De tal palo, tal astilla - 16

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que una peña. Al fin, llego á Pindiales y veo al escribano. Hínchase
el hombre de vanidad, como un pavo cebado, al saber el intento que
yo llevaba; condúceme al corral con mucho misterio, ¿y qué crees que
me enseña como cosa del otro jueves? Pues una _papujona_ de la casta
chica, de las que yo no quiero en mi casa porque las hay á patadas en
toda la provincia. ¿Cómo habían de tener el escribano de Pindiales
ni el cura de Caminucos ni el lucero del alba, casta que no había
podido sacar yo! Esta reflexión me consoló un poco de lo infructuoso
del viaje, y volvíme á Treshigares. En resumen, hija mía: entre
idas, vueltas y descansos, pasé fuera de mi casa semana y media bien
cumplida. Nadie se había movido de aquel pueblo, ni nadie había entrado
en él en todo ese tiempo... ni siquiera el cartero de la comarca; pues
no trayendo cartas para mí, única persona que allí escribe alguna vez,
y sabiendo que me hallaba ausente, ¿á qué perder tiempo en aquella
parada? Dos días después llegó Macabeo; dióme tu carta; añadió de
palabra cuanto yo necesitaba saber; y sin echar siquiera un vistazo al
gallinero, aunque dejándole bien recomendado, pusímonos en camino de
este pueblo, y...
Aquí llegaba don Plácido con su relato, cuando le anunciaron que don
Sotero deseaba hablar con él.
Águeda tembló de pies á cabeza al saber que se hallaba tan cerca del
hombre que más terror y más repugnancia le infundía en el mundo, y
huyó del comedor. Pilar salió tras ella, agarrándose á la falda de su
vestido.
El solterón de Treshigares sintió que la sangre le hervía en las venas;
que los dedos se le crispaban solos, y que la ira le ponía de punta los
no muy abundantes cabellos de color de castaña.
--¡Que pase! --dijo, dominándose cuanto pudo.
Entró don Sotero con los resobeos, suavidades y reverencias de
costumbre; y díjole don Plácido con una valentía inconcebible en hombre
tan frío é indiferente á todo cuanto no fuera gallinas y modo mejor de
criarlas:
--¡Usted es un infame, un hipócrita... un pillo redomado!
Don Sotero aguantó la descarga sobre el cogote, pues tan humillada
tenía la cabeza, y quiso conjurar la tormenta con su táctica habitual
de mansedumbre; pero don Plácido, más indignado cuanto más el otro se
humillaba, atajó sus dulces palabras con éstas, que salían de su boca
echando chispas:
--¡Mire usted que no soy lo que parezco! ¡Mire usted que cuando me
atraganto con gazmoños, no respondo de mí... y que soy muy capaz de
arrojarle á usted por el balcón, después de arrancarle á latigazos el
pellejo!
El hombrecillo de Treshigares parecía haber crecido medio palmo al
decir esto; y don Sotero no dejó de notarlo con el rabillo del ojo.
Callóse como un muerto, y añadió don Plácido:
--Va usted á salir inmediatamente de esta casa, que jamás debió
deshonrar con su presencia, después de elegir entre la renuncia
solemne del cargo que con inicuos amaños obtuvo de la madre de sus
inocentes víctimas, ó á dar cuenta de su atentado de anoche á los
tribunales de justicia.
Convencido don Sotero de que en aquella ocasión era inútil todo
fingimiento, se irguió poco á poco, y respondió con voz firme:
--El punto vale la pena de ser meditado... por mutua conveniencia. No
tardará usted en conocer mi resolución.
Hizo una ligera reverencia, y se encaminó á la puerta por donde había
entrado.
--Si tarda usted más de cuarenta y ocho horas en decidirse --díjole don
Plácido--, saltaré por el único respeto que hoy me impide entregar el
asunto al juez de primera instancia.
--Á todos nos conviene ser cautos en ese particular --respondió el
pícaro volviendo la cetrina cara. Luégo, se fué.
Una hora después, las campanas volvieron á oirse; y el hinojo tendido
alrededor de la iglesia y pisoteado por los chiquillos, que escogían
las mejores entre las espadañas esparcidas con él, para hacer
pitaderas, se olía desde los últimos rincones del barrio. La procesión
iba á salir, y la misa, solemne y regorjeada, comenzaría luégo que
el santo, llevado en andas por el alcalde y tres personas de viso,
precedido del pendón y seguido del pueblo entero respondiendo _ora pro
nobis_ á cada latín del señor cura, volviera á entrar en la iglesia.
