A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 13

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espíritu, que llamaban música en su más lato sentido, y de todos los
ejercicios corporales, que llamaban gimnástica. La danza además era
ensalzada por su complexidad; porque en ella se combinan el sonido y la
forma, el dibujo y la melodía, lo plástico y lo aéreo. El rey David no
creía perder su dignidad por ir bailando delante del Arca. Los
coribantes descendían bailando de la cumbre del Ida, las ménades con sus
tirsos bailaban en el Citerón, y los profetas de Israel, en impetuoso
coro, descendían bailando del Carmelo. No bailaban menos devota y
desaforadamente los _salios_ de Roma. Danzas sagradas ó hieráticas ha
habido en todas las épocas y civilizaciones. Todavía, al son de las
castañuelas, bailan los seises en la catedral de Sevilla.
No pretendo yo que canonicemos y santifiquemos la danza, pero es un
dolor que nuestra danza nacional vaya perdiendo cada día más su carácter
propio y castizo ó bien que se avillane, se corrompa y se haga más
grotesca, chula y gitana. Ya se bastardea con lo que toma y remeda de
las danzas francesas é italianas, ya se corrompe y se impurifica con
esto que no sé por qué llaman flamenco. Yo recuerdo todavía con
retrospectiva admiración á cierto bailador llamado Ruiz, y á su
gallarda, bella, modosa y noble hija Conchita. ¡Qué majestad, qué
decoro, qué distinción y qué gracia cuando ambos bailaban juntos el
bolero! No es dable danza más aristocrática. Parecían príncipes ó
grandes señores. Y aquello era al mismo tiempo español puro y neto. ¿Por
qué pues, no hemos de regenerar nuestra danza, hoy pervertida?
Interminable sería el seguir exponiendo aquí todo lo bueno que podría
realizar nuestro teatro. Fúndese, si alguna vez hay dinero, paz y humor
para fundarle, y ya entonces daré yo los consejos que dejo en el tintero
ahora por no pecar de prolijo.
Sólo diré para concluir que en el teatro, durante la representación,
deben amortiguarse las luces y quedar el público en misteriosa penumbra,
á fin de que la luz y la atención se fijen en la escena: que una vez el
telón descorrido, deben cesar las conversaciones y deben abstenerse las
damas y los caballeritos de flirteos ó coqueteos: y que terminada la
representación, debe haber mucha luz para que las mujeres muestren su
hermosura y sus galas. Por último, los entreactos, sin ser tan largos
como ahora suelen ser, no deben ser tan cortos como en Alemania, donde
no hay tiempo para ver y hablar á las damas bien vestidas y guapas, ni
para discurrir sobre el drama que se está viendo, de todo lo cual
resulta, á pesar del primor y lujo del espectáculo, algo de apresurado,
y de poco ameno que contradice el título de diversiones públicas con que
calificamos las del teatro.
Y aquí pongo punto final, deseoso de no haber acabado también con la
paciencia de los lectores.
[Illustration]


FINES DEL ARTE
FUERA DEL ARTE

Siempre fuí yo partidario del arte puro; de que no haya en él otro fin
ni propósito que la creación de la belleza; dar pasatiempo, solaz y
alegría al espíritu y elevarle á esferas superiores por la contemplación
de lo ideal y de lo que se acerca á lo perfecto, cuando logra revestirse
de forma material ó bien expresarse por medio de signos, como son los
tonos y la palabra hablada ó escrita.
De aquí que yo, en obras de amena literatura, y especialmente en dramas
y novelas, guste poquísimo de la tesis, y menos aún de lo que llaman
Zola y sus parciales _documentos humanos_. A mi ver, tales documentos
deben coleccionarse en Tratados de estadística y en Memorias de
hospitales, presidios, cárceles y manicomios. Y lo que es las tesis,
cualquiera que tenga el antojo de demostrar alguna ó de inculcar y
difundir doctrinas morales, sociales, políticas ó religiosas, lo mejor
es que desista para ello de ser novelista ó dramaturgo, y componga
Tratados científicos, disertaciones, homilías ó peroratas.
