De tal palo, tal astilla - 15

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sala poco á poco. ¡Y don Sotero no había vuelto todavía, y á Celsa no
se la oía en casa! ¿Qué horrible conjunto de casualidades era aquél?
Las pisadas, los carraspeos y los bufidos, llegaron á oirse junto á
la puerta de la alcoba. Águeda se abalanzó á ella y quiso trancarla;
pero no tenía llave la cerradura; intentó afirmar el pestillo, y no vió
á su alcance con qué. Ocurriósele amarrarle con el pañuelo al tosco
retenedor, y así lo hizo con cuanta fuerza halló en sus trémulas manos.
Hubo en la sala unos instantes de silencio. Águeda aprovechó aquella
tregua para entreabrir la ventana que daba á la calle. Pilar, en tanto,
dormía profundamente. Volvieron á oirse rugidos é interjecciones, y la
puerta de la alcoba fué violentamente sacudida. Águeda creyó en aquel
instante que se convertía en escarcha toda la sangre de sus venas.
Pilar despertó con el ruido, y, al ver el espanto de su hermana, se
arrojó del lecho y se abrazó á ella.
--¡Silencio, por Dios! --la dijo Águeda al oído mientras la estrechaba
contra su corazón.
--Pero ¿qué es?... ¿qué pasa? --preguntaba muy bajito la pobre niña.
--Nada, hija mía... nada de particular... que creí haber oído...
Otra sacudida más fuerte que la anterior dada á la puerta, dejó sin voz
á Águeda y aterrada á la niña. Ésta creyó oir al mismo tiempo ruido en
el corral. Díjoselo á su hermana, que, al oirlo, se lanzó á la ventana
y gritó con todas sus fuerzas:
--¡Socorro!
Á este grito, las sacudidas á la puerta de la alcoba redoblaron;
pero el pestillo no cedió. Confiada Águeda en esta defensa, volvió á
asomarse á la ventana, y de nuevo pidió socorro. Entonces se oyeron
fuertes golpes á la puerta de la calle. Lejos de amedrentarse con
ellos el que pugnaba por entrar en la alcoba, insistió con más bríos,
y Águeda temió que el pestillo cediera ó que la puerta saltara hecha
astillas. Apretó más los nudos del pañuelo, y permaneció sujetándole
con las pocas fuerzas que la quedaban. Pilar, sin voz y medio
accidentada, seguía todos estos movimientos con ojos de espanto.
La resistencia de la prisionera parecía enfurecer al hombre de la
sala. Crujían á sus golpes los inseguros entrepaños, y á cada golpe
acompañaban amenazas y blasfemias.
Á veces las embestidas eran con todo el cuerpo, y entonces temblaba
hasta el tabique y el retenedor del pestillo se removía. El nudo de la
retorcida batista iba á ser inútil. Cuando Águeda cayó en ello, perdió
las pocas fuerzas que le prestaba su desesperación.
--¡Virgen María! --clamó lívida de espanto--, ¡tu piedad me ampare,
que yo no puedo más!
Se abrazó á su hermana, y las dos se acurrucaron entre los pies de la
cama y la puerta. Tembló ésta en aquel instante de arriba abajo con
sordo estruendo, como si hubiera caído sobre ella toda la casa; rechinó
el roñoso hierro; saltó la hembrilla del marco hasta la pared frontera,
y apareció en medio de la alcoba Bastián con las greñas sobre los ojos,
éstos ensangrentados y centellantes, la bocaza reseca, negros los
labios y manchada de vino y sudor la arrugada pechera de su camisa.
Al ver aquella horrible aparición, Águeda y Pilar lanzaron un grito,
grito para el que no hay lugar en la escala de los imaginables sonidos,
y sólo cabe en la garganta de quien muera cosido á puñaladas.
Tomóle Bastián por norte de su rumbo, porque al abrirse la puerta
quedaron medio ocultas á sus ojos las dos hermanas; y embravecido por
la no esperada resistencia que hizo acrecentar sus bestiales deseos,
atrevióse á poner sus groseras manazas sobre el talle virginal de
Águeda. Mas no bien lo hubo hecho, dos tremendos bofetones le tendieron
de espaldas en el suelo, y dos brazos de hierro le sujetaron por la
garganta en aquella postura.
