De tal palo, tal astilla - 13

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impuesto, vengo hoy á tomar la única medida que está á mis alcances
para dejar á salvo la responsabilidad de mi cristiana conciencia.
--Y ¿qué medida es la que piensa usted tomar en _mi casa_? --le
preguntó Águeda, acentuando mucho las últimas palabras.
--Con respecto á usted--dijo el hombre, volviendo á dulcificar su voz y
sus restregones de manos--, aconsejarla...
--¡Aconsejarme á mí!... ¡un hombre como usted!
--Cuando menos, recordarla el deber en que me hallo de hacerlo así.
--No hay tal deber, mientras usted no sea capaz de cumplir con él...
aun cuando existieran los motivos con que usted disculpa su inaudito
atrevimiento.
--Siento tener que repetir, señorita, que los motivos existen... con
algo más que usted misma ignora y no alcanzó á prever su sabia madre,
pero que yo evidenciaré con pruebas irrecusables, si las circunstancias
lo exigieren. En cuanto á mi suficiencia para cumplir ese encargo de
una santa moribunda, paréceme que la delicadeza del encargo mismo, la
alta procedencia que trae, la honradez de mi intención, el desinterés
de mi cariño y el santo temor de Dios en que me inspiro, prendas son
que la abonan y enaltecen... Y en todo caso, lo escrito, escrito está.
Cuanto usted me diga en son de protesta, entiéndese que contra ello va,
no contra mí, porque mandado soy, por mal de mis pecados, por aquélla á
quien usted debe respeto y admiración.
Lo más triste para Águeda en tan bochornoso trance, era que no sabía
qué responder á las últimas razones de don Sotero. Aquel hombre sería
un pícaro y un atrevido; pero, en honor de la verdad, el testamento
de su madre y su aparente delincuencia le autorizaban, en rigor
de justicia, para hacer lo que estaba haciendo. Resistirse á sus
advertencias, equivalía á desconocer la autoridad y el mandato de su
madre. ¡Podía inventar el mismo Lucifer conflictos más insuperables que
los que perseguían á la desdichada?
Con el rabillo del ojo leía don Sotero éstas y otras reflexiones que
Águeda se hacía; y como al propio tiempo observase que sollozaba,
conmovíase también él, y aun se limpiaba los ojos con el inseparable
pañuelo de yerbas. Duró la escena poco tiempo; hasta que el sensible
varón lanzó un suspiro muy recio y se guardó el moquero en el bolsillo
de su anguarina. Después dijo así, con una dulzura de voz que cautivaba:
--Á salvo ya de toda responsabilidad mi conciencia, por lo que á usted
respecta, después de prevenirla que estoy al tanto de su, vamos al
decir, olvido ó desconocimiento de las sabias advertencias de su señora
madre (que eterna bienaventuranza goce por los siglos de los siglos),
lo cual es tanto como quitar al pecado la disculpa de la ignorancia,
paso, señorita, á la segunda y más dolorosa, pero necesaria parte de mi
comisión de hoy, la cual se relaciona con su señora hermana de usted,
la niña Pilar.
--¿También hay algo para esa inocente!
--Recuerde usted que de esa huérfana soy tutor y curador; y claro es
que la responsabilidad que me alcanza en lo referente á su educación,
es muy estrecha.
--Y ¿qué es lo que usted pretende de ese ángel de Dios?
--Alejarla de todo riesgo de que en su inocente imaginación caigan
ciertas semillas, que más tarde habrían de fructificar para perdición
de su alma.
--Pero... ¿cómo piensa usted lograrlo?
--Poniendo á la niña en lugar seguro.
--¿En dónde? --preguntó Águeda sin aliento ya.
--En mi casa --respondió con descarada firmeza don Sotero.
--¡En su casa de usted!... Pero ¿por qué, Dios mío? ¿No es mi hermana?