No he de negar yo por esto que, en todas las edades del mundo y en todas
las naciones cultas, la mayoría de los autores de obras de
entretenimiento se han propuesto al escribirlas no sólo entretener, sino
también enseñar. La novela y el drama han sido para ellos docentes. Así
en la teoría como en la práctica han calificado de lecciones morales
todo cuanto han escrito, y al escribir han puesto la mira y se han
dirigido á un punto completamente fuera del arte.
Este hecho, sin embargo, sólo probará una cosa: que el afán de enseñar
fué lo que movió al autor á escribir; mas no que lo escrito valga por lo
que enseña, importe por la verdad que contiene, sino por la gracia, el
chiste y la hermosura que crea y luce.
El más claro y luminoso ejemplo de lo que digo nos le ofrece Cervantes
en el _Quijote_. Fué su propósito censurar los libros de caballería y
hacerlos aborrecibles. Y, á la verdad, si se hubiera limitado á dar en
el blanco, si sólo hubiese sido certero y si su ingenio no hubiera
volado muy por cima del objeto á que por reflexión quería dirigirse,
Cervantes sólo hubiera escrito un libro que ya no leería casi nadie y no
el libro inmortal que leerán y releerán siempre todas las personas de
buen gusto, ya en lengua castellana, si la saben, ya en cualquiera otra
lengua en que se traduzca medianamente.
Persisto, pues, en creer y en afirmar que el propósito de la novela y
del drama, y lo más substancial que debe haber en ellos, no es la
enseñanza, no es la demostración reflexiva.
El poeta, no obstante (y llamo poeta á quien escribe novelas y dramas,
aunque los escriba en prosa), pone ó debe poner en cuanto escribe toda
su alma. Y como esta alma no ha de ser vulgar, adocenada ó vacia, sino
que ha de estar rica de ideas, de doctrinas y de sentimientos elevados,
y han de encerrarse en ella los obscuros enigmas que piden explicación y
los temerosos y hondos problemas que se presentan á la humanidad para
que los resuelva; todo esto, que está contenido en el alma del autor ó
del poeta, aparecerá también y se reflejará en su obra, donde él pone
toda su alma.
De las consideraciones que acabo de exponer y que á menudo se ofrecen á
mi mente, nace, y yo lo confieso con sinceridad, una contradicción
evidentísima: la negación y la afirmación de lo mismo: lo que ahora
llaman una antinomia.
Afirmo, primero, que el arte ha de ser sólo por el arte, y afirmo en
seguida que el arte, sobre todo cuando es la palabra el medio que emplea
para producir la hermosura, contiene en sí y pone, en toda obra suya de
algún valer, cuantos problemas y enigmas estimulan la actividad del
entendimiento humano, moviéndole á negar ó afirmar y á pronunciarse en
uno ó en otro sentido.
Me consuela de mi contradicción y me mueve á creer que no debo ser
censurado por escéptico, sino aplaudido por sincero, el notar que la
contradicción mencionada no está sólo en mi, sino también en todos los
espíritus.
El arte debe ser por el arte. El poeta no debe proponerse la
demostración de ninguna tesis: no debe enseñar, sino deleitar. Y, sin
embargo, no hay novela ni drama de algún valer donde el poeta no quiera
resolver problemas sociales, morales, políticos ó religiosos. Y no hay
novela ni drama de algún valer, por lo mismo que es más numeroso y
apasionado el público que los oye ó los lee, que no sea vehículo mil
veces más eficaz que cualquiera otro libro para propagar doctrinas y
para divulgar y difundir novedades, que ya extravían á la gente, ya
vuelven á traerla al buen camino.
El poeta se propone á veces demostrar algo: á veces sólo se propone
divertir ó entusiasmar: pero, acaso cuando menos conciencia tiene y
menos propósito lleva de ser docente, es cuando enseña más, ya que,
poniendo el alma en su obra, pone también los enigmas y los problemas
que en ella hay y los descifra ó los resuelve á su modo.
A fin de explicar este influjo de las obras literarias, ejercido en
ocasiones sin propósito y hasta contra la voluntad del autor, se ha
inventado una palabra, para mi gusto nada bonita, pero muy gráfica. La
novela y el drama que en alto grado son así, se llaman _tendenciosos_.
¿Cómo negar, por ejemplo, que son _tendenciosas_ las novelas de Pereda,
que lo son también las de Pérez Galdós, que es _tendencioso_ el _Juan
José_ de Dicenta, y que _Los domadores_ de Selles son _tendenciosos_?