--¡Macabeo! --gritaron á una voz Águeda y Pilar abrazándose á las
rodillas del bravo espolique. En el paroxismo de su terror, no le
habían visto entrar en la alcoba por la ventana. Verdad que el abrirse
ésta, y el saltar el hombre dentro, y el llegar hasta ellas, fué obra
de dos segundos.
--¡Daca la entraña, tuno!... ¡Daca la vida, perro! --decía Macabeo á
Bastián, mientras le tendía y le sujetaba.
--¡La Virgen te envía en nuestro socorro! --exclamaba Águeda en el
colmo del regocijo.
--Bien podrá ser, señorita --respondió Macabeo sin soltar á Bastián--;
pero algo hay que agradecer también al breval de la esquina, por onde
subí al tejado de Antón Roderas... porque el pasar de éste al de Sico
Ñules y luégo al balcón, no tiene cencia maldita.
En esto se oyó una voz en el portal, que llamaba á Macabeo.
--¡Sin novedá, caráspitis! --respondió éste á gritos--. Y aguántese un
credo, que allá vamos todos.
--¿Quién te llama, Macabeo? --preguntó Águeda anhelosa.
--Pues ¿quién ha de ser --respondió Macabeo-- sino el mismo señor don
Plácido en cuerpo y alma, que nos espera abajo?
--¡Dios mío! --exclamó Águeda cruzando las manos--; ¡y yo que me creía
sola y abandonada del cielo y de los hombres!
Y mientras corría hacia la ventana, y Pilar la seguía saltando de gozo
y llamando á su tío, y ambas pretendían bajar á reunirse con él sin
saber por dónde, Bastián, en un momento en que el dogal opresor de su
garganta aflojó un poco,
--¡Que me ahogas, Dios! --dijo balbuciente á Macabeo.
--¿Ónde está la llave de la puerta, bribón?
--Puesta la dejé al subir, Macabeo... ¡Mira que yo no me acordaba
de esto!... Él me metió en el cantar... ¡Dios! Por su consejo me
emborraché... ¡Brrrrffff!... ¡Entre tus manos debiera verse ahora, y no
yo!...
--¿De quién hablas, animal?
--De ese hombre, ¡Dios!
--¿Quién es ese hombre?... ¡Dilo ó acabo de ahogarte!
--¡Mi tío, Macabeo!...
--¡Me lo temí, caráspitis!
Águeda, que había oído estas palabras de Bastián, se acercó á Macabeo y
le dijo, asaltada nuevamente de los más horribles temores:
--¡Vámonos!... Salgamos inmediatamente de aquí... y perdona á ese
desgraciado, como yo le perdono.
--Le dejo --respondió Macabeo soltando á Bastián--, porque usté me lo
manda, y porque ya ha dicho cuanto yo deseaba saber.
Se quedó un momento observando al muchachón; y al ver que se hallaba
muy á su gusto en aquella postura, libre de las ligaduras que antes le
oprimían, cogió la vela que ardía sobre la mesa, y dijo á las jóvenes
que se habían arrimado á él, llenas de miedo al saber que don Sotero
había sido instigador de Bastián:
--Nada tienen ustedes que temer ya de los hombres; síganme, si les
parece bien, y salgamos de esta cueva. Yo me encargo del lobo, si le
topáramos escondido en _dáque_ rendija.
Afortunadamente, no hubo necesidad de que Macabeo esgrimiera el garrote
que sólo había soltado de la mano para derribar á Bastián. Las dos
prisioneras salieron de la horrible cárcel sin nuevo percance, aunque
con mucho miedo, y hallaron en el portal al bueno de don Plácido, que,
por de pronto, las recibió entre sus brazos y en seguida las condujo
á casa, llevando á la niña de la mano y dando el otro brazo á Águeda,
mientras Macabeo, después de estrellar la vela contra el poste del
portal, iba cubriendo la retirada de los tres, con harto sentimiento
por no haber hallado á don Sotero en las encrucijadas del caserón.
Entonces llegaban á la corralada los primeros vecinos de ella que
volvían de la hoguera. El atentado de Bastián no produjo el escándalo
imaginado por don Sotero.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXIV
DE CUERPO ENTERO

Seguro de que el lector, por lo que ha visto y oído, no ha de decirme
que levanto falsos testimonios, ni que falto á la caridad sacando á
la pública vergüenza lo que es mejor para callado cuando las pruebas
no abundan y los juicios son, por ende, temerarios, voy á referirle,
en confianza, lo poco que le falta saber, aunque parte de ello se lo
haya presumido, del piadoso tutor y curador de las huérfanas de nuestra
historia.
