A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 17

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dichosas? Esto es lo que yo niego. Puedo ver y veo nuestra decadencia;
puedo recelar y prever nuestra ruina; pero no creo llano y fácil
explicar la causa. Fuera de España, en América y en Europa, hasta donde
yo he podido experimentar, no he visto que la gente del pueblo sea menos
torpe, ni menos floja, ni menos ruda que en España. Y en cuanto á los
sujetos eminentes, directores y gobernadores de los Estados, ya me
guardaré yo muy bien de decir lo que dijo cierto lord inglés cuando
envió á viajar á su hijo: anda, hijo mío, y pásmate al ver qué casta de
hombres gobiernan el mundo. Yo disto mucho de ser tan severo como el
citado lord (Chesterfield, si la memoria no me engaña); pero no he
tropezado en ninguna de las capitales y cortes que he recorrido, y he de
declararlo aquí aunque sean odiosas las comparaciones, con ministros,
jefes de partido, gobernadores y hombres de Estado, cuya grandeza haya
transformado en mi imaginación á los de España en unos pobrecitos
pigmeos. Confieso que no he conocido á Cavour ni á Bismarck, que son los
que, en estos últimos sesenta años, han hecho más grandes cosas; pero he
conocido á muy ilustres varones, dirigiendo la política de florecientes
Imperios, Repúblicas y Monarquías, y, acaso por falta de sonda mental,
no he sondeado el abismo que los separa de nuestros infortunados
corifeos políticos, abismo en cuyas por mí inexplicadas honduras han de
residir la agudeza, el tino y la sabiduría que hacen que todo les salga
bien, mientras que todo por aquí nos sale mal por carecer de esas
prendas.
Me induce á sospechar cuanto dejo expuesto que no siempre la postración
ó el encumbramiento de las naciones depende del valor del conjunto de
sus ciudadanos y del mérito extraordinario de los hombres que las
dirigen. Por mucho entran el valor y el mérito; pero hay otro factor
importante, y es la fortuna. Bien sé que no hay fortuna para Dios: todo
está previsto y ordenado por Él; mas para los hombres, ¿cómo negar que
hay fortuna? ¿Quién prevé todos los casos adversos y prósperos? Y aunque
se prevean, aunque se señale en un cuadro del porvenir el curso que han
de llevar los sucesos, ¿depende por completo de la voluntad humana el
variar ese curso? Imaginemos el político más maravillosamente previsor,
y todavía podrá ser como el astrónomo que anuncia la aparición de un
cometa y no le detiene, que anuncia un eclipse y no le evita; ó como el
médico que pronostica los estragos de una tisis galopante y la próxima
muerte del enfermo y no sabe curarle.
Yo doy, pues, por seguro que así en el encumbramiento y prosperidad de
los pueblos como en su decadencia y ruina, si entra por algo el mérito y
el valer, entra por algo ó por mucho también lo que llama acaso la gente
irreflexiva, lo que atribuye la gente piadosa á la voluntad del Altísimo
ó lo que ciertos impíos y sutiles metafísicos sostienen que depende del
orden inalterable en que los casos se suceden ó del encadenamiento y
evolución de la idea en la historia humana.
Como quiera que ello sea, hay venturas y desventuras, triunfos y
reveses, hundimientos y exaltaciones que no provienen del mérito de los
individuos ó de los pueblos, sino que están por cima de las voluntades y
de los entendimientos humanos.
Y afirmándolo así, yo me pregunto: ¿qué es lo que conviene más, entender
que las causas de nuestros males no son sólo por nuestra culpa ó
entender que estamos mal porque somos incapaces y porque no valemos lo
que nuestros padres ó lo que nuestros abuelos valían? Lo que es yo,
desde luego me inclino á que es más útil entender lo primero. En ninguno
de los dos casos, yo, como optimista, veo el mal sin remedio. Una
nación, lo mismo que un individuo, aunque esté decaída y degradada,
puede corregirse, hacer penitencia, sufrir la dura disciplina del
infortunio, regenerarse al cabo y volver á ser grande; pero esta
transformación dichosa será muy lenta y tardía. Habrá que cambiar para
ello el ser de todos los ciudadanos y el de la República; pero, si el
mal proviene de las circunstancias, las circunstancias pueden cambiar
porque Dios ó el destino quiere que cambien, y la transformación
entonces será rápida é inesperada. Para mí, por ejemplo, es evidente que
los españoles de los últimos años del reinado de Enrique IV de Castilla
no eran peores, tal vez eran los mismos los que tenían disuelto y
estragado todo el país, que los que en tiempos de los Reyes Católicos
conquistaron el reino de Granada, descubrieron un Nuevo Mundo, arrojaron
de Italia á los franceses y lograron dar á su patria el primado ó la
hegemonía entre todas las naciones de Europa.
