De tal palo, tal astilla - 08

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sin lengua en la boca, cuidados ajenos... ¡Quítame tú el mayor de los
que tengo encima, y verásme volver en el aire!... ¿Te pido, Tasia?
--¿Ese es el cuidado que te mata, probetón?
--¡Ese mesmo es el que la entraña me consume!
Tasia se royó un poquitín la uña del índice que tenía entre los
dientes, y respondió, sacudiéndose toda, como quien toma una pronta y
decisiva resolución:
--¡Pídeme á la vuelta, Macabeo!
Éste, fuera de sí, echó el sombrero al aire y exclamó:
--Pues pide tú ahora por esa boca de bendiciones... ¡y vengan leguas
por delante, y sálgame el _Ojáncano_ en el monte; que lo mismo será
para mí que si llovieran pajucas!... ¡Tasia, aticuenta que no salgo de
Valdecines, y que ya estoy de vuelta!
Pero Tasia la había dado con el cuerpo hacia la Llosa, y se alejaba de
Macabeo.
Éste enderezó sus pasos al valle; y al entrar en él, los ojos de su
alegría se le pintaron anegado en agua de limón y chocolate, las dos
ambiciones insaciables de su deseo, en lo tocante á regalos del paladar
y del estómago. Tuvo un relincho en el gaznate y un cantar entre los
labios; pero se acordó de que era triste el motivo de su viaje, y
de que se le había encargado la mayor reserva al emprenderle, y se
contentó con hacer dos zapatetas y restregarse las manos, mientras
descendía volteando el garrote que lanzó al espacio.
Aquella misma noche fué Bastián, dando zancadas y recatándose hasta
de su sombra, á casa de Tasia. Esperó en el portal á que ésta, según
costumbre, saliera á la fuente, que estaba muy cerca, y la dijo,
queriendo enfadarse más de lo que podía:
--¡Buen verde te has dado esta tarde!... ¡Dios!
--¿Enónde, animal?
--Yendo á la Llosa, Tasia... ¡Á rejalgar me supo á mí! ¡Cómo se
arrimaba él!... ¡Ah, perro!... ¡Cómo manoteaba!... ¡Dios!... ¡Si llego
á bajar y le echo mano!... Dí que me celaban, ¡que si no!...
--¡Vaya un miedo que tiene el obispo á los curas!...
--¿De cuándo acá te ronda ese pelón, Tasia? ¿Conque era verdá lo que se
me dijo y yo negaba? ¡Así él me zamarreó con tanto rejo cuando me vió
llegar de súpito á Valdecines!... ¡Dios!
--Pero ¿de quién hablas, borrico?
--¡De Macabeo, Tasia!... ¡de ese pelifustrán malenconido!
--¡Pues dígote, con la sartén que injuria al cazo!... No te quieras
hespir tanto, Bastián, que de sandifesio á sandifesio, no va un palmo.
--Saca la cara por él, ¡Dios! ¡Y luégo dime que no le estimas!
--Y á tí ¿qué te importa, al fin y á la postre? ¿Por qué me he de
guardar para tí cuando en tu casa me tienen en poco? ¿Piensas que no
sé que desde que viniste te tienen á llave y cadena para que no se te
manche la casaca en el banco de la mi cocina? Pues el que en él se
asiente ha de tenerlo á mucha honra; que la mía está más limpia que los
mismos soles.
--Quiérate yo, Tasia, y lo demás es chanfaina.
--Es que yo no puedo querer á quien se recata para quererme; que han de
decírmelo á la luz del mediodía, y no por las bardas y á media noche...
Y como que á fiel no me ganas tú, sábete ahora que si hablé con Macabeo
fué porque se despedía de mí.
--¿De veras, Tasia?... Pues ¿tan lejos iba?
--Muy lejos, Bastián, y no por su culpa.
--Pero volverá.
--En su día, es claro, si allá no fenece.
--¡Dios! ¡Mira que si me engañas!...
--¡Dame á mí el cantazo y ponte tú la venda!...
--¡Tasia... suelto ó á pesebre, tuyo he de ser!
Aquí llegaba Bastián, cuando un estacazo que cayó sobre él, como
llovido del cielo, le cuarteó de la derecha, y casi le dejó sin aliento.
--¡Diossssss!... ¡Qué barbaridáaaa! --exclamó entre quejidos,
llevándose ambas manos á los lomos.