Es cosa averiguada que sus maldades y picardías le pusieron en la
necesidad de abandonar la capital del partido en que por muchos años
ejerció el cargo de procurador.
Al establecerse en Valdecines, su pueblo natal, como no era hombre
capaz de perder el tiempo en ninguna parte, obedeciendo al impulso
de una inveterada costumbre que era en él necesidad, tendió en su
derredor los penetrantes ojos, diciéndose al propio tiempo: «¿Qué hay
aquí de explotable y provechoso?» Y vió la casa de los Rubárcenas.
«¿Cómo se entra en ella? Con la ley de Dios. Yo no la conozco... Pues
la falsifico.» Y se hizo beato, como pudo haberse hecho, en otras
circunstancias, bandolero.
Doña Marta, que, como se ha dicho, era profunda y discretamente
piadosa, frecuentaba la iglesia sin perjuicio de sus altísimos deberes
domésticos; y don Sotero dió en frecuentarla también, precisamente á
las mismas horas que ella. También se ha visto ya que, según gentes,
el ex-procurador era el mismo demonio, y según otras, un santo de
Dios. Doña Marta oía de lo uno y de lo otro; y en lo poco que el caso
la interesaba, ateníase, por caridad, á lo que veía; y lo que veía
era por todo extremo edificante y ejemplar. No obstante, don Sotero
no consiguió, por entonces, meter la cabeza en _la casa_, porque era
cordialmente antipático á don Dámaso; Águeda no le podía ver, y á doña
Marta le tenía sin cuidado que entrara ó que saliera.
Muerto el señor de Quincevillas, el ex-procurador supo hacerse
necesario para arreglar algunos asuntos de la testamentaría; y así
metió un pie. El estado de desconsuelo en que cayó doña Marta al
perder á su marido, fué causa de que se acrecentara en ella, como queda
expuesto en su lugar, el fervor religioso. Pues no se arrimó una vez
al presbiterio para comulgar, sin que se arrodillara á su lado don
Sotero... y entiéndase que doña Marta no comulgaba menos de dos veces
por semana.
Con esta aparente mancomunidad de fines, el pío varón visitaba á menudo
á la buena señora para proponerla obras de caridad, pedirla ú ofrecerla
libros de devoción... hasta consultarla casos de conciencia; y como
la inconsolable viuda no estaba para ocuparse en asuntos terrenales,
de cuando en cuando encargaba al servicial devoto el arreglo de una
cuenta, el pago de una contribución, etc., etc... Así metió en la
casa el otro pie. Una vez dentro de ella, lo demás cayó por su propio
peso. Llegó á ser administrador general, y consejero áulico, y lector
indispensable del _Año cristiano_; observándose que á medida que crecía
la privanza del intruso, mermaba la calidad de las dotes morales de la
pobre señora, verdadera mártir entre las tristezas de su espíritu y los
dolores de su cuerpo.
Águeda, que adoraba á su madre, complacíase en seguirla el gusto
en todo, hasta en lo que la perjudicaba á ella; y así toleraba las
altanerías y descomedimientos del gazmoño, y aun le ponía buena cara y
daba gracias á Dios porque la dejaba libre el gobierno interior de la
casa y la educación de su hermana.
Según don Sotero iba tomando el pulso á aquel caudal tan abundante,
limpio y saneado, se acostumbraba á considerarle como filón de mina
propia; y tanto más le amaba cuanto más á fondo le conocía. ¿No era un
verdadero escándalo que aquellas riquezas, con las que, bien manejadas,
se pudieran remover hasta los fondos de toda la provincia, estuvieran
en manos de tres mujeres incapaces, una por sobra de achaques y dos por
falta de años y de experiencia?