Lo importante, pues, es que no perdamos la confianza y el aprecio de
nosotros mismos. Bueno es renegar y rabiar y acusarnos unos á otros de
incapaces, probando así que no estamos resignados ni echados en el
surco; pero mejor es no creer que la incapacidad y el rebajamiento son
generales y única causa de nuestra ruina. Si creyésemos esto estaría
perdido todo; pero si creemos, como yo creo y quiero creer, que los
españoles de ahora están forjados del mismo metal y tienen el mismo
temple de que fueron forjados y que tuvieron el Cid, el Gran Capitán, el
duque de Alba, Cortés y Pizarro, no hay nada perdido.
Y como para mí es evidente que nuestros poetas, artistas, oradores y
escritores del día no desmerecen de los que tuvimos en otras edades ni
tampoco están por bajo del nivel de los que florecen hoy en las otras
naciones del mundo; y como para mí también es evidente, diga lo que diga
el Sr. Froude, que, á pesar de tantas revoluciones estériles, la tierra
de España no está más seca ni desolada que en tiempo de los Reyes
Católicos ó del emperador Carlos V; doy por seguro que ni los políticos
ni los adalides dichosos han de faltarnos, y que si no perdemos la
confianza y la esperanza, ha de pasar pronto la mala hora y ha de sernos
al cabo propicia la fortuna, con tal de que no la neguemos echándonos
toda la culpa, y con tal de que no se lo atribuyamos todo para
disculparnos ó para cruzarnos de brazos.
[Illustration]


FE EN LA PATRIA

Mi padre y multitud de parientes mios por todos los cuatro costados han
servido desde muy antiguo en la Marina española. Renegaría yo de mi
casta si denigrase á los marinos. Pero con todo eso declaro que me
sublevan y enojan los que pretenden poner á los marinos y á los
militares de tierra por cima de toda censura de los paisanos, fundándose
en que ignoramos sus artes. Razón tuvo Apeles de desdeñar el juicio del
menestral, diciéndole: _zapatero á tus zapatos_; pero el zapatero no
podía en cambio recusar á Apeles como juez de su calzado, ya que Apeles,
si no sabía hacerle, tenía que pagarle, gastarle y andar con él
cómodamente. Quiero decir con esto que, en todo caso, el artista y el
poeta podrían rebelarse contra la censura. Con no mirar sus cuadros ó
con no oir ó leer sus versos se remedia todo el mal que causan. No
sucede lo mismo con aquellas profesiones de las que depende la grandeza
ó la ruina de los Estados, la vida de muchos hombres y la hacienda de
todos, desde el gran capitalista, al que tiene que vivir de un salario
mezquino.
De aquí que la censura que cae sobre el militar y el marino sea lícita,
natural é inevitable. Y como á veces estimula, hasta conviene, si no es
muy disparatada, dura y descompuesta. Arquímedes sabía mucho y era muy
ingenioso. Si le hubiesen dado palanca y punto de apoyo hubiera movido
al mundo. Y sin embargo, si cuando inventaba mil artificios pasmosos
para defender á Siracusa se hubieran burlado de él los periodistas de
entonces, diciéndole mil cuchufletas y poniéndole en caricatura, aquel
varón tan sabio se hubiera atolondrado, se hubiera hecho un lío y no
hubiera dado pie con bola dudando él mismo del resultado de su ciencia;
resultado que, por virtud de previas disposiciones y á pesar de temores
y dudas, hubiera al fin naturalmente sobrevenido. Así, el fruto del
árbol que se cultiva con esmero, cuando llega á su madurez y no le coge
la tímida diestra del hortelano, cae en la tierra por virtud de su
propio peso. Así también se puede explicar que el crucero _Princesa de
Asturias_ se botase al agua no bien la ocasión fué propicia. Si no
hubiese estado bien construído ó bien puesto sobre la grada ó sobre lo
que conviene que se ponga, de fijo que no se hubiera lanzado al mar, tan
gallarda y primorosamente.