Lo que yo no quiero desentrañar aquí es la tendencia de cada una de
estas obras, y mucho menos cuál tendencia es buena y cuál es mala.
La intención puede ser distinta y hasta opuesta á la tendencia. Dramas ó
novelas hay (y no malos, sino buenos y escritos por autores de
grandísimo talento), que pueden producir y que producen en el público un
efecto enteramente contrario al que el autor se propone. El público
suele ser caprichoso y suele interpretar las obras literarias, en lo
tocante á la tendencia, de una manera imprevista para el autor y aun
para los críticos más agudos. Una misma persona, según la edad que tiene
y la instrucción que posee, al leer un cuento ó al ver un drama, puede y
suele juzgarlo de muy distinta manera. Valgan en prueba de esto los
_Viajes de Guliver_ de Jonatán Swift. Los leemos cuando niños y nos
divierten como cuento amenísimo, lleno de pasmosas aventuras. Y si los
volvemos á leer en la edad madura, notamos en ellos amarga sátira, negra
melancolía y desconsolador pesimismo. ¿Qué es lo que fundamentalmente
había en el alma y en la intención de Swift? No quiero entrar en tales
honduras. Voy sencillamente á dar cuenta aquí de dos dramas,
representados ahora con grande aplauso en los teatros de Alemania y
fruto del ingenio de dos famosos autores: Gerardo Hauptmann y Adolfo
Wilbrandt. No trataré de desentrañar la intención de ninguno de los dos,
ni los haré responsables de nada. Compararé sus obras con flores
hermosas de las que alguien, acaso, extraiga saludable bálsamo y de las
que alguien también acaso extraiga mortífera y dolorosa ponzoña. Lo que
no se puede negar, es que ambos dramas están inspirados por ideas y
doctrinas muy en moda ahora. No acierto á decidir si el público
candoroso, los jóvenes sin malicia y las señoritas inocentes, que
asisten á la representación de estos dramas, se dejan ó no influir por
las doctrinas perversas que los han inspirado, ó si sólo ven en ellos un
brillante juego de la fantasía ó bien una leyenda en acción, llena de
piedad y de creencias consoladoras.
A mi ver, el fenómeno es tan curioso, que merece detención y estudio.
_Hannele_ es el título del drama de Hauptmann. Cabe interpretarle como
una leyenda llena de fe religiosa ó como la expresión del pesimismo más
ateo y desesperado. Parte del público entiende lo primero, pero otra
parte se inclina á ver en el drama lo segundo. Hannele es una niña
enfermiza y nerviosa que apenas tiene quince años. Huérfana de madre,
vive en poder de su padrastro, menestral rudo y feroz, borracho casi
siempre, que maltrata de palabra y obra á la niña, le da mal de comer y
la obliga á trabajar de continuo. Hannele llega al extremo de la
desesperación, y en horroroso delirio se arroja á un estanque, buscando
la muerte. El maestro de escuela, inteligente, bondadoso, joven y
guapo, y que siente por la muchacha muy tierna simpatía, la saca del
agua y la lleva casi exánime, tiritando con el frío de la calentura, á
cierta casa de vecindad de gente pobre, donde ponen á la ñiña en un
mezquino camistrajo y vienen el médico á visitarla y una Hermana de la
Caridad á cuidar de ella. Toda la acción del drama es la agonía de la
niña moribunda. Las visiones de su cerebro salen fuera de él, toman
forma y cuerpo y se presentan al público en la escena, merced á la
poderosa imaginación del dramaturgo y á la habilidad del tramoyista, de
los pintores y de los sastres.
