De tal palo, tal astilla - 11

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En tal hora dejó Fernando los blandos colchones de su lecho, y se
vistió con la pulcritud que en él era una necesidad, si bien con la
holgura propia del lugar en que se encontraba. Desayunóse apenas,
y salió al campo á disipar la lobreguez de sus pensamientos con la
fragancia y el esplendor de un día tan hermoso.
Ya sabemos que para él no había más que un camino en aquella porción
del mundo: el camino de Valdecines. Ese camino tomó, no con ánimo de
llegar al pueblo, sino porque sentía la necesidad de moverse y de
respirar aire libre y oxígeno puro.
Desde la altura del parque de su casa, le pareció que estaría á sus
anchas en las sombrías arboledas de la embocadura de la hoz. Abrió la
sombrilla, porque el sol calentaba ya, y enderezó lentamente sus pasos
hacia aquel sitio. Cuando llegó á él, se encontró demasiado á solas con
sus negras cavilaciones. Las tintas de su melancolía tomaban allí unos
matices que rayaban en desconsuelo. Luz y calor le pedía el alma, presa
en la negra cárcel de sus dolores. Pero no se le ocurrió volver atrás
para buscarlo, sino meterse en la hoz y llegar por ella á la sierra
del otro lado, donde los horizontes se ensanchaban y la naturaleza se
sonreía.
Durante su tránsito por aquella enorme rendija de la tierra, ¡qué
pensamientos tan extraños le asaltaron! ¡Qué ideas le conmovieron!
¡Qué fuerzas tan misteriosas é incontrastables dirigían sus pasos y
dominaban su voluntad! ¡Cuántas veces, sin darse clara cuenta de ello,
se detuvo al borde del precipicio! ¡Con qué avidez contemplaban sus
ojos el fondo donde el río era más negro y las peñas del cauce más
ásperas y sombrías! En el rumor de aquellas aguas, enroscándose, como
rabiosas serpientes fugitivas, á los obstáculos que hallaban en su
tortuoso camino, oía él gritos y lamentos, súplicas, protestas de
amor, repulsas inexorables... y hasta sentencias de muerte; y siempre
era su voz la que se lamentaba, y la de Águeda la que le repelía.
La vista sufría allí también fascinación, como el oído. Un tronco seco
y desnudo, tendido junto al cauce del río, parecíale la palpable y fiel
representación de una idea que ya germinaba en su agitada mente. Cuerpo
sin vida, quizá fué desgajado de lo alto por la furia del huracán;
y antes fué verde y lozano, y se meció al blando soplo de las auras
de abril. Cuando la tempestad le eligió por víctima, gemirían sus
ramas azotadas por el viento, y crujirían sus raíces al desprenderse
de la tierra; pero cayó, al fin, y rodó hasta el fondo, que era su
sepulcro, su paz y su descanso. ¡Tras los furores de la naturaleza
y las tempestades del corazón, la muerte siempre! Y la muerte veía
hasta en las piedras medio ocultas entre juncos y ortigales, porque le
remedaban osamentas descarnadas por los cuervos y emblanquecidas por
la intemperie. Después medía con los ojos la altura desde el río á la
angosta cornisa en que asentaba los pies. ¡Ni un solo obstáculo en todo
el horrible camino!...
¿Por qué le dominaban tan extrañas preocupaciones? ¿Por qué hallaba
deleite en entregarse á ellas?
De pronto se estremeció con espanto, y apartó sus ojos del precipicio.
Después huyó, casi á la carrera, de aquel lugar que le fascinaba y le
atraía. Cuando llegó á la sierra, se encontró fatigado y jadeante; no
por lo largo de la jornada, que era una parte de su ordinario paseo,
sino por lo rudo de la batalla que había sostenido con sus pensamientos.
Éstos, sin dejar de ser tristes, fueron más apacibles y sosegados en
cuanto su vista se extendió por el hermoso panorama que se descubría
desde aquel paraje.