Dos medios había á los ojos de don Sotero para arrancar aquel tesoro
de _manos indignas_. Perseverar en la administración y cuidado de él,
sin permitir que, con ningún pretexto, los gorriones se acercasen al
trigo de las herederas, ó dar á doña Marta un yerno de la casta de
don Sotero, lo suficientemente dócil y subordinado para que éste, y
no el marido de Águeda, fuera el dueño del caudal acumulado de los
Quincevillas y Rubárcenas. Bastián, ya mozo casadero entonces, servía
para el paso; era tan tosco, tan bruto y tan feo, que no había que
soñar en que Águeda le aceptase sin morirse de pesadumbre. Podía
contarse con el apoyo de doña Marta, después que don Sotero la
demostrara que era indispensable aquel enlace para la salvación de su
alma y la de su hija; pero este intento no podía llevarse á ejecución
sin ver antes lo que el cepillo de la educación labraba en la cerril
naturaleza del muchacho. Al fin y al cabo, doña Marta había sido mujer
de exquisito gusto y de talento extraordinario. Y cátate que don
Sotero, aventurando en el lance algunos cuartos, envió á Bastián á la
ciudad, por si la fortuna quería obrar el milagro de que la sujeción,
el buen ejemplo y algunas enseñanzas le transformaran en persona
decente, de una bestia que era.
Por entonces se conocieron Águeda y Fernando, y creyó ver don Sotero
todos sus planes patas arriba; pero afortunadamente ocurrió lo que ya
el lector sabe; y así, y con algo que puso también de su cosecha en el
ánimo de la celosa madre el pío varón, salió éste con toda felicidad
del apurado trance.
El cual podía volver á repetirse; y he aquí por qué no se descuidó un
punto en arreglar las cosas convenientemente cuando la señora conoció
que se iba á morir. De estos arreglos, hijos de su grande influencia
con la santa mujer, también tiene noticia el lector por las cláusulas
testamentarias que conoce.
Desde aquel instante comprendió don Sotero que no había que pensar en
el siempre aventuradísimo proyecto de casar á Bastián con Águeda.
Doña Marta no existía ya para ayudarle, y su hija, que había querido,
y tal vez quería aún, á un hombre como Fernando, no aceptaría jamás á
Bastián, ni con la amenaza del patíbulo. Lo que en adelante había que
hacer era conservar á todo trance el imperio en aquella casa, y alejar
de ella cuanto transcendiera á novios y parientes de las huérfanas. Por
de pronto, necesitaba hallarse solo una temporadita en la testamentaría
y arreglo de sus cuentas con la casa. De aquí sus esfuerzos para que
don Plácido supiera lo más tarde posible la muerte de su cuñada y el
cargo que ésta le había señalado en el testamento. Conocía, ó creía
conocer, la insignificancia del solterón de Treshigares, y pensaba
que éste daría por bien hecho cuanto él hiciera, y que se volvería
á su pueblo, arrastrado por la fuerza de sus aficiones, tan pronto
como llenara la fórmula de hacerse cargo del que le había conferido
la voluntad de la difunta. Esta creencia fué causa de que don Sotero,
cuando no logró de doña Marta quedarse solo al cuidado de las
huérfanas, no hiciera grandes esfuerzos para evitar que le acompañara
don Plácido.
Pero éstos y otros parecidos cálculos podían fallar á lo mejor, en el
cual caso don Sotero necesitaba acudir á medios extraordinarios; y
por eso le era indispensable tener á su lado á Bastián, instrumento
inconsciente y grosero para cualquiera de sus diabólicas combinaciones.
Y los cálculos fallaron, volviendo á presentarse Fernando en casa de
Águeda. Sabía el bribón lo que es la humana flaqueza; y aunque no
dudaba de la arraigada fe de la hija de doña Marta, temíala por mujer
y creía posible que, oyendo sólo á su corazón, perdonara á Fernando
y se casara con él. De aquí sus esfuerzos para separar á los dos
jóvenes. Pero en estos esfuerzos se corría el peligro de que Águeda se
alarmase demasiado y de que llegara la alarma hasta Treshigares; y por
eso, mientras vigilaba la estafeta con la habilidad con que él sabía
hacerlo, no abandonaba un punto sus meditaciones sobre un proyecto que
estaba decidido á realizar en un caso extremo. Y el caso llegó, como
pudo ver el lector en casa de don Sotero cuando Bastián soñó recio
con el viaje de Macabeo, y entró el ama del cura á dar la buena nueva
de la conversión de Fernando. Con aquel paso, espontáneo ó embustero,
del hereje, ó con la venida, ya muy próxima, de don Plácido, Águeda
iba á ser libre, ora casada con el uno, ora amparada con el otro.