Tasia huyó hacia la fuente, y se perdió en la obscuridad de la calleja.
--¡Anda, zopenco! --rugió una voz detrás de Bastián, mientras un nuevo
estacazo le torcía hacia la izquierda--. ¡Yo te daré el remosco entre
las nalgas!
La voz y la estaca y los estacazos, eran del piadosísimo don Sotero que
salía de la iglesia de rezar el _cuarto de oración_. Tío y sobrino,
éste delante y renqueando, y el otro aguijoneándole con la voz y
midiéndole, á trechos, las costillas con la estaca, tomaron el rumbo
del viejo caserón, y llegaron á la corralada sin otra novedad que digna
de mencionarse sea en este imparcial y verídico relato.
[Ilustración]


[Ilustración]
XII
MÁS NOTAS PARA UN RETRATO

Trasponía en aquel instante la luna, oronda y mofletuda, las cumbres
más lejanas, y derramaba su luz pálida y confusa por todos los ámbitos
de Valdecines. Alcanzábale su gratuita ración correspondiente á la
casa de don Sotero, que, á tener que pagarla, sin ella se pasara tan
guapamente; y he aquí que, de pronto, se detienen tío y sobrino, viendo
que en el portal había un caballo amarrado al poste, y una persona que
entretenía la impaciencia paseando de un lado á otro, entre el caballo
y la pared del fondo.
Como en los ojos de don Sotero había algo de la virtud de los del
tigre, no tardó en conocer al paseante.
--Sube --dijo á Bastián muy callandito--, y dí que enciendan la vela de
mi cuarto.
Llegó Bastián al portal; saludó de mala gana con una sombrerada y un
gruñido al caballero, y entró en la casa.
En tanto, acercóse don Sotero á éste, y díjole muy afable:
--¡Usted á estas horas por aquí, señor don Fernando!
--Yo por aquí á estas horas--, respondió secamente nuestro conocido
personaje.
--Pues ¿cómo no me hizo la visita esta mañana, y se hubiera ahorrado un
viaje molesto?
--Porque á cada cosa hay que darle la luz que le conviene. El sol
radiante para los ángeles; las tinieblas...
--Para el demonio --concluyó don Sotero con una risotada--. ¿No iba
usted á decir esto, señor don Fernando?
--Ó una cosa muy parecida.
--Alabo la franqueza, y le aconsejo que nunca prescinda de ella cuando
hable conmigo... Yo soy así, don Fernando: nada me asusta ni me
sorprende. Espinas, bofetadas y cruz sufrió el Señor por nosotros: ¿qué
mucho que un pecador como yo padezca injusticias de los hombres?... Por
lo demás, repito que me extraña la hora de su visita.
--No fueron á mejor luz las otras dos que le he hecho en toda mi vida.
Nada tiene, pues, de raro el presente caso.
--Sea como usted quiera, amiguito; y, si le parece, subamos y honrará
mi casa.
--Subamos --dijo Fernando--, que aquí no estamos bien.
Echó por delante don Sotero, y desde el estragal llamó á Celsa, que no
tardó en asomar en lo alto de la escalera, con un candil en la mano. Á
su luz mortecina y pestilente, atravesaron el desnivelado corredor, y
luégo la desmantelada sala, y entraron en la alcoba que ya conocemos,
sobre cuya mesa ardía media vela de sebo en la ya inventariada
palmatoria de hoja de lata.
No quiso Fernando sentarse en la única silla que había allí, por más
que le instó don Sotero, después de cerrar la puerta de la sala y la de
la alcoba.
--Estoy de prisa --dijo mirando con repugnancia cuanto le rodeaba--, y
mi visita ha de ser breve. El motivo de ella demostrará á usted que aun
sin su advertencia de esta mañana, se la hubiera hecho.
--¿Quiere decir que viene usted ahora á mi casa _motu proprio_, no
porque yo se lo exigiera?
--Cabalmente.
--Sea en buen hora; que yo no he de pararme en cosas de tan poco
momento.
--Ante todo --prosiguió Fernando-- quiero saber qué tiene usted que
decirme.
--Poca cosa, caballerito --respondió don Sotero rascándose la punta
de la nariz--; poca cosa... y eso poco, por lo que afecta á la
tranquilidad de mi conciencia; pues de otro modo, me guardaría yo muy
bien de inmiscuirme en negocio semejante. ¡Harto le desvelan á uno los
propios, para que desee enderezar graciosamente los ajenos!