Bañaban los rayos del sol en torrentes de luz los montes y la
llanura; y al soplo continuo y halagüeño de una brisa refrigerante
y embalsamada, undulaban las praderas del valle y se mecían entre
cambiantes peregrinos, como las aguas de un lago. El pueblo, con sus
casitas dispersas, pero orientadas todas ellas al mediodía, abría sus
puertas y ventanas, y hasta por huecos y rendijas parecían sonreirse y
aspirar la vida y el regocijo que pródiga derramaba en aquel instante
la naturaleza. Allí se alzaba, descollando sobre las demás, la casa
de los Rubárcenas, y en ella clavaba su vista Fernando, y en ella
tenía sus pensamientos, porque allí estaba el norte del imán de sus
aspiraciones. ¿Qué enamorado no taladra los muros más espesos con los
ojos del corazón, y no oye á largas distancias los rumores más leves
cuando piensa en la mujer amada!
En Fernando se producía este fenómeno como en ningún otro enamorado,
por la misma singularidad de sus contrariedades. Creía ver el esbelto
talle de Águeda discurrir por salas y pasillos, y su blanca y delicada
mano en cada puerta que se movía; llegaba claro á sus oídos el rumor
del breve pie al hollar el limpio y bruñido suelo; y cuando consideraba
que podía estar contemplando el camino de la sierra detrás de las
vidrieras entreabiertas, veía sus ojos azules y rasgados, y jurara
que de ellos, y no del sol, nacía la luz esplendorosa que inundaba el
pueblo y el valle y las montañas. ¡Y aquella mujer le amaba, y por
él padecía dolores sin consuelo... y, sin embargo, le cerraba las
puertas de su casa!... ¡á él, que la adoraba y que sólo vivía por ella
y para ella! ¿Y por qué este terrible contrasentido; por qué! Jamás
le parecieron tan pequeñas las causas de su desdicha... Hasta llegó á
creer que Águeda había ido en sus rigores más allá de sus propósitos,
ó trataba de someterle á una prueba decisiva. ¡Si la casualidad
volviera á reunirlos!... ¿Cómo era posible que mujer tan buena y tan
enamorada le condenara á horrible muerte por el delito de adorarla!
¡Si llegara á hablar otra vez con ella!... Pero ¿en dónde y cuándo?
Le había prohibido volver á su casa, y él no se expondría á sufrir una
nueva puñalada con otra nueva negativa. La insinuación debía partir de
ella... y partiría. ¿Cómo dudarlo!
Así pensaba Fernando, mientras lentamente iba bajando á Valdecines...
por supuesto, con la protesta de que lo hacía por alargar un poco más
el paseo que tanto necesitaba.
Y ya en el pueblo, hallóse, sin saber cómo ni por qué, delante de la
portalada de los Rubárcenas. Estaba abierta. ¿Por qué estaba así?
Lo que él creía curiosidad le acercó todavía más á ella; y algo que
no tenía forma ni color, pero sí mucha fuerza, le hizo entrar en la
corralada.
La última entrevista que con Fernando tuvo Águeda, causó en el alma y
en el cuerpo de ésta profundísimos estragos. Hasta entonces no había
perdido la esperanza de que aquél llegara á colocarse en la única
senda en que podrían encontrarse los dos. Cuando el deber la obligó á
cerrarle por última vez las puertas de su casa, y se vió abandonada
de aquel débil amparo, tuvo miedo de su propio valor. Los quehaceres
domésticos, las obras de caridad, el recuerdo de su madre, su fe
inquebrantable, la oración fervorosa... todo era poco para fortalecerla
y alentarla en la tremenda lucha en que la empeñaba la rigidez de su
conciencia. Hasta entonces no había logrado medir la intensidad del
amor que sentía por aquel mancebo con quien la naturaleza había sido
tan pródiga en dones, y á quien el cielo mismo no había querido negar
una de sus más ricas dádivas: el talento. Águeda, aunque mujer fuerte,
era al cabo tierra miserable que se conmovía al calor de una pasión
humana. ¡Qué días y qué noches! ¡Qué batallas entre su corazón y su
conciencia! Saliéronle al rostro las huellas de estos combates, y
publicaron los cárdenos cercos de sus ojos las negras tempestades de su
alma.
Pisando andaría Fernando las primeras callejas de Valdecines, cuando
Águeda, no pudiendo con el peso de sus angustias aquel día, dió por
terminada la lección de su hermana; y mientras ésta corría á solazarse
entre la fragante espesura del jardín, ella acudió en vano al auxilio
de otros cuidados para luchar contra el enemigo que la asaltaba con
furia desconocida. Representábase á Fernando poseído de una exaltación
febril, buscando á tientas y al borde de un precipicio los fantasmas de
su locura sin consuelo.
