De tal palo, tal astilla - 05

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para las Ánimas, cepillo en mano, al salir la gente de la iglesia.
Pues á pesar de todo esto y de mucho más, la voz pública le ponía de
hipócrita y de bribón, que no había por dónde cogerle. La misma fama
aseguraba que no había rastro en el pueblo de un acto de caridad de don
Sotero. Éste mostraba una pobreza extremada en los menores detalles de
su vida; lo que, según las murmuraciones, se compadecía muy mal con la
vida regalona y descuidada que llevaba su «sobrino;» el cual «sobrino»
decía, á cada paso, que gastaba de lo suyo, heredado de su madre. Según
las gentes, don Sotero era muy rico y tenía el dinero enterrado en la
huerta, ó en la cuadra, ó quizá escondido entre las latas del tejado.
Cómo había adquirido tanto caudal un pobre procurador de aldea, nunca
pudo averiguarse en Valdecines; y á ese punto obscuro se enderezaban
las historias tremebundas que relataban las gentes, siempre dispuestas
á ver detrás de personajes como don Sotero, huérfanas esquilmadas,
testamentos falsificados, depósitos desconocidos, y hasta poderdantes
emparedados.
Yo, por ahora, lector, ni entro ni salgo. Más adelante, veremos.
Entre tanto, vuelvo á tomar el asunto donde quedó pendiente, y digo
que los pasos aquéllos se fueron acercando á la sala; y que, por
último, apareció Bastián á la puerta de la alcoba, no tan retozón ni
estrepitoso como cuando se acercó á Macabeo. Verdad que don Sotero
estaba terrible en la actitud en que le hemos visto. Detúvose Bastián á
respetuosa distancia, y aún continuó aquél un breve rato con la mirada
punzante, fija en los desmayados ojos del muchachón.
Cansábase éste de dar vueltas al hongo entre sus manos y de atusarse el
pelo, cuando el otro, soltando la pluma, después de limpiarla sobre la
haldilla de su chaquetón, le dijo con voz preñada de iras y menosprecio:
--Tan bruto eres, que una sola cosa medio acertada que has hecho en tu
vida, la has hecho por casualidad.
Asombrado quedó el gaznápiro al ver el poco ruido en que paraba nublado
tan imponente. Llenósele de júbilo la caraza, y dijo, mientras avanzaba
hacia la mesa enseñando todos los dientes:
--¡Tenga usté buenos días, señor tío muy amado!
--¿Oyes lo que te he dicho? --añadió don Sotero, parando á su sobrino
con el lanzón de su mirada.
--¡Dios!... ¡ni aunque fuera sordo! --respondió Bastián volviendo á
manosear el chambergo. Luégo preguntó:
--¿Y se puede saber cuál es la cosa buena que yo he hecho por
casualidad?
--Precisamente la que más miedo te daba al ponerte enfrente de mí: el
haber venido á Valdecines sin mi permiso.
--Verdad es, tío muy amado, que el venir sin su licencia de usté,
dábame acá adentro muchos resquemores; pero de su buen corazón esperaba
que tan aína como yo estipulara los motivos...
--Los motivos esos los barrunto y no los trago, por falsos; y en cuanto
á los verdaderos, te han de costar á tí disgustos muy gordos, ó yo no
he de ser quien soy... Digo que sin querer has acertado viniéndote á
Valdecines, porque cabalmente estaba pensando yo en mandarte venir.
--Y ¿por qué, tío muy amado?
--¡Menos jarabe, animal, que no cae bien en tu boca! --dijo don Sotero
echando por la suya las palabras como latigazos--. Me consta lo que
me amas, y mejor te está callarlo, si tienes chispa de vergüenza...
Digo que pensaba mandarte venir, porque me convenzo de que es echar
margaritas á puercos gastar un ochavo en pulirte esa naturaleza
brutal... Á ver, date dos paseos por la sala... Párate ahora. Figúrate
que pasa á tu lado una persona decente y le haces un saludo... Es una
señorita, y te sonríes al mismo tiempo... ¡Cierra esa boca, pedazo de
bestia!
Bastián iba ejecutando, como un recluta, las órdenes de su tío; tan
desatinadamente, que éste se tapó los ojos por no verle al decir las
últimas palabras que hemos transcrito.
--¡Basta, basta! --añadió.
