A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 15

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Murguía, en el número del 15 del corriente de _La Voz de Galicia_,
periódico de la Coruña, ha insertado contra mí un apasionado escrito en
defensa de las letras gallegas, que supone que yo menosprecio.
Me desagradan las polémicas y las rehuyo siempre que puedo. No voy,
pues, á entablar polémica con el Sr. Murguía. Previamente estoy
convencido de que ni yo lograré traerle á mi opinión ni él logrará
llevarme á la suya. Disputando, sólo conseguiríamos fatigar al público
con nuestra disputa. No puedo, sin embargo, resistir al deseo de
aprovechar esta ocasión para explicar, si me bastan pocas palabras, lo
que pienso sobre lenguas, dialectos, regionalismo, nacionalidades y
varios otros puntos que forman el proceso de este negocio. La materia es
tan vasta, que apenas podré tocarla sino de paso, ó mejor diré, al
vuelo, posándome sólo en las cimas ó picos más salientes.
Contra el precepto de Horacio, empezaré _ab ovo_.
Todos somos unos. Todos somos hijos de Adán y hermanos por consiguiente.
Pero ocurrió lo de la Torre de Babel y los hombres se dispersaron. Unos
se largaron por un lado, otros se largaron por otro, y se formaron muy
diversas tribus, razas ó castas. A España vinieron sucesivamente
atlantes, iberos primitivos, proto-escitas, fenicios, celtas, griegos,
cartagineses, romanos, godos, alanos, suevos, vándalos, judíos, árabes,
sirios, persas, eslavos, berberiscos, normandos y hasta negros de más
allá del Sahara. Sobre poco más ó menos, en los demás países ha sucedido
lo mismo. Y es seguro que si estas mezclas de gentes, distintas y hasta
contrarias, no hubieran llegado nunca á amalgamarse, adoptando las
mismas leyes, sometiéndose al mismo gobierno, haciéndose solidarias de
los triunfos y de los reveses, de las pérdidas y de las ganancias, y de
las glorias y de las vergüenzas comunes, jamás hubiera llegado á haber
lo que se llama una nación. Hubiera habido expresiones geográficas:
Francia, Italia, Inglaterra y Alemania; pero no hubiera habido nación
francesa, ni inglesa, ni alemana, ni italiana.
Ha habido nacionalidad y la hay, porque en un momento dichoso ha llegado
á lograrse y á cogerse el fruto de un trabajo y de un cultivo de siglos
y entonces la nación se ha constituído. Harto sé yo que todo lo que nace
muere. Que si los individuos no son inmortales, tampoco lo son las
naciones; y que España, como cualquiera otra colectividad, puede
descuartizarse, desmoronarse y persistir sólo como expresión geográfica.
Esperemos que esto no ocurra en muchísimos siglos. Yo no soy profeta, y
aunque lo fuese, en vez de remedar á Jeremías, remedaría á los profetas
alegres, ó sería el primero de ellos, si antes no los hubo.
No he de negar por esto que, si bien dentro de ciertos límites juiciosos
me hechizan, me deleitan y hasta me arrancan aplausos las literaturas
regionales, sobre todo cuando son cándidas, espontáneas y sencillas,
todavía me asustan y me afligen cuando se convierten en tema y vienen á
extralimitarse. Entonces me parecen síntomas de decadencia y ruina:
entonces me parecen amenaza de disolución nacional, si bien confío
siempre en la Providencia y espero que la amenaza no se cumpla, que lo
ominoso ó fatídico salga fallido, que la enfermedad pase y que la nación
persista sana, salva y una.