--«¿Adónde --pensaba la infeliz--, adónde le conducirá la
desesperación, si su buen sentido no la vence? Le falta la fe, que es
la fortaleza. ¡Y yo que le atribulo, le dejo solo y abandonado! Si el
dolor le mata, yo seré la causa de su muerte... ¡yo que le amo y acepté
su amor como un don del cielo!... Pero su falta es enorme, y Dios no me
perdonaría si viéndole aún esclavo de ella, alentara sus esperanzas...
¡Por qué nos conocimos!... ¡Por qué nos amamos!... ¿Decretaríalo Dios
para someter mi fe á esta prueba espantosa? ¡Oh, sí!... ¡veo el cáliz
lleno de amargura junto á mis labios; y el deber me exige apurar hasta
la última gota!»
Entonces la carne, la pícara carne, el corazón, golpeaba sin descanso
en su pecho, y la decía á gritos:
--«¡Levántate, Águeda, y aparta de tus labios esas hieles, que Dios
no quiere imposibles! Llámale á tu lado, aliéntale, fortalécele,
perdónale, que también la caridad es virtud de los cielos. Si nieblas y
tempestades le arrojaron en el escollo en que ahora se agita y perece,
la luz de tu fe, iluminándole, le conducirá á puerto seguro. Su vida es
tu vida... ¡No le pongas en riesgo de perderla!»
Después se alzaba la losa de un sepulcro, y del fondo de él, entre los
pliegues de un sudario, aún no roído por los gusanos, le decía una voz
que la hacía estremecer:
--«¡Acuérdate, Águeda, de que por impío le arrojé yo de casa! Si impío
vuelves á admitirle en ella, la maldición de tu madre pesará sobre tí
por todos los días de tu vida, y no te abandonará ni á las puertas de
la eternidad.»
La voz de la fe tampoco callaba.
--«No es lícito --decía-- trato alguno de esa especie con gentes
contaminadas del error; pero es obra de caridad, y hasta deber
cristiano, poner los medios para conducir al redil la descarriada
oveja. ¿Puedes hacerlo tú sin graves riesgos para tu alma? ¿Estás
segura de triunfar en la empresa? Si se malogra, ¿serás capaz de
retroceder en ella sin extraviarte tú misma, ó sin dejar en las espinas
del camino jirones del cendal de tu buena fama?»
Y Águeda, como en respuesta á todas estas voces y mandatos, sólo sabía
exclamar, atribulada y desfallecida:
--«Sí, sí... os siento, os oigo... ¡pero le amo, le adoro con todo mi
corazón! ¡Dios mío! ¡que no vuelva, que no me hable, porque si le veo
y le escucho, me faltará valor para arrojarle otra vez de mi lado!
¡Señor... tengo fe; pero en este trance amarguísimo, vacilo en la senda
de mis deberes, porque soy mujer y tengo amor!... ¡Fuerzas, Dios mío,
fuerzas te pido para no caer!»
En este instante anunciaron á Águeda la llegada de Fernando, y su deseo
de hablar con ella.
--¡Jesús! --clamó la desdichada--. ¡Si esto no es ordenado por el
cielo, yo no sé qué es la evidencia! ¿Cabe prueba más terrible? ¿Habrá
suplicio más espantoso?
Quiso responder al recado, y no halló movimiento en su lengua, ni
voz en su garganta. Padeció, luchando un solo momento, más que había
padecido en tantos días de incesantes batallas. El corazón le puso
un _sí_ entre los labios; pero al primer grito de su conciencia, le
devoró con vergüenza de su debilidad; acogióse al recuerdo de su madre
y á las advertencias de su fe, y con un esfuerzo sobrehumano, y entre
los gritos de su amor despedazado, negóse resueltamente al deseo del
infeliz amante. Pero en aquellas pocas palabras creyó haber dictado una
sentencia de muerte.
Aún esperó algunos instantes, inmóvil y anhelosa, porque cabía en lo
posible que Fernando replicara que venía convertido, ó siquiera en
camino de estarlo; pero el recado no llegó. Ni ¡cómo llegar! ¡Cómo
obrarse en tan pocas horas tan grande transformación! Comprendiólo así;
y consternada y trémula de dolor y de espanto, se halló sin fuerzas
para tenerse de pie.