Su sobrino, encogiéndose de hombros y con las manos en los bolsillos
del pantalón y el sombrero encasquetado, volvió á la puerta de la
alcoba y allí se plantó.
--No sirves, Bastián... ¡no sirves! --exclamó don Sotero cuando se
descubrió los ojos y volvió á mirar á su sobrino.
Éste, asombrado del dicho, replicó en el acto:
--¿Que no sirvo? ¡Dios! Y ¿para qué no sirvo, si se puede saber?
--Para tu felicidad, para la mía... para realizar los propósitos que me
han costado tantos desvelos y tanto dinero... ¡y tanta comedia!
--En lo de la comedia y los desvelos, usté se entenderá, si á mano
viene; respetive al dinero, de lo mío gasto.
--¡De lo tuyo... de lo tuyo, zanguango! --dijo don Sotero con la misma
cara que pondría si le sacaran una tira del pellejo--. ¡De lo tuyo!
¿Dónde lo ganaste? ¿De dónde te vino?
--De la herencia. ¿No me lo ha dicho usté cien veces?
--Para que lo divulgues, animal; no para que me lo cuentes á mí. Tú no
tienes un ochavo, sábelo bien; ni yo tampoco le tendré si no te corto
las alas que en mal hora te dí.
--¿Y por qué me las dió usté?
--Porque esperaba que sabrías volar con ellas; porque pensé que la
garlopa de la educación llegaría á pulimentar tu madera, por ingrata
y dura que fuese. Por eso te envié dos años hace á la ciudad; por eso
te tuve allí hecho un paseante en corte, y recibiendo al mismo tiempo
enseñanzas que no te han cabido en la cabeza.
--¿Y para qué se empeñaba usté en esos imposibles?
--Ya te lo he dicho, bárbaro: para hacer de tí un hombre capaz de
llevar á cabo mis proyectos.
--Pues si se han de lograr dándome á mí tormento en la ciudad, téngalos
por finiquitos.
--¡Nunca!
--¿Quiere decir que he de volver allá?
--¡Jamás!
--Pues no lo entiendo.
--Ni lo necesitas. Lo que has de saber es que, desde anoche acá, las
cosas han cambiado, y que, tal como eres, haces aquí mucha falta...
Por eso acertaste en venir hoy, aunque, viniendo, creyeras que obrabas
mal... ¿Dónde has estado desde que llegaste?... porque tú llegaste hace
dos horas.
Atarugóse aquí Bastián, y respondió balbuciente:
--Esperando á que usté saliera de casa de la difunta.
--¿En dónde?
--Por ahí.
--¡Mentira!
--¡Dios!
--¡Es preciso que renuncies para siempre á esa inclinación maldita, ó
te ha de quedar memoria de mí! Desde hoy no darás un paso en el pueblo
sin que yo te lo aconseje.
--¡Pues me voy á divertir!
--Es que no trato yo de que tú te diviertas, sino de sacar el jugo, _á
todo trance_, al caudal que me has derrochado embruteciéndote, y á los
desvelos que me cuestan estas cosas.
--¡Estas cosas!... siempre está usté con «estas cosas» al retortero;
y el demonio que le entienda. ¡Dios! hable claro de una vez, aunque
reviente, y medraremos.
Miró don Sotero de alto á bajo á Bastián, con un gesto que se resiste á
toda pintura, por lo mezclado que anduvo en él lo feo con lo duro, lo
irónico, lo amenazador y lo depresivo, y díjole al fin:
--No olvides lo que te he encargado: desde este momento ¡ni un paso
tuyo en Valdecines sin que yo le conozca y le autorice! Hay que
aprovechar ¡hasta los minutos! Esto es todo lo que te importa saber. Y
ahora, pedazo de bruto, lárgate de ahí á mudarte esa ropa.
Bastián se dió media vuelta; atravesó la sala de dos zancadas, y entró
en la alcoba frontera á la de don Sotero, exclamando al cerrar con ira
la desvencijada puerta:
--¡Dios!... ¡qué hombre!
El tal, cuando se vió solo, sacó del bolsillo la carta que había
guardado al acercarse Bastián; tornó á humedecer la pluma en los
cendales del tintero; hizo algunos números en la parte no escrita
del sobre; luégo se entretuvo en despegar el sello, que guardó
cuidadosamente entre otros que tenía envueltos en un papel dentro del
armario; y, por último, rompió la carta en pedacitos muy pequeños, que
aún subdividió en otros casi microscópicos.