Diciendo así, acercóse más el pío varón á Fernando; y después de tomar
la actitud humilde y resobona que le era peculiar en los trances
graves, prosiguió:
--No ignoro, señor de Peñarrubia, que en vida de la señora doña Marta
Rubárcena de Quincevillas (que en santa gloria esté) hubo entre usted y
ella algunas discordancias, que dieron por resultado el quebrantamiento
de la amistad que hasta entonces había hallado usted en aquella honrada
y opulenta casa.
Fernando frunció las cejas y miró con gesto de ira y despecho á don
Sotero. Éste continuó imperturbable:
--El motivo de las discordancias... ya usted le sabe; los principales
móviles que arrastraban á usted á aquella casa, ¿á qué puntualizarlos
aquí?... en cuanto á lo cuerdo y transcendental de la medida tomada por
la previsora, sabia y santa madre, ¿qué he de decir yo que usted no
sepa?
Fernando estuvo á pique de arrancar del gaznate lengua que así
profanaba lo que él ponía sobre su corazón, como sagrada reliquia.
Tampoco pareció notarlo don Sotero, y siguió hablando así:
--Mantener en todo su vigor el acuerdo tomado, fué su pensamiento hasta
el último instante de su vida; y para que, más allá del sepulcro, la
humana debilidad no hiciera inútiles sus previsiones, dejó el encargo
de que la secundaran en sus santos propósitos á dos personas que la
merecieron en vida completa y omnímoda confianza. Yo, aunque indigno,
soy una de esas personas; y en este momento, por ausencia de la otra,
el único encargado en la tierra de hacer que se cumpla la última
voluntad de aquella santa mujer.
La noticia dejó yerto á Fernando. ¿Qué iba á ser de Águeda en manos
tales? Conste, en honra del enamorado joven, que no pensó en otra cosa
en aquel instante. Y á lo dicho, añadió don Sotero todavía:
--No me negará usted, amiguito, que las prescripciones de la difunta
doña Marta, en lo relativo al asunto de que voy hablando, han sido
quebrantadas por _ustedes_ mucho antes de lo que yo esperaba, aun
teniendo en cuenta los naturales ímpetus de la juventud; y no
extrañará, por consiguiente, que le amoneste y excite, á fin de que
retroceda en el camino que parece haberse trazado; ni que le prevenga
que estoy resuelto á hacer que prevalezcan vigentes los acuerdos
tomados con usted en vida de la susodicha y precitada señora, por
todos los medios que estén á mi alcance. Es caso, como usted ve, de
conciencia; y yo con la conciencia soy muy rígido.
Qué tumultos de ira, de asco, de indignación, de lástima, y de todo
cuanto punza, oprime y subleva el alma, sintió Fernando en aquel
instante, imagíneselo el lector.
--Renunciando --dijo, dominándose cuanto pudo-- al intento de buscar
los verdaderos móviles de esas advertencias, porque los fondos
cenagosos é infectos no son para todos los estómagos, he de advertirle
que si, en lo tocante á los medios de que piensa valerse, confunde los
de su cargo con algún otro que ha puesto en sus manos... el oficio, no
ha de lograr muy fácilmente el intento que le guía. De todo me creo
capaz, menos de pactar con usted, en bien ni en mal, cosa que á ese
asunto se refiera.
--Sea todo por el amor de Dios --dijo don Sotero hecho una malva--.
Pero conste que está usted advertido... por lo que pueda suceder... Y
ahora --continuó, restregándose las manos--, dígame á qué debo la honra
de su visita, puesto que no ha sido causa de ella mi indicación de
esta mañana.
Fernando, por toda respuesta, arrojó sobre la mesa un cartuchito de
monedas, y dijo al mismo tiempo con seca voz y muy mal gesto:
--Cuente usted.
Volvióse lentamente don Sotero; cogió el cartucho, le abrió, examinó
las monedas, que eran de oro, en la palma de la mano, y las contó una á
una.
--Cuarenta centenes --murmuró--. Poca cosa. Cuatro mil reales justos.
--Esas son --dijo Fernando--, mis economías de todo el año; las guardé
como un tesoro para aliviar, con el propósito que representan donde
ahora están, parte del peso de una deuda que me oprime el alma, como la
mayor de las ignominias.