Si con sus palabras creyó haber dictado una sentencia de muerte,
no en otro sentido las recibió Fernando de la persona que se las
transmitió. Un frío glacial recorrió todo su cuerpo, y llegó á creer el
desventurado que el luminar del día se había cubierto con una nube de
sangre y de negros crespones. Retrocedió desalentado y desfallecido, y,
en su aturdimiento, extravióse en el camino; y cuando creyó salir al
encachado portal, encontróse en el jardín del otro lado. Pilar corría
allí detrás de las mariposas, sin dejar por eso de leer de cuando en
cuando en un librejo que tenía en la mano.
Detúvose sobresaltada cuando vió á Fernando, y éste la dijo, después de
besarla y de acariciar sus rizos suaves y desordenados:
--Me extravié en el corredor. ¿Quieres abrirme la puerta del jardín?
--¿Viene usted de arriba? --le preguntó la niña escondiendo el libro
con una mano, y separando con la otra una madeja de rizos que le caía
sobre los ojos--. ¿Á que estaba llorando Águeda?... ¡Es más llorona!...
Sonrióse tristemente Fernando, y preguntó á Pilar:
--Y ¿por qué llora tanto?
--Eso no me lo dice á mí... Y cuando no llora, está muy triste... Yo
creo que es porque se murió mamá y nos quedamos las dos solitas en el
mundo.
Como al decir esto se enterneciera la niña, Fernando volvió á besarla
en la frente, y la preguntó, por distraerla y por distraerse:
--¿Qué libro es ese que leías?
--El de confesión.
--¿Luego ya te confiesas?
--Dos veces cada año desde que cumplí siete. Y como me toca hacerlo
mañana... También comulgo ya, no crea usted.
--¡Hola!... ¡Grandes pecados tendrás!
--Muy grandes, muy grandes, no, señor; pero si no me confesara, puede
que los tuviera.
--Así y todo, buen miedo pasarás cuando te confiesas.
--Ni siquiera una pizca... Por ésta que es cruz de Dios. ¡Si es más
bueno el señor cura!... Viejecín, viejecín... Lo mismo que un santito
del altar. ¡Dice unas cosas tan bien dichas y con un cariño!... Yo
creo que, si no fuera por él, se había muerto Águeda de pena. Y luégo,
sabe... ¡madre de Dios! Una vez pasó por aquí un francés que era muy
malo... ¡con una mujerona!... Engañó á medio pueblo y robó á la otra
mitad... Eran herejes de los peores. El alcalde quería ahorcarlos; pero
el señor cura dijo que no... Y va, y se los lleva á su misma casa.
¡Qué le parece á usted? Y teniéndolos en su casa á qué quieres boca,
les enseñó la doctrina, y les predicó tanto, que devolvieron todo lo
robado... y luégo iban á misa de por sí solos, y se confesaban. Ahora
están en unas minas ganando buenos dineros.
--¿Conque tan sabio es el cura? --preguntó á la niña Fernando,
repentinamente asaltado de una idea que, aunque le hizo sonreir, pensó
poner en ejecución sin tardanza.
--¡Muy sabio! --respondió Pilar dando al superlativo toda la
exageración posible con la boca, los ojos y los ademanes.
Tornó á acariciarla Fernando, y momentos después salió del jardín, cuya
puerta le abrió la misma niña, poniéndose de puntillas para alcanzar,
con su mano blanca y diminuta, la palanquilla del picaporte.
Al tomar el joven el rumbo de la iglesia, después de permanecer
indeciso unos instantes junto á la verja, exclamó para sí, triste y
desalentado:
--¡El último esfuerzo!
[Ilustración]


[Ilustración]
XVIII
EL ÚLTIMO ESFUERZO

La casita del cura de Valdecines, próxima á la iglesia, no se cerraba
en todo el día; y como la escalera arrancaba de la misma puerta que
daba á la calle, Fernando subió sus peldaños sin necesidad de preguntar
á nadie por el camino que buscaba. En aquella pequeñez no había ni
cabía más que uno, y no era posible el extravío. Cuando llegó al
piso, llamó á la puerta entreabierta con el regatón de la sombrilla;
contestáronle «adelante,» y se halló á los pocos pasos en una salita
que se llenaba con una mesa de nogal, con las alas caídas, y cuatro
sillas de paja, y se decoraba con las estampas de un _Via-Crucis_ de
papel, pegadas con obleas en las paredes, en el orden conveniente.