--¡Que aguarde la respuesta! --murmuró sonriéndose.
Volvió á sentarse, y del cajón de la mesa sacó un libro que, según
rezaba el tejuelo de la tapa, era de cuentas de su «_Administración de
las rentas y aparcerías de doña Marta Rubárcena de Quincevillas_;» y
antes de abrirle, llamó muy recio desde la puerta de la alcoba:
--¡Celsa!
Y al punto apareció en la sala, arrastrando las chancletas, una mujer,
ya de años, con no pocos remedos, si es que no era fiel trasunto, de
aquella piadosísima _Pipota_, consejera y buscona del archicélebre
_Monipodio_. Y díjola don Sotero en cuanto la vió:
--Avísame cuando oigas tocar á misa, que hoy no es día de perderla.
Con lo cual, la vieja se volvió á su escondrijo y el hombre á sus
papeles.
[Ilustración]


[Ilustración]
VII
ÁGUEDA

Si la superficie de un dormido lago se transformara súbitamente en
pradera verde y lozana, y á un extremo de ella brotaran un bardal
espeso aquí; un grupo de castaños allá; dos higueras enfrente; un
robledal más lejos; una fila de cerezos delante de un barullo de
manzanos y _cerojales_; una mimbrera junto á una charca festoneada
de juncos, _menta de perro_ y _uvas de culebra_; un alisal hacia
el monte... y otros cien adornos semejantes, que el buen gusto del
lector puede ir imaginando sin temor de alejarse de la verdad; y luégo
colocáramos una casita, agazapada debajo de su ancho alero, como
tortuga en su concha, al socaire del bardal; otras dos parecidas, á
la sombra de las higueras; cuatro ó cinco, no mayores, detrás de los
castaños; algunas, con balcón de madera, aquí y allí, compartiendo
amistosamente con las más humildes el amparo del robledal ó los
sabrosos dones de los frutales; otras muchas, y cada una de por sí,
arrimadas á la setura de un _solar_, ó á la pared de un huerto; y en
el centro de este _ordenado_ y pintoresco _desorden_, una iglesia
modestísima alzando su aguda espadaña, como pastor vigilante la cabeza
para cuidar de su disperso rebaño; y, por último, subiéramos al monte
frontero, y en una de sus cañadas tomáramos la linfa de un manantial,
y la dejáramos descender á su libertad, y arrastrarse á las puertas de
este caserío, y murmurar entre las lindes de dos huertos de la mala
acogida que se le hiciera en las abiertas corraladas, hasta que después
de refrescar las raíces de los álamos cercanos á la iglesia y hacer á
ésta una humildísima reverencia que le costara un nuevo rodeo en su
camino, se largara mies abajo, entre berros y espadañas, tendríamos,
lector discreto, pintiparado á Valdecines. Así está tendido al comienzo
de un angosto y no muy largo valle, llano como la palma de la mano; así
están distribuídos, como en dibujo de hábil artista, sus caseríos, sus
huertos, sus arboledas y sus aguas. Montes de poca altura, pero bien
vestidos, y la sierra que conocemos, amparan el valle por todas partes;
y se une á otro más extenso por el angosto boquete que da salida al
riachuelo que, paso á paso y con la ayuda de otros vagabundos como él,
va tomando humos de río.
La casa en que han ocurrido los sucesos de que dimos noticia al lector
en el capítulo II, es de las más próximas á la sierra. Como la mayor
parte de las solariegas de la Montaña, sólo en dos fachadas tiene
balcones: al oriente y al mediodía. La corralada, de que también hemos
hablado, está delante de esta fachada; la del oriente cae sobre un
jardín separado de la vía pública por un enverjado que arranca de la
pared del corral y se une por el otro extremo á un muro que, después
de describir una curva extensísima, va á soldarse con el otro costado
de la portalada, dejando encerrado un vasto parque en que abunda, con
inteligente distribución, lo útil y lo agradable.
Dentro de esta casa no se busque el muelle lujo de la ciudad. Holgura,
comodidad, abundancia, buen gusto y primores de limpieza, eso sí.