Era preciso difamar á Fernando por todos los medios imaginables, y
someter á la joven á una prueba tan terrible, que, por de pronto, la
deshonrara á los ojos del pueblo entero, y á la vez la pusiera en la
necesidad de aceptar á Bastián por marido, ó en la de no casarse jamás
por falta de pretendiente. Ya se vió lo que hizo la maledicencia con
respecto á Fernando. El encargo dado con tanto encarecimiento por don
Sotero, de que no se hablara del caso á la interesada ni al cura, fué
cuerda previsión del pícaro. Tanto la una como el otro, tenían sobrado
talento para conocer la hilaza de la noticia en cuanto averiguaran su
procedencia.
Para llevar á cabo la segunda parte del infernal proyecto, había que
empezar por el secuestro de Águeda. ¿Cómo intentarle sin que ésta se
resistiera? El lector lo ha visto ya: llevándose á la niña, sobre
la cual tenía don Sotero cierta jurisdicción que no alcanzaba á su
hermana. Indudable era que ésta había de seguirla para acompañarla.
De este secuestro y de todas sus consecuencias se han dado sobradas
noticias en los capítulos precedentes.
Tal era don Sotero en cuerpo y alma. Réstame añadir que tenía mucho
dinero; no enterrado en la huerta ni en la cuadra, ni oculto entre las
latas del tejado, como era versión corriente. Sobrábale apego al vil
ochavo para no dejar los suyos tan indefensos é improductivos. Teníalos
sembrados de modo que le produjeran buena y segura cosecha todos los
años, y con un repuesto siempre disponible y á mano, aunque no en su
casa, para sacar de apuros á un necesitado... con su cuenta y razón.
Excuso decir que este caudal era el fruto de sus rapiñas é iniquidades,
desde que tuvo uso de razón.
--Pero, señor --decían las gentes de Valdecines que le miraban por el
lado malo--: yo comprendo que la señora doña Marta, con las penas que
la afligen, no caiga en lo pícaro que es ese hombre; pero el señor
cura, tan listo, tan santo y con tanta experiencia, ¿cómo se deja
engañar de él?
Á lo cual respondo yo que el cura de Valdecines no se dejaba engañar
de don Sotero. Sospechaba que era un hipócrita siempre, y un sacrílego
cada vez que comulgaba; pero esta sospecha no era bastante para echarle
del confesonario cuando se arrimaba á él, lo menos una vez cada semana,
ni de la iglesia todos los días, cuando en ella estaba reza que te
reza y canta que te canta. Hincábase don Sotero delante del bondadoso
párroco para acusarse de haber escupido en el templo sin necesidad, ó
de haberse distraído dos veces rezando el rosario, ó de haber mordido
un arenque después de comer un torrezno, sin acordarse de que en aquel
día no era lícito promiscuar, ó de otras pequeñeces semejantes; y
aunque el cura, sospechando lo muy gordo que el penitente se callaba,
se entretenía un cuarto de hora en hablar del sacrilegio que cometen
los que se acercan al comulgatorio con la conciencia impura, y del
horrendo castigo que aguarda en la otra vida á los que en ésta tratan
de engañar al mundo con un falso temor de Dios, el gazmoño bajaba la
cabeza como si le escandalizara el peso de las ajenas culpas, y se iba
á comulgar tan fresco y despreocupado. ¿Qué hacer con un pillo así? Ó
matarle ó dejarle. Y el cura de Valdecines le dejaba, hasta el punto de
no acordarse de él sino para pedir á Dios que le hiciera bueno, si sus
sospechas de que no lo era no le engañaban.
Si en Valdecines hubiera habido _sectas_, ó siquiera _partidos_, ¡qué
horrores se hubieran dicho de la comunión á que don Sotero parecía
afiliado con tanto fervor!... porque el lector no ignora que en el
mundo andan las cosas así.
En la mala fe de las disputas, tanto da el oro bruñido como la
telaraña que sobre él cayó por casualidad. ¡Cuánto más á gusto y en
paz viviríamos si cada cual se entretuviese en limpiar de telarañas el
oro de sus devociones, en lugar de llamar al oro del vecino montón de
telarañas, porque en él hay una que le ensucia!
Por lo que á mí hace, no dirá el lector que no predico con el ejemplo.
Otro tanto sucedía en Valdecines, donde no se conocían los _partidos_
ni las _sectas_ á que he aludido. Los que tenían á don Sotero por un
bribón, gloriábanse de señalarle como herrumbre del puro metal á que se
había adherido, y jamás confundieron la una con el otro.