Esta pieza lindaba por un extremo con otra más pequeña, que pudiéramos
llamar gabinete, en el cual había una mesita con tapete verde,
arrimada á un viejo sillón de roble; sobre el tapete, un crucifijo
y avíos de escribir; á un lado, una cama de haya torneada, con un
jergón sostenido por sogas entrelazadas y cubierto con una colcha de
indiana; en el otro lienzo de pared, tres estantes de libros en latín,
y el _Añalejo_ colgado de un clavo y abierto; en el tercer lienzo,
frontero á la sala, una ventana, cuyo alféizar arañaban las ramas de un
manzano movidas por el viento, que penetraba suave y cariñoso por los
abiertos postigos, trayendo, para distribuirlos por toda la casa, los
aromas recogidos en la campiña, que desde allí parecía un ascua de oro,
iluminada por el sol canicular.
Hallábase el cura, envuelto en un raído balandrán y cubierta la cabeza
con el solideo, acomodado en el sillón de roble. Pasaba, por las
señales, de los setenta, y era pequeñito y endeble, de cara afilada y
muy pálida, ojos vivos y cejas canas, como el poco pelo que le quedaba
hacia las sienes. Tenía abierto sobre la mesa el _Flos Sanctorum_, y
leía en él la vida del santo del día.
Fernando se detuvo delante de aquella reducidísima estancia que le
infundía cierta veneración, si no por la investidura del que la
ocupaba, cuando menos por la humildad y el aseo que se respiraba en
ella. Hizo notar su presencia con algunas palabras de cortesía; y al
oirle, levantó el cura los ojos del libro y los fijó en él con señales
de sorpresa y de curiosidad. Después enderezó el cuerpecillo poco á
poco, sin dejar de mirar á Fernando, y, por último, le invitó á que
pasara adelante. Al mismo tiempo salió á la sala, tan apresuradamente
como se lo permitieron sus débiles fuerzas; cogió una silla, la acercó
á la mesa del cuartito, y brindó con ella al joven. Éste la aceptó, y
entonces se sentó el cura en su viejo sillón.
--Sírvase usted indicarme --dijo á Fernando con afable sonrisa-- en qué
puedo complacerle.
--Por de pronto --respondió el preguntado--, en escucharme. Después...
después... ¿quién sabe?
Y como al decir esto se oyera rumor de pasos hacia la sala, volvió á
levantarse el cura y cerró ambas puertas.
--En lo primero --dijo, sentándose otra vez--, dese usted por
complacido, y entienda que mía será también la complacencia. Para lo
demás, tenga presente que, fuera del alma, que es de Dios, todo cuanto
soy y me pertenece es del primero que lo necesita.
--Señor cura --continuó Fernando, para quien no pasó inadvertida la
elocuente sencillez de estas palabras--: mi aspecto y mi lenguaje le
dicen á usted harto claro que pertenezco al siglo, en cuanto éste tiene
de batallador y aventurero en el orden de las ideas.
--Adelante --dijo el cura con voz serena y faz impasible.
--No conocí á mi madre.
--¡Tremenda desdicha!
--Quiero decir que jamás arrullaron mis sueños de niño los tiernos
cánticos de la fe cristiana, ni mis labios balbucieron una oración, ni
los ángeles se cernieron sobre mi cuna.
--Pero cuando falta una madre --observó el cura-- que dirija los
primeros pasos de la vida de sus hijos, la sustituye el padre.
--El mío, señor cura --repuso Fernando--, lidiaba á la sazón bajo
la misma bandera á que yo me afilié más tarde. La sed de la ciencia
le devoraba, y en satisfacerla se entretenía. Cuidaron de mí manos
mercenarias, y me formaron al gusto de quien las pagaba.
--Naturalmente --dijo el cura con expresivo ademán--. ¿Y después?
--Después, como las cosas caen del lado á que se inclinan, cuando me
desprendí de los brazos que me sostuvieron, caí en el agitado mar de
las ideas reinantes, y me dejé llevar del impulso de sus ondas. Aquél
fué mi elemento: no conocía otro.
--¿Y luégo?
--Luégo me complacía en ver cómo aquellas ondas, al llegar á la
opuesta orilla, espumosas y rugientes, batían y socavaban el vetusto
continente, región extraña donde yo no tenía una voz que me llamara, ni
un brazo que se me tendiera. Cada roca desgajada del áspero valladar,
arrancaba á mi pecho un grito de triunfo.
--Es decir, en neto romance --añadió el cura--, que se echó usted al
mundo campando por sus respetos, y se entregó al frío racionalismo con
todas sus consecuencias.