¿No he quedado yo á su cuidado? ¿No es esta casa la casa de mis
padres?... Y usted ¿quién es para atreverse á tanto?
--¿Á qué repetirlo otra vez, señorita? --dijo don Sotero con una
mansedumbre y una compunción edificantes--. Ya he tenido el honor de
decir á usted varias veces que, para expiación de mis pecados, tocóme
ser por ahora, al lado de ustedes, el representante de aquella santa
mujer, tan celosa del bien de las almas de sus hijas. Con la autoridad
que me da este cargo, tan lleno de espinas y sinsabores, y, sobre todo,
con la ayuda de Dios, pienso llevar á buen término esta determinación,
concebida y meditada con todo el reposo que la gravedad del trance
requiere, aunque al hacerlo lastime ciertos sentimientos...
--Pero ¿dónde está ese riesgo para mi hermana? --interrumpió Águeda,
creyendo perder el juicio en aquel trance, jamás imaginado por ninguna
mujer honrada--. ¿Quién puede quererla más que yo? ¿Dónde más segura ha
de hallarse que en la casa de su madre?
--En la casa de su madre, señorita --repuso el pío varón--, y al
lado de su hermana, está expuesta al mal ejemplo que no verá en la
mía. Contra quien da ese ejemplo nada puedo yo, porque está, por su
edad, fuera de la jurisdicción de mi cargo; pero debo, en conciencia,
evitar el contagio de esa peste, y eso voy á hacer, sin pérdida de un
solo momento, recogiendo á la niña hasta la venida de su señor tío, á
quien debo entregársela tal como á mí me la entregó su señora madre
moribunda. Después, él hará lo que juzgue más acertado, en su doble
carácter de pariente y de tutor.
El sentido que envolvían estas palabras era un afrentoso ultraje para
la desvalida doncella. Encendiósele el pálido rostro de vergüenza, y en
medio de su angustia sin ejemplo, lejos de pensar en justificarse ante
aquel indigno acusador, respondióle al punto, movida sólo del interés
de su inocente hermana:
--Y ¿cómo ha podido usted imaginarse que basta concebir una indignidad
para verla puesta en obra sin tropiezo? ¿Así se atropella y se
escarnece á una familia honrada? ¿No hay ya justicia en la tierra que
ampare á los débiles contra los inicuos?
--¡Líbreme Dios, señorita --respondió don Sotero humildísimamente--, de
negar á usted el derecho de acudir á ese recurso humano! Á su alcance
se halla á todas horas... Pero el paso tiene sus riesgos graves. La
Justicia que la oiga á usted, tendrá que oirme á mí también; por duro
y amargo que me parezca, expondré las razones en que me fundo para
pretender lo que pretendo; y como el fallo, al cabo y al fin, ha de
serme favorable, sólo habrá conseguido usted, con su recurso, dar al
diablo que reir y no poco que murmurar á las gentes. He aquí por qué he
preferido dar este paso con la mayor reserva, guiado siempre, señorita,
aunque usted no me lo agradezca, del entrañable y desinteresado amor
que me inspira cuanto se relaciona con el bien y el honor de esta
ilustre casa.
--¡Lástima --replicó Águeda-- que no pueda yo recompensar ahora mismo,
en todo lo que valen, ese celo y ese amor que le merecemos á usted las
hijas de la santa mujer á quien tan á menudo recuerda! Pero es muy
extraño --prosiguió con la misma amarga ironía--, que usted, con esa
previsión que tanto encarece, en lugar de hacer lo que pretende, no
haya preferido venir á vigilarnos á mi misma casa, estableciéndose en
ella con tan piadoso fin.
Á lo que respondió don Sotero, rasgando la boca un palmo más por cada
lado, y haciendo una reverente cortesía:
--No me gusta ser molesto, señorita; y estableciéndome aquí, lo sería
para ustedes, amén de carecer de la libertad y de los derechos que
tengo en mi propio hogar.