Continuando la interrumpida historia, digo que desde lugar conveniente
pudo observar el muy tunante que el atentado por él dispuesto con
diabólica astucia, no tuvo los testigos que se imaginó, porque en la
barriada no quedó alma viviente que no fuera á la verbena. En cambio,
vió llegar á don Plácido y á Macabeo, y subir á éste por el breval y
los tejados contiguos á su casa, y salir de ella á las prisioneras bien
escoltadas. La ira le embraveció entonces; y hay quien asegura que
la desahogó sobre Bastián, á quien halló roncando en el sitio en que
nosotros le dejamos tendido. ¡Como si el pedazo de bestia no hubiera
extraído hasta la quinta esencia de la _moral_ que cabía en el caso que
el _moralista_ le había pintado con tan vivos colores!
Lo que no dejó lugar á dudas fué que, puesto á considerar las
consecuencias que el lance podía tener para él en casa de los
Rubárcenas, se encogió de hombros y dijo, poseído de la mayor confianza
en su serenidad y en sus recursos:
--Mañana nos veremos. ¡Lo que deploro --añadió, echando una mirada
triste por suelos y paredes-- es el gasto ocioso hecho en la jaula
en obsequio á esos pájaros que se me han escapado de ella sin dejar
siquiera las plumas entre los hierros!
[Ilustración]


[Ilustración]
XXV
DON PLÁCIDO

No podía darse hombre más insignificante, en la apariencia, que don
Plácido Quincevillas. No había en toda su persona un solo rasgo digno
de llamar la atención de nadie. Pertenecía al grupo innumerable de
esos individuos con los cuales se codea uno toda la vida en la calle
y en los paseos públicos, que nunca van á la moda, se asemejan á todo
el mundo, y á quienes jamás llegamos á conocer, por no tomarnos la
molestia de preguntar cómo se llaman. Ni en verano se aligeran de
ropa, ni en invierno se abrigan con exceso. Parece que nunca cambian
de traje, y siempre le tienen en buen uso; andan sin apresurarse, y
pisan sin hacer ruido con los pies; nadie los ha conocido jóvenes, ni
alcanza, por mucho que viva, á verlos enteramente viejos; siempre han
sido y nunca dejan de ser _señores formales_; tienen bastante buena
conversación, pero jamás hablan de cosa que valga dos cominos; son
frugales en la comida, gozan de buena salud... y algunos de buena
renta, cuyas tres cuartas partes ahorran, no por codicia, sino por
falta de necesidades... y pare usted de contar. De estos últimos era
don Plácido. Y es todo cuanto tengo que decir de su carácter y figura.
En cuanto á sus aficiones y entretenimientos, ya sabemos por don Lesmes
que estaban reducidos á la cría de las gallinas y estudiar sin descanso
el modo de obtenerlas de muchos colores.
Con lo que le dijo Macabeo en Treshigares y andando el camino de
Treshigares á Valdecines, y lo que sabía por la carta de Águeda, y lo
que le refirió ésta tan pronto como se vió en su casa después de salir
de la de don Sotero, en la cual ocasión también le hizo enterarse
detenidamente de las consabidas cláusulas testamentarias, llegó á
conocer al buen ex-procurador tan á fondo como le conocemos el lector
y yo; tanto, que en un arrebato de indignación de que se vió poseído
al referirle su sobrina los pormenores del secuestro, sin ocultarle
el gran conflicto de su alma, arrebato que le llenó de asombro porque
jamás se había indignado sino contra la desgracia que le hacía perder
algunas veces las echaduras de mejores esperanzas, se creyó capaz de
hacer una hombrada con don Sotero en cuanto le viera al alcance de su
mano.
Habiendo preguntado Águeda cómo se obró el milagro de que tan á punto
entrara Macabeo por la ventana de la casa de don Sotero, dijo así don
Plácido:
--¡El demonio del hombre es una alhaja! Entramos en Valdecines haciendo
un gran rodeo por no topar con la bulla de la hoguera, aunque yo
jurara que por venir á tiempo á ella andaba Macabeo hasta cansar á mi
cabalgadura, y llegamos á esta casa. ¡Juzga de nuestro asombro cuando
supimos que horas antes os había sacado de ella ese bribón! La noticia
que nos dieron tus criados de que habíais ido á pasar allí la noche
por estar más lejos del ruido de la fiesta, sólo sirvió para aumentar
nuestros recelos. Corrimos desalados á esa maldecida casa; y cuando
estábamos debajo de su balcón, te oímos pedir socorro. Nos lanzamos á
la puerta... Estaba cerrada por dentro. Llamamos en las casas de los
vecinos. Cerradas también, y en silencio... Todo el mundo estaba en la
hoguera. Entonces Macabeo ideó el recurso de trepar por el breval al
tejado contiguo; de éste á otro un poco más alto, y, por último, al
balcón... Lo demás ya lo sabes tú.
