De tal palo, tal astilla - 18

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sola vez de la tentación del baile... ¡y, cuidado, que le hubo hasta de
tambor, que es cuanto puede pedirse de estimulante y provocativo!
Por más que registró con los ojos todos los rincones de la romería, no
vió á Bastián en ninguno de ellos. Resueltamente era ya cosa muerta su
enemigo, en lo tocante á pretender á Tasia.
Decidióse á pedirla al otro día; pero supo al ir á ponerlo en
ejecución, que su padre había ido al monte. Bajó de él ya muy tarde, y
según noticias, no de muy buen humor, por haber _mosqueado_ los bueyes
con los tábanos, _entornado_ el carro y rótosele á la pértiga dos
_trichorias_ y el _cabezón_. Aplazó el asunto hasta el día siguiente.
En el cual, como el lector sabe, desde muy temprano comenzó á hablarse
en Valdecines del hombre muerto hallado en la hoz. Súpose luégo quién
era, y Macabeo se consternó. Averiguó después que el pedáneo había
traído una carta, encontrada en el bolsillo del difunto, para Águeda,
y estuvo á pique de desmayarse. Corrió á la casa con las pocas fuerzas
que le quedaban, á preguntar si le necesitaban para alguna cosa, y
dijéronle que no. Quedóse, por lo que pudiera ocurrir, arrimado á
la portalada; y allí supo que don Sotero se había puesto muy malo.
No se lo tomara Dios en cuenta; pero se alegró con el suceso. Media
hora después, y viendo que no le necesitaban en casa de sus señores,
internóse en el lugar á caza de noticias, y oyó tocar á muerto. Pasaba
don Lesmes muy cerca de él á la sazón, y preguntóle por quién tocaban.
--Por don Sotero Barredera --contestó el cirujano--. ¡El _paralís_ le
agarró de firme! Dos horas he estado bregando con él, y como si bregara
con una peña. Hace diez minutos que fué á dar á Dios cuenta de sus
obras.
--¡Buena estará esa cuenta, caráspitis! --dijo Macabeo llevando hasta
la boca sus manos entrelazadas.
--¡Buena de veras! --replicó don Lesmes, guiñando un ojo--. ¡Te digo
que éste es día de órdago y quince á la mayor! ¡Ni piernas tengo ya que
me lleven, con la faena que traigo desde que amaneció, Macabeo! ¡Y Dios
quiera que con lo visto acabemos hoy! ¡Esta condenada secura de tantos
días acá, tenía que dar sus frutos!
Y como Macabeo no le escuchaba ya, marchóse el cirujano. Y Macabeo no
le escuchaba porque se había puesto á cavilar que la muerte de don
Sotero, por más de una razón, podía influir mucho en las miras de
Bastián y en los pareceres de Tasia.
--De todos modos --se dijo Macabeo--, á seguro llevan preso; y ahora
que está el zorro metido en la cueva, salvemos la gallina.
Y enderezó sus pasos resueltos á casa de Tasia. Entró sin llamar hasta
la cocina, alumbrada por la escasa luz que penetraba por la ventana
que abría al portal. Sueño le pareció lo que veía; pero no tardó en
convencerse de que era pura realidad: allí estaba Bastián en medio de
la familia de Tasia, leyendo unos papelones, cuyo contenido causaba el
más regocijado asombro en los oyentes.
--¡Á lo que vengo, vengo, Tasia! --dijo Macabeo, anunciando su llegada
con estas palabras y un gesto de hiel y vinagre.
--Pues tú dirás á qué vienes --respondió Tasia, volviendo la cara muy
desabrida y no poniéndosela su padre más risueña.
Bastián perdió un tantico el color al verse tan cerca de Macabeo; pero
estaba bien protegido entonces, y esta reflexión le tranquilizó.
--Si lo ofrecido es deuda, algo me debes, ¡caráspitis! --añadió
Macabeo--, y eso es lo que vengo á buscar.
Tasia, muy serena, preguntóle:
--¿Qué te he ofrecido yo, Macabeo?
--¿Qué me dijiste al despedirte de mí la última vez que hablamos
juntos? --preguntó á la moza el preguntado--. Venir acá me mandastes.
--¿Díjete, por si acaso, lo que habían de responderte cuando llamaras á
la puerta? Además, que de días á días, van muchas horas; y bien sabes
tú que en cada hora mudan los pensamientos.
--De veleta floja fueron siempre los tuyos, ¡caráspitis!...