--Hombre --dijo aquí don Sotero con burlona sonrisa--, ¡tiene usted
una moral muy chusca!... porque supongo que esa andanada de palabrotas
y actitudes terribles, no la ha soltado usted contra sí propio, sino
contra mí que le saqué del apuro.
--Anote usted esa cantidad en mi recibo --repuso imperiosa y secamente
el joven, poco dispuesto, por las trazas, á entrar con don Sotero en
disputas sobre moral.
Sacó éste, con mucha flema, un legajo del arcón, y del legajo un papel;
y después de leerle entre dientes de modo que Fernando le entendiera,
sentóse, humedeció la pluma en los no muy empapados cendales del
tintero, y escribió, cerca de la firma que en el papel había, lo que el
joven deseaba.
--Está usted servido, caballerito.
Se acercó Fernando á la mesa, y leyó lo escrito en el papel que el otro
no soltó de las manos.
--Y ahora --añadió don Sotero, mientras volvía á meter el papel en
el legajo, y el legajo y las monedas en el arcón--, hágame usted el
obsequio de oirme unas cuantas palabras muy al caso; que también á mí
me gusta dar á cada cosa la luz que le corresponde.
Cargóse Fernando, siempre ceñudo y avinagrado, sobre una pierna,
mientras se daba golpecitos en la otra con su látigo de montar; y
acercándosele don Sotero, le habló así, guardando al mismo tiempo los
anteojos en un estuche de hoja de lata, forrado por dentro de bayeta
verde:
--No hace todavía un año, se me presentó usted en este mismo sitio,
pálido y desconcertado. Jamás había cruzado yo una palabra con usted;
pero le conocía de verle entrar, muy pocas veces, por cierto, en casa
de la nunca bastante llorada doña Marta Rubárcena de Quincevillas (que
santa paz disfrute). Díjome usted, sobre poco más ó menos: «Abusando
de mi inexperiencia en las intrigas del mundo, logró un malvado la
garantía de mis reiteradas é insistentes recomendaciones, para cometer
una estafa en un centro donde el nombre de mi padre goza de grande
y merecido prestigio. Acabo de saberlo, y quiero pagar el valor de
lo estafado, sin pérdida de un solo momento; antes de que la idea de
mi complicidad en tan infame delito pueda cruzar por la mente de la
víctima, ó de que mi nombre corra el riesgo de figurar junto al del
ladrón en un proceso. ¿Puede usted y quiere librarme de estas horribles
contingencias, y del bochorno de hacérselas conocer á mi padre para
obtener su auxilio, que no me faltaría, proporcionándome la cantidad
que necesito, con las condiciones que usted quiera?...» La cantidad,
señor don Fernando, ascendía á la friolera de dos mil duros redondos.
Púselos á su disposición; y aun, de mutuo acuerdo, yo mismo se los
situé en Madrid, sin pérdida de correo. Y pregunto yo ahora: ¿haría un
padre por su hijo más que lo que yo hice por usted?
Fernando miró al prestamista con gesto de amarga ironía, y le preguntó
muy sosegadamente:
--¿De qué suma aparezco yo deudor en el recibo que le dejé en prenda?
--De la que procede por ley inexorable de la aritmética: de seis mil
duros justos.
--Ya es algo eso, aunque no todo... Y ¿qué le parece á usted de la
garantía... que usted se tomó?
--Que es la única que usted tenía y debía ofrecerme. Pagarme, cuando
usted herede, con lo primero y más seguro que aparezca en el cuerpo
de bienes hereditarios, si antes, ó por otros conceptos, ó después, á
falta de aquéllos, no adquiere usted...
--¡Pues esa es la infamia! --dijo Fernando exaltándose--: ¡hacerme á mí
capaz de ofrecer la muerte de mi padre por garantía de un préstamo!
--Y ¿por qué lo firmó usted?
--Porque explotando usted maravillosamente la ansiedad en que yo me
hallaba entonces, se guardó muy bien de leerme lo que escribió á su
gusto en el documento. Cabía en mí la sospecha de que el favor me
saliera caro en dinero, aunque no tanto como me ha salido; pero lo
inicuo de este contrato no se lo imagina fácilmente quien no es capaz
de cometer tal iniquidad. Cuando pasó el peligro que temía, y con
él la fiebre que me devoraba, me acerqué á usted para tener exacto
conocimiento del compromiso que había contraído. Entonces fué cuando
supe que por huir de dar un pasajero disgusto á mi padre, me había
puesto en peligro de matarle con la pena de saber que tiene un hijo
capaz de firmar lo que yo he firmado.