Rodeada estaba ésta de vendedoras de rosquillas, caramelos encarnados,
perojillos tempranos, cerezas algo tardías, agua de limón y avellanas
tostadas. Los chicos andaban oliendo las unas, tentando los otros,
regateándolo todo y no comprando nada. En esto se oyeron cohetes por
los aires. Las afueras de la iglesia quedaron limpias de gente. Asomó
el pendón por la puerta principal; después el santo, bamboleándose en
las andas, según el paso de los que le conducían; luégo el cura, de
capa pluvial, y la cruz alzada y los monaguillos con sendos ciriales;
y, por último, los fieles. Si aquel día hubiera habido danzas, como
otros años en igual ocasión, habrían ido entre el pendón y el santo;
pero no pudieron arreglarse por no sé qué dificultades surgidas
de pronto, y faltó ese detalle, que es la salsa de las grandes
festividades montañesas, con harta pesadumbre de propios y colindantes.
Mientras la procesión salía por la puerta principal, entraban en la
iglesia por la pequeña don Plácido y sus sobrinas. Águeda, desde el
suceso de la víspera, tenía horror á la luz del día y á los ojos de la
gente. Por eso había escogido aquel momento para entrar en el templo.
Cuando salió de él dos horas después, tuvo que pasar entre muchos y muy
compactos grupos de personas alegres y desocupadas; y aunque no hubo
cabeza con sombrero que no se descubriera delante de _los señores_, ni
chico ni grande que no les diera los buenos días con el mayor respeto,
Águeda se empeñó en que todos los ojos la miraban de distinto modo que
otras veces; así se lo dijo en casa á Macabeo, que la había jurado que
nadie sabía en el pueblo cosa alguna de lo ocurrido la noche antes.
Como insistiera la joven en que tan extrañas miradas algo querían
expresar, dijo Macabeo:
--Pues ¡caráspitis! sépalo usté, ya que en ello se empeña. Lo que es
cosa corruta de dos días acá, es que el señorito Fernando (que, por la
cuenta, fué mal visto de la difunta señora por sus herejías), con el
aquél de que usté le mire con buenos ojos, se ha presentado en casa del
señor cura á pedir iglesia y catecismo.
--¿Cuándo, Macabeo? --preguntó Águeda con ansia.
--Anteayer, por lo visto.
--¿Estás seguro de ello?
--¡Pues poco rute-rute se ha armado en el pueblo sobre el caso! Y como
dicen que usté le ha movido á ello... ó que por usté hace lo que hace...
Águeda, olvidando con la noticia todas las pesadumbres que la
abrumaban, y hasta la presencia de Macabeo, exclamó con el rostro
bañado en una aureola de felicidad:
--Si la fe llega á iluminarle, ¿qué importa lo demás!... ¡Dios mío!...
¡qué ciego es el que no ve tu misericordia!
No pensó Macabeo limitarse, puesto ya á hablar, á la primera parte
de la noticia, pues fué de los contagiados también de la pública
indignación contra el hereje, cuando supo lo que había de impostura
en la conversión de éste, según la pública voz; pero al ver el efecto
causado en su ama por el lado bueno de la noticia, guardóse muy bien de
añadirle la contera de las intenciones supuestas y el adorno inventado
de los criminales antecedentes del neófito; que dureza de alma le
pareció privar de aquel consuelo y alivio, tan baratos, á un corazón
tan sin descanso combatido.
Retiróse Águeda pidiendo al cielo nuevas y mayores pesadumbres, si con
su martirio llegaba á redimirse el alma de Fernando, y se echó Macabeo
á la calle para acabar de saber (pues en los comienzos andaba desde
muy temprano) quién era la desalmada moza que había puesto los ramos
ignominiosos en sus heredades.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXVI
LA GOTA DE AGUA

Dejamos á Fernando en camino de su pueblo, más abatido con el peso
de la última inclemencia de Águeda, que ufano con los frutos de su
entrevista con el párroco de Valdecines. Según iba profundizándose
la herida de su corazón, menos se prometía de los remedios para
cicatrizarla. Cada paso que retrocedía, le alejaba una inmensidad
del término de su jornada. Condición es ésta que se cumple con rigor
extremo en las grandes fatigas del espíritu.