Alzóse en esto el padre con el papel que cogió de las manos á Bastián,
y dijo así, mostrándosele á Macabeo:
--Ni entro ni salgo, ni tan siquiera sé por ónde van esos aires con que
andáis ahí sopla que sopla; pero mira en este papel una pizca de lo que
el señor ofrece á Tasia.
--El señor --respondió Macabeo señalando á Bastián-- haría mejor en
dejar ese papel en el arcón en que estaba, siquiera por bien parecer,
hasta que la tierra tapara al que apandó tantos caudales... sabe Dios
cómo; y bueno fuera también, caráspitis, que antes de ofrecer esas
grandezas supiera si eran suyas.
--¡Y mucho que lo son, Dios! --se atrevió á afirmar Bastián.
--Tocante á eso --añadió el padre de Tasia, tomando otros papelotes
que le alargó Bastián--, aquí está el testamento que lo reza todo...
y mucho más. Has de saberte que Bastián resulta, por estos ites y
consonantes, hijo del finado y su heredero único.
--¡Caráspitis! --respondió Macabeo--; sin esos papelotes ni otras
pruebas que yo tengo bien flamantes, conociera yo que esta bestia es
hijo de tal padre por lo mucho que le llora... Y con esto finiquito y
me voy, y muy campante; que la venganza de la falsía que han querido
hacerme, en esta casa la dejo con la cría que meten en ella... Y ahora,
sábete --añadió, encarándose con Tasia-- que no venía hoy á pedirte,
como te has pensado, sino á decirte que para lo que soy y tengo, no es
quién una descorazonada, cubiciosa y cicatera como tú.
Con este desahogo salió Macabeo á la calle; pero no tan satisfecho
como aparentaba. Cuando menos, la burla le carcomía el puntillo. No
obstante, en su buen juicio vió las cosas con completa claridad; dióse
por vengado con lo dicho al despedirse de la falsa, y dirigióse á buen
andar al punto de donde había salido media hora antes.
--Ésta y no más --decía para sí mientras andaba--, ¡y bien venida sea,
caráspitis, por la enseñanza que me trajo!... Y á fe que ya es hora,
Macabeo; que años tienes de sobra para no pensar en juegos de galanes.
¡Pobre de mí, caráspitis, si el escarmiento me coge con la cruz á
cuestas! Pero Dios me guía y no me desampara, y Él es quien me dice que
no nací para casado, porque, aunque pobre y hediondo, hago falta en
otra parte. ¡Allí, Macabeo, allí está tu pan y tu calor y tu descanso!
Devuelve esas tierras y esos galardones que te regalan y te brindan;
cierra tu choza, vende tus ganados; y pues te ofrecen, sin merecerlo,
amparo y estimación como á cosa de familia, dí que te den siquiera un
rincón debajo de aquel techo y un mendrugo á las horas de comer, ¡y
firme, con vida y alma, llorando con los que lloran y riendo con los
que rían y trabajando para todos!; y cuando más no puedas porque te
rindan los años, ¡muere como perro leal guardando la puerta de quien te
da lo que no mereces, y bendiciendo á Dios que, sólo por cumplir con tu
deber, te otorgó ángeles por familia y palacios por morada!
Tan abstraído iba en estas meditaciones, que estuvo á riesgo de
tropezar con un caballo que, al mismo tiempo que él, llegaba á la
portalada. Levantó la vista. El que venía sobre aquel caballo era
el doctor Peñarrubia. Pero ¡en qué estado! Si voraces vampiros le
hubieran chupado la sangre del rostro, no quedara éste tan descarnado
y macilento. En sus ojos no había luz, sino tristeza, desconsuelo,
desesperación y surcos de lágrimas; y en su vestido, desaliñado y
mordido por las zarzas del monte, notábanse sangrientas señales de que
sobre él había descansado la mutilada cabeza del infeliz suicida.
Nada le dijo Macabeo por respeto á su tribulación inmensa, y nada
dijo el doctor á Macabeo, en quien no se fijó siquiera al apearse del
caballo que el otro le tenía. Dejósele abandonado en cuanto puso los
pies en el suelo, y entró en la corralada.
Vióle alejarse Macabeo, y dijo para sí tristemente, mientras se
disponía á conducir el caballo á la cuadra del otro lado:
--Por poca vida que Dios me conceda, ¡cuánto me toca ver todavía en
esta casa! ¡Y si ello fuera alegre!...