--Precisamente, señor cura.
--Muy bien. ¿Y por último?
--Por último, llegó un día en que en ese camino, hasta entonces cómodo
y placentero, se atravesó un obstáculo; dédalo misterioso que sólo
podía salvarse con la luz de la fe. Yo no la tenía. Acudí con ansia
al depósito de mis recuerdos, y no hallé entre todos ellos una sola
chispa que, avivada con cariñosa solicitud, pudiera producir la luz
ambicionada. Entonces convertí todas mis fuerzas á un solo propósito,
y batí con ellas los muros de mi razón, esperando hallarla débil por
alguna parte; pero fué vano mi intento. Como acero de buen temple,
cuanto más la golpeaba, más se endurecía. Conocí mi debilidad para
llevar á cabo tamaña empresa, y desistí de ella. En esta situación de
desaliento acudo á usted, señor cura.
--¡Á mí! --exclamó éste con candorosa admiración--. Y ¿para qué?
--Para que me enseñe á luchar... y á vencer.
--Vamos, señor don... ¿Cómo es su gracia?
--Fernando.
--Señor don Fernando, usted se chancea.
--¡Juro á usted que no es ese mi propósito!
--¡Yo!... ¡un pobre cura de aldea; abrumado por el peso de los años
y de las fatigas del sacerdocio; ignorante, sin la menor experiencia
del mundo en que usted se ha formado!... ¡Hijo mío, si yo pudiera
infundirle la fe que me sobra por la virtud del buen deseo!... Porque
usted me lo asegura, creo que no son de broma sus intentos; pero
preciso es que reconozca que se engaña en lo que se refiere á mis
fuerzas. Además, no quiero ni debo ocultar á usted la extrañeza que me
causa verle acudir en su conflicto al humilde párroco de Valdecines,
cuando en el mundo en que vive deja tantos varones ilustres por su
ciencia y sus virtudes.
--Loable es la modestia, señor cura; pero, ó yo me engaño mucho, ó la
de usted es excesiva en este caso. De todas maneras, y respondiendo á
la observación que me hace, debo decir á usted que si en Valdecines
busco lo que tanto le admira, consiste en que cuando andaba en el
mundo no lo necesitaba.
--Debí suponerlo; y usted perdone mi indiscreción.
--No merece ese nombre su atinadísimo reparo. Y volviendo ahora al
asunto de sus fuerzas, sean éstas lo que fueren, ¿debo deducir de lo
que usted me ha dicho que se niega á auxiliarme con ellas?
--¡Eso no! --respondió el anciano sacerdote con gran entereza--. Pero
usted me ha indicado que viene á que yo le enseñe á luchar y á vencer;
y á tanto como eso no me atrevo á comprometerme.
--Pues dejemos limitado el auxilio á lo que usted quiera.
--Á lo que pueda hacer --rectificó el cura--; á poner cuanto tengo al
servicio de usted, que, en este caso, es el servicio de Dios, y, por
tanto, mi deber.
--Eso me basta por ahora --replicó Fernando.
Después de un instante de meditación, dijo el cura:
--¿Me permite usted, ante todo, imponer dos condiciones?
--Cuantas usted quiera --respondió el joven--. Vengo resuelto á todo.
--Mucho mejor entonces. Pues es la primera --añadió el cura, mirando
con escrutadora fijeza á Fernando-- que ha de responder usted á todas
mis preguntas con entera ingenuidad, sin que reparos ni escrúpulos de
escuela se lo estorben.
--Por entendido.
--La segunda condición es que, cuando llegue el caso, ha de someterse
usted ciegamente al plan de batalla que yo proponga.
--Eso se supone, señor cura.
--Pues, con la ayuda de Dios, doy comienzo á la tarea. Dos causas
pueden haber movido á usted á dar el paso que está dando: el deseo
de conocer la verdad, porque el alma, esclava de los errores de
la mente, se le imponga, ó la necesidad de creer porque á ello le
obligue algún fin mundano. En el primer caso, me atrevería, señor don
Fernando, á prometerle la victoria; porque tendríamos de nuestra parte
la conciencia y la voluntad de usted, y, lo que más vale, el enemigo
desalentado y atento sólo á defender sus falsas posiciones. En el
segundo caso, hijo mío, es imposible prever el éxito de la batalla. La
misma necesidad del triunfo le hará á usted desatentado y débil en el
ataque. El convencimiento es hijo de la serena reflexión, y ésta no
cabe en un cerebro perturbado y calenturiento. Ahora bien: del relato
que usted me ha hecho, deduzco que, desgraciadamente, estamos en el
segundo de los casos expuestos.