¡Y tan sabido como lo tenía Águeda! ¡Y tan agarrado á la memoria y
al corazón, como espinas de hierro, que á la vez la enloquecían de
espanto y la mataban de dolor y de vergüenza! ¿Quién era capaz de
detener en sus justos límites la murmuración de la gente cuando el
suceso se divulgase! Y ¿cómo andaría su honra entre tantas lenguas, si
hasta para defenderla las más compasivas tenían que mancharla!
Comprendió don Plácido, al ver las impresiones que se pintaban en
el rostro de su sobrina, que no era cuerdo tratar más del asunto, y
mudó de conversación; pero ninguna conseguía sacar á Águeda de sus
imaginaciones. Se habló poco y se cenó mucho menos. Recogiéronse todos,
y ¡vaya usted á saber quién de ellos fué bastante afortunado que
mereciera las caricias y consuelos de ese brujo de la noche, que no se
los niega ni al mísero pordiosero que se tiende sobre sus andrajos en
el abandonado rincón de una pocilga!
Al día siguiente, mientras las campanas repicaban á fiesta y el pueblo
se echaba á la calle con los trapitos de cristianar, y Macabeo se
tiraba de las greñas después de haber contado los ramos que las pícaras
mozas pusieron en sus heredades sin sallar, desayunábanse don Plácido y
sus sobrinas: Pilar, como si nada hubiera ocurrido, pues el bienestar
presente la hacía olvidar los sustos pasados; Águeda, trémula todavía
y espantada, parecía haber envejecido diez años en pocas horas. Don
Plácido la miraba á menudo de soslayo, y hasta hubiera jurado que
blanqueaban sus antes rubios y dorados cabellos. Dábale pena la luz
de aquellos ojos, que sólo servía para alumbrar los surcos del dolor
impresos en cara tan hermosa, y no sabía cómo encauzar la conversación
para distraer un poco á su sobrina y hacerla sonreir. Al último, y por
probar de todo, dijo así:
--En cuanto á la razón de que, falto de noticias directas tuyas, no
me llegaran por otro conducto en tantos días las referentes al triste
suceso que se ha hecho público en toda la provincia por la importancia
y calidad de persona tan visible como tu difunta madre, has de saber
que se explica muy fácilmente. Por aquel entonces acababa yo de hacer
la quinta experiencia, no más feliz que las otras cuatro, de cruzar
la casta _padua_ con la _cochinchina_, de tal modo y con precauciones
tales, que me diera una nueva especie de siete moños rojos, dos
charreteras amarillas y calzas de color de lagarto, cuando me dicen
que el ejemplar que yo busco con tanto empeño le tiene el cura de
Caminucos. Para llegar á Caminucos, que está peñas arriba, necesitaba
yo, á un buen andar, dos días desde Treshigares; pero el asunto valía
bien ese mal rato, y púseme en viaje. Hala, hala, y sube que te sube,
aquí cayendo y allí resbalando, llego á Caminucos, doy con el cura,
cuéntole el caso y háceseme de nuevas. ¡Todo su gallinero no valía
cinco reales en buena venta! Por único regalo tenía dos _quiquiriquís_
habaneros que le había enviado un sobrino indiano la primavera pasada,
y ya le habían dado cincuenta disgustos revolviendo todas las gallinas
del lugar y robando el grano hasta del arcón de los vecinos. Yo tuve
esa casta, por tener de todo, y me deshice de ella si quise vivir en
paz con los míos. Pues, señor, díceme el cura que quien debe de tener
algo de lo que yo busco, es el escribano de Pindiales. Otros dos días
de viaje, siempre subiendo. Pero las cosas ó se hacen en regla ó no
se hacen. Así me dije, y emprendí la marcha; y sábete que en aquellas
alturas ya no había hondonada sin su tortillón de nieve, más dura
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