[Ilustración]


[Ilustración]
XXXI
LAS HECES DEL CÁLIZ

Ningún bálsamo tan prodigioso para templar en la memoria de Águeda
los recuerdos de la pasada noche, como la noticia que tuvo al día
siguiente, de que Fernando había encomendado al cura de Valdecines la
tarea de su conversión.
Ya hemos visto que, al considerar los motivos que la alejaban de él,
padecía dos tormentos á la vez: el tormento de perderle y el tormento
de pensar que el incrédulo se perdía. Ambos dolores se calmaban con
aquel remedio.
No hay sol más resplandeciente que el primero que luce después de una
tempestad. Así son las ilusiones: las que se forja la imaginación
en las treguas de los grandes martirios, son las más agradables.
¡Qué mucho que Águeda se recrease en dar cuerpo y alas y espacio en
que volar á las suyas, adquiridas después de tantas y tan deshechas
tempestades?
En medio de esta claridad risueña cayó de repente, como noche preñada
de horrores, la noticia del suicidio de Fernando. No bastó su carta:
fué preciso, para dar al cuadro todo el negro tinte que cabía en
él, que el mensajero que la puso en manos de Águeda describiera
con inclemente prolijidad los pormenores de la escena que había
presenciado en el fondo de aquel inmenso sepulcro. ¿Qué sonda mediría
la profundidad del dolor que sintió la desventurada en tan aciago
instante! Pero ni una queja brotó de sus labios, ni halló cabida en su
mente. Mártir heróica de la fe, recibió el golpe en medio del pecho y
á pie firme, convencida por la amarga experiencia de su largo calvario
de que para lidiar así la había arrojado Dios á las luchas de la vida;
elevó al cielo cuanto de ángel había en su naturaleza formada para
el martirio; y ya no pensó en que padecía, sino en padecer más para
ofrecer sus tormentos en satisfacción por el delito de Fernando, si era
posible que á su enormidad alcanzase la divina misericordia.
--«Si existe ese Dios á quien adoras y me sacrificas --decía un párrafo
de la carta del suicida--, ¿por qué siembra de oprobios y de afrentas
el único camino por donde puedo buscarle para conocerle y merecerte? Ó
tu Dios no existe ó es el mal.»
¡Rebelde y blasfemo!... ¡Insensato!... ¡Y adoraba á Águeda, y no
alcanzaba á ver en ella el vivo ejemplo del valor cristiano; cómo se
lucha y se sufre y se vence en las grandes tribulaciones de la vida;
cuál es el deber y cuál es la locura; cuál es la verdad y cuál es el
falso brillo de los errores de la conciencia; hasta dónde llega la
flaca razón humana, y desde dónde comienza á revelarse la providencia
de Dios; cómo es fuerza lo que parece debilidad, y cómo consiste el
valor, no en aniquilarse delante del peligro, sino en afrontarle á
pecho descubierto!
Concebía á Fernando incrédulo, separado de ella y hasta luchando
inútilmente por creer para merecerla; imaginósele alguna vez
desesperanzado y desfallecido, y aun sucumbiendo entre dudas... Pero
morir por su propia mano y abrazado á sus errores, con la desesperación
en el alma y la blasfemia entre los labios, y ser ella el motivo, la
chispa que produjo la explosión de tal demencia, pasaba mucho más allá
de los límites de sus previsiones. Ni en el cielo podía haber perdón
para crimen tan horrendo, ni en la tierra descanso ni sosiego para ella.
El bueno de don Plácido intentó en vano consolarla.
--Vamos, hija mía --díjola cariñoso--, ánimo... ¡ánimo, y siempre
ánimo; que, al fin y al cabo, no quedas sola en el mundo!... Bien
considerado este suceso, era de esperarse más tarde ó más temprano...
y, francamente, preferible es que haya ocurrido ahora... Digo que era
de esperar, porque donde no hay temor de Dios, no caben obras más
cuerdas; y bien sabes tú cómo anda la religión en esa casta. Cierto
que su padre, aunque hereje, va arrastrando la vida sosegadamente;
pero esto puede consistir en que el aislamiento en que vive le pone á
cubierto de las desazones con que se prueba el temple de las almas.