--Vamos á cuentas --repuso don Sotero muy sosegadamente--, y á cuentas
muy claras; y veremos al fin de ellas qué queda de justicia en los
cargos que usted me hace. Empecemos por el precio que he puesto, y
que tan alto le parece, al préstamo que le hice. El veinte por ciento
sobre cuarenta mil reales, importa ocho mil cada un año. Suponiendo
que le queden diez de vida (Dios se la dé muy larga y colmada de
bienes) al doctor Peñarrubia, se habrán acumulado ochenta mil reales
de intereses. Ochenta, y cuarenta mil de préstamo, hacen justamente
ciento veinte mil... ¡y todavía renuncio al interés correspondiente á
la acumulación! Verdad que puede usted decirme: ¿y por qué me cobras
un rédito tan crecido?... Por los riesgos, señor don Fernando, por los
riesgos... que no son pocos. Puede su padre de usted vivir muchos años
todavía; puede comerse en vida todo lo que tiene; puede usted morir
antes de heredar... ¡qué sé yo cuánto puede ocurrir en tan largo plazo!
Y todas estas contingencias se tienen en cuenta en los usos ordinarios
del comercio... En cuanto á las garantías que usted me ofrece en el
recibo, ¿tiene usted otra mejor, por ventura? ¿Tanto abundan en el
mundo los pródigos que prestan dinero bajo la fe de la palabra, ó con
la hipoteca sola del entendimiento ó de la gallardía de la persona?
--¿Y por qué no dijo usted eso mismo antes de hacerme el préstamo?
--Hablemos claros, señor don Fernando: lo que á usted le inquieta es el
temor de que yo pueda esgrimir contra usted ese arma que ha puesto en
mis manos una casualidad.
--Y ¿por qué no he de temerlo?
--En ese caso, habrá motivos, en opinión de usted, que lo justifiquen.
--Que le justifiquen, no; que lo hagan posible, sí: ¡de todo creo capaz
á quien de tal modo sorprendió mi buena fe!
--Muchas gracias, caballerito, por el juicio que le merezco --respondió
don Sotero, risueño y dulce como nunca--. No obstante, y en testimonio
de lo acertado que anda en él, quiero declararle que según sea la
conducta de usted en lo referente al asunto que tanto se roza con el
cargo que pesa sobre mi conciencia, y del cual hablé á usted antes, así
será el uso que yo haga de este documento.
--Pues claridad por claridad --replicó Fernando--: no firmo pactos con
usted, ni acepto condiciones en nada que se relacione con el asunto á
que alude; y ni aun por hallarse investido del cargo á que se ampara,
consentiré que se me atraviese usted en el camino. ¡Juzgue, por esto
que digo, de lo que seré capaz de hacer si sus inclinaciones, ó sus
conveniencias, le arrastran á cometer una nueva felonía conmigo!
Con esto abandonó el joven la estancia, bajó á tientas la escalera,
desató el caballo, montó en él y salió del pueblo hacia la sierra por
caminos desusados; pues no quería ser visto en aquella ocasión, y la
luna alumbraba con exceso las callejas frecuentadas.
Don Sotero no se enderezó hasta que oyó sus pasos en el portal;
entonces dijo, con sonrisa burlona, hasta enseñar todos los dientes:
--¡Mentecato! ¡Pues no se ha figurado que al herirle con ese arma voy á
descubrir el cuerpo?
Después llamó á Celsa, y la mandó preparar la cena.