Águeda no escuchaba ya al hombre negro. Aun sin la fe de la virtuosa
joven, cuando á los males suceden los males, y á los dolores los
dolores, y por todas partes y en todas las ocasiones las contrariedades
cierran la salida á todos los caminos emprendidos, el espíritu
desfallece y se acobarda, y hasta el intento de la propia defensa
parece una insensatez. Águeda recorrió en un solo instante la larga
lista de sus pesadumbres sin humano remedio, y se persuadió de que
aquel hombre que tenía delante no era otra cosa que un instrumento más
de que se valía la Providencia para probar el temple de su fe. Aceptóle
como tal, y ya no pensó en rebelarse, ni siquiera en defenderse. Mas no
por eso abandonó á su hermana en tan apurado trance.
--Supongo --dijo, cuando se halló fuerte y resignada en su misma
abnegación--, que no entrará en los cálculos de usted el que sus
propósitos se cumplan con riesgo de la vida de mi inocente hermana.
--¡Señorita! --exclamó don Sotero en el más santo y pío de los
asombros--. ¿Cómo pudo usted imaginarse que en mis creencias religiosas
cupiese tamaña inhumanidad!
--Entonces --dijo Águeda, con la voz debilitada por sus terribles
luchas interiores--, es indispensable que yo la acompañe... De este
modo --añadió con amarga sonrisa--, podrá usted vigilarnos á las dos á
un mismo tiempo, y tener más en reposo la conciencia.
--Nada habrá, señorita --repuso don Sotero, frotándose mucho las
manos--, á que yo me oponga, dentro de lo lícito y de lo justo, en
los benéficos propósitos que me guían. Acompañe usted en buen hora á
su hermana, que ambas caben dentro de la honrada pobreza de mi casa.
Y si he de decir toda la verdad, me alegro en gran manera de que tome
usted esa resolución, porque con ella tiene el hecho mejor disculpa á
los ojos de los murmuradores. Esta noche es la verbena de San Juan;
noche de ruido y de algazara. ¿Hay cosa más natural que ustedes, por lo
doloroso y reciente del luto que llevan en el alma, deseen trocar esta
vivienda, tan cercana al lugar de la fiesta, por la mía tan apartada y
silenciosa? Que no llega mañana en todo el día el señor don Plácido;
pues lo que digo de la velada, digo de la fiesta subsiguiente.
--¡Es asombroso --exclamó Águeda, mirando á don Sotero con sus ojos
tristes y penetrantes-- hasta qué extremo de previsión le conduce á
usted el amor que nos tiene!
Después se acercó á la puerta y llamó á Pilar. Mientras ésta llegaba,
se volvió al hombre negro y le preguntó:
--¿Cuándo ha de tener lugar nuestra marcha?
Á lo que respondió el preguntado:
--Si he de cumplir dignamente con los delicados deberes de mi cargo, no
puedo salir hoy de esta casa sin que ustedes me acompañen á la mía.
Águeda no replicó una palabra; pero elevó al cielo su hermosa mirada
llena de dolorosa resignación.
Entró Pilar; y tan pronto como se fijó en don Sotero, se escondió
detrás de su hermana. Ésta le miró entonces como si quisiera argüirle
con el miedo de la niña; pero el santo varón no alzaba los ojos del
suelo, ni daba muestras de fijarse en lo que le rodeaba. Luégo dijo así
á su hermanita:
--Hija mía, si nuestra buena madre volviera al mundo y te impusiera un
deber, ¿dejarías de cumplirle por penoso que fuera?
--¡Ay, no! --respondió al punto la niña, mirando de reojo á don Sotero
y arrimándose mucho á su hermana.
--Pues cuando nuestra madre iba á morir --prosiguió Águeda-- escribió
en un papel muchos consejos y mandatos para nosotras. Entre estos
mandatos hay uno que debemos cumplir tú y yo ahora mismo; porque, por
estar en aquel papel, que se llama testamento, es como si nuestra madre
hubiera vuelto al mundo para dictárnoslo de palabra.