Como ya no era nuestro personaje el hombre de los ímpetus apasionados,
hijos de las primeras contrariedades de la vida, sino un desdichado
más, sujeto á la cadena de un imposible, iba arrastrándola poco á poco,
atento sólo á medir las escasas fuerzas que le quedaban, no á buscar en
el desierto de su imaginación un punto donde arrojar la pesada carga,
refrescar las sedientas fauces y alentar el fatigado pecho con aguas
cristalinas y aires embalsamados.
En tal grado de desaliento llegó á su casa. Continuaba huyendo de su
padre; pero éste hallaba modo de observarle desde lejos, y medía con el
diestro compás de su experiencia y de su amor los estragos producidos
en su alma por la tempestad que la combatía. Rara vez conversaban; y
en estos casos el doctor no respondía con chanzonetas á las escasas
palabras de su hijo; antes medía y pesaba las suyas, como se pesa y se
mide la substancia que así puede dar la vida como quitarla, según la
dosis en que se emplee.
Con este tacto consiguió el padre que su hijo le refiriese cuanto
acababa de sucederle en Valdecines.
--Ese modo de proceder --dijo el doctor, aludiendo al de Águeda-- te
pone en el caso de no volver á llamar á aquellas puertas; pero no
quiero decir con esto que desistas de tu empeño de que se te abran.
--No te comprendo --replicó Fernando.
--Yo llamaré y tú entrarás.
--¡Tú!
--Yo, sí, hijo mío. Y cuenta que días há lo hubiera hecho, si tú
hubieras sido capaz de comprender la importancia de este acto, en el
frenesí de tu pasión. Ahora que la veo más en reposo, te lo propongo.
¡Déjame llamar á aquella puerta, cerrada para tí! ¡Soy viejo, soy tu
padre; hablaré sin pasión y con verdad; disputaré tu terreno palmo á
palmo; y si no hay otro remedio, imploraré de rodillas la compasión del
enemigo invencible; y lo que no consigan mis razones, lo alcanzarán mis
canas!
Conmovíase el doctor al decir esto; y aunque trató de ocultarlo con la
fuerza de su carácter, lo observó Fernando, y más bien por respeto á la
pesadumbre que la emoción revelaba, que por confianza en el fruto del
indicado propósito, respondió á su padre, después de reflexionar unos
momentos:
--Hazlo en buen hora; pero déjame ver antes qué resultado me da la
entrevista que debo tener mañana con ese humilde cura, cuya discreción
excede á todo encarecimiento.
Al otro día sintió Fernando el cuerpo perezoso y quebrantado; se
acordó del compromiso empeñado con el cura de Valdecines; pero la
serenidad de su razón, después del breve sueño de la noche, le hizo
ver la última repulsa de Águeda con tan sombríos colores, que apartó
con espanto su consideración de aquel camino tantas veces y bajo
tan diversas impresiones por él recorrido. Permaneció en la cama
hasta muy entrado el día; y cuando horas después le halló su padre
discurriendo maquinalmente por las arboledas del parque, se asombró de
la profundidad que habían adquirido en su cara, en una sola noche, las
huellas de aquel dolor sin consuelo.
Siguió el tiempo su inalterable marcha, y amaneció otro día, y Fernando
oyó que las campanas de Perojales repicaban á fiesta. Esto le hizo
recordar que en Valdecines se celebraba con gran solemnidad, por ser la
del santo patrono del pueblo; juzgó la ocasión poco adecuada al objeto
de su prometida visita al cura, y la aplazó hasta el día siguiente.
Cuando el término de una jornada es obscuro y remoto, ¡qué grandes nos
parecen los más pequeños estorbos del camino!
Al fin tomó Fernando el de Valdecines, poco á poco y á caballo, el
día siguiente al de San Juan. Quien no le hubiera visto desde que
andaba por aquellos mismos lugares suelto y vigoroso, con el calor de
un alma juvenil y apasionada reflejándose en sus ojos negros y en la
tersura de sus mejillas, no le conociera á la sazón, vencida la altiva
cabeza al peso de las ideas, triste y ojeroso el semblante, desmayado
el antes gallardo cuerpo, y abandonado al antojo de la bestia que,
fiada en el escaso vigor de la mano que la regía, más se cuidaba de
caminar á gusto que de llegar pronto. Pero llegó al cabo; no porque
la espuela ni el freno le trazaran el rumbo, sino porque le tenía bien
conocido; y preciso fué que diera con las narices en las primeras casas
de Valdecines, para que el jinete se percatara de ello. ¡Y eso que no
había arrojado un punto á Águeda de su memoria!