El tirano padrastro aparece aún, en aquel sueño, para atormentar á
Hannele. A la Hermana de la Caridad le brotan alas y se convierte en
ángel de la guarda. El ángel negro de la muerte sobreviene luego para
poner término á la existencia de aquella desventurada. Entonces todas
sus más poéticas aspiraciones, todos sus afectos más puros y hasta sus
naturales apetitos, nunca satisfechos, de goces materiales, de bienestar
y de reposo, y todas sus esperanzas, se cumplen y se logran de un modo
ilusorio, en el delirio que precede á la muerte. La madre de Hannele
viene á consolarla, como si fuera una santa; el maestro de escuela, que
había inspirado á Hannele un delicadísimo amor de adolescente, se
convierte en Jesucristo, como para darle la mano de esposo; matizados y
luminosos coros de ángeles cantan melodiosamente muy lindas canciones,
ofreciendo á Hannele toda clase de regalos y de cosas exquisitas,
suculentos manjares y hasta confites. La misma vanidad de la criatura,
que empieza á ser mujer, es profusamente lisonjeada. El Príncipe le
envía sus emisarios y servidores, y la calzan con preciosos zapatitos,
como á la Cenicienta, y la coronan de flores y la adornan con ricas
vestiduras de desposada, y la atavían por tal arte que parece hermosa y
gallarda. La colocan luego en un resplandeciente lecho de cristal, que
ya parece féretro, ya tálamo. Y por último, se abre una senda ó escala,
inundada de luz y cubierta de flores, y el maestro de escuela,
convertido en Jesucristo, toma de la mano á Hannele y se la lleva al
cielo, caminando en triunfo con ella, bajo arcos de verdura que forman
dos hileras de ángeles, cruzando los ramos de palmera que sostienen en
sus blancas manos.
Al cabo cesa la música, los resplandores se extinguen; la visión
celestial se disipa. Vuelve á aparecer la inmunda casa de los pobres y
el angosto lecho en que Hannele está postrada. Entra el médico en
escena; mira á la muchacha y dice: ¡Está muerta! Así acaba el drama.
Yo me preguntaba cuando le ví y me pregunto hoy: ¿Es culpa del autor ó
es culpa de la perversa interpretación que yo doy á su obra?
Sea lo que sea, la impresión que yo recibí fue muy triste. Yo entendí
que el autor pinta la vida como abominable para la mayoría de los seres
humanos, sin más esperanza de reposo que la muerte y sin más consuelo ni
premio que la incoherente fantasmagoría, suscitada por la fiebre, y
donde se barajan, en disparatada confusión, los cuentos y consejas
vulgares, lo sobrenatural que sabemos por el catecismo, y los bienes y
goces que forja la imaginación, cuando la vanidad, el instinto amoroso y
hasta el hambre no satisfecha la estimulan.
A mi ver, en el drama del Sr. Hauptmann no quedan, con mayor realidad
objetiva que el cuento de la Cenicienta, todas las esperanzas
ultramundanas y todas las más altas verdades religiosas.
Otro día analizaré el otro drama que he citado, que se titula _El
maestro de Palmira_, y que aún me parece más extraordinario.
[Illustration]
[Illustration]


EL MAESTRO DE PALMIRA

Al escribir Tirso y Calderón _El condenado por desconfiado_ y _La
devoción de la Cruz_, en todo lo sobrenatural que allí se representa,
pusieron la realidad más evidente. Los altos designios de Dios figuran
muy por cima de los ensueños que forjan ó pueden forjar los personajes
de ambos dramas. Ningún ser sobrehumano aparece y ningún milagro se
realiza como ilusión de la mente, entre las sombras de un delirio
febril, sino á la luz meridiana, bajo cielo despejado y sin nubes. Así
las ninfas y los genios se aparecían á los héroes griegos en las edades
divinas. Así los ángeles, _in ipso fervore diei_, visitaban y hablaban á
los antiguos patriarcas.
Sin duda, la falta de fe y la corrupción del siglo presente provocan el
desdén hacia nosotros de todos los espíritus puros de más limpia y noble
naturaleza; sin duda que ahora, como al declinar el paganismo decía el
poeta gentil, puede decir también el poeta cristiano:
_Quare nec tales dignantur visere cœtûs._
_Nec se contingi patiuntur lumine claro._
Catulo, en su tiempo, en la vida real, hallaba á los hombres indignos
del milagro; mas no por eso desterraba el milagro de la poesía: toda la
narración que termina con los dos versos que cito, es una larga serie de
milagros. En Hannele el Sr. Hauptmann, más cruel que Catulo, no se
contenta con desterrar el milagro de la vida real, sino que le destierra
también de la poesía, ó le trueca en pesadilla de agonizante.