--Y ¿qué nos manda hacer? --preguntó la inocente sin apartar sus ojos
azorados del temeroso personaje.
--Que obedezcamos á nuestro tío don Plácido, que es el encargado de
cuidar de nosotras; y, por lo visto, que vayamos tú y yo á esperar su
llegada al pueblo á casa de don Sotero, que también quedó encargado de
atendernos y vigilarnos.
--Pero ¿por qué mandó eso nuestra madre? --dijo la niña en un impetuoso
arranque, más hijo del miedo que de la resolución.
--Porque así nos convendrá --respondió Águeda besándola--. Ya sabes que
los mandatos de los padres, como los de Dios, han de ser obedecidos sin
replicar.
--¡Es que yo tengo mucho miedo, Águeda!... ¡Y estaba tan bien aquí
contigo!... ¿Y si tío Plácido tarda mucho?
--No puede tardar ya... Tal vez volvamos hoy mismo á casa.
--¿Y si no volvemos?...
--Si no volvemos, hija mía, Dios, que conoce el fondo de los corazones
y ve tu obediencia, cuidará de nosotras y nos pondrá en lugar seguro,
aunque se conjuren en daño nuestro todas las iras de Satanás.
Lloraba Pilar; y como á Águeda le faltaba muy poco para hacer lo mismo,
--Ea --dijo á la niña animándola y besándola otra vez--, vamos á
prepararnos y á dar las órdenes necesarias hasta que volvamos.
Y la llevó consigo, quedando solo en escena don Sotero, que no había
desplegado los labios, ni movido un músculo de su cuerpo durante el
diálogo de las dos hermanas.
Cuando el piadoso varón se halló sin testigos, levantó poco á poco
la cabeza; guiñó los ojuelos de tigre; se resobó las manos haciendo
chasquear los dedos, y hasta sospecho que anduvo en conatos de pirueta.
Poco tiempo después aparecieron las dos huérfanas, cubiertas de pies
á cabeza con negros crespones. La palidez marmórea de Águeda entre
las ondas relucientes de sus rubios cabellos, se transparentaba en
los profusos pliegues de su manto, y la luz de sus ojos incomparables
brillaba allí como el fulgor purísimo de las constelaciones en el
negro fondo de los abismos siderales. La niña apenas ocultaba una
parte de sus madejas de rizos bajo las mallas tenues de una toca
graciosamente recogida sobre los hombros. Daba la mano á su hermana, y
ambas manos parecían un solo pedazo de nieve.
--Estamos prontas --dijo Águeda á don Sotero con voz firme y clara;
pero acercándose más á él, añadió, de modo que no lo entendiera su
hermana--: En manos de Dios, que conoce y juzga las intenciones, pongo
la causa de esta inocente, y también la mía. ¡Á ese Juez habrá de dar
cuenta esa conciencia, que tan á menudo usted invoca, de este inicuo
atropello de nuestro desamparo!
Hizo don Sotero una profundísima reverencia; y, sin responder una sola
palabra, se puso en seguimiento de las huérfanas.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXI
UN CASO DE MORAL

En la alcoba en que vimos encerrarse á Bastián cuando su tío le
despidió de la suya de muy mala manera, conversaban los mismos dos
personajes, cosa de una hora después de lo referido en el capítulo
anterior. Y digo que conversaban, porque don Sotero, contra su
costumbre, no maltrataba á Bastián con apóstrofes y dicterios; antes le
agasajaba con tal cual sonrisilla placentera, y le buscaba con mimo los
pocos registros sonoros que cabían en aquella inteligencia rudimentaria
y agreste. Conversaban, repito, muy por lo bajo, con la puerta cerrada,
sentado el tío en la única silla que había en el cuarto, y el sobrino
al borde de la fementida cama que le llenaba casi todo.