Las comparaciones para ser exactas y luminosas, han de entenderse bien.
Racionalmente considerado el asunto, la flauta no sonó por casualidad.
Si no hubiera estado hábilmente hecha no hubieran logrado hacerla sonar
los resoplidos más poderosos.
La verdad es que por lo que más pecamos ahora los españoles todos, es
por el menosprecio de nosotros mismos, por una humildad que nos deprime,
y por una exagerada admiración de lo extranjero. Nos parecemos al que
oyó decir á un inglés que en cierto salón algo obscuro de la Alhambra
convendría que hubiese una claraboya; y para imitar al inglés, pidió
también una claraboya para el palacio de Carlos V, que nunca tuvo techo.
O bien nos parecemos á aquel caballero de Nápoles que sostenía que si la
Gruta _azul_ estuviese en Francia le habrían abierto grandísima entrada,
sin pensar que con mayor abertura hubiera desaparecido todo el
maravilloso encanto de la gruta, casi únicamente iluminada por los rayos
del sol que surgen refractados del seno azul del mar diáfano.
Mucho depende de la aptitud de los hombres; pero mucho depende también
de la buena ó mala ventura. No atribuyamos todo lo próspero á la
habilidad. En las victorias de Alejandro y de César la ventura hubo de
entrar por algo. Suponer que entró por todo sería ruín envidia. De ella
pudiéramos acusar á Felipe II, si dijo como se cuenta al saber la
victoria de Lepanto, _mucho ha aventurado D. Juan_: pero la magnanimidad
del mismo monarca se manifiesta cuando atribuye á los elementos
desencadenados, y no al poder de sus enemigos ni á la torpeza de sus
generales, la pérdida de la Armada invencible. Los cartagineses solían
maltratar y hasta crucificar á sus generales cuando no vencían.
Preferible es el aliento generoso del Senado de Roma que da gracias al
Cónsul Varrón por que después de Cannas no desespera de la salud de la
patria.
Menester es tener confianza en nosotros mismos. Entonces vencerán en
tierra los militares y en el mar harán maravillas nuestros marinos. De
su arrojo siempre han dado y siguen dando pruebas, y no sería justo
creer que por el entendimiento y la inspiración estén por bajo de los
hombres de otros países. Creer esto equivaldría á creer que en nuestro
país ha degenerado la especie humana, porque no ha de suponerse que
tengan los uniformes la deplorable virtud de entorpecer y de incapacitar
á quienes los visten.
Tengamos confianza y el cielo nos será propicio. Sin los rezos de Moisés
y sin los milagros que por su intercesión hizo Dios, Josué no hubiera
vencido; la profetisa Débora no hubiera entonado su himno triunfal, si
las inteligencias que mueven los astros no hubieran bajado á combatir en
favor de su pueblo; en mil batallas han tomado parte los dioses del
Olimpo para favorecer á los hijos de Grecia; y los Dióscuros abandonando
el refulgente alcázar que tienen en el cielo, y donde hospedan al sol en
los más hermosos días de cada año, han peleado en solemnes ocasiones por
la grandeza de Roma. Todo ello entendido á la letra, podrá ser ilusión ó
sueño vano; pero, como figura, expresa enérgicamente la virtud
taumatúrgica de la fe que tienen los hombres en el genio superior y en
los altos destinos del pueblo á que pertenecen: fe dominadora de los
númenes, que los evoca, los atrae y se los gana para aliados y para
amigos. Así nosotros, en mejores días, cuando tuvimos mayor fe en lo que
valemos, trajimos del cielo á Santiago y, montado en un caballo blanco,
le hicimos matar moros é indios, cosa harto ajena de su profesión y
ejercicio durante su vida mortal.