Durante el feliz matrimonio de la última de los Rubárcenas con el señor
de Quincevillas, se hicieron en ella notables reformas, procurándose
hermanar en lo posible las reliquias de antaño y las exigencias de las
necesidades modernas. Son muy venerables los techos de madera, las
camas de alto testero y los bancos de encina con tallado espaldar;
pero son mucho más cómodos los cielos rasos, las camas metálicas con
jergón de muelles y los sillones tapizados, siempre que se trata de
dormir y de sentarse. Cuando se fundó aquella casa, todo el lujo _de
clase_ consistía, después de los indispensables blasones esculpidos en
piedra sobre el centro de la _solana_, en una portalada de sillería
con adornos y remates de escultura, costoso marco en que encajaban
dos portones macizos atestados de clavos de altísima cabeza, para dar
ingreso á un corral, obstruído ordinariamente por el acopio de leña
para largos meses, un carro de labranza, un horno de pan, el brocal de
un pozo con su correspondiente pila, y á menudo un montón de estiércol,
amén del perro y las gallinas, cuando no los conejos. Esto al mediodía,
en lugar preferente. El huerto, pequeño y asombrado por elevadas
tapias, como cosa indigna de verse, estaba relegado á la fachada del
norte; es decir, al frío y á la obscuridad. Sin embargo, era otro
detalle _de clase_; por lo cual se cargaba el despilfarro y la fachenda
en las tapias que se veían, importando dos cominos que la fruta y las
legumbres fueran pocas y malas.
Así estaba aún la casa de los Rubárcenas cuando unió sus blasones á
los de los Quincevillas. El avisado matrimonio comprendió que se podía
mejorar aquello sin ofensa de la tradición; y fué su primer acuerdo
dejar la portalada como la hallaron, por lo que tenía de vieja y,
sobre todo, de monumental; pero quitaron el horno y trasladaron los
demás estorbos del corral á una casita de labranza, construída á este
propósito en terreno que abundaba al otro lado de la casa solariega.
El tal terreno fué creciendo en extensión en virtud de compras y
cambios hechos por don Dámaso, muy aficionado á estas cosas, que son
la salsa de la vida campestre. _Redondeada_ la finca, comenzaron las
roturaciones, los plantíos y las siembras, y, por último, se cercó á
cal y canto, en la cual tarea, como nos dijo don Lesmes, sorprendió la
muerte al señor de Quincevillas. El jardín fué proyecto de su mujer, y
en su ejecución no intervino poco el buen gusto de Águeda, aunque era á
la sazón una niña.
Así andaba en aquella casa, por fuera y por dentro, mezclada la
tradición venerable con los estilos del día, como anda en todas las
solariegas de la Montaña, que no han acabado _en punta_, ó no se han
visto abandonadas por sus señores, más acomodados al bullicio de la
ciudad que al silencioso apartamiento de la aldea.
Cuentan los viejos de Valdecines que, por aquel entonces, la señora
de Quincevillas tenía que ver. Á creerlos, reinas la vestían y
emperatrices la peinaban; no por el lujo, que nunca fué tentada de él,
sino por el modo; el sol y la luna llevaba pintados en sus ojos negros;
y no parecía sino que los mismos ángeles le plegaban los labios cuando
sonreía. Su pelo era más fino y más negro que la seda; el cutis, como
nieve entre rosas, y torneros de la gloria debieron de hacer aquel
cuerpo gallardo que, al andar, se mecía como el dorado mimbre al blando
soplo del terral de la aurora.
Y no digo lo que se refiere de su caridad sin límites, de su amor
á los pobres y de su despego de las pompas mundanas, porque sería
el cuento de nunca acabar; y callo lo que se ensalza la especie de
veneración que sentía por su marido, tan digno de semejante mujer, por
sus altas prendas y señaladísimas virtudes; y lo que se pondera su
piedad edificante sin extremos ni gazmoñería; y, por último, lo que se
regocijaba su alma en la contemplación de la hija con que Dios había
querido estrechar más los lazos de aquel venturoso matrimonio, porque
lo uno se adivina fácilmente, y de lo otro voy á hablar yo por mi
propia cuenta.