--No me negarás --decía don Sotero-- que Águeda es una perla de
hermosura. ¡Qué cuerpo! Oro entre algodones... ¡Qué ojos! Estrellas de
enero... ¡Qué talle!... ¿Tú has visto bien aquel talle, Bastián?...
Bastián oía, se rascaba la cabeza y enseñaba los dientes.
--Nada digamos --prosiguió don Sotero-- del timbre de su voz...
¡Aquello es un salterio de perlas y corales; que no otra cosa parece
su boca chiquirritina! ¡Qué decirte de su clarísimo entendimiento; de
su mucho saber; de aquel fuego con que se purifica en su corazón y se
engrandece toda pasión que en él arraiga!... ¡Qué modo de sentir! ¡Qué
modo de querer!... Pues ¿y su caudal? ¡Válgame Dios! ¡qué limpio y qué
saneado! Se da el golpe, y brotan las onzas acuñadas, y los vestidos
hechos, y la mesa puesta y cubierta de manjares.
Bastián continuaba relamiéndose con las ponderaciones de su tío, que á
la vez le llenaba de asombro con tan desacostumbrada afabilidad.
--Pues has de saber --añadió don Sotero inclinándose mucho hacia
Bastián-- que esa mina de oro y esa gloria de hermosura, las tenía yo
destinadas... para tí.
--¡Dios!... ¡Para mí? --exclamó Bastián, sacudiendo la modorra que le
arrullaba los sentidos.
--¡Para tí, Bastián, para tí!
--¿Y qué había de hacer yo con esa jalea tan tiernezuca? ¡Si con
echarla la zarpa se me quedaba entre los dedos! ¡Dios!
--¿Qué habías de hacer?... Ser la primera persona de estos contornos,
y no tener quien te tosiera en toda la provincia. Con ese caudal y ese
entronque, y un consejero como el que tú tendrías... ¡ni el rey que se
te pusiera delante!
--Y ¿por qué no son ya mías tantas gangas, señor tío muy amado?
--Porque Dios no quiso concederte ni siquiera una cualidad de las que
son necesarias para merecerlas. No tienes corte de persona decente, ni
pizca de entendimiento, ni con la educación he logrado darte la menor
apariencia de lo uno ni de lo otro.
--¿Y ahora que cae usted en la cuenta de que no tengo dientes, es
cuando se acuerda de ponerme el pienso delante del hocico?
--Calla, tonto, que nunca es tarde para mejorar la hacienda. Mientras
la fruta está en el árbol, no hay que perder la esperanza de
alcanzarla... Por de pronto, evitar que otro se la coma. Después, se
aguza el ingenio; y, por último... hasta se salta la pared.
--No entiendo, tío muy amado, qué quiere usted decirme con esas
cortesías.
--Ni yo te las digo con la esperanza de que me entiendas. Dígolas por
decir algo... ¡Pues no faltaba sino que fueras á tomarlas por donde las
tomaría cualquier mozo de entendimiento!
--¡Otra te pego!... ¡Dios!... Pues si usted no habla conmigo ni para
que yo le entienda, ¿qué hacemos aquí?
--Pasar el rato, Bastián: nada más que pasar el rato como dos parientes
cercanos que se estiman mucho... Lo que quiero que entiendas es esto
que voy á decirte ahora. Esa joven, tan hermosa y tan rica, que pudo
haber sido tu mujer, y que aún pudiera serlo si las circunstancias nos
ayudaran un poco, está depositada por mí en esta casa, para librarla de
la seducción con que la persigue aquel pájaro de cuya conversión nos
hablaba el ama del cura.
--¡Ah, vaáaamos!... Ya caigo... ¡Dios! --exclamó Bastián, en un
estampido de su voz, revolcándose al mismo tiempo en la cama.
--¡Calla, bárbaro! --dijo su tío tapándole la boca--; ¿no reparas que
pueden oirte?