Si gran parte del público candoroso no cae en la cuenta de tamaña
crueldad, y si el poeta mismo no tuvo la intención de ser tan cruel, son
puntos que importa poco dilucidar, teniendo como tenemos el
convencimiento de que la crueldad está en la obra. Y la crueldad pone
grima. En mi sentir, valdría más perder por completo toda esperanza que
fundarla en las visiones que acompañan á la enfermedad y que preceden á
la muerte.
Y aún es más extraño y más deplorable que, al negar en el día lo
maravilloso que consuela y que eleva los corazones, no suele buscarse lo
llano y lo sencillo, sino otro maravilloso, que quiere limitarse á ser
natural, y que es desconsolador y mil veces más enmarañado que todas las
teologías y que todas las mitologías. Negar la realidad objetiva de
muchas cosas y convertirlas en productos de nuestro cerebro y de
nuestros nervios sobreexcitados no deja de ser inexplicable maravilla.
Es convertir nuestro cerebro en organillo que toca diversas sonatas,
según el registro que se toca, y en linterna mágica, con movimiento y
todo, como la que se ha inventado recientemente, con auxilio de la
fotografía, que proyecta escenas, personajes y lances, con la diferencia
de que los de la linterna fueron y ya no son, y los de nuestro cerebro
acaso no fueron, ni son, ni serán nunca.
Recuerdo á este propósito á cierto singularísimo personaje que conocí en
mi mocedad, estando yo en la capital del Brasil. Era un mago ó sabio
ambulante. Peregrinaba con una hermosa profetisa de Nueva York, que era
su mujer ó cosa parecida, y que, magnetizada por el mago, decía mil
cosas estupendas que él le sugería. Aunque él era español, y tenía
apellido y nombre bastante vulgares, había adoptado los misteriosos
nombre y apellido de Hadado Calpe. Su ciencia ó su arte principal se
titulaba la _funi-fantasmagoría_, sobre la cual había escrito un libro
muy grueso. Se fundaba esta ciencia ó arte en que el hombre es el
verdadero microcosmo. En su masa encefálica reside la mónada
representativa donde están en cifra toda la Naturaleza y cuanto hay ó
puede haber más allá: lo existente y lo posible. Había inventado este
mago varias pociones que excitaban y movían la tal mónada á desenvolver
y á sacar á relucir ya esto, ya aquello de cuanto en ella había
envuelto. Poseía el mago un copioso botiquín de estas pociones, y eran
las más prodigiosas el elixir diabólico, con el cual se iba al aquelarre
y al infierno, se oía la misa negra y se conversaba con los demonios y
con los precitos; el elixir místico-celestial, con el cual se veía el
cielo cristiano con todos sus purísimos deleites; y el elixir
heróico-afrodisíaco, por cuya virtud se lograba el favor de las huríes y
se gozaban los placeres del paraíso de Mahoma. Ninguno de los elixires,
con todo, hacía el menor efecto, si de antemano no era poderosamente
sobreexcitada la médula espinal, valiéndose para ello de la
_funi-fantasmagórica_, nombre que él daba á una horca primorosa é
ingeniosísima, de la que se escapaba á tiempo sin morir y donde el
ahorcado realizaba por estilo fantástico los ideales todos.
Hannele, en vez de ahorcarse, se remoja. Todo es equivalente, salvo que
Hannele no toma antes ningún elixir; se remoja sin precaución y muere.
Pero no divaguemos y digamos algo del maestro de Palmira, que, en punto
á extravagancia, echa á Hannele la zancadilla.
El drama de Adolfo Wilbrandt parece fundado en el budismo esotérico, que
hoy priva y está en moda bajo el nombre de teosofía.
Palmira, después que el emperador Aureliano venció á la gran Zenobia,
decayó de su prosperidad y grandeza; pero tuvo un hijo, llamado Apeles,
que ansió y consiguió restaurarla en su antiguo florecimiento. Apeles
fué á la vez gran guerrero y gran artista. A la cabeza de sus
compatricios y ayudando á las Legiones de Roma, venció á los persas, que
habían acudido á apoderarse de su ciudad natal. Luego la hermoseó con
templos y palacios espléndidos y con casi inexpugnables fortalezas. Tal
fue el maestro de Palmira.