Si nos obstinamos y persistimos en nuestra humildad, en recelar que
hemos degenerado y que no somos ya lo que fuimos, ni Santiago ni nadie
acudirá á socorrernos y jamás conseguiremos la victoria. Desde que Tubal
vino á España, desde que en España reinaron los Geriones hasta el día de
hoy, no hemos tenido un general que haya reunido bajo su mando 200.000
combatientes. Y todavía en nuestro siglo, á pesar de tanta prosperidad,
industria y riqueza no ha habido nación alguna, por rica y grande que
sea, que envíe por mar á regiones remotas ejército tan numeroso como el
que hemos enviado á Cuba. Pero si nos empeñamos en creer punto menos que
invencibles á los mulatos y negros insurrectos y en que se acabó ya la
sustancia de que en España se forjaron en otras edades los ilustres
guerreros, ni el Gran Capitán que resucitase y fuese por allí atinaría
con una inspiración dichosa, ni haría algo de provecho, mientras que con
fe tal vez bastaría un clérigo como el licenciado Pedro Lagasca, ya que
no se puede suponer que ni Maceo ni Máximo Gómez valgan más que Gonzalo
Pizarro.
De estas incoherentes cavilaciones infiero yo que si nuestro triunfo se
retardase demasiado, así en el mar del Sur como en el golfo de Méjico,
culpa sería de nuestra falta de fe, que seguiría enajenándonos la
protección del cielo: pero que si como es de esperar vencemos pronto,
sin duda que al cielo, ó á la suerte para el que no crea en su influjo,
deberemos el triunfo en primer lugar; pero también le deberemos al valor
de nuestro ejército de mar y tierra y á la habilidad é inspiración de
sus jefes. Y aunque esto último, aunque la habilidad y la inspiración se
negasen, siempre quedarían como factores de la victoria, sobre el valor
de soldados y marinos, el sufrimiento y la constancia de la nación, que
al enviarlos sacrifica heróicamente y murmurando harto poco su sangre y
su dinero.
[Illustration]


LA PAZ DESEADA

Grandísimo mi deseo de complacer á mi amigo D. Miguel Moya, escribiendo
algo sobre la Nochebuena y la guerra de Cuba para un número
extraordinario de _El Liberal_; pero mientras más cavilo, menos cosas se
me ocurren. Sólo acuden á mi memoria y pronuncian mis labios las
hermosas palabras que en boca de los ángeles oyeron los pastores:
_Gloria á Dios en las alturas y paz en la tierra á los hombres de buena
voluntad_. Paz anhelamos todos, y ahora que la Nochebuena se aproxima,
debemos repetir la exclamación angélica, pidiendo paz al cielo. Y no
sólo porque con la guerra exponemos á las enfermedades y á la muerte á
lo más lozano de la juventud española y nos exponemos nosotros á la
miseria, sino también porque con la duración de la guerra, á par de la
vida de muchos de nuestros hermanos, y á par del dinero y hasta de la
esperanza de ganarle que vamos perdiendo, es de recelar que perdamos
también la paciencia, el juicio y el corto ingenio que Dios haya tenido
la bondad de darnos.
Aun prescindiendo de todos los enormes males que la guerra trae consigo,
sólo porque no se volviese á hablar de tan trillado, sobado y fastidioso
asunto, debiéramos rezar para impetrar del Altísimo que la guerra
terminase, aunque fuera por virtud de un milagro, como el de la botadura
del _Princesa de Asturias_.
En suma; yo no sé ya qué decir sobre la guerra, y lo que es sobre la
Nochebuena, con decir _gloria á Dios en las alturas y paz en la tierra á
los hombres de buena voluntad_, está dicho todo. Pero esto no es cuento,
ni artículo, ni composición poética inédita, y por consiguiente, si no
digo más, me quedaré con el disgusto de no complacer al Sr. D. Miguel
Moya.
Sólo veo un medio de salir de mi apuro: referir aquí con brevedad y
tino, si soy capaz de tanto, la discusión que acaban de tener en mi casa
dos señores que han venido á visitarme, y por dicha se han hallado
juntos en ella. Es el uno, D. Valentín León y Bravo, capitán de
caballería retirado, y el otro, el hábil diplomático D. Prudencio
Medrano y Cordero, retirado también, ó dígase jubilado. Ambos desean la
paz con el mismo fervor que yo; pero la buscan por muy diverso camino.
Suponen cada uno de ellos que, si se hubiera seguido el que él traza, ya
gozaríamos de la paz en esta Nochebuena, y así nosotros en la Península,
como nuestro valiente ejército en Cuba, la celebraríamos
regocijadamente, después de haber oído la Misa del Gallo, con
suculentas cenas, en que consumiríamos multitud de pavos, que desde su
patria de origen, y no menor, multitud de jamones, que desde Chicago y
desde otros lugares de la Unión, donde abundan los cerdos, nos enviarían
de presente Cullon, Morgan, Sherman y algunos senadores más.
