A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 09

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lado á fin de impedir que violentamente se nos veje y se nos quiera
despojar de lo que poseemos, amenazándonos con una guerra injusta y
harto poco gloriosa para el que con ella nos amenaza, confiado en la
descomunal superioridad de sus fuerzas en hombres y en dinero.
Durante siglos España ha demostrado su valor, y bien puede ahora, sin
recelar que la acusen de pusilánime, llegar al último extremo de la
prudencia y de la cordura y pedir apoyo y favor contra un enemigo
reconocidamente más fuerte que ella y que trata de abusar de su fuerza.
Asimismo es muy humano y muy conveniente á la civilización evitar hasta
donde sea posible la efusión de sangre, los estragos, la paralización
del comercio y las grandes pérdidas de riqueza que una guerra trae
consigo. Nadie nos podría zaherir por esquivar esta guerra, dejando á
salvo nuestra independiente soberanía y conservando, sin acudir á las
armas y merced al apoyo de grandes potencias, la integridad de nuestro
territorio.
Enorme desventura sería si después de dar este paso nadie nos acudiese y
permaneciésemos tan aislados como estamos ahora. Para entonces es para
cuando conviene tener nuestra energía como contenida y represada y
hacer brioso alarde de ella con viril serenidad, arrostrando todos los
peligros, confiando en Dios y en nuestro derecho, y combatiendo solos
contra los Estados Unidos, aunque fuesen mil veces más poderosos de lo
que son, sin desesperar del triunfo, ó sin hacerle pagar muy caro al
menos.
Lo pasado ya no tiene remedio. De lo pasado no debiera hablarse si no
encerrara una lección y un escarmiento para el porvenir.
Menester es confesarlo. En el aislamiento de España hay de nuestra parte
no pequeña culpa. Cuantos gobiernos y cuantos partidos han estado en
España en el poder, desde hace muchos años, han propendido al
aislamiento, movidos por una prudencia mal entendida y por un concepto
equivocado y mezquino de la importancia y del valer de la nación cuyos
destinos dirigían. Deberes hay que España no puede desatender y hay
aspiraciones y propósitos que el alma de la nación no puede ahogar en su
centro, aunque se esfuerce por ahogarlos. Son los deberes la
conservación de las Antillas y de los archipiélagos que poseemos en el
Pacífico. Nuestras aspiraciones, providencial ó fatalmente impuestas por
nuestra misma historia, están en que nadie sin contar con nosotros
domine en Marruecos; en estrechar cada vez más nuestras relaciones con
los portugueses; y en conservar, ya que los lazos políticos están rotos,
la unidad de civilización, de idioma y de casta entre esta península y
las que fueron sus colonias y hoy son repúblicas independientes,
procurando y anhelando, con poco menos ahinco é interés que nuestra
prosperidad y auge los de las repúblicas hispano-americanas, hacia las
cuáles nos inclina un orgullo paternal que no quisiéramos ver abatido y
burlado.
Con tales propósitos y miras, el retraimiento de España es imposible: el
afán de sus gobernantes de no exponerla lanzándola en aventuras, la ha
expuesto más dejándola sola. Hasta nuestro desmesurado proteccionismo ha
contribuído á enajenarnos la voluntad ó á entibiar al menos el afecto
que pudieran sentir por nosotros algunas potencias de primer orden. No
nos ha valido para estímulo el ejemplo de otras naciones, que buscando
alianzas y aventurando algo han alcanzado bienes que parecían
inasequibles y como delirios de un ensueño. Así el Piamonte, vencido y
ruinosamente multado, después de Novara, ha venido á lograr lo que en
balde se pretendía desde hace siglos: la unidad de Italia, sólo
momentáneamente lograda bajo el cetro del rey bárbaro Teodorico.
Austria, para tener apoyo y alianza, se ha unido en estrecha amistad con
los dos pueblos que más la han agraviado: con los italianos, que han
conseguido arrebatarle el Milanesado y el Véneto, y con los prusianos,
que la vencieron y la despojaron de la hegemonía en Alemania. Francia
misma, desechando antiguas enemistades, busca con fina y constante
solicitud la amistad de los rusos y los lisonjea y los encomia, poniendo
de moda hasta las rarezas y excentricidades de sus escritores. Tal vez
España sea la única nación que por el afán de no comprometerse ha
esquivado toda amistad y se ha quedado sola. Si sigue así, si nadie
acude á sostenerla, escarmentará al verse en tan cruel abandono.