Cuando un pueblo tiene ser propio y grande, cuando su historia es
gloriosa, cuando ha influido profundamente en los destinos del género
humano, así por el pensamiento como por la acción, este pueblo no muere,
vive, tiene siete vidas como los gatos: nadie le arranca la vida ni á
tres ni á trescientos tirones. Puede perder todas sus conquistas; los
continentes y las islas, por donde en los días de su mayor auge y
expansión logró dilatarse, pueden dejar de ser suyos; puede hundirse el
Estado que le da unidad política; y hasta puede ser invadido y dominado
por el extranjero el suelo natal, la cuna misma de ese pueblo; mas no
por eso el pueblo muere. Vivirá acaso, durante siglos, vida latente y
obscura, pero vuelve al fin á recobrar la vida luminosa y clara. El
idioma propio es el talismán donde va escrito el conjuro para lograr
esta á modo de resurrección. Grecia resucitó hablando en griego. Si el
pueblo griego hubiera tenido seis ó siete idiomas diferentes, jamás
hubiera resucitado. Es más; si hubiera tenido seis ó siete idiomas
diferentes, no dialectos ó modos, sino idiomas con pretensiones de
literarios y nacionales, no hubiera extendido su cultura desde la
Bactriana hasta las Galias: por todo el litoral de Asia, Africa y Europa
en el Mediterráneo, y por todas sus islas. Y si el dialecto toscano no
se hubiese convertido en lengua italiana, venciendo y obscureciendo á
los demás dialectos que en Italia se hablaban, y que se hablaban en
Estados poderosísimos, ricos y conquistadores, como lo fué, por ejemplo,
Venecia, Italia no hubiera realizado jamás el sueño de Maquiavelo y de
sus más eminentes patriotas y hombres políticos: no hubiera vuelto á
tener la unidad que sólo tuvo bajo el rey bárbaro Teodorico.
Yo quiero suponer que en España, no sólo no hubo unidad de Estado, sino
que ni unidad de nación hubo hasta fines del siglo XV. Supongo, además,
ó doy por cierto, pues sobre esto no disputo, que antes no hubo
verdaderamente españoles, sino portugueses, gallegos, castellanos,
aragoneses y catalanes. También es evidente que hasta fines del siglo XV
había en España tres lenguas literarias y nacionales. Eran estas tres
lenguas la castellana, la catalana y la portuguesa ó gallega, ya que el
mismo Sr. Murguía confiesa que el gallego y el portugués fueron lo mismo
hasta entonces. Ni _Las Cantigas_ del Rey Sabio, ni cuantos versos hay
en los Cancioneros del rey Don Dionis, de Resende, etc., podrían
atribuirse por las palabras y las frases mismas á poetas de Portugal ó
de Galicia. Por el habla, por lo que dejó escrito, tan gallego es el
infante Don Pedro, como es portugués Macías el enamorado. Hay más aún:
esa lengua galaico-portuguesa, tal vez no fué escrita sólo por
portugueses y gallegos, sino también por trovadores de toda España, que
la consideraban como lengua elegante y más propia que el castellano para
la poesía lírica y de la corte.
Quiso, no obstante, la suerte ó sea el orden providencial ó fatal que
llevan los sucesos históricos, que el idioma de Castilla prevaleciese:
que, aun antes de llegar á la unidad de que he hablado, presentase los
títulos de su hegemonía y de su imperio, como son el _Poema del Cid_,
los versos del arcipreste de Hita, _Las Partidas_, la _Crónica general_
y _El Conde Lucanor_; y que, después de formada la unidad, corroborase
su imperio con otros títulos soberanos: con el _Amadis_, con _La
Celestina_, con Garcilaso y Herrera, con ambos Luises, con Cervantes,
con historiadores como Mariana y con nuestro, fecundísimo y rico
Romancero y con nuestro original y maravilloso teatro. Esta lengua no se
limitó á presentar dichos títulos, sino que también se difundió por el
mundo, llevada en triunfo bajo el amparo del estandarte de Castilla, por
el inmenso continente recién descubierto, por las remotas islas del mar
del Sur, y aun por las naciones de Europa, que reconocían entonces, ya
que no nuestro imperio, nuestra preeminencia.
No pretenderé yo, á pesar de lo expuesto, que debieron morir y no
resucitar nunca la lengua catalana y la lengua portuguesa. Portugal
persistió y persiste como nación. Su historia, muy parecida á la de
España, no es menos grande. Su literatura, proporcionalmente, he de
conceder que es original y rica como la nuestra, y que tiene su carácter
propio y sello nacional que la distingue.
De la lengua y de la literatura catalanas no se puede decir tanto ni con
mucho; pero al cabo, bastante puede alegarse en pró de su resurrección ó
renacimiento presente.
Pero vamos... hablando con franqueza, aunque se enojen un poquito el Sr.