Cierto, ciertísimo, que la última de los Rubárcenas tenía mucho
talento, y evidente y comprobado que no le mostró jamás elevándose á
las cumbres de la filosofía, ni á otras alturas en que las mujeres se
hacen ridículas, y se marean muy á menudo los hombres, sino bajándose
á los prosáicos pormenores de la vida doméstica. Tengo para mí que es
más difícil dirigir una familia sin que ninguno de sus miembros se
extravíe, ó la discordia arroje de vez en cuando en medio del grupo
su manzana, que gobernar un Estado. La señora de Quincevillas fué un
modelo admirable en aquel empeño. Ayudáronla en él su fe cristiana,
ante todo; es decir, la luz y la fuerza para conocer y cumplir sin
desmayo los altísimos deberes de su cargo, como esposa y como madre; y,
en segundo término, el rico caudal de conocimientos, á cual más útil en
los ordinarios sucesos de la vida íntima, adquirido en germen durante
su estancia en el colegio y profusamente desarrollado más tarde por la
virtud de su rara inteligencia.
La educación de Águeda, la formación de aquel hermoso carácter de que
ya hemos oído hablar, fué la grande obra de su vida, tarea en que, de
ordinario, tantos desvelos se malogran por falta de tacto. Cera es la
infancia que así se deshace con el calor excesivo, como se endurece con
el frío extremado. Conservarla en el grado preciso para que pueda tomar
la forma deseada, sin que se quiebre ó se deshaga entre las manos,
es el misterio del arte de la educación. Con ese tino consiguió la
discreta señora dirigir á su gusto el corazón y la inteligencia de su
hija hasta formarla por completo á su semejanza. Verdad que se prestaba
á ello la dócil masa de la despierta niña; pero en esa misma docilidad
estaba el riesgo cabalmente.
Que esta educación se fundó sobre los cimientos de la ley de Dios,
sin salvedades acomodaticias ni comentarios sutiles, se deduce de lo
que sabemos de la maestra, aunque está de más afirmarlo tratándose de
una ilustre casa de la Montaña, todas ellas, como las más humildes,
regidas por la misma ley inalterada é inalterable. En lo que se
distinguió esta madre de otras muchas madres en casos idénticos, fué
en su empeño resuelto de explicar á su hija la razón de las cosas para
acostumbrarla, en lo de tejas arriba, á considerar las prácticas, no
como deberes penosos y maquinales, sino como lazos de unión entre Dios
y sus criaturas; á tomarlas como una grata necesidad del espíritu, no
siempre y á todas horas como una mortificación de la carne rebelde. De
este modo, es decir, con la fuerza del convencimiento racional, arraigó
sus creencias en el corazón. Así es la fe de los mártires: heróica,
invencible; pero risueña y atractiva: ciega, en cuanto á sus misterios,
no en cuanto á la razón de que éstos sean impenetrables y creíbles.
Es de gran monta esta distinción que no quiere profundizar la malicia
heterodoxa, y de que tampoco sabe darse clara cuenta la ortodoxia _á
puño cerrado_.
Por un procedimiento análogo, es decir, estimulando la natural
curiosidad de los niños, consiguió doña Marta inclinar la de su hija,
en lo de puro adorno y cultura mundana, al lado conveniente á sus
propósitos; y una vez en aquel terreno, la condujo con suma facilidad
desde el esbozo de las ideas al conocimiento de las cosas. Libros bien
escogidos y muy adecuados, la ayudaban en tan delicada tarea; al cabo
de la cual, Águeda halló su corazón y su inteligencia dispuestos al
sentimiento y á la percepción, único propósito de su madre; pues no
quería ésta á su hija erudita, sino discreta; no espigaba la mies,
preparaba el terreno y le ponía en condiciones de producir copiosos
frutos, sanos y nutritivos, depositando en él buena semilla.
Algunos viajes hechos por Águeda, oportunamente dispuestos por su
madre, la permitieron comparar, á su modo, la idea que tenía formada
del mundo con la realidad de él; y como ya para entonces la previsora
maestra la había enseñado á leer en las extensas páginas del hermoso
suelo patrio, convencióse la perspicaz educanda de que _dice_ mucho
menos la ciudad con sus estruendos, que la agreste naturaleza con su
meditabunda tranquilidad. No exageraba su madre cuando la aseguraba,
con un famoso novelista, que en todo paisaje hay ideas. ¡Cuántas
encontraba Águeda entre los horizontes de su lindo valle!