Además, según mis noticias, las herejías del padre son tortas y pan
pintado comparadas con la incredulidad de que se jactaba el hijo... Y
eso tenía que suceder por la fuerza misma de las cosas: _de tal palo,
tal astilla_. De un tibio y descuidado en materias de fe, nace un
volteriano como el doctor Peñarrubia; de un volteriano, un ateo que
pierde los estribos al menor contratiempo, y se vuelve loco, ó se quita
la vida, que tanto monta... Y en su lógica obran muy racionalmente:
muerto el perro se acabó la rabia... pues mato el perro. En cuanto á
los tontos que en el mundo dejan tales sabios llorando su criminal
locura, ¿qué vale eso? Quien no acierta á conocer á Dios en toda su
vida, ¿cómo ha de fijarse en semejantes pequeñeces en el momento de
cometer la heroicidad?... No faltan desventurados que la aplauden...
y hasta la imitan; y á ello hay que atenerse. ¡Admirable raza para
regenerar el viejo mundo! ¡Admirable seso el de los hombres que se
desviven por echar hacia ese abismo las corrientes de las ideas!
Nada respondía Águeda á estas observaciones de su tío; pero comenzó á
llorar en silencio. Entonces dijo don Plácido acariciándola:
--Eso es lo que necesitas por ahora, hija mía: llorar, llorar mucho.
Las lágrimas fueron puestas por Dios en los ojos para desahogar las
penas del corazón. Llora y descansa.
Después, no pudiendo consolarla, trató de distraerla y la habló así:
--Díjete que no te quedabas sola en el mundo, y dije la verdad. Has de
saber que he convenido con tu hermana en venirme á vivir con vosotras.
Aquí rompió Águeda el silencio para expresar la alegría que le causaba
la noticia.
--¿Pudiste creer jamás que yo os abandonara? --exclamó don Plácido.
--No, señor; pero nunca me hubiera atrevido á pedir á usted tan grande
sacrificio.
--¡Me gusta la salida! ¡Sacrificio nada menos! No hay tal sacrificio,
hija mía, en mi propósito; antes hay mucho egoísmo... Me he convencido
de que para cultivar la única afición que tengo, lo mismo da
Valdecines que Treshigares. Con trasladar á tu casa mi gallinero, se
acabó la dificultad. Además, no quiero ocultarte que, según van pasando
los años, me van pareciendo más largas las horas en aquella soledad...
Está visto que los niños y los viejos no pueden vivir sin el calor de
la familia.
--¡Qué inmenso beneficio hace usted á mi hermana!
--¡Ah, picarilla!... ¡Toda tu gratitud por ella, y nada por tí!... es
decir, que me dejas, precisamente, sin lo que yo iba buscando... Bueno,
bueno. ¡Sacrifíquese usted por ingratas!
Á esta broma respondió Águeda, acompañando sus palabras con una sonrisa
que parecía un sudario:
--Pilar empieza á vivir ahora, tío... es una niña.
--¡Y tú eres otra niña un poco mayor!... Y eso, ¿qué? ¿Quieres
decirme que vas á morirte pronto y que no te hacen falta amparos en
el mundo?... ¡Vaya si te leo yo los pensamientos! Pues sábete que te
llevas chasco si tal has pensado, ¡y chasco muy grande!... ¡No faltaba
más! Cierto que estás quedándote como la estatua de la melancolía, y
que no parece sino que te van arrancando las carnes y robándote el
color cuantos te hablan y te miran; pero ¿qué ha de suceder si eres
una carga de penas y de cuidados? Pasará la borrasca, ¡pues no ha de
pasar? y lucirán días mejores para tí y para todos nosotros... Siempre
te quedará allá dentro un poquito de resquemor; pero ¡qué diablo! la
vida sin cruz no es vida de cristiano; y ¡viva la gallina, aunque sea
con su pepita!
Entró Pilar en esto diciendo muy alegre:
--¡Don Sotero está malísimo!
Á lo que respondió don Plácido:
--Esa es una noticia que ha echado á volar el tunante, por no vérselas
hoy cara á cara conmigo.
Insistió Pilar en lo que aseguraba, dando buen origen á la nueva, y
concluyó don Plácido:
--Pues mira, siento que le mate Dios antes de haberle echado yo á
presidio.
Y como Águeda siguiera llorando y Pilar lo notara y se abrazara á ella,
fuése don Plácido, no sé si movido de la curiosidad en que le habían
puesto las noticias traídas por la niña, ó del convencimiento de que
Águeda necesitaba llorar mucho y hablar poco.
De todas maneras, antes de una hora estuvo de vuelta.
--¡Y hay inocentes --dijo á sus sobrinas-- que dudan de la justicia de
Dios!... Hijas mías, don Sotero acaba de morir.
Águeda se estremeció.