Baste de introducción y empiece el diálogo. El arrogante D. Valentín
habló primero y dijo:
--Vamos, hombre; confiese usted que no hemos debido sufrir tantas
ofensas y amenazas de intervenir con las armas en nuestras discordias
civiles; jactanciosa seguridad de acogotarnos en un dos por tres,
derrotando nuestro ejército y echando á pique nuestra flota; y envío
incesante de aplausos á los insurrectos, de insultos feroces á los
leales, y de armas, municiones, dinero, víveres y toda clase de auxilios
á los que devastan, incendian, saquean y destruyen la riqueza de Cuba,
para pedirnos luego indemnización por los mismos estragos y ruinas, que
sin el favor de los _yankees_ jamás se hubieran causado. Crea usted, que
lo que hubiera convenido y lo que todo esto hubiera merecido, es que
nosotros hubiéramos imitado á Agatocles.
--¿Y quién fué ese caballero?--preguntó don Prudencio.
--Pues Agatocles--contestó D. Valentín--fué un célebre tirano de
Siracusa, con quien se condujeron los cartagineses sobre poco más ó
menos, como los _yankees_ con nosotros. Pero Agatocles se hartó de
sufrirlos, embarcó 5.000 soldados en unas cuantas naves, cruzó el mar
con ellos burlando la vigilancia de la poderosa escuadra enemiga, y
desembarcó en el territorio de la gran República: para verse obligado á
vencer ó á morir, destruyó los barcos en que había venido, como hicieron
más tarde el renegado cordobés Abu Hafaz en Creta, los catalanes en
Galípoli y Hernán Cortés en México; entró á saco en muchas ciudades
púnicas, y aun estuvo á punto de apoderarse de la capital. ¿Por qué no
habíamos de haber nosotros declarado la guerra á los _yankees_, pasado
en un periquete con más de 100.000 combatientes desde Cuba á la tierra
de ellos y quizás llegado hasta el Capitolio de Washington, arrojando de
allí á culatazos á los senadores y yendo luego, por la _avenida_ de
Pensylvania, hasta donde está el Palacio del Tesoro todo lleno de dinero
y apuntalado para que no se hunda, aliviarle de aquel peso, y plantarnos
por último en la Casa Blanca, que está á tres pasos de allí, y hacer á
Cleveland cautivo?
--Todo eso--replicó D. Prudencio--me parecería muy bien si para dejarme
frío no acudiese á mi mente esta frase proverbial: tú que no puedes,
llévame á cuestas. No bastan doscientos mil soldados para acorralar y
domar á los mulatos y negros cimarrones, y sueña usted con que basten
cien mil para llegar al Capitolio de la Gran República. Créame usted: lo
digo con gran dolor, pero es menester decirlo; _consumatun est_.
Menester es que nos resignemos y nos achiquemos. Cuba no nos ha
producido nunca una peseta. Cada una de las que ha podido traerse de
allí algún empleado poco limpio, nos ha costado mil pesetas al conjunto
de los demás peninsulares y nos cuesta además y nos costará muchas
lágrimas. ¿Qué mejor venganza podemos tomar de los cubanos rebeldes que
concederles la libertad por que combaten? Una vez Cuba libre, Cuba se
volvería _merienda de negros_.
--Pues para que no se vuelva _merienda de negros_ debemos seguir
combatiendo en la Grande Antilla--dijo entonces D. Valentín.--Los
cubanos, ni con mucho, son todos rebeldes, y tenemos el deber de
defenderlos de los foragidos y de salvarlos de la rapacidad y de la
insolencia tiránica de los aventureros que quieren apoderarse de la
isla. Contra estos aventureros y aun contra todo el poder de los
_yankees_ que los protegen debemos luchar, ya que es inevitable la
lucha.
--Confieso--dijo entonces D. Prudencio--que me hace bastante fuerza eso
de que no debemos abandonar á los cubanos fieles y pacíficos. Por eso
vacilo yo. Si no fuera por eso no vacilaría en afirmar que para que
hubiésemos tenido paz en la Nochebuena, que se acerca á grandes pasos,
hubiéramos debido, en vez de imitar las locuras del Sr. Agatocles, hacer
lo que yo me sé.