Y he aquí de qué manera consiguió doña Marta arraigar en su hija el
amor al suelo nativo, otro de sus intentos más meditados, por juzgar el
caso de suma transcendencia.
Concluída la educación de Águeda, comenzó su madre la de su otra hija,
venida al mundo diez años después que aquélla; y en los tanteos andaba,
no más, de la candorosa y rudimentaria inteligencia de la niña, cuando
la muerte asaltó la risueña morada de aquel venturoso grupo, hiriendo á
la figura que más descollaba en él y mayor espacio ocupaba en el hogar.
Todo parecía haberlo previsto la noble dama, menos este insuperable
infortunio. Como decreto de Dios, le aceptó con la frente humillada;
pero la naturaleza reclamó su tributo de lágrimas y dolores, y la
viuda se le pagó al cabo con exceso. Tantos años de no interrumpida
felicidad, dejan fuertes raíces en el corazón y en la memoria; hiérelos
el mismo golpe que detiene el curso del tiempo venturoso, que no ha de
volver jamás; y en la amarga sima que abre, el alma de mejor temple cae
y se contrista. Así cayó abatido el espíritu de mujer tan animosa.
Águeda sepultó en su pecho el dolor propio para mitigar, en lo posible,
el que, de hora en hora, se imponía con creciente fuerza á la virtud de
su madre. Reemplazóla en las más indispensables atenciones domésticas,
por de pronto. Animóse con el ensayo; en otra tentativa echó sobre sí
el peso de mayores cuidados; y cuando se cargó con todos ellos, la
atribulada madre, como si hubiera estado esperando aquel resultado de
una prueba intentada, se abandonó por completo á sus meditaciones y
tristezas. Pronto se reflejaron en su cuerpo los dolores de su alma;
y de aquella matrona gentil y apuesta, en que todo era escultural y
hermoso, fueron desapareciendo la tersura y la redondez de las formas,
como si el luto que vestía fuera una cruz de hierro con espinas;
comenzaron á encanecer sus cabellos, y estampó en su rostro todas sus
huellas tristes la negra melancolía. Acrecentóse en ella el fervor
religioso, y se entregó á la vida mística y de mortificaciones.
Águeda contaba entonces diez y ocho años, y puede decirse que se
hallaba ya en la plenitud de su desarrollo y de su hermosura. Tenía
de su madre, en los buenos tiempos de ésta, los contornos artísticos
y graciosos, la corrección de facciones y la arrogancia del conjunto;
pero era rubia con ojos azules muy obscuros, con larguísimas pestañas,
casi negras, detalle que daba á su mirada dulce una extraordinaria
intensidad.
De su natural gracejo y de las penas sentidas por el estado de su
madre, se había formado un carácter entre abierto y reflexivo, que era
su mayor encanto; mezcla peregrina de candor y de madurez, ostentaba
todo el brillo de la mujer discreta, sin la insufrible impertinencia de
la joven resabida. Naturaleza exuberante y poderosa, había resistido el
influjo de las tristezas del hogar en una época de la vida en que ésta
es el reflejo de cuanto la rodea; y consiguió tal victoria buscando
fuerzas en la misma necesidad que la obligaba á trabajar sin descanso
como madre afanosa, sin dejar de ser niña. Esta práctica admirable fué
la mejor piedra de toque de las enseñanzas de su madre. Creo que ha
dicho alguien (y si no lo ha dicho lo digo yo ahora) que la experiencia
del mundo no consiste en el número de cosas que se han visto, sino
en el número de cosas sobre que se ha reflexionado; y Águeda había
reflexionado mucho: primero, por obra de las recibidas enseñanzas, y
después, por el rigor de los acontecimientos. En esto estribaba el
secreto de aquel juicio precoz que tanto asombraba á don Lesmes.
Acostumbrada á pensar y á sentir por todos en el hogar, su
entendimiento y su corazón habían formado una alianza admirable; nada
aceptaba el uno sin la aquiescencia del otro; allí no cabían pasiones
irreflexivas y tumultuosas; pero, en cambio, lo que una vez entraba,
era para no salir jamás.
Á pesar de la abdicación que parecía haber hecho de todas las
facultades, doña Marta, en los pocos asuntos que pudiéramos llamar
de pura diplomacia, en los cuales, por su posición y conexiones, se
veía precisada á entender, era siempre la mujer de talento superior
y de amenísimo trato. El dolor que la producían estas violencias del
espíritu, sólo ella podía pintarle.