--¡Qué gusto! --exclamó Pilar palmoteando muy recio.
--¡Qué dices, niña? --respondió Águeda reprendiéndola.
--Creo que tiene razón esta chiquilla --observó don Plácido--. Hombres
como ese... En fin, Dios sabe muy bien lo que se ha hecho.
--¡Y habrá muerto sin confesión!
--Sospécholo, cuando no ha venido el señor cura á restituirte lo que te
robó en vida esa garduña...
--¡Que Dios le perdone como yo le perdono!
--Pues si tú le perdonas, que no se condene por mí... ni por tí
tampoco. ¿Verdad, Pilar?
--Con tal de que no vuelva... perdónole también --dijo la niña.
--Así me gusta... Pues sí, señor: la cosa no tiene duda, porque acaba
de decírmelo don Lesmes en la portalada.
--¿Don Lesmes ha vuelto ya? --preguntó Águeda.
--¡Otra te pego!... ¡Y yo que no me acordaba!... Pues sí: volvió don
Lesmes... ¡Hija mía, qué cara de angustia se te ha puesto! Ya sé por
qué; y necio fuera yo en ocultarte cosa alguna... Todo ha concluído
_allí_ del mejor modo posible... Estuvo su padre... ¡Figúrate cómo
estaría!
--¡Desdichado!
--¡Eso sí!... Cuanto se diga es poco... Se encontró ya la fosa
abierta...
--¡Ni tierra bendita para cubrirle, tío!
--¡Ni eso siquiera, hija mía!... ¡Ni eso merecen los que mueren
renegando de Dios!
--¡Qué horror!
--Lo mismo dijo su padre, á pesar de lo poco en que tiene las cosas
del otro mundo. Por compasión á su dolor y á sus lágrimas, se le ha
permitido que lleve aquellos míseros despojos á su propio solar, donde
hallarán sepultura menos indigna que en el fondo de una barranca, como
las bestias. En los preparativos quedaron el doctor y algunas buenas
gentes que por caridad le ayudan. Quizá esté ya el triste cortejo
camino de Perojales. Del mal el menos, hija mía. Y ahora que todo lo
sabes, no temo lo que puedas averiguar por bocas imprudentes que se
complacen en exagerar los horrores.
Por aquí andaba la conversación, cuando el doctor, á quien hemos visto
llegar á la portalada, pidió permiso para hablar á solas con Águeda.
¡Otro golpe de muerte para la infeliz! Don Plácido y Pilar se retiraron.
--¡Vengo --dijo Peñarrubia con voz enronquecida y temblorosa-- á
cumplir la última voluntad de un moribundo!
Águeda, traspasada de angustia, bajó la cabeza. La presencia de aquel
hombre agobiado por el mayor de los infortunios, hacía más terrible el
cuadro que no se apartaba un momento de su imaginación.
--¡Le mató la tenacidad de un fanatismo inclemente, señora! --añadió el
doctor, después de aguardar en vano una respuesta de Águeda.
Tomó ésta el dicho á reconvención; parecióle injusta y cruel, y
respondió con energía:
--¡Le mató su rebeldía á los decretos de Dios!
--Un deber mal entendido hizo imposible la única aspiración de su vida.
--La ignorancia de los suyos se la quitó.
--¡Los imposibles no se vencen con las humanas fuerzas!
--¡Pero se sufren con la resignación cristiana! Pues si para esas
contrariedades no hubiera otra defensa que la muerte, ¿viviera yo en
este instante, doctor!
Acertó á mirarla éste con ávida curiosidad, excitada por lo que de
amargo y solemne había en el acento de sus palabras, y se asombró
al ver los estragos que las penas habían hecho en aquella belleza
tan admirada por él al conocerla. Comprendió que iban fuera de
toda justicia sus reconvenciones; disculpólas con el dolor que le
enloquecía; lloró como un niño, y Águeda tuvo necesidad de olvidarse
de sus propias angustias para consolarle.
--Pero ¡qué horrible serie de contrariedades se atravesaron en su
camino! --prosiguió el doctor cuando se halló más sereno--. Amó, y
sus desdichadas ideas fueron vasto y tormentoso mar que le alejó del
objeto amado. El amor le dió fuerzas, y luchó contra el embate de las
enfurecidas olas; creyóse rendido, y el ansia de llegar al anhelado
puerto le hizo luchar de nuevo. ¡El último esfuerzo, Águeda; el que
debía salvarle, le mató! Tradújose por la maledicencia en baja codicia
de los bienes de la mujer amada y en infame apariencia de conversión,
su postrera tentativa...