Murguía y otros literatos gallegos: ¿hay paridad entre el dialecto de
Galicia y la lengua nacional que hablan los portugueses y que hablan
además en América diez ú once millones de hombres, en una extensión de
territorio casi tan grande como Europa? Si hasta el siglo XV los
gallegos hablaron y escribieron como los portugueses, lo natural sería,
si no quieren hablar y escribir en castellano, que escriban ahora
también en portugués. Esto sería volver con fidelidad á la lengua
antigua, sin que esta vuelta ó atavismo impidiese que se siguiera
cultivando el dialecto, como dialecto. Sin duda en Venecia, en Milán, en
Nápoles y en Sicilia, se hablan y se escriben cuatro dialectos
distintos, pero con cierta modestia, reconociendo todos cuantos así
escriben sin excluir v. gr. al gran poeta lírico Meli y al chistosísimo,
fecundo é ingenioso dramaturgo Altavilla, que escriben en un dialecto
vulgar, y que no hay más que una lengua nacional y de toda Italia, que
es la lengua toscana, que ya debe llamarse italiana, así como la
castellana debe llamarse española.
Pues qué, ¿no hay distintos dialectos en Alemania, en Inglaterra y en
Francia? A nadie se le antoja por eso convertir en lengua nacional
ninguno de estos dialectos.
Acaso se me cite el imperio austriaco; pero Austria no es nación sino
conjunto de naciones. A buen seguro que los alemanes, súbditos del
emperador de Austria, dejen de hablar en alemán y dejen de tener esta
lengua por nacional y propia de ellos. Claro está que los polacos,
aunque ya no hay Polonia, siguen hablando en polaco; los húngaros, en
húngaro; los tchecos, en tcheco; los croatas en croata, y los rumanos,
en rumano; ¿pero qué tiene que ver esto con lo que en España sucede? En
todo caso, podría comprenderse que así como los rumanos, súbditos del
emperador de Austria, hablan y escriben la misma lengua del vecino reino
independiente de Rumania, así los gallegos, ciudadanos españoles, se
dedicasen, por amor y patriotismo _atávicos_, á escribir como lengua
nacional y literaria la portuguesa. Pero ni aun así se comprende; porque
los rumanos de Austria son un pueblo como anexionado y sometido y unido
artificialmente á otros pueblos de muy distinto origen, mientras que los
gallegos, como los asturianos, forman el núcleo, y el germen, y la raíz,
de donde ha brotado esta gran nación. ¿Cómo reniegan ahora de ella, al
menos en apariencia, y propenden, si no á irse literariamente con los
portugueses, á separarse por el habla, vehículo y expresión del
pensamiento, y á formar rancho aparte, permítaseme lo vulgar en virtud
de lo gráfico de la expresión?
No sé si he atinado á explicar en este lígero articulo lo que hubiera
requerido larga serie de ellos para quedar bien explicado; pero, como
quiera que sea, harto se entiende que yo no desdeño á los poetas y
prosistas que hubo, hay y puede haber en dialecto gallego; que celebro
el regionalismo filológico dentro de ciertos límites puramente
provinciales; pero que deploro la exageración que puede ponernos en una
lastimosa pendiente de desmoronamiento nacional ó de cierto separatismo.
Ni se me diga que la tal propensión á que se hablen muchos idiomas
proviene de un movimiento progresivo. Por lo común sucede lo contrario.
Cuando las grandes naciones y cuando las grandes razas decaen ó se
hunden, es cuando pierden el idioma común y salen hablando distintos
idiomas. La Torre de Babel representa simbólicamente este lastimoso
fenómeno.
[Illustration]


LA OBRA PÓSTUMA
DE JUAN MONTALVO

¿Quién es este Juan Montalvo?--dirán no pocos de los que vayan á
leerme.--Pues bien, les contestaré: Juan Montalvo fué natural de una de
las Repúblicas que en la América del Sur nacieron de nuestras colonias.
Él mismo se llama semibárbaro, y es de los más cultos é ilustrados
escritores que ha habido en nuestros días.
No digo yo que nos esté bien adular á los hispano-americanos, suponiendo
que sus poetas y sus prosistas valen más de lo que valen. ¿Pero será
mejor mostrarnos con ellos severísimos críticos, empuñar la férula,
esgrimir la disciplina ó la palmeta y censurarlos y castigarlos
duramente? Hay cierta crítica menuda que hace mucha gracia al público
envidioso, que es muy fácil de ejercer, y por cuya virtud, ó mejor diré,
por cuyo vicio, puede probarse, al menos en apariencia, que Garcilaso y
Fray Luis de León fueron unos plagiarios y además unos ignorantes, que
no sabían sintáxis, ni prosodia, ni nada, y que tenían orejas de asno,
como el rey Midas. En una palabra; con el método analítico que hoy se
emplea, con cuatro chuscadas y con un poquito de mala fe, nada más llano
que demostrar que el propio Homero era un mentecato.