--Verdá es --asintió Bastián, volviendo á su postura anterior.
--Pues como te decía --prosiguió don Sotero--, hallándose esa joven
en mi casa, está como en lugar sagrado, por lo que hace á su limpio
honor...
--Pues por donde yo la toque no ha de podrirse --dijo Bastián con
gesto desdeñoso--. ¡Apuradamente no doy dos anfileres por esas
pinturucas de sobre-cama!
--¡Como que no sé yo hacia qué verde se te van los ojazos ahora!--
replicó don Sotero con tremebundo retintín--. ¡Será bestia el hombre
á quien se le pone mirra del Oriente en raso de la India junto á
la nariz, y pide bodrio trasnochado en trapo de fregar? ¡Guárdate,
Bastián, de volver, ni con la memoria, á ese mal paso! ¡Mira que puede
haber más palos todavía!
--Pero ¿quién va, ni quién viene, ni quién anda en malos pasos? ¡Dios!
--replicó Bastián, rascándose, por el recuerdo, las ronchas de sus
costillas.
--Digo --continuó don Sotero, después de mirar á su sobrino con gesto
feroz-- que como Águeda tiene tantos atractivos, bien pudiera asaltarte
á tí cualquier mal pensamiento...
--¡Dios!... ¡Pues es poco respetosa la dama, para que yo me
atreviera!...
--Hombre, ¡qué demonio!... La juventud, en ocasiones, atropella por
todo; y como esos arrechuchos vienen cuando menos se los espera, nadie
puede decir «de este agua no beberé.»
--Verdá es eso.
--Y bien pudiera darse aquí ese caso...
--¡Después de tanto encargarme usté el respeto, y la!... ¡Dios!
--Efectivamente, parecería un poco extraño el atentado... Pero esto no
quiere decir que yo desconozca el influjo de las circunstancias y de
la flaca condición de la humana naturaleza, ni que deje de tomar ambas
cosas en disculpa de ciertos actos que, á su primer aspecto, parecen
indisculpables... ¿te enteras tú, Bastián?
--Sospecho que sí.
--¡Hay tanto de eso entre la corrupción del mundo!... ¡Ya se ve! el
demonio no duerme; y como se complace en la perdición de las almas,
¡las asedia y las persigue, en ocasiones, de un modo!... ¡Sabe disponer
las cosas con tal habilidad!...
--¡Le digo á usté que eso mete miedo, tío muy amado!... Y hasta creo yo
que si siempre se tomara en cuenta, no se darían tantos palos como se
dan, á veces sin qué ni para qué, ¡Dios!
--Á veces se dan esos palos á que aludes, Bastián, porque para los
motivos de ellos no alcanzan las disculpas á que yo me refiero. No es
lo mismo salir á buscar la tentación, que verse asaltado de ella...
Y he de ponerte un ejemplo á este propósito, para que aprendas á
distinguir de colores, y al propio tiempo te penetres mejor del punto
de moral de que íbamos hablando. Ya hemos convenido en que Águeda, y á
la vista está, como mujer, es un primor de belleza. Águeda se ha metido
por las puertas de tu casa, y ocupa el dormitorio en que tantas veces
has penetrado tú, aun á las altas horas de la noche, hallándome yo en
él. El contraste no puede ser más sobresaliente. De esta escultura á
aquella escultura... ¿eh?... ¡Me parece que hay alguna diferencia!...
--Ya, ya, ¡Dios! --respondió Bastián, rascándose la cabeza.
--Pues bien --prosiguió don Sotero con la más candorosa sencillez--.