--¿Eso se ha dicho! --exclamó Águeda asombrada.
--Eso se ha dicho; esa versión ha circulado en este pueblo; eso le
valió hasta los insultos de los ignorantes; eso le alejó para siempre
del fin que perseguía; esa pena le enloqueció y armó su brazo y le
quitó la vida; y esta horrenda historia me lega en sus postreros
instantes para que usted no la ignore... y para tormento de la amarga
existencia que aún arrastro; y como no puede ser muy larga jornada
tan angustiosa, aprovecho estas horas en que la fiebre del dolor me
sostiene, para que el encargo no quede sin cumplirse.
--¡Qué ceguedad, Dios mío! --exclamó Águeda--. Si temió que yo pudiera
algún día inficionarme con la ponzoña de esa infame calumnia, ¿por qué
no me lo dijo?
--¡Y para qué?...
--¡Para qué!... Para quitar todo fundamento á sus temores... ¡para
desprenderme de cuanto poseo! ¿Qué menos debiera yo dar por su
felicidad y por la mía!
--El amor contrariado, Águeda, es como la mayor de las locuras: ciega á
los hombres y los precipita en todo linaje de desatinos.
--No, doctor: lo que agita y embravece las pasiones en el corazón
humano, es el desamparo del alma; lo que debilita al principio y
enloquece después, es el desconocimiento de Dios... Se lo dije, doctor,
se lo dije, porque le veía á obscuras y desesperado... ¡Infeliz mil
veces el hombre que para luchar con las tormentas de la vida, no busca
las fuerzas en los consejos de la religión!
--¡Ni gérmenes de ella había en Fernando, Águeda! --dijo el doctor
en un desahogo amargo, pero espontáneo, de su conciencia--. ¡Ni eso
siquiera!
--¡Y me culpaba usted de su muerte!
--Hacíame injusto la pena, y era el amor lo que le enloquecía.
--Navegaba en un mar de tempestades á ciegas é indefenso, y dió en ese
escollo. En otro hubiera perecido lo mismo.
--¡Infeliz de mí si eso fuera cierto; porque la educación del
desgraciado es obra mía!... Yo no le infundí otras ideas ni otro culto
que el amor á las glorias mundanas; aplaudí sus triunfos en esas luchas
sin caridad; con estas alas se elevó... y si es cierto que cuanto más
libre es la razón, más esclava de las pasiones se hace el alma, su
verdugo fuí... ¡Y era mi orgullo y mi regocijo! ¡Y cuando le soñaba
entre los arreboles de su gloria coronando las canas de mi vejez, la
desesperación le mata y la desdicha me ofrece su cadáver mutilado; y
hasta la justicia humana le niega el triste consuelo de la sepultura en
tierra bendecida para los hombres! ¡Donde le ví crecer lleno de vida
y de esperanzas, donde más le sonreía la ilusión de sus amores, se
pudrirán sus míseros restos señalados por el horror de las gentes, sin
compasión á las lágrimas con que yo regaré el mármol que los cubra!
--¡Qué desdicha tan espantosa! --exclamó Águeda anegada en llanto--.
¡Separada de él en la tierra... y eternamente separados después!
--¿También allá!
--Sí, doctor... Murió rebelde, impenitente... ¡el único delito que no
cabe en la misericordia divina!
--¡Quién sabe si hubo un instante en los postreros de su existencia!...
--¡Virgen María!... ¡si eso fuera verdad!... ¡Cuánto se lo he pedido á
Dios al verle tan cegado por el error!
--Reza, hija mía, reza; reza siempre por él... ¡y reza también por su
padre, que bien lo necesita!
--¡Por usted, doctor!... Pues ¿por ventura cree usted en la eficacia de
la oración!
--¡Yo no sé, hija mía, qué es lo que creo ya, ni lo que dejo de
creer! ¡Lo único que á mis ojos no tiene duda, es la inmensidad de mi
desgracia y la de mi dolor sin consuelo!
Abatió la cabeza entonces; ocultó la cara entre las manos, y lloró
mucho. Irguióse después; elevó los ojos, turbios por el llanto, adonde
tan pocas veces los había elevado, y exclamó entre gemidos y lágrimas:
--Si este martirio que me acongoja es un castigo del cielo... Señor,
¡tremenda es tu justicia!...
· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·
· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·

Diciembre de 1879.
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