Cuando tan cerca se vió de ella, sintió otra vez la vida en su corazón
y la luz en sus ojos, tan acostumbrados á las negras visiones de su
fantasía desde la última vez que recorrió aquellos mismos parajes.
Orientóse en ellos, como si acabara de salir de un sueño fatigoso, y
castigó á la perezosa cabalgadura, resuelto á llegar cuanto antes á la
casita del párroco y á resistir la tentación, que ya le asaltaba, de
llamar otra vez á las puertas guardadoras de aquel raro tesoro, que
era, al mismo tiempo, sostén de su vida y causa de su muerte. Y Dios
sabe si la tentación le hubiera vencido al fin, á no ocurrir lo que
ocurrió.
Y fué que pasó un transeúnte con la azada al hombro, y se le quedó
mirando con una curiosidad harto inexplicable, pues para ninguno de
aquellos campesinos era nueva la estampa de Fernando. Dos mujerucas
se detuvieron luégo delante de él; y no solamente le miraron, y con
torcido gesto, sino que dijeron, aunque muy entre dientes, algo que
no sonó bien en los oídos del joven. Más adelante sucedió otro tanto
con unas salladoras que iban á la mies; y un muchacho, que le seguía
de puntillas, le tiró una piedra que dió en las ancas del caballo, le
llamó á voces _perro judío_ y apretó á correr: acto que mereció el
aplauso de las salladoras, las cuales no se contentaron con ensalzarle,
sino que añadieron nuevas _perradas_ á la perrada del muchacho.
Todo esto valía ya la pena de detenerse; y Fernando se detuvo, no sin
miedo, dicho sea en honor de la verdad, de que le viniera un cantazo
por cualquiera de las encrucijadas inmediatas. Volvióse hacia las
salladoras; pero éstas se alejaron camino de la mies. La fortuna le
puso delante á Macabeo que se dirigía á casa de Águeda. ¡Cosa más rara!
También el locuaz y regocijado espolique le miró de mal talante; y fué
preciso que Fernando le llamara para que se acercase á él.
--¿Qué significa todo esto, Macabeo? --le preguntó con más aire de
sorpresa que de enojo.
--¿Qué es «todo esto,» si se puede saber? --respondió el hombre,
extrañamente comedido y receloso.
--Este modo de mirarme las gentes; sus palabras y ademanes; la
insolencia de los muchachos... tu misma actitud conmigo...
--Pues ahí verá usté... ¡qué caráspitis! --dijo Macabeo, por decir algo
que no fuera la verdad.
--Eso es dejarme en la misma duda, y tú puedes sacarme de ella: te lo
conozco en la cara.
--¡Sea todo por el amor de Dios! --repuso el buen hombre muy
contrariado é indeciso. Pero le venció la fuerza de su locuacidad
constitutiva, si la ciencia me pasa el adjetivo, y añadió luégo--: Ya
sabe usté, señor don Fernando, que en este pueblo todos somos, gracias
á Dios, cristianos á macha-martillo.
--Bien, ¿y qué?
--Item más, es público y notorio que á los señores de esta casa los
miramos aquí, chicos y grandes, con mucho respeto y mayor estimación.
--Nada más justo...
--Siendo aquí todos cristianos, claro es que las gentes se han de
amañar muy mal con los herejes... y amañándose mal con los herejes,
resulta la consonancia al respetive del caso.
--Ó lo que es lo mismo: yo soy un hereje, y por hereje me reciben hoy
de mala gana en Valdecines.
--Justo y cabal, ¡qué caráspitis!
--¿Y hasta ahora no habéis caído en la cuenta de mis herejías, Macabeo?
Esto no es creíble. Algo más, que no quieres decirme, hay en el
asunto... ¡Quiero saberlo todo, Macabeo!
Como estas palabras las dijera Fernando en tono asaz resuelto, Macabeo
se juzgó descargado de escrúpulos y miramientos, y habló así:
--Parece ser también que usté estuvo el otro día en casa del señor cura.