Añade á estas consideraciones que debes hacerte, porque eres hombre y
en lo más lozano de la vida, la circunstancia tentadora de que sabes,
porque yo te lo he dicho, que esa joven tan hermosa que está en tu
misma casa, pudo haber sido tu mujer, y que aún pudiera llegar á
serlo... ¿Quién desconoce los estragos que causan los pensamientos de
este linaje metidos de sopetón en una mollera juvenil? Pues figúrate
que, con ellos en la tuya, te vas esta noche á la hoguera... Nada más
puesto en razón, ¡y seguramente que no me opondré yo á ello!... Vas á
la hoguera, y haces allí lo que es muy natural que haga un mozo de tu
edad: florear á esta muchacha, bailar con la otra...
--¡Dios!... ¡y cómo lo borda usté, hombre! --dijo aquí Bastián,
resobándose las manos y dando zancadas al aire.
--¿No ves, tonto --respondió don Sotero con ruborosa humildad--,
que también yo, por mal de mis pecados, he sido joven? Pues digo que
hallándote de ese modo en la verbena, das en cavilar que ninguna de las
muchachas que ves á tu alrededor vale para descalzar el lindo pie de la
que está á la sazón casi en tu misma alcoba...
--¡Dios, qué hombre! --exclamó aquí el muchachazo, dándose dos
revolcones sobre la cama.
Observóle su tío con diestra y sagaz mirada, y continuó de esta suerte:
--Cavilando así, asáltante como tentaciones de volverte á casa,
sabiendo, como sabes, que Celsa anda en la verbena solazándose un rato,
por orden mía, y que tu pobre tío se halla en la iglesia pidiendo á
Dios por los que le ofenden con sus liviandades y descomposturas. Pero
es el caso que la joven Águeda te infunde mucho respeto, porque tú
eres muy cobardón para esa clase de empresas; y entonces se te ocurre
beber unos traguillos más de lo blanco. Ya te animaste, pero no lo
suficiente; vuelves al baile, y brinco va, brinco viene, el vinillo
fermenta, confórtate su calor amoroso... y te crees más valiente que
Roldán. Emprendes la marcha resuelto á todo, y en el camino te asalta
otra vez la cobardía. Como ésta no es tan fuerte como de ordinario,
comienzas á considerar que si desaprovechas aquella ocasión, no
volverás á verte en otra, porque don Plácido... ¿Te he dicho yo que don
Plácido debe llegar mañana á Valdecines?
--Nada me ha dicho usté de eso, tío muy amado --respondió Bastián, no
gozoso, sino fascinado ya con el relato de don Sotero.
Y prosiguió éste:
--¡Pues créete que siento haberte hecho saber ahora tan ociosamente que
espero á ese señor de un momento á otro!... Pero, en fin, ya lo dije;
y contando con que no abusarás de la noticia, continúo exponiéndote el
susodicho ejemplo de moral práctica. Con la consideración de que si
desaprovechas la noche no vuelves á verte en ocasión de lograr lo que
deseas, emprendes de nuevo la marcha, y llegas á tu casa. El silencio
y la soledad que tú habías supuesto. El corazón te late, las sienes te
zumban, los ojos te fingen todo cuanto el demonio quiere que veas y
palpes; las piernas vacilan un instante; pero la fiebre te alienta, y
subes con mucho cuidado, sin hacer ruido. Abres la puerta de la alcoba,
que casualmente no tiene llave desde ayer... Ella duerme. No la ves,
pero la sientes; y lo que no ves, lo imaginas...
--¡Dios! --gritó en esto Bastián, echando llamas por los ojos--, ¡le
digo á usté que lo estoy viendo! Pero... ¿y la chiquilla?
--Á la chiquilla... se la echa de allí... ó se la encierra en esta
alcoba... ó no se hace caso de ella. ¡Ay! ¡El vértigo de la carne
pecadora no sufre obstáculos!
--¿Y si la otra despierta? ¡vaya si despertará! ¿ó no duerme cuando yo
entre, y grita y alborota? ¡vaya si alborotará!... ¡Dios!