Por fortuna, aun sin contar con alianzas que no hemos buscado y con
simpatías que no hemos procurado crear ni fomentar, todavía nos queda
alguna esperanza de que las grandes potencias de Europa se pongan de
nuestro lado, vuelvan por nosotros y hagan respetar nuestro derecho.
Sería extraño que sufriese en silencio el presuntuoso descaro con que
los diputados y senadores _yankees_ se constituyen en tribunal del
humano linaje, en hierofantes de la filantropía y la cultura, reprobando
y anatematizando la conducta de una nación soberana en su gobierno
interior, sometiéndola á su fallo y tratando de imponerle castigos
infamantes, de desmembrarla á su antojo y de despojarla de parte de sus
bienes. Todavía es más odiosa y ridícula esta pretensión al notar que se
apoya en la necia doctrina de Monroe. ¿Qué significa racionalmente que
América ha de ser para los americanos? ¿Dónde están los americanos á
quienes América en todo caso pertenece? Los que han dejado vivos los
_yankees_ están acorralados como toros bravos en una dehesa ó como
jabalíes en un coto. Fuera de esto, América es y seguirá siendo, durante
muchos siglos, de los europeos. La religión, la ciencia, la cultura, los
idiomas en que se habla y se escribe, todo es allí de Europa. Si ha
habido allí algunos historiadores ilustres, algunos poetas inspirados,
y tal cual mediano pensador, en inglés, en portugués ó en español han
escrito; si algo han inventado, no ha sido lo bastante, ni para torcer
el rumbo, ni para acelerar el paso y aumentar el vigor y la firmeza con
que la humanidad sigue su marcha progresiva elevándose á superiores
esferas. Todo cuanto los _yankees_ han pensado, inventado ó escrito,
podrá ser un brillante apéndice; pero no es más que un apéndice de la
civilización inglesa. Será una cola muy lucida, pero no es más que la
cola. El núcleo, el foco, el centro luminoso, el primer móvil, cuanto
ilumina y mueve aún á la humanidad en su camino, está en Europa y no ha
pasado á América ni es de temer que pase. La antorcha del saber y de la
inteligencia, la férula del magisterio, el timón de la nave, el cetro de
la soberanía mental están en Europa desde hace tres mil años.
Ni los persas, ni los cartagineses, ni los árabes, ni los tártaros, ni
los turcos, lograron arrebatárnoslos en sus ingentes y tremendas
expansiones. Es, pues, cosa de risa el prurito de los _yankees_, su mal
disimulado deseo de arrebatárnoslos ahora. Y si no pretenden esto, si no
aspiran sino á un nuevo divorcio entre ambos hemisferios ¿qué significa
la doctrina de Monroe? Todavía en las Repúblicas hispano-americanas, si
la suerte les hubiera sido más favorable y si no estuvieran tan
abatidas, la doctrina de Monroe tendría explicación, tendría fundamento
justificado. Allí hay un elemento indígena: allí hay americanos de
verdad. Hasta de la mezcla de la sangre española con la sangre india,
se podría suponer que ha nacido y que se desenvolverá una raza distinta
y acaso superior á la europea. ¿Pero en los Estados Unidos hay algo más
que el suelo que sea americano? ¿Qué significa pues la manoseada frase
«para los americanos América?» ¿Con qué razón, con qué derecho, á no ser
por la fuerza cuando la tengan, tratarán los _yankees_ de echar de
América primero á España, y después á Inglaterra, á Francia, á Holanda y
á Dinamarca, que son tan americanas como los _yankees_ y han merecido y
merecen más aplauso y gratitud de América, porque la han colonizado,
civilizado y cristianizado, implantando en ella todo el saber, toda la
virtud y todos los gérmenes de poder y de grandeza de que los _yankees_
andan ahora tan orgullosos?
Al redactar este escrito me dejo llevar por un impulso involuntario,
reconociendo lo poco que importa mi protesta y lo débil que es este
alarde de patriotismo al lado de los que hacen y seguirán haciendo
muchos generosos y nobles españoles, como, por ejemplo, los que residen
en Méjico, y en la Península el sabio Obispo de Oviedo y el noble
Marqués de Comillas. Avergonzado por ellos de mi insignificancia, he
vacilado, durante algunos días, en dar á la estampa este escrito.