Al volver victorioso de los persas y antes de entrar triunfante en la
ciudad, tuvo en el desierto un raro coloquio con dos genios: el de la
vida y el de la muerte: y logró la inmortalidad, ó al menos una
prolongadísima duración de la existencia propia.
En la misma mágica gruta donde Apeles consigue este don, y en el momento
en que le consigue, aparece una virgen cristiana, la cual, impulsada por
una voz intima, va á Palmira á predicar el Evangelio. Sedienta de
martirio, le predica con generosa imprudencia, insulta á los dioses
gentiles, irrita á la plebe, y la plebe la mata en medio de las calles,
á pesar de que Apeles la defiende. Sucede esto en tiempo de Diocleciano,
cuando la persecución contra el cristianismo era más dura.
Cualquiera creería que la mencionada joven, virgen y mártir gloriosa de
la fe de Cristo, se debería ir derecha al cielo; pero nada menos que
eso. En el segundo acto (más de veinte años después) Zoe, llamándose
Febe, aparece, como una de las _heteras_, _cocottes_ ó _suripantas_ más
elegantes, seductoras y traviesas de Roma. Apeles, por quien no pasan
días y que ha estado en Roma una buena temporada, se la trae de allí y
la instala en su casa, á pesar de su virtuosísima y severa madre, que
vive todavía. La casa de Apeles es un perpetuo holgorio; mucho festín,
mucha francachela y mucho brindis. Todos sus amigos, enamorados de
Febe, le echan piropos, y ella predica sobre placeres con éxito
favorable y no con el mal con que predicó el cristianismo cuando era
Zoe. Febe, no obstante, se aburre en aquella remota población y suspira
por Roma. Sucede en esto que Apeles, que era muy orgulloso, se pelea con
el gobernador, se queda pobre y se aflige al ver que su madre se va á
morir de rabia por tener á Febe en casa. Corre, por último, la voz de
que las autoridades consideran que la permanencia de Febe en la
población causa escándalo y mal ejemplo y que se proponen expulsarla.
Febe entonces dice para sí: pues me echaré yo antes de que me echen, y
se larga con un señor Septimio, que es muy rico y que se la lleva á
Roma.
Háganse ustedes cargo del furor de Apeles. Cae el telón.
Al empezar el tercer acto, han transcurrido unos cuarenta años. El alma
de Zoe ó de Febe, alma comodín que se adapta á todos los palos como la
espada y el basto en el tresillo, ha tenido ya tiempo de transmigrar y
se halla infundida en el cuerpo de una grave matrona, severa y llena de
virtudes, mujer legítima de Apeles. Pérsida es su nombre. Y Apeles y
Pérsida tienen una hija casadera, llamada Trifena, la cual está
enamorada y quiere casarse con un gallardo joven que sigue la religión
pagana. Reina Constantino y el cristianismo está triunfante. Apeles es
siempre gentil, pero Pérsida es fervorosa cristiana. Su hermano y los
amigos de su hermano son sacerdotes celosísimos que entusiasman al
pueblo y que llenan de remordimientos el alma de Pérsida, porque no
logra convertir á su marido ni se decide á separarse de él. Todo este
acto, que no estará, pero que parece compuesto en odio de la religión
cristiana, no se puede negar que tiene interés vivísimo y admirable
movimiento escénico.
La señora Estela Hohenfels, elegantísima, simpática y eminente actriz,
que representa el papel de Zoe, de Febe y de Pérsida, en el Teatro
Imperial de Viena, da al drama de Wilbrandt gran realce y poderoso
atractivo.
Todo se complica de un modo tremendo. El presbítero, hermano de Pérsida,
se ha apoderado de Trifena, no quiere que se case con un pagano y se
empeña en que se consagre en los altares y en que viva entre las
vírgenes del Señor. Trifena logra escapar y busca amparo entre los
brazos de su padre. Amotinado el pueblo cristiano y guiado por el clero
fanático, viene en busca de Trifena y quiere llevársela.
Pérsida tiene espantosa lucha en el fondo de su alma, donde combaten por
un lado el amor á su marido y por otro los más ardientes sentimientos
religiosos. Vencen éstos por último, y Apeles se ve abandonado de
Pérsida como lo fué de Febe. Ayudado, no obstante, por su yerno futuro,
por el padre de su yerno, y más que nada por su casi inmortalidad y por
su valor indomable, se abre camino por entre la muchedumbre furiosa, y
salva á su hija, abandonando la patria y buscando refugio entre los
persas. Así termina el tercer acto.