--¡He ahí, Bastián, una de las gravísimas consecuencias de un atentado
semejante! Gritaría, sí... y muy recio; y se echaría de la cama abajo,
y se asomaría á la ventana y llamaría á los vecinos; y tal vez éstos
acudieran en su auxilio; y acudiendo, la hallarían encerrada con un
hombre en una estrecha alcoba, á las altas horas de la noche...
--¡Qué vergüenza! ¡Dios! --exclamó Bastián, sacudiéndose todo.
--¡Para ella, la desdichada! --añadió su tío en tono plañidero y
compasivo--. ¡Para ella, que desde aquel momento ponía su honor en
quiebra entre la gente murmuradora! ¿Quién, en la duda, la tomaría
ya por esposa, Bastián? ¿Quién, sino tú, y por mucha aversión que la
causaras podría remendar aquella carcomida buena fama? ¡Y gracias si á
tal remedio se avenía... que lo dudo!... Conque mira, Bastián, si el
asunto vale bien la pena de que te le puntualice y exponga, como acabo
de hacerlo; ¡mira si preveo y me pongo en todos los casos, y te marco
bien á las claras el camino de tus deberes y conveniencias!
--¡Vaya si caza usté largo! ¡Dios! --dijo Bastián, tan admirado de la
sagacidad de su tío, como de sus propias dudas acerca de la _moral_ del
ejemplo--. Pero un punto se le ha olvidado á usté, que no es flojo, en
lo tocante á las resultas del caso.
--¿Cuál?
--Lo que diría el señor don Plácido mañana si Dios quiere.
--No se me olvidó ese punto, Bastián. Le pasé en silencio por carecer
de importancia. Con ese mentecato ya me entendería yo, por mucho que
gritara.
--Vaya que es usté el mismísimo Pateta, ¡Dios!
--Desengáñate, Bastián: lo grave del suceso que te he referido como si
estuviera ocurriendo, sería sólo para mi conciencia, porque fuí tan
temerario que puse la liebre junto al sabueso, sabiendo lo que son
tentaciones del demonio. En cuanto á tí, ni siquiera puede caberte el
temor de mis iras; porque, ya te lo he dicho, no me lleva la rigidez de
mis cristianos sentimientos hasta el punto de confundir las maldades
de los hombres con lo que es obra de los pocos años. Y con esto hemos
hablado bastante por ahora, después de advertirte que en gracia de la
fiesta de esta noche y de la solemnidad del día de mañana, te levanto
la reclusión en que has estado, por tu bien, durante algunos días...
Conque á divertirse mucho sin ofender á nadie, ni acordarse de aquello
que te valió lo que todavía te rascas en las costillas... y lo dicho,
dicho.
--Así lo haré, tío muy amado --exclamó Bastián poniéndose de un brinco
en el suelo--, ¡y así le quisiera á usted siempre, tan campechano y
parcialote!
--Así me tendrás, si con tu conducta te haces digno de ello... ¡Ah!...
se me olvidaba --añadió el afectuoso tío, llevando la diestra mano al
bolsillo del chaleco--; toma unos cuartos, por lo que pueda ocurrirte.
Y aunque no llegaron á dos reales, Bastián los recibió como una
lotería. ¡Tan poco acostumbrado estaba á las larguezas de su tío!
Recomendóle éste el silencio y la prudencia en casa, y salió de
puntillas de la alcoba, advirtiendo á su sobrino que hiciera otro tanto.
--¡El demonio me lleve --pensó Bastián delante de la otra alcoba, cuya
cerrada puerta taladraba con ojos preñados de torpezas-- si á mí me
había pasado por la cabeza cosa semejante, hasta que este hombre me
la metió entre los sesos! ¡Y vaya si es manejable y hacedera! ¡Pues
dígote que, si á mano viene, allá veremos!... ¡Dios!
Y en dos zancadas atravesó la sala, y en pocas más llegó al portal; y
como ya hacía rato que se estaban oyendo las campanas de la Iglesia y
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