Igualmente me han hecho vacilar el respeto y el afecto que profeso aún á
la nación anglo-americana, á pesar de las injurias de que sus
representantes nos han colmado, porque yo no quisiera por ningún
estilo, al devolver á dichos representantes agravio por agravio, que
alguien imaginase que yo trataba de ofender á su nación aunque por ser
nosotros calumniados y engañada ella por vulgares prejuicios que han
difundido y difunden rastreros escritores, estuviésemos empeñados en una
lucha que no tiene razón de ser. Estos rastreros escritores se han
complacido en pintarnos á los ojos del vulgo de sus compatricios como
una nación de fanáticos y de malvados. Casi les hacen creer que tenemos
Inquisición todavía y que hemos asesinado jurídicamente, cuando la
tuvimos, centenares y centenares de hombres. Se han callado muy bien, ó
por mala fe ó por ignorancia, que en cualquiera de las naciones más
cultas y urbanas de Europa, y sin tener Inquisición, se han cometido más
crueldades, se han elevado más cadalsos, se han encendido más hogueras,
y ha hecho más víctimas que en España la superstición religiosa. En
Inglaterra, metrópoli de los Estados Unidos, cuentan autores ingleses
sobre treinta mil brujos y brujas ajusticiados; víctimas del fanatismo
han perecido allí reyes y reinas, y mártires tan gloriosos como Tomás
Moro.
Lutero, Calvino y Knox sólo pedían libertad religiosa cuando estaban en
minoría. En Escocia aún se quemaban brujas en el siglo pasado. Y en los
mismos Estados Unidos, sólo en Salem (Massachusetts), se han cometido
más atrocidades y asesinatos jurídicos, únicamente á causa de la
brujería, que por causa ó pretexto de religión cometió el Santo Oficio
en toda la América entonces española desde Texas y California hasta el
estrecho de Magallanes.
Yo no creo que los mulatos rebeldes y los negros cimarrones de Cuba
despierten profundas simpatías en el alma de los legisladores _yankees_,
ni que les den esperanza de que, declarados ya independientes, formen
una República superior á la de Haïti, y contribuyan más que nosotros al
progreso y al bienestar del linaje humano y al florecimiento y auge de
la agricultura, de la industria y del comercio. Para mí, pues, es
evidente que no por amor de ellos, sino por odio á nosotros, ambas
Asambleas de la Unión los protegen. Y este odio, que deploro, es el que
yo quisiera ver disipado. Tengo por innegable que en ningún corazón
español, á pesar de los ultrajes recibidos, existe tal odio. Sin él, y
sólo por necesidad, iremos á la pelea, si se nos acosa: si se nos pone,
como vulgarmente se dice, entre la espada y la pared. Doloroso será
entonces tener que pelear contra un pueblo, en quien no podemos menos de
admirar excelentes prendas y elevados impulsos, enteramente contrarios á
los que le exciten á esta injusta contienda.
Lo que yo admiro más en los Estados Unidos, hasta por el candor juvenil
y casi infantil del sentimiento, es su prurito de acometer portentosas y
difíciles empresas y de ver si logran sobrepujar en todo á los europeos.
Hay en Europa casas de siete pisos, pues los _yankees_ las construyen
de catorce; hay en Europa monumentos altísimos, pues los _yankees_ los
construyen cincuenta codos más altos; hay en Europa regios alcázares,
cuya base se extiende sobre centenares de metros cuadrados, pues los
_yankees_ harán que se extiendan sobre millares de metros cuadrados sus
alcázares republicanos. Todo en América ha de ser más alto y más grande
que en Europa. ¿No está, por consiguiente, en contradicción con este
empeño de superioridad; con el _Excelsior_, tan hermosamente cantado por
un poeta _yankee_ y tomado como lema y santo y seña de su nación, el
querer intimidar con amenazas y fieros á una nación que se cree débil,
para fomentar la rebelión de gente á quien no es posible que se estime y
para atropellar legítimos derechos? El mismo Presidente Cleveland y todo
el pueblo anglo-americano debieran protestar, sin que nadie abogase por
nosotros, contra los arrebatos violentos y ciegos de que se han dejado
llevar sus Cuerpos Colegisladores.