Por otra parte, yo no comprendo qué ventaja pueda traer una censura muy
feroz de los autores, aunque sean malos. En ningún oficio, menester ó
profesión, se ofende menos á Dios y al prójimo y se causan menos daños á
la república que escribiendo versos flojos y llenos de ripios ó prosa
desmazalada y tonta. Con las producciones del espíritu suele ocurrir lo
contrario que con las producciones materiales. La cizaña puede ahogar el
trigo y no habrá buena cosecha si el haza no se escarda y no se limpia
de mala hierba con el almocafre, mientras que, por el contrario, casi es
indispensable que el espíritu humano produzca millares de cosas pequeñas
y deformes, para que brote de entre ellas una que sea hermosísima y
grande, predestinada por su valer á vida inmortal y gloriosa. Un mal
médico mata á sus enfermos, un mal arquitecto tal vez construya
edificios que se hunden con estrago espantoso, un mal zapatero nos
estropea los pies, un mal sastre nos afea con sus trajes ridículos, un
mal cocinero nos envenena ó nos mata de hambre, un mal político causa la
miseria y el descrédito de su nación, y un mal general expone sin plan y
sin objeto la vida de sus soldados y aun llega á causar el
empobrecimiento, el oprobio y la ruina del Estado á quien sirve. Pero un
buen señor, si tiene la manía de componer malos versos ó de escribir en
prosa cualquier tontería, ¿me quieren ustedes decir qué daño hace á
nadie? Con no leer lo que ha escrito, él y nosotros quedamos despachados
y en paz. No hay razón para ensalzar á los escritores hispano-americanos
sin justo motivo, pero menos hay razón para denigrarlos.
El Juan Montalvo, que me sugiere estas reflexiones, lo dice: los
hispano-americanos son para los españoles carne de su carne y huesos de
sus huesos. Todo cuanto contra ellos digamos, hasta cierto punto, nos
cae encima.
Harto estoy ya de oir decir que el porvenir del mundo es de la raza
anglo-sajona, la cual en América da clara muestra de que entiende de
todo, de que vale para todo y de que sabe gobernarse, mientras que la
raza española, ibérica, latina ó como nos convenga llamarla, ofrece muy
triste espectaculo, y da, por todo el Nuevo Mundo, y claro está también
que por el antiguo, lastimoso testimonio de su incapacidad y
desgobierno. Sube el _yankee_ á la cima de la montaña y el
hispano-americano se queda al pie, rezagado y en situación miserable;
pero no se cuenta, al decir esto, con no pocos factores, empezando por
la fortuna, que no puede negarse que existe, entendiéndose por fortuna,
la serie y el enlace de los casos, dispuestos y ordenados por ley
providencial ó fatal, que ya se sustraen á la previsión humana, ó ya,
aunque no se sustraigan, ni la más firme voluntad de los hombres, ni su
más profundo saber, ni su más poderosa inteligencia desvían del camino
que siguen, así como no evita el eclipse el astrónomo que le pronostica.
Valga además, en defensa de nuestra raza, otra razón que nadie tildará
de metafísica ni de alambicada. El _yankee_ ha subido á la altura,
porque sin asomo de piedad, y para ir más ligero, ha dejado tras de sí
todo lo que le estorbaba, mientras que el hispano-americano sube con
dificultad, porque va cargado con el indio, á quien considera como á su
hermano y como á su igual, uniendo con él sangre, vida y destino. La
empresa, pues, del hispano-americano es mil veces más árdua; ha de
tardar mucho más tiempo en llevarse á cabo; pero no es imposible que se
logre. Y si algún día se lograse, ¿cómo negar que sería también mil
veces más humana, más generosa y más digna de alabanza?
Volvamos á Juan Montalvo y evitemos las digresiones.
Poco sé de la vida de este escritor. Ecuatoriano de nacimiento, murió en
París, creo que muy joven aún. Ignoro si era de pura sangre española ó
si corría mezclada por sus venas la sangre del español con la del indio.
Su saber era variado, hondo y extenso; su ingenio, original y agudísimo;
su modo de sentir, universal ó cosmopolita; su espíritu se había
alimentado con deleite y había digerido y convertido en substancia
propia la flor del pensamiento de los antiguos griegos y latinos y de
los modernos ingleses, franceses y españoles. Nadie, con todo, se
jactará, fundadamente, de ser más español que él por el espíritu y por
su primera manifestación sensible, la palabra.