--Cierto que estuve; y ¿qué mal hay en ello?
--Estando usté en casa del señor cura, díjole que quería hacerse
cristiano.
--Tanto más en mi abono, si eso fuera cierto.
--¡Vaya si lo es, caráspitis!
--¿Quién puede asegurarlo?
--Todo el pueblo que lo oyó, señor don Fernando.
--Hombre, á no contárselo el cura desde el altar mayor...
--¡Á buena parte va usté!... El señor cura es un santo de Dios, y como
en confesión oye y guarda cuanto se le dice; pero aquella casa es una
pura oreja y una pura lengua; y cuanto en ella se habla, que valga dos
cuartos, lo sabe ce por be todo el lugar al otro día. Así se supo aquí
cuanto pasó entre usté y el señor cura.
--Pues insisto en lo dicho, Macabeo: si lo que se oyó de mis labios fué
lo que tú aseguras, ¿qué más habéis de pedir á un hereje?
--Cierto parece así; pero salió la conversación á la calle, y... púsose
el sayo en concejo; metiéronle el diente tijeras que lo entendían,
y aclaróse, al decir de todo el pueblo á una (pues yo en él me lo
encontré al volver de un viaje largo), que si usté entró en aquella
casa á la luz del mediodía, y dijo lo que dijo al señor cura, fué con
su cuenta y razón.
La curiosidad de Fernando trocóse aquí en alarma grave, y exclamó
impaciente:
--¡Dime cuanto sepas; pero claro y pronto!
--Pues claro y pronto lo diré, señor don Fernando, que hasta la caridá
me lo ordena; porque, á pesar de los pesares, ley le tengo, ¡qué
caráspitis! y bueno es que el hombre sepa lo que le importa, por si no
es oro todo lo que reluce.
--¿Quieres concluir de una vez!
--Concluyo y finiquito... Pues sépase usté que si esas gentes le miran
hoy de mal ojo, y le maltratan de palabra, y mañana le apedrean (que
todo podría ser), es motivao á que se asegura que no queriéndole á
usté la señorita doña Águeda por hereje, hace usté la pamema de que se
convierte, porque... porque... porque no se le escapen de entre las
uñas las riquezas de esta casa.
El dolor y el frío de una puñalada sintió Fernando en el corazón; y
á la luz sulfúrea, infernal, en que se creyó envuelto, vió desfilar
ante sus ojos, en un segundo, horrenda muchedumbre de fantasmas que
las palabras de Macabeo hicieron brotar de los negros abismos, como
escuadrón de demonios á la voz del réprobo que las evoca. El amor,
el orgullo, los recuerdos, las esperanzas... todo lo sintió herido,
pisoteado, muerto á un mismo tiempo; y tan puro, tan alto, tan grande
era el linaje de su pasión; tan enorme, tan inmotivada le parecía la
calumnia, que, aunque con el dolor de un mártir, preguntó á Macabeo con
la sinceridad de un niño:
--¿Pero es rica Águeda?
--¡Señor! --respondió Macabeo con asombro--: ¿quién puede ignorarlo?
--¡Yo!... ¡yo; y te juro que ésta es la primera vez que reparo en ello!
Era recto y sano de corazón Macabeo; creyó en la sinceridad de las
palabras de Fernando, y no quiso ahondar más sus heridas con el relato
que también había pensado hacerle de la segunda parte de la historia
que corría por el pueblo.
--¡Qué lenguas! --exclamó, hondamente compadecido del joven.
Éste había caído en un sombrío atolondramiento: miraban sus ojos, pero
no veían.
De pronto revolvió el caballo hacia la sierra; y como si aquel suelo,
y aquellas casas, y aquellas mieses encubrieran un volcán dispuesto
á devorarle, castigó al dócil bruto con la espuela y el látigo, y
desapareció como un rayo de la presencia del aturdido Macabeo.
El cáliz estaba lleno: una gota bastó para desbordar las hieles que
contenía.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXVII
LO QUE ENCUBRIÓ LA NOCHE

Muchas horas después de este suceso, Fernando se paseaba en el cuarto
de estudio de su padre. Revelaba tranquilidad, aunque era ésta muy
semejante á la que tienen en sus comienzos algunas tempestades de
verano: ni un soplo de aire, ni el ruido de una mosca; la quietud y el
silencio reinan en la naturaleza; pero hay celajes siniestros, tintas
en el horizonte que parecen manojos de centellas, aire que asfixia,
monstruos que la fantasía dibuja en los plúmbeos nubarrones... Nada
sucede en aquel instante; pero toda conflagración es posible al menor
choque entre los aletargados elementos.