[Ilustración]


[Ilustración]
XIII
LO QUE SE DECÍA

Ya que en Valdecines estamos, y de noche y con luna, hemos de dar un
vistazo á la botica. Porque en Valdecines había, á la sazón, y habrá
hoy probablemente, su poco de botica, de la cual se surtían, en los
trances muy apurados de la vida, hasta siete pueblos de tres leguas
en contorno. «Su poco de botica» dije, porque, en rigor de verdad, la
de Valdecines no era botica por entero. Por de pronto, el boticario,
hombre que ya pasaba de los sesenta, así manejaba la espátula en su
laboratorio, como el zarcillo en la huerta, ó el hacha en el monte
cuando le pedían muy caro por bajarle un carro de leña; pues, como
él decía al tachársele estas inconveniencias profesionales, los
tiempos corrían apurados, _el arte_ no lucía, y la familia, femenina
sin una sola excepción, abundante y desacomodada, á eso y á mucho
más le obligaba... por ejemplo, á ser industrial con matrícula, sin
dejar de ser científico con real diploma; razón por la que, en el no
muy holgado local de la botica, lo mismo se despachaban píldoras y
vomitivos, que sogas de esparto, clavos de ripia y jabón de Málaga; de
donde resultaba, á creer á los marchantes, que las medicinas de aquella
botica supiesen á especias y bacalao, y á cerato y á valeriana los
comestibles de aquella tienda. Y como entre la mesa de la oficina y el
mostrador no había solución de continuidad, en ausencia del boticario
despachaba las recetas aquélla de sus hijas que estaba de turno en el
mostrador; y, por el contrario, en ausencias de la hija, servía el
farmacéutico á los parroquianos de la tienda.
No faltaba quien, en el pueblo y fuera del pueblo, murmurase de estas
informalidades en el transcendentalísimo manipuleo de los jaropes; pero
á esas murmuraciones respondía el farmacéutico, con muchísima razón,
que la culpa estaba en los mismos murmuradores que se resistían á
pagar, por todo un año de _asalareo_, más de dos celemines de maíz, ó
de veinte reales en dinero. ¡Vaya usted por todo ese tiempo y esa cuota
á surtir de medicamentos á una familia entera, y oblíguese, con las
ganancias, á tener mancebo que le supla en ausencias y enfermedades!
¡Gracias si de sus preparados contra lombrices y _jaldía_, en los
cuales achaques era el tal farmacéutico un especialista de cierta fama,
sacaba un adarme de jugo para endulzar los amargores de su penuria! ¡Y
gracias también á que, con el sistema de don Lesmes, apenas despachaba
en el pueblo más que recetas de zaragatona! Lo cual no le impedía
acribillar al pobre cirujano con zumbas y dicterios muy á menudo.
Solía ayudarle en la empresa, aunque recargando el auxilio con
durezas y groserías jamás merecidas de un hombre tan inofensivo en
su conversación como don Lesmes, la tercera capacidad del pueblo,
ya que no lo fuera por el entendimiento, por la profesión que en él
ejercía, aunque también á medias, como el boticario la suya. Refiérome
al maestro de escuela, hombre de tanta edad como el cirujano y el
farmacéutico, y lo mismo que ellos, forrado en antiguallas y rutinas,
con un geniazo bestial, apegado á la _pauta_ y al _puntero_, y, sobre
todo, á la palmeta, sin que leyes, ni métodos, ni tratados, lograran
hacerle cambiar de sistema, ni tampoco obligarle á dejar la plaza en
beneficio de profesor más apto y competente, según rezaba y lo exigía
la ley imperante. Pero, sin duda alguna, las cosas de Valdecines se
imponían por su propia virtud al Estado mismo; ó, al contrario, tan
poco realce tenía el pueblo en el mapa general, que nadie se acordaba
de él sino para sacarle las contribuciones y los quintos; por lo que,
en punto á médico, botica y escuela, atrasaba dos siglos muy cumplidos
en el reló de los tiempos.
Volviendo al maestro, digo que cobraba mal los cincuenta celemines
de maíz que le pagaba el pueblo, amén de veinte ducados para camisa
y hogar; y que parecía empeñado en indemnizarse de estos daños y
perjuicios con el pellejo de los muchachos, á quienes desollaba vivos
cuatro veces á la semana, que eran los días, mal contados, que en ella
daba escuela.
Por lo demás, alardeaba de docto y de consagrar lo mejor de su vida
al perfeccionamiento de la enseñanza elemental, y aun de la misma
lengua patria, contra cuyos perfiles y sutilezas bramaba como una
bestia. Déjase comprender por esto que también era hombre de sistema.
No había leído á _Fray Gerundio de Campazas_, y, sin embargo, en punto
á ortografía y otros requilorios gramaticales, se parecía al Cojo de
Villaornate como un barbarismo á otro barbarismo. No he de exponer
yo aquí sus luminosas teorías, porque, sobre no venir al caso, nos
ocuparía mucho terreno.
Esperaba que la Academia, aplaudiéndolas, se las recomendaría al
Gobierno para la procedente recompensa; y en eso andaba desde años
atrás, faltándole siempre dar _la última mano_ á la _Memoria razonada_
que tenía escrita.