Fernando, no poco ni desagradablemente sorprendido con tan hábil modo
de plantear la cuestión, quiso responder con vaguedades y subterfugios.
--Me ha prometido usted --le interrumpió con entereza el cura-- ser
franco y sincero conmigo.
--Pues bien --repuso Fernando--: confieso que un fin mundano me movió
á buscar eso que se llama verdad, ó, como le dije al principio, la luz
de la fe que necesito para destruir el obstáculo puesto en mi camino.
Pero sea cual fuere la causa eficiente, el resultado es que, en este
momento, quiero, con toda la fuerza de mi voluntad, descubrir esa
verdad absoluta, para abrazarme á ella y acogerla en mi corazón.
--No niego el propósito; pero insisto en sospechar de la calidad del
deseo, y en desesperar de los resultados.
--¿Por qué, si mi decisión es heróica?
--Porque el enemigo está muy entero, y el alma de usted no siente el
peso de las cadenas que la ligan á la tierra, alejándola de Dios.
--¿Y por esa consideración, que no deja de ser fundada, he de renunciar
yo hasta al intento?
--¡Líbreme Dios de aconsejárselo á usted! Cualquiera que sea el
camino que se emprenda para llegar al conocimiento de la verdad, debe
seguirse. Cuanto mayor y más penosa la jornada, más meritoria. Lo que
he querido decir con estos reparos es que no seré yo, por mis pocas
fuerzas, el dichoso que le tome á usted de la mano y le conduzca con
firme paso al reino de Dios... ¡Pero dejar de intentarlo; dejar de
brindarle con el apoyo de mi brazo, aunque trémulo y endeble!... ¡No
cumpliera yo con el más sagrado de mis deberes, ni ofreciera á mi alma
la más pura y santa de las alegrías! ¡Hijo mío --prosiguió alzando las
enjutas manos y la venerable cabeza hacia el cielo--, la poca vida que
me resta diera en este instante porque á mi mente bajara un rayo de la
inspiración divina, para llevar el convencimiento á la razón esclava, y
el amor de Dios al corazón profanado!
Fernando contemplaba con vivísimo interés aquel sencillo y hermoso
modelo de humildad cristiana.
--Señor cura --le dijo con respetuosa afabilidad--, cuanto más duda
usted de sus fuerzas, más grandes me van pareciendo á mí. ¡Ánimo, y á
la pelea!
--Hijo mío, por mí no ha de quedar. Iremos á ella con toda decisión;
pero es preciso, puesto que he de dirigirla, que estudie antes el
terreno... Y aquí vuelvo á recordar á usted el compromiso empeñado de
decirme toda la verdad.
--No faltaré á él, señor cura.
--Cuando un médico --prosiguió éste-- es llamado á la cabecera de un
enfermo, lo primero que averigua es la calidad de la dolencia que le
postra. Conocida la calidad, busca la cantidad, á fin de que el remedio
produzca el resultado apetecido.
--Perfectamente --dijo Fernando sonriendo, muy satisfecho.
--Ahora bien --continuó el anciano--, me ha declarado usted la calidad
de la dolencia que le aflige: es necesario que yo conozca también su
cantidad; es decir, que me manifieste usted toda la extensión de sus
dudas en materia de fe.
--¡Dudas! --exclamó Fernando con acento sombrío--. Yo no tengo dudas.
--Pues entonces... --replicó el cura con vehemente curiosidad.
--¡Es que no creo en nada!
--¡Virgen María... qué desventura! --exclamó el santo anciano llevando
hasta la boca sus manos entrelazadas.
--¡Pues si yo dudara --prosiguió Fernando con nerviosa exaltación--;
si el conflicto en que me hallo consistiera en el más ó el menos de
fe; si entre el dogma católico y los principios de la ciencia impía,
como ustedes la llaman, vacilara siquiera mi razón, la batalla estaba
ganada! pero es, señor cura, que en mi mente no cabe... ¡ni la idea de
Dios!
--¡Oh!... ¡Calle usted, desventurado! --exclamó el santo hombre, en
ademán de tapar la boca á Fernando.
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