Á la luz que alumbraba la estancia, el doctor leía, ó aparentaba leer;
porque es lo cierto que más atentos estaban sus ojos al ir y venir
de Fernando, que á las páginas del libro; siendo muy de notar que no
había tanta alarma como curiosidad en las miradas furtivas del viejo
Peñarrubia.
Había visto por la mañana llegar á casa á su hijo en el estado de
exaltación en que nosotros le vimos salir de Valdecines; y había
logrado, á fuerza de fuerzas y al cabo de muchas horas, reducirle á
la calma y á la reflexión. Entonces hablaron. La conversación era la
válvula por donde el doctor se proponía desahogar aquel pecho y aquel
cerebro henchidos de tumultos. Supo que no era Águeda la causa de
ellos; pero no supo la verdad entera, que Fernando cuidó de ocultarle
por no afligirle más.
--Pues ahora me toca á mí --dijo el doctor cuando halló á su hijo dócil
á sus reflexiones--. Voy á Valdecines.
--¡Guárdate de ello! --respondió Fernando.
--¿No quedó así convenido entre nosotros? --preguntó el doctor con
extrañeza.
--Sí; pero el nuevo giro que han tomado los sucesos, hacen hoy inútil y
hasta peligroso para mí ese paso... Dale mañana...
--¿Estás seguro de que mañana no me dirás lo mismo que hoy?
--¡Te juro --dijo Fernando-- que no me opondré mañana á ninguno de tus
deseos!
--Enhorabuena --repuso el doctor--. Y como en garantía de la sinceridad
de tu promesa, acompáñame al jardín. Á los dos nos conviene ahora un
poco de trato íntimo con la madre naturaleza.
Salieron juntos, y aun hubiera jurado el padre que su amago de chanza
había obtenido otro amago de sonrisa de los labios de su hijo.
Hasta la hora muy avanzada de la noche en que volvemos á hallarlos
reunidos, no tuvo á los ojos del doctor el menor retroceso el alivio
moral de Fernando. De aquí su relativa tranquilidad cuando nosotros
hemos comparado la del enfermo á la que precede á las grandes
explosiones de la naturaleza.
--¿Supongo --dijo Fernando, deteniéndose en una de sus vueltas y en
tono medio de chanza-- que no te habrás propuesto que pasemos la noche
de esta manera?
--Hombre, no --respondió el doctor con la mayor naturalidad--. Pero
estaba tan entretenido en la lectura, y te creía tan bien hallado con
esos higiénicos paseos...
--Pues si te parece --añadió Fernando-- nos recogeremos. Siento que me
ronda el sueño, y quisiera escribir unas cartas antes de acostarme.
--Nada más acertado, hijo mío, que esa determinación. El sueño es el
bálsamo que cura todas las llagas del espíritu. Vamos á descansar.
--¡Descansemos, pues... que ya es hora! --dijo Fernando; y pagó el
abrazo que le dió su padre con otro tan fuerte y detenido, que éste, al
salir suspirando de aquellas apreturas, exclamó, como en los mejores
tiempos de sus bromas:
--¡Cáspita, y qué fuerzas te ha dado el ejercicio de esta noche!
Respondió Fernando con triste sonrisa; salieron juntos padre é hijo de
la estancia, y momentos después cada cual se encerraba en su respectivo
dormitorio.
Al cabo de una hora abrió el suyo cautelosamente el doctor, y observó
desde lejos que del de Fernando salía luz por las rendijas de la
puerta: se acercó á ella, y oyó hasta el suave charrasqueo de la pluma
sobre el papel.
Volvióse tranquilamente á su cuarto. Antes de acostarse salió otra vez
de él para observar el de su hijo. Éste había apagado la luz. Entonces
se acostó el médico y apagó también la suya.
--Se da á partido --decía para sí--. ¡Pobre muchacho! Que logre él
dominar esos arrebatos peligrosos, como los de esta mañana... y lo
demás corre de mi cuenta.
Momentos después dormía y hasta roncaba el buen doctor Peñarrubia.