Estos proyectos y el mucho pan que le comían, sin ganarle para un par
de zapatos, los cinco hijos que sumaba, entre hembras y varones, le
absorbían la mejor parte del poco entendimiento que le cupo en suerte.
El resto le consagraba á hacer almadreñas y colodras, que se vendían,
aquéllas en invierno y éstas en todas las estaciones del año, en la
tienda del boticario.
Pues digo ahora que estos tres sujetos, el cirujano, el boticario y
el maestro, cada vez que se hallaban juntos reñían indefectiblemente;
siendo de advertir que se juntaban todas las noches en la botica;
y, asimismo, que desde su consulta con el doctor Peñarrubia, el
bendito don Lesmes estaba inaguantable de vano y satisfecho, lo cual
exasperaba al pedagogo y sacaba de quicio al farmacéutico. De modo que,
desde aquella fecha memorable, la discordia aparecía entre las tres
susodichas capacidades de Valdecines, anticipándose á los trámites
acostumbrados.
En la ocasión en que se las he presentado al lector, el boticario hacía
píldoras sobre la mesa, y sus dos amigos departían con él desde la
pared de enfrente, acomodados en sendos taburetes de pino, aunque muy
separados entre sí.
Apenas comenzada la sesión, ya chisporroteaba; y eso que don Lesmes,
con su comedimiento habitual, había expuesto técnicamente á sus
contertulios el estado de cada uno de los enfermos existentes en el
pueblo, cosa que hacía todas las noches, y no había citado más que
tres veces á su «íntimo amigo» el doctor Peñarrubia; pero cabalmente
había visto el maestro á Fernando salir de _la casa_; y con el último
sahumerio al padre, asaltó al pedagogo este recuerdo del hijo. Habló
del caso con su habitual aspereza, y concluyó diciendo:
--¡Se necesita tener muy poca vergüenza para hacer lo que ha hecho hoy
ese mequetrefe!
--Pues ¿qué ha hecho? --preguntó don Lesmes en tono de negar
importancia al suceso.
--¡Saltar, como quien dice, sobre el cadáver de quien le echó de casa,
para volver á entrar en ella!
--Creo yo --repuso el cirujano-- que para hablar de ese modo de una
persona, se necesita conocer muy á fondo los motivos.
--¡Pamplinas llamo yo á esos reparos! --dijo el maestro dando un
garrotazo en el suelo y echando lumbre por los ojos.
--Pues yo le digo á usted --respondió el cirujano contoneándose en su
taburete-- que estoy muy al tanto de lo que pasa en la familia de mi
querido amigo y compañero el doctor, y que conozco los secretos más
íntimos de esas señoras (como que entro y he entrado en su casa con la
misma franqueza que en la mía); y puedo asegurar que, en la ocasión
presente, se equivoca usted en cuanto asegura.
Bufó el maestro, entre burlón y furioso, y replicó á estas palabras de
don Lesmes:
--¡Chanfaina, y rechanfaina, y requetechanfaina! «¡Mi amigo el
doctor!...» ¡puá!... «¡Mi compañero el doctor!...» ¡buf! ¿De cuándo
acá, zurriascas, le vienen á usted esas herencias? Ayer era para usted,
como para toda la comarca, _Pateta_ el herejote. Habló con él una vez,
y eso para matar entre los dos á la pobre señora, y ya es un santo y un
caballero y un amigo íntimo suyo. ¡Zurriascas! ¡Yo llamo al pan pan, y
al vino vino, y no cato ogaño lo que antaño me amargó!
Don Lesmes sufrió impávido esta descarga, y respondió á ella con muy
acentuada solemnidad:
--En la vida profesional ocurren á menudo estos lances. En una persona
aborrecida por antojo, se halla á lo mejor un caballero perfecto y un
amado condiscípulo, como á mí me ha sucedido esta vez con el doctor
Peñarrubia.
--¡Zurriascas!... ¿Lo oye usted, don Casiano?
Don Casiano era el farmacéutico, que, á la sazón, tenía los brazos
levantados y se ocupaba en redondear una píldora con cada mano, entre
el pulgar y los dos primeros dedos. En esta postura siguió, con cara
de pesadumbre, los primeros lances de la porfía; pero al llegar el
cirujano á decir las últimas palabras, cargó el ceño de tempestades.
Así es que á la pregunta del maestro, respondió, aplastando las
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