Al empezar el cuarto, han pasado ya bastantes años. Juliano el apóstata
está en el trono. Su mayor empeño es acabar con el cristianismo y
restablecer el culto de los dioses. Antes quiere que reverdezcan con más
vigor que nunca los laureles del imperio romano. Con poderoso ejército
ha ido contra Ctesifon, ha pasado el Tigris y ha alcanzado una gran
victoria sobre las huestes de Sapor, el Rey Sasanida.
Entre tanto, Apeles, que apenas envejece, vive en el desierto, en un
oasis, cerca de Palmira. Pérsida, Trifena y el marido de Trifena,
murieron tiempo há. Sólo acompañan á Apeles su consuegro y el nieto que
de Trifena ambos han tenido. Este nieto es ya un joven gallardo y
brioso, que se parece mucho á Zoe, á Febe y á su abuela Pérsida, y que
está representado lindamente por la señora Estela Hohenfels, la cual se
luce de veras en este drama, representando en cada acto un papel
distinto.
Apeles empieza ya á caer en la cuenta, cavila sobre la metempsícosis de
Pitágoras y de los indios, y sospecha que el alma de Zoe, de Febe y de
Pérsida, era la misma y que ahora está encarnada en su nieto.
Si he decir la verdad, esto me repugna más que nada. Pase porque el alma
trasmigre de cuerpo en cuerpo y cambie de condición, de creencias y de
carácter, según el cuerpo en que está y según el medio ambiente. Pero
que el alma cambie de sexo lo tengo por abominable. Dante y Petrarca
bramarían de cólera si topasen, en cualquiera vida ulterior, con Beatriz
y con Laura, convertidas en caballeritos, aunque fueran sus nietos.
Sea como sea, no nos detengamos en reflexiones y acabemos á escape.
El nieto de Apeles, que es un furibundo pagano, entra en una conjuración
para restablecer en Palmira la idolatría. Apeles sabe á tiempo su
propósito, y como no puede disuadirle de que vaya á la ciudad, le
acompaña.
En mala hora para los gentiles llega la noticia de la retirada
desastrosa del ejército romano y de la muerte del heróico emperador. Los
cristianos cobran entonces mayores bríos. En las calles y plazas de
Palmira se traba sangrienta y reñida batalla. Quedan en ella vencidos
los gentiles y muere el nieto de Apeles.
Este, que ha ido vagando por diversos climas y regiones sin poder morir,
llevando en la frente el signo de la vida, como Caín y el judío errante,
aparece de nuevo en Palmira, en el quinto y último acto. El genio de la
muerte, Pausanias, el que hace cesar todos los cuidados y dolores, le
había aparecido á Apeles en los momentos solemnes de los actos
anteriores, para arrebatarle las prendas más queridas. Pausanias sale
ahora de entre las ruinas. Apeles le pide la muerte, y Pausanias le dice
que él no puede morir. Todo muere ó ha muerto, sin embargo, en torno
suyo. Palmira está ya casi desierta. Los terremotos y las guerras han
derribado sus templos y sus palacios. Los bárbaros invaden por todas
partes el imperio y desbaratan ó arrollan las legiones de Roma. La
antigua civilización se hunde con el imperio.
Todavía hay en Palmira algunos gentiles que coronan de flores los
sepulcros, y que, en aquel día, que es la fiesta de Adonis, cantan el
himno de la muerte y de la resurrección, himno que Apeles ha cantado mil
veces y que su nieto cantó poco antes de morir:
«Así lo quiere el eterno Zeus: tú debes descender bajo la tierra
florida, y besar á la sombría Perséfone ¡oh hermoso Adonis! Al volver la
primavera, cuando corran murmurando las fuentes, tú, llorado ahora,
resucitarás alegre y besarás á la áurea Afrodite, ¡oh hermoso Adonis!»
La vida es un mal insufrible si no la interrumpe la muerte. Es menester
volver á ella bajo nuevas formas y en nuevos tiempos. No basta una vida,
por larga que sea, para alcanzar el complemento de nuestro ser. Es
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