Hubo en los Estados Unidos, y hay aún, porque supongo que vive, un
cierto coronel Ingersoll que quiso, en su especialidad, como otros
compatriotas suyos, ir más allá que todos los europeos. Era su
especialidad un terrible aborrecimiento á Dios y un decidido empeño de
expulsarle del universo, á fin que libre del despotismo divino fuese más
dichoso el humano linaje. Para esta expulsión de Dios alegaba el coronel
la crueldad con que Dios castiga en el infierno á los pecadores. Decía
él que si su mujer, un tío suyo ó cualquiera de sus camaradas,
estuviese sufriendo las penas eternas, y él estuviese en el cielo, le
diría á Dios cuatro frescas y se iría también al infierno con su gente.
Pero á esto se me ocurre objetar: ¿no sería mejor y más prudente en vez
de pelearse con Dios, insultarle y llamarle tirano, creer que es bueno y
hasta que todo eso de las penas eternas puede ser una calumnia que le
han levantado á Dios en las Edades Tenebrosas, como el coronel Ingersoll
las llama? Pues aplíquese el cuento al caso presente, y en vez de querer
arrojarnos de Cuba y de insultarnos por lo crueles que somos,
reconózcase y confiésese que no hay tal crueldad de nuestra parte, sino
exagerada blandura con los mambises depredadores é incendiarios. Esto
sería lo razonable y lo justo: que el coronel Ingersoll dejase á Dios en
paz en el cielo y se contentase con poner las peras á cuarto á Moisés y
con demostrar que no supo tanta química y tanta geología como él sabe, y
que sus compatricios nos dejasen á nosotros en paz en Cuba, reconociendo
que la hemos de cuidar mejor que los insurrectos si llegan á ser
independientes, aunque no acertemos á hacer de Cuba el Paraíso que
harían de ella los _yankees_, más sabios que nosotros en artes mecánicas
y mejor iluminados y obsesos por los genios del comercio y de la
industria.
En suma, yo tengo cierta vaga esperanza, y pido fervorosamente al cielo
que se realice, de que las grandes potencias de Europa, que forman
tácita confederación para dirigir y ordenar la marcha civilizadora de
nuestra especie, no contemplen con indiferencia la atroz iniquidad de
que pretenden las Cámaras anglo-americanas hacernos blanco y objeto.
Hasta confío aún en que la masa del pueblo de la Unión vuelva en sí,
retroceda del camino por que quieren lanzarla, se llene de honrados
escrúpulos, y vea y note cuanto hay de cobarde, de ruín y alevoso, en
querer aprovecharse para humillarnos de nuestra verdadera ó aparente
postración y de los disturbios que nos abruman. Yo no me atrevo á creer
que ese pueblo, hoy en toda la lozanía, crecimiento y vigor de su
mocedad, pretenda lucirse haciendo el feo papel de sacudir la coz del
asno contra el león que juzga moribundo. Por todo esto, es tan posible
como deseable que el conflicto que se ha promovido no acabe por
estallar, con horroroso estrago, como bomba de dinamita, sino que se
quiebre y se desvanezca en el aire como ténue bola de jabón y de agua.
En vista de lo que queda expuesto, apenas es creíble que Inglaterra,
Francia y las demás naciones de Europa que en América tienen colonias se
crucen de brazos, y sólo por la culpa de que somos débiles, ó de que
consideran que somos débiles, dejen sin chistar y sin mostrar el menor
enojo que los Estados Unidos nos insulten, nos vejen y nos despojen.
