia.
Lo oyó Bastián á la puerta de su casa, subió las escaleras de cuatro
zancadas, entró en la alcoba sin pedir permiso; y tal como lo cogió en
la calle, se lo espetó en crudo á su tío, en la persuasión de que le
daba la más sabrosa de las noticias.
No prestando crédito á sus oídos, que desde días atrás le zumbaban muy
á menudo, don Sotero, sobresaltado y trémulo, hizo repetir á Bastián
todas sus palabras; después le preguntó, con la voz medio extinguida,
quién le había dado la noticia, y, por último, quién la había traído al
pueblo; y cuando supo todo lo que sabía el alcalde pedáneo, encontróse
sin fuerzas para moverse de la silla, y ni siquiera las tuvo para
cerrar la boca y los ojos, que se le habían quedado desmesuradamente
abiertos; las negras ideas se bamboleaban en su cerebro al mismo compás
que el armario y la mesa, y la ventana, y las paredes de su cuarto;
sentía que por toda su piel se deslizaba un sudor frío, como si la
sangre, convertida en suero destilado, se le derramara por los poros; y
tan amarillo y desmayado se le puso el color, que Bastián, transido de
susto, corrió á avisar á Celsa.
Entre tanto, notó don Sotero, en medio de su modorra, que se le caía
de las manos el papel que entre ellas tenía cuando entró en el cuarto
su sobrino; y como ya no veía sino por los ojos de su perturbada
imaginación, soñó que aquel documento se convertía en seis pesadísimas
y repletas talegas con alas, las cuales seis talegas se alzaron volando
y se le pusieron sobre el pecho. Como eran tan pesadas, ahogábase el
hombre debajo de ellas; pero carecía de movimiento y de voz, y hubo
de sufrir aquel suplicio hasta que las talegas volvieron á volar,
todas á un mismo tiempo. Volaron muy alto, como pájaro que se va; pero
detuviéronse allá arriba unos instantes en sosegado coloquio. Después
se separaron unas de otras, tornaron á reunirse, y, por último, muy
adheridas entre sí, casi formando una sola masa, dejáronse caer á
plomo, con una velocidad vertiginosa, sobre la cabeza de don Sotero.
Veíalas éste descender, y no podía separarse un punto para evitar
el golpe que le esperaba. ¡Qué golpe! Hubiera jurado el mísero, al
sufrirle, que le oyeron desde el otro hemisferio; que su propio cuerpo
se había hundido en la tierra hasta el pescuezo, y que por el agujero
abierto en su cabeza entraba toda el agua del regato del valle,
alborotada y ruidosa, llenándole el cráneo y desalojando de él hasta
el último de sus desquiciados pensamientos. Entonces perdió también la
sensibilidad y toda noción de su existencia.
Cuando don Lesmes llegó de la hoz al mediodía, Bastián le aguardaba
á la puerta de su casa. Díjole lo que ocurría en la de su tío, y el
cirujano corrió á ella sin detenerse á descansar un instante; pero
apuntando en su memoria aquel día como el más infausto de todos los de
su larga carrera profesional.
Hallábase ya tendido sobre el lecho el enfermo, con el rostro amoratado
y verde espumarajo entre los dientes, y rodeábanle Celsa y algunos
vecinos que habían acudido á sus gritos y á los de Bastián cuando le
vieron derribado en el suelo después de la referida visión de las
talegas.
Don Lesmes le reconoció detenidamente, y dijo, volviéndose á los
circunstantes:
--Es un _paralís_ de carácter apoplético.
Y como alguien le preguntara qué venían á ser en romance estos latines,
añadió el cirujano:
--Una hemiplegia _lateral derecha_.
Tampoco esta explicación satisfizo la natural curiosidad de los
presentes. Entonces preguntó Bastián á don Lesmes:
--¿Pero se muere ó no se muere?
--Tan cerca está de morirse --respondió el cirujano-- que vas á ir
ahora mismo á buscar la unción mientras yo empleo los pocos recursos
que caben en lo humano para tratar de volverle á la vida.