Entre tanto, su hijo, de codos sobre el alféizar de la ventana de su
cuarto, paseaba la vista errabunda y anhelosa por el inmenso desierto
del espacio, donde brillaban las constelaciones como vivos y eternos
testimonios de la grandeza y del poder de Dios. Hundíase la tierra en
un abismo de sombras y de misterios, y recortábase la línea de sus
montañas en el azul confuso del horizonte. Á menudo se pasaba el joven
la mano por la ardorosa frente; frotábase los ojos como si intentara
apartar de ellos desagradables visiones, y volvía á pasearlos desde la
inmensidad del firmamento hasta la negra pequeñez del agujero en que
él, mísero gusano, se retorcía atormentado y espirante.
--¡Si hubiera infierno --pensaba-- y en él un demonio mil veces más
astuto y maléfico que el inventado por el místico fanatismo, no fuera
capaz de disponer las cosas en mi daño con tan ingenioso artificio como
las ha dispuesto mi negra desventura!... ¡Todo lo había arriesgado ya
en este trance!... ¡Todo lo sacrificaba, porque era mío!... Á este
precio adquirí una esperanza, aunque remota. Lancéme con ella á lidiar
de nuevo en esta horrible batalla, y se atraviesa en mi camino el
único obstáculo que podía detenerme: mi honra; es decir, mi fe, mi
religión... lo que no es mío, sino del mundo que me ve y me juzga.
Ó pisarla ó morir. Morir, sí; porque morir es retroceder en esa
senda, ¡la única que existe para llegar á lo que había de darme la
vida!... Y retrocedí... es decir, decreté mi propia muerte... ¡Vivir
sin Águeda!... ¡intentarlo siquiera!... ¡Qué locura! ¡Desde que se ha
hecho imposible para mí, raya en idolatría la fe con que la adoro! Mil
vidas que yo tuviera me parecerían poco para sacrificarlas en este
singular conflicto. Y entre tanto, mis penas son su martirio, y mi
muerte acarreará la suya... y yo, que sé todo esto, no puedo detenerme
un punto en la pendiente en que me hallo. ¿Habrá suplicio que se iguale
á este suplicio!
¡Calumnia! La lengua que la produce y la arroja á la voracidad de
las muchedumbres, ¿por qué no se gangrena en la boca del infame y se
ve arrastrada en jirones por inmundas bestias? ¿Cómo el veneno que
destila y da la muerte no mata al calumniador! ¡Víboras humanas! ¿Quién
puede calcular el alcance de vuestra ponzoña! Esos pobres campesinos,
inficionados de ella, vanla propagando sin saber el daño que causan;
antes creen que obran como buenos, porque desenmascaran al impostor.
Pero la calumnia llamará á las puertas de Águeda; y aunque ella no se
las abra, algo quedará allí, como el hedor de la peste, que corrompa
un día su corazón; mala semilla que llegue á dar siquiera frutos de
sospechas. Y si tal ocurriera, ¿qué sería de mí entonces! Y sólo con el
temor de que pueda suceder, ¿quién, que se llame honrado, no retrocede
como yo? Y retrocediendo, ¿por qué otro camino la busco, si todos van
á parar á ese que me está vedado?... ¡Me empujan los huracanes y estoy
cercado de abismos, y aún discurro y pienso en que he vivido! ¡Qué
necedad!
Alzó otra vez la cabeza y volvió á clavar los anhelantes ojos en la
bóveda celeste.
--¡Allí --se dijo con burlona sonrisa--, allí dicen que está, detrás
de esa ilusoria techumbre, el sostén de los débiles, el consuelo
de los atribulados... el supremo Juez de la conciencia humana, el
árbitro Señor de vidas y almas... la caridad... la misericordia!...
¡y yo, su hechura y su imagen, perezco aquí abajo, mofa y escarnio
de la desdicha; y esa fuerza no me ayuda, y esa misericordia no me
alcanza!... ¿Por qué? Porque no se baña mi espíritu en los resplandores
de una luz fantástica que no llega nunca á los ojos de mi razón...
¡Mentira! --añadió con sacrílega soberbia--. ¡Cuanto veo y toco es
fuerza que agita y mueve á la materia: materia agitada y movida
por la fuerza! ¡Una ley incontrastable y eterna rige y gobierna
á la naturaleza, y lo inmutable y perpetuo de esa ley excluye
lo sobrenatural!... Giran esos astros, porque la fuerza les da
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