Pongámonos, sin embargo, en lo peor. Demos ya por seguro que nadie acude
á nuestro lado y que sin freno que los contenga, los _yankees_ persisten
en sus exigencias y en su furia. Aun así, yo afirmo que debemos
pasarnos de modestos, de pacíficos y de prudentes. El límite de nuestro
sufrimiento debe ser el último límite. El Gobierno español, con paternal
cuidado y amoroso desvelo, debe evitar cuanto sea posible los crueles
sacrificios de vidas y de haciendas á que una guerra desigual nos
obligue; pero llegados ya al último límite, nos conviene entender que es
consejo y no precepto evangélico aquello de que: si te piden la capa da
también la túnica. No, no debemos dar ni túnica ni capa; no debemos
entregar á la codicia ó á la soberbia de los _yankees_ ni un palmo de
terreno en la isla de Cuba; ni debemos tampoco continuar pagándoles
tributos como por virtud de injustas y arbitrarias reclamaciones de
indemnización nos los han hecho pagar durante muchos años, humillándonos
al pagarlos. Antes de sufrir tanto oprobio y tan honda caída,
desvanecidas ya todas las esperanzas de paz honrosa, declaremos la
guerra á los Estados Unidos, hagámosla con valor, y aunque nuestro
triunfo definitivo parezca milagro, confiemos y creamos en que la era de
los milagros no pasó todavía.
¿Quién sabe si el sacudimiento terrible que tendrá que producir esta
guerra no será una crisis saludable que nos levante de la postración en
que estamos y nos coloque de nuevo entré las grandes naciones del mundo?
Unidos todos en un esfuerzo común, olvidaremos nuestras divisiones de
partidos, nuestras rencillas políticas y nuestros desventurados
regionalismos. No seremos republicanos, ni carlistas; canovistas, ni
sagastinos; pero seremos ministeriales todos; y no nos jactaremos de ser
aragoneses, catalanes, castellanos ó vascos, porque todos seremos
españoles.
Nuestro ejército, lejos de lamentar la guerra, se alegrará de que,
merced á la guerra, podrá luchar con alguien que dé la cara, que no sean
foragidos que huyen y se esconden, y en cuyo vencimiento se puede
alcanzar alguna gloria. Nuestros generales, por último, se alegrarán más
aún, porque tendrán ocasión de mostrar lo que valen, en vez de jugar al
escondite con enemigos que se ocultan y de sacrificar á sus soldados, no
por exponerlos á las balas de esos enemigos y á sus celadas y sorpresas,
sino por las inclemencias y las fiebres de un clima mortífero para
ellos.
Aunque soy optimista, aunque no pierdo nunca la esperanza, aunque creo
que ahora tienen los españoles el mismo gran ser que tuvieron á fines
del siglo XV y durante todo el siglo XVI, cuando fué el apogeo de su
gloria, si bien no temo la guerra, tampoco la deseo. No tienen la culpa
los ciudadanos de los Estados Unidos en general de la soberbia
disparatada, de la ignorancia y de la codicia de sus representantes y de
sus senadores. Y yo, sin poderlo remediar, no excluyo de mi amor por el
linaje humano al pueblo de los Estados Unidos, donde hubo y hay hombres
y cosas que me son simpáticos: elegantes é inspirados poetas como
Longfellow, Russel-Lowell y Whitier; algunos pensadores, si poco
originales, discretos é ingeniosos como Emerson, imitador de Tomás
Carlysle; varios historiadores, aunque poco profundos, amenos y
agradables de leer, salvo cuando tratan de sus propios asuntos, porque
entonces suelen ser más pesados que el plomo; varios divertidos
novelistas, y sobre todo, hombres de tan aguda inventiva que ya brillan
como Edison, empleando la electricidad en no pocos útiles y pasmosos
artificios, ya producen la máquina de coser, que siempre que la
contemplo me deja embobado. Yo admiro además la belleza, el talento y la
refinada cultura de las mujeres anglo-americanas, las cuales son la más
preciosa y segura garantía de que si se llevase á su práctica huraña la
doctrina de Monroe y se volviese á establecer el divorcio entre el
antiguo y el nuevo mundo, no volverían los habitadores del último á
andar vestidos de plumas y de pieles, á sacrificar seres humanos á los
ídolos y á comerse unos á otros. Yo admiro el salto del Niágara, la
riqueza y prosperidad de los Estados Unidos, la magnificencia y
esplendor de sus grandes ciudades, como Nueva York, Boston y Filadelfia;
la facilidad y comodidad con que por allí se viaja en ferrocarril, y lo
amables y hospitalarios que son los _yankees_ con los extranjeros cuando
el amor propio no los ciega y cuando no se les pone en la cabeza que los
extranjeros les son muy inferiores, porque entonces suelen ser harto
poco amorosos y son muy desprovistos de caridad. Díganlo si no los
pobres chinos, harto duramente zurrados porque trabajan por muy corto
salario. Para no cansar, lo que es yo, á pesar de los insultos que nos
han inferido, celebraría en el alma que nos reconciliásemos, nos
estimásemos en más, y acabásemos por querernos bien en vez de venir á
las manos.