--¿Y qué es lo que usted se sabe? ¿Acaso plantear las reformas ya
votadas, concederlas mayores aún y hasta llegar á la autonomía para que
depusiesen las armas los insurrectos? ¿No vé usted que ellos achacarían
á debilidad actos tan generosos, se ensoberbecerían más, pedirían
independencia ó muerte, y antes que darse á nosotros se darían al
diablo?
--Pues dáos al diablo, les diría yo--contestó D. Prudencio.--Lo que es
por mí ya serían independientes con una condición: con la condición de
que cargasen con el pago de la deuda de Cuba. Aunque se elevase á
cuatrocientos millones de pesos fuertes, todavía sería muchísimo menos
de lo que Cuba nos ha costado en los cuatrocientos años que la hemos
poseído, sin duda por nuestra desgracia, pero también por nuestra
gloria, como monumento y espléndido recuerdo del hecho más brillante y
transcendental de nuestra historia y aun de la historia de todo el
linaje humano.
--También digo yo--exclamó D. Valentín--lo mismo que decía usted hace
poco cuando me oyó hablar de la imitación de Agatocles: _todo eso me
parecería muy bien si para dejarme frío no acudiese á mi mente esta
frase proverbial: tú que no puedes, llévame á cuestas_. ¿Cómo quiere
usted que paguen nada los cubanos libres? Lo menos durante dos siglos,
sobrevendría allí con la libertad la más estupenda anarquía. Aquello
sería el Puerto de Arrebatacapas.
La isla libre no valdría por lo pronto ni produciría un ochavo. Mal
andamos nosotros de dinero, pero todavía los acreedores se fiarían más
de nosotros. Yo doy por cierto que si Cuba se comprometiese á pagar, los
acreedores no aceptarían la sustitución y exigirían que España les
pagase.
--Eso tiene remedio--dijo D. Prudencio.--Mal hemos hecho con no haber
contraído alianza ninguna, con estar aislados y sin apoyo entre las
grandes potencias europeas; pero esto no mitiga la acusación de egoísmo
y hasta de imprevisora flaqueza que podemos lanzar contra ellas,
viéndolas inertes y tranquilas sufrir que los Estados Unidos, sin razón
y sin derecho, nos traten como nos tratan, fiados en su poder y en su
riqueza é imaginándonos débiles, pobres y solos. Como quiera que sea,
repito que el mal tiene remedio. Yo se le daría con mi grande habilidad
diplomática, si no estuviese ya jubilado: conseguiría que los Estados
Unidos, tan filantrópicos y tan fervorosos amantes de la libertad de
Cuba, garantizasen el pago de su deuda, y aun la pagasen, mientras Cuba
no pudiese pagarla. Hasta sería esto poderoso estímulo para que ellos
procurasen y aun lograsen la prosperidad de Cuba, con la cual crecería
la fama póstuma de Antonio Maceo hasta la altura de la de Jorge
Washington y de la de Simón Bolívar. Todo depende del éxito final del
nuevo Estado que se funda.
Cuando se cansaron de hablar mis dos visitantes, me preguntaron mi
parecer. Yo, con todas las perífrases cultas que me inspiró la cortesía,
les dí á entender que los pareceres de ellos se me antojaban igualmente
disparatados y que era menester buscar un término medio.
--¿Y quién le busca?--dijeron ambos.
--Todos--contesté yo--pero nadie le ha encontrado todavía. Esperemos que
Dios, con su infinita bondad y misericordia, suscite pronto en Cuba un
caudillo, sea quien sea, que logre estar no menos acertado como general
en jefe, que Cirujeda como comandante, y todo terminará pronto y bien,
sin imitar á Agatocles, y sin imitar tampoco al cura de Gavia. Cuando
veamos aparecer este caudillo, no habrá viejo en toda España que no haga
el papel de Simeón y que no le remede diciendo: _Nunc dimittis servum
tuum Domine, secundum verbum tuum in pace, quia viderunt oculi mei
salutare tuum_: pero ni los viejos podremos hacer el papel de Simeones
en la próxima Nochebuena, ni los mozos podrán gozar de la paz deseada.