Tan insufrible debía parecerle, que habiéndosele prescrito los baños de
mar como de necesidad inexcusable, al volver con su hija de tomarlos
por segunda vez,
--¡No más! --dijo al entrar en su casa--. ¡La muerte antes que esta
violencia!
Y la violencia consistía en tener que frecuentar el trato de amigos y
parientes, durante su permanencia en la ciudad, y corresponder á las
molestas atenciones que siempre se consagran en el mundo á las madres
ricas de las hijas solteras, aunque no sean tan hermosas y atractivas
como Águeda.
Sepultóse al fin en Valdecines, llena de pesadumbres y de achaques; y
un año después acabáronse las unas y los otros, de la triste manera
que ha visto el lector algunos capítulos más atrás.
Ofensa grave hiciera yo al piadoso corazón de ese caballero, si me
entretuviera, después de todo lo dicho, en pintarle los grados del
dolor sentido por la hermosa doncella al ver morir á su madre; pero ha
de saber que, para aumentar este dolor, que tan fácilmente se concibe,
hubo un manojito de espinas con que no contaba la huérfana. Pensó la
desventurada que después de amortajar á su madre, cerrarle los ojos,
poner entre sus manos yertas la bula y la cruz del rosario, y estampar
un beso de despedida sobre su frente marmórea, podría desahogar el
acongojado pecho rompiendo el dique á las lágrimas. Pues no, señor.
De aquellos lances se daban pocos en Valdecines, y Águeda era el jefe
de la casa. Tuvo, por consiguiente, que proveer á un sinnúmero de
necesidades del momento, y responder á otras tantas preguntas crueles
sobre el pormenor de los funerales, el número de curas, la calidad y
la cantidad de los invitados forasteros... ¡hasta sobre el forro y
las tachuelas del ataúd! Y pasó aquello, y vino el día del entierro;
y cuando el corazón se le partía en el pecho al ver que se llevaban á
su madre entre cuatro tablas para dar pasto á los gusanos con aquellos
míseros restos de la vida, comenzaron los saludos estúpidos, las
caras grotescamente tristes, las falsas protestas de sentimiento... y
como los visitantes eran forasteros y habían asistido al funeral, que
se acabó al mediodía, hubo que servirles copioso agasajo, y hasta que
presidir la mesa ¡ella, que no se alimentaba sino de lágrimas!
Yo no sé cuándo la sociedad ha de convencerse de que esas atenciones
que consagra á los que lloran en casos tales, son impertinencias que
producen el efecto contrario; y es un dolor que ya que la sociedad
sea incorregible en ese pecado, no se resuelva el afligido á decirla,
atravesado á la puerta de su hogar:
--¡Vaya usted muy enhoramala! ¡No puedo con lo que tengo encima, y
viene usted ahora á echarme todo el peso de sus sandeces!
Pero ¿quieren ustedes apostar una cosa buena á que si la sociedad
llegara á dar, en esos trances, una prueba de buen sentido, habían de
poner los dolientes el grito en el cielo? «¿Adónde vamos á parar? ¡Qué
es esto! ¿Dónde están esos amigos de ayer que no vienen á consolarme
hoy?»
Somos así. No obstante, por lo que á Águeda respecta, me atrevo á
asegurar que no hubiera exhalado quejas tales al verse aislada en
trance tan amargo.
Pero, al fin, pasaron los días de prueba... porque (eso es lo bueno
que tiene este pícaro mundo) todo pasa en él como por la posta; y
logró quedarse sola con su dolor y sus recuerdos. Lloró muchas,
¡muchas lágrimas! Después, como tenía que pensar en todo, secas ya
las fuentes de sus ojos, quiso orientarse en la apurada situación en
que la voluntad de Dios la había colocado; quiso saber qué le quedaba
en el mundo como abrigo y amparo; qué debía temer, qué debía esperar.
Y miró en su derredor, y se vió sola y cargada de deberes, cuyo peso
le parecía superior á sus fuerzas. Atrevióse á mirar al fondo de su
corazón, y apartó de él la vista con espanto. Allí había algo como una
espina, que la punzaba, y no podía arrancarlo por más esfuerzos que
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