Pero si esto no es decorosamente posible ¿qué le hemos de hacer? Pecho
al agua y adelante. No hay mal que por bien no venga. Casi estoy por
decir que de todos modos saldremos gananciosos. Si somos vencidos,
perderemos pronto á Cuba sin aburrirnos y cansarnos durante tres ó
cuatro años en perseguir á nuestros enemigos trashumantes, contra los
cuales, en vez de enviar soldados, debiéramos enviar perros y hurones. Y
si salimos vencedores, que todo es posible con el favor del cielo, donde
aún conserva y cuida Santiago su caballo blanco y sus armas, entonces se
corregirán muchísimo los _yankees_, porque se les bajará el orgullo que
es su mayor falta; y yo, aunque estoy abrumado por las enfermedades y
los años, me regocijaré al contemplar á los _yankees_ más apacibles y
benignos, menos duros é insolentes con nosotros, renegando de su
tontería de doctrina de Monroe, y alargándonos sin rencor y como Dios
manda la mano de amigos.
Entonces cantaría yo un magnífico _Te Deum_ allá en el fondo de mi alma,
y exclamaría remedando al viejo Simeón: _Nunc dimittis servum tuum
Domine, secundum verbum tuum in pace, quia viderunt oculi mei salutare
tuum_.
[Illustration]


QUEJAS DE LOS REBELDES DE CUBA

Don Rafael María Merchán es uno de los escritores de más saber y talento
que hay en el día en la América española. No he de negarle yo esta
alabanza, porque él sea tan descastado y tan acérrimo enemigo.
Años há, me envió un libro suyo titulado _Estudios críticos_. Yo le
celebré en mis _Cartas americanas_. Después creo que tuvimos cierta
polémica y que el Sr. Merchán escribió un folleto contra varias de mis
afirmaciones.
Desde entonces hasta hoy, ni yo he hablado al público del Sr. Merchán,
ni supongo que él ha hablado de mí; pero ni yo le he olvidado ni él me
ha olvidado tampoco. Para probarlo me acaba de hacer la fineza, que le
agradezco, de remitirme desde Bogotá, donde reside, la obra reciente, de
250 páginas, titulada: _Cuba. Justificación de su guerra de
independencia_.
La obra es curiosísima y tan llena de interés en la actualidad, que bien
merece se dé noticia de ella. Voy, pues, á hacerlo, si _El Liberal_,
hospitalaria y bondadosamente, inserta mi escrito en sus páginas de tan
popular y difundida lectura.
Tan enfurecido está el Sr. Merchán contra España y tan deseoso de
sacudir su yugo, que con tal de que sea libre Cuba, aplaude á los que
incendian sus sembrados y plantíos y arrasan sus cortijadas indefensas,
lamentando sólo que no hayan podido hasta ahora incendiar también sus
ciudades y convertir toda la isla en espantoso yermo. Para hacer
patentes la heroicidad, el primor y la conveniencia de tamaña
destrucción, aduce el Sr. Merchán multitud de ejemplos históricos, desde
Sagunto y Numancia hasta la fecha. Y para dar más vigor á su apología,
cita una octava de la _Lamentación de Byron_, de Núñez de Arce, donde el
poeta aconseja á los griegos que talen é incendien y lo conviertan todo
en ruinas con tal de libertarse de los turcos. Hay, sin embargo, una
distinción que hacer, y de no pequeña importancia. Los griegos iban
contra los turcos, gente de muy distinta raza, civilización y creencias
religiosas; y los griegos, cuya historia es gloriosísima y antigua, como
del pueblo iniciador de la cultura humana, creador del arte, de las
letras y de las ciencias de Europa, trataban de romper las cadenas con
que los humillaba otro pueblo, rudo y bárbaro, venido del Norte del
Asia, y de harto menos nobles historia y origen. ¿Qué tiene que ver
esto con los españoles y los cubanos, ya que los últimos, si no son
españoles ó negros, no son nada? En el porvenir podrán ser todo lo que
anhelen y sueñen: por el invencible amor á mi raza deseo yo que sus
sueños no sean absurdos, sino que se realicen; pero lo que es ahora, ó
no son nada, ó son españoles, ó son negros. Hay además otra notable
diferencia, que se apoya en el dicho vulgar de que cada uno hace de su
capa un sayo. Heróicos, sublimes, son el desprendimiento y el sacrificio
de los que destruyen su propia hacienda, como hicieron los numantinos;
pero cuando alguien destruye ó quema lo que no le pertenece ó se queda
con ello sin quemarlo ni destruirlo, no tiene traza de héroe, sino de
bandido.
Veamos ahora los argumentos de que se vale el Sr. Merchán y la multitud
de crímenes que atribuye á los españoles peninsulares para justificar y
aun glorificar á los rebeldes de Cuba y para calificar de
indispensables, de nobilísimas y de santas sus fechorías.
Hablaré primero de las acusaciones más generales y vagas que lanza
contra nosotros el señor Merchán, y pasaré luego á las más concretas.
Según él, todo español que va á América podrá conseguir cuanto desee,
menos una cosa: tener hijos españoles. Si fuese verdadera la afirmación,
que por dicha no lo es, toda la malquerencia, todo el odio y todo el
desdén que supone el Sr. Merchán que los españoles peninsulares tenemos
á los españoles criollos, estarían, hasta cierto punto, fundados. Don
Marcelino Menéndez y Pelayo hubiera podido entonces decir sin rencor,
hablando de América, en su obra titulada _Ciencia española, que la
ingratitud y la deslealtad son fruta propia de aquella tierra_. El mismo
Sr. Merchán da la prueba de tan aventurado aserto cuando asegura que no
hay español que pueda engendrar en América un hijo que no reniegue de su
casta y que no se rebele contra la nación á que pertenece. Por dicha el
Sr. Merchán se equivoca, y también se equivocó el señor Menéndez y
Pelayo, y yo lo reconozco, aunque disculpo la última equivocación,
enmendada ya. El Sr. Menéndez incurrió en ella siendo muy joven é
inexperto todavía.
Por parte de los españoles peninsulares no hay odio, ni desdén, ni
sombra de enojo contra los hispano-americanos. Ni uno solo de los casos
que aduce el Sr. Merchán tienen el menor valor.
Don Antonio de Trueba, al apellidar á Bolívar _El Libertador_, dice:
Nombre que uso por cuenta ajena y no en manera alguna por la propia. Y
yo afirmo que, sin desdén ni odio, el Sr. Trueba hizo muy bien en no
llamar por su cuenta _Libertador_ á Bolívar. Los españoles peninsulares,
sin menospreciarnos ni ofendernos, podremos llamar á Bolívar gran
capitán, héroe, eminente político, ilustre y valeroso personaje; en
suma, todo lo que se quiera menos _Libertador_, porque esto sería
confesar y creer lo que no creemos; que nosotros somos unos tiranos
inícuos de quienes conviene libertarse.
La señora doña Soledad Acosta de Samper fué en España tan obsequiada y
celebrada como ella se merece; pero, no contenta con esto, todavía se
queja (en su _Viaje á España_) de que no pongamos por las nubes á
Bolívar, y de que no nos entusiasmemos con él. Pues si Bolívar nos
venció, ¿cómo quiere la señora doña Soledad que nos entusiasmemos? ¿No
hay hasta crueldad en exigirnos semejante entusiasmo y abnegación tan
dolorosa? Fuera de esta cruda mortificación de amor propio que el Sr.
Merchán y la señora doña Soledad Acosta pretenden imponernos para probar
que los amamos, yo aseguro que siempre hemos dado á los
hispano-americanos las mayores pruebas de estimación y de cariño. Y esto
desde los tiempos más antiguos hasta el día de hoy. Americano era
Alarcón, y no hay español que no le cuente entre nuestros grandes y
gloriosos poetas dramáticos; casi, y tal vez sin casi, al nivel de Lope,
de Calderón y de Tirso. Americana era doña Gertrudis Gómez de
Avellaneda, y figura en España como la primera de nuestras poetisas
líricas desde que empezó á escribirse en lengua española hasta el día. Y
la poetisa que la sigue, y que tendríamos por la primera, si la
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