Tal vez sea, en nuestra época, un colombiano, Rufino Cuervo, quien sabe
teórica y gramaticalmente más lengua española. Pero, sin duda, quien la
maneja con más castiza abundancia de vocablos, frases y giros, y quien
la escribe con más primor y limpieza, como quien borda rico dechado, es,
á mi ver, este para nosotros extranjero y acaso semi-indio.
Su adoración, su entusiasmo por la lengua y la literatura de Castilla,
corren parejas con el conocimiento que de ellas tiene, cuya extensión no
pondero, pero cuya intensidad es incomparable. Nadie con más fervor ni
con más tino que Montalvo elogia, en mi sentir, la lengua castellana y
las obras maestras que en esta lengua se han escrito.
Montalvo tiene, como todos los americanos, latinos y no latinos, una
calidad buena, si bien por su exageración peca á veces de sobrado
cándida y aun llega á prestarse á la burla; la manía de imitar á los
europeos, superándolos y eclipsándolos. Cuando esta cualidad va
acompañada, como en Montalvo, de grandísimo respeto hacia los bien
entendidos y mejor sentidos modelos, la cualidad es simpática y llega á
producir obras de mérito. Lejos de poner solución de continuidad,
conserva unida la civilización europea con la transplantada al Nuevo
Mundo; y cuanto en el Nuevo Mundo se cria, sin dejar de ser propio de su
suelo, parece como mugrón robusto ó como retoño que se nutre aún de la
savia que viene de Europa, aunque en tierra virgen y más fértil
reverdezca con mayor lozanía, extienda más sus ramas y haga brotar en
ellas más flores y más frutos.
En las obras principales y mejores de Montalvo se advierte la mencionada
cualidad. Enamorado del modelo, le imita y anhela superarle, pero
respetándole y amándole siempre.
Así, en _Los Siete Tratados_ no habrá quien no note la imitación de
Miguel de Montaigne y el amor que á Montalvo inspira; y así en _El
espectador_, se advierte que Montalvo, prendado de Addison, propende á
imitarle hasta en el nombre ó título de su obra. Pero en Montalvo había
tanto ser propio y un sentir y un pensar tan profundamente arraigados en
el alma, que todo ello sale con ímpetu y se pone en la imitación de tal
suerte, que la imitación es muy distinta de lo imitado, ya que la
informa otro espíritu nuevo y muy distinto. De este modo, sin que yo
pretenda igualar las producciones al compararlas, fray Luis de León
imita á Horacio en _La vida del campo_, y compone una oda que Horacio ni
siquiera entendería, si sabiendo bien el español resucitase.
Todo el anterior preámbulo y más aún necesitaría y emplearía yo, si no
fuese monstruosidad convertir en preámbulo todo este artículo, que por
fuerza ha de ser muy breve, para preparar á mis lectores y para impedir
que se asusten, cuando, permítaseme lo vulgar de la frase, llegue el
trueno gordo; la revelación del título y del asunto de la obra póstuma
de Juan Montalvo: la aclaración de las palabras que me sirven de
epígrafe.
Juan Montalvo encabeza su obra postuma con una elocuentísima
introducción. Nada mejor pensado, ni mejor escrito, ni más entusiasta á
par que juicioso, ni más esmaltado de sentencias metafísicas, estéticas
y morales, puede, en mi sentir, escribirse en elogio del príncipe de
nuestros ingenios, Miguel de Cervantes Saavedra, á quien coloca Montalvo
entre los mayores que ha habido en el mundo, y á cuyo _Quijote_ sólo
pone por cima la _Biblia_ y la _Iliada_. Y ahora llega por fin el trueno
gordo. El título de la obra póstuma es el siguiente: _Capítulos que se
olvidaron á Cervantes. Ensayo de imitación de un libro inimitable_.
Y en efecto, Juan Montalvo escribe y sus herederos ó sus admiradores y
paisanos dan á la estampa, en Bezanson, en 1895, aunque el libro no ha
llegado hasta ahora á nuestras manos, nada menos que sesenta capítulos
añadidos al _Quijote_. Acaso el autor, en vida, no se hubiera atrevido á
publicarlos. Acaso no pretendió nunca rivalizar con Cervantes. Acaso el
extremo de su amor y de su admiración le hizo incurrir en esta á modo de
locura. Nada menos parecido á Cervantes que Juan Montalvo; uno, todo
espontaneidad