Bastián que tal oyó, echóse sobre el abotargado cuerpo de su tío, no
para llorar ni mesarse las greñas en testimonio de su pesadumbre, sino
para registrarle los bolsillos hasta dar con las llaves de aquellos
cajones en que se guardaban los tesoros del avariento. Cuando las tuvo
en la mano, recogió los libros y papeles que había sobre la mesa, los
guardó en el arcón muy sosegadamente, y entonces salió á cumplir el
encargo hecho por don Lesmes, entre las maldiciones de Celsa y el
asombro de los demás.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXX
EL SOL DE TASIA

En las primeras horas de la tarde del día de San Juan, mientras las
campanas repicaban al rosario, y las mozas se vestían y se adornaban
para ir á rezarle y andar otra vez la procesión antes de dar comienzo
la romería, y se dirigían á Valdecines por sierras, mieses y montañas
las gentes de los pueblos circunvecinos, Águeda había llamado á Macabeo
á su casa.
--Para que esta tarde --le dijo-- celebres la fiesta del santo Patrono
más alegremente que lo poco que alcanzaste de la velada de anoche,
quiero que sepas que he determinado, con el beneplácito de mi hermana y
de mi tío, regalarte cuantas tierras llevas de esta casa en arriendo,
sin perjuicio de manifestarte la estimación en que todos te tenemos,
con otras dádivas, hasta hacer de tí uno de los mejor acomodados
labradores del pueblo. En cuanto al servicio que anoche me prestaste,
como no es de los que pueden pagarse con dinero, queremos que le vayas
cobrando considerándote como persona allegada á nuestra familia... ¿Te
satisface lo que te digo, Macabeo?
--¡No, señora! --respondió éste entre conmovido y entusiasmado--, y
máteme Dios si dejo de agradecer en todo lo que vale esa riqueza que
usté me ofrece; pero es el caso que, viéndome ya tan pagado, el día
en que usté me pida la vida entera porque la necesite, yo mismo he de
creer, al dársela, que la doy á cuenta de lo recibido; y eso no tendría
gracia maldita.
--Pero como yo te aseguro --repuso Águeda, envolviendo sus palabras en
una de aquellas celestiales sonrisas con que se imponía á cuantos la
trataban--, que no has de hallarte jamás en ese trance, queda el trato
hecho... y vete ahora á divertirte á la romería.
¿Querrán ustedes creer que por más esfuerzos que hizo Macabeo no
pudo complacer á Águeda en lo de divertirse aquella tarde? Mucho le
desazonaba el asunto de los ramos puestos en sus tierras, y el no poder
averiguar qué manos habían andado en el juego; traíale, además, no
poco preocupado lo que se decía en cada casa y en todos corrillos, de
Fernando, de sus inicuos propósitos y de sus criminales antecedentes,
noticias todas que tan mal se avenían con la idea que él tenía formada
del campechano joven, y con el destino que se había atrevido á darle
en sus oficiosas figuraciones; contrariábale también la misma bulla
del día, que le hacía tan poco á propósito para presentarse en casa
de Tasia y pedírsela á su padre, según lo acordado entre la moza y él
al emprender su viaje á Treshigares; todo esto junto y cada cosa de
por sí, era bastante motivo para aguarle la fiesta robándole el buen
humor; pero lo que más le acongojaba y entristecía era el recuerdo
de lo sucedido en casa de don Sotero al llegar él de Treshigares.
Cuando en ello pensaba, y no lo echaba un punto del pensamiento, no
comprendía cómo no estaba ya en la picota el consejero, y en presidio
el aconsejado. ¡Ah! si no fuera por esparcir los sonidos del suceso,
hasta entonces de todos ignorado en el pueblo, ¡qué solfa de palos no
hubiera llovido ya sobre las costillas de los dos causantes!... ¡Y uno
de ellos era el que le robaba de vez en cuando las preferencias de
Tasia!... ¡Bestia dañina y estúpida!... ¡ahora lo vería; ahora que él
era rico y preferido, y además le tenía cogido por las greñas de un
delito abominable!
En éstas y otras meditaciones pasó la tarde culebreando por la romería,
olisqueando las avellanas y chupando algunos caramelos; recibiendo las
bromas de la gente, no de muy buen talante, y sin verse asaltado una
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