Contentémonos con la esperanza de tener esta paz en la Nochebuena de
1897.
[Illustration]


LA MEDIACIÓN DE LOS ESTADOS UNIDOS

Voy á decir mi humilde parecer sobre el importante asunto de que _El
Liberal_ trata hoy, y voy á decirle con sinceridad, con llaneza y hasta
con cierto candor, que la generalidad de las gentes considerará poco
diplomático: pero mi diplomacia pasó ya, y agua pasada no mueve molino.
Cuba, en mi sentir, nada nos ha valido en los cuatrocientos años que
hace desde que nos apoderamos de ella. Las riquezas que algunos
españoles traen ó pueden traer desde allí á nuestra Península, no
aumentan más nuestro caudal que las alhajas y juguetes que hallan en un
balcón los niños aumentan el caudal del honrado padre de familia que los
puso allí de antemano el día de Reyes para que sus niños los tomen, ó
que las liebres y perdices, que caza alguien en un coto, aumentan el
caudal del propietario del coto, que para llevar y sustentar allí dichas
liebres y dichas perdices, ha gastado mil y mil veces más de lo que
ellas valen.
Económicamente, pues, nada nos vale nuestro dominio en Cuba.
¿Es cuestión de honra conservarla? Frase es ésta llena de pompa y de
peligro, que sería mejor no emplear.
Claro está que nos convendría y nos agradaría que el Dios Término de
España no hubiera retrocedido y no retrocediese nunca. Pero si las leyes
providenciales ó fatales, por cuya virtud se ordenan los acontecimientos
humanos, hacen que el Dios Término retroceda, no por eso España ha de
creer menoscabada su honra. Antes pudiera salir del mal el bien, y
acrecentarse la honra de España, si, por ejemplo, las dieciséis ó
diecisiete Repúblicas que han nacido de su seno, llegasen á estar
florecientes y poderosas.
¿Es cuestión de integridad de nuestro territorio? También sobre esto hay
mucho que decir y no poco que distinguir. Harto menguada estaría ya
dicha integridad, si la hubieran constituído lo mejor del continente
americano, la Sicilia, la Cerdeña, el Portugal con todas sus posesiones,
y tantos otros Estados, provincias y países como nos han pertenecido y
ya no nos pertenecen.
Infiero yo de aquí que nuestro dominio en Cuba no es cuestión de
utilidad, ni de honra, ni de integridad de la Patria.
¿Pero significa esto que sea poco importante la conservación de Cuba?
Tan lejos estoy de pensarlo, que creo dicha conservación
importantísima. El que la conservemos es para nosotros cuestión de
categoría, de elevación, de rango entre las naciones de Europa. Es
también cuestión de decoro nobiliario. Cuba, dominada por España, parece
como título, custodiado en nuestro poder, de que descubrimos y
civilizamos el Nuevo Mundo.
Por esto, todo buen español debe considerar como gran desventura la
pérdida para nosotros de aquella hermosa isla. Por esto, con general
aplauso y excitación de toda España, han ido á Cuba 200.000 soldados.
Por esto la nación se desprende de sus bienes, gasta su dinero, se
empeña, y arrostra con resignación valerosa la pobreza, á fin de
mantener en Cuba á esos soldados, y por medio de ellos su indiscutible
soberanía.
Por desgracia, los que contra ella se rebelan, lejos de dar la cara,
huyen y se esconden, prolongando así indefinidamente la guerra, los
gastos y los sacrificios, y haciendo morir, mil veces más que en los
combates, por las enfermedades, la flor de nuestra juventud generosa.
Yo no discuto aquí si es ó no posible, á menos de un milagro, de una
ventura casual ó de una inspiración dichosa, acorralar á los rebeldes,
vencerlos y darles pronto el merecido castigo. Tal vez sea esto
dificilísimo.
Sabido es lo mucho que dura este linaje de guerras. Catorce años duró la
de Viriato. Y sin buscar ejemplo tan ilustre, el rey absoluto de España
tuvo que tratar de potencia á potencia con el Tempranillo, con los
Botijas y con otros bandoleros, porque no pudo vencerlos con las armas.
Como quiera que sea, la situación en Cuba del general en jefe es harto
penosa. El pueblo que permanece allí fiel á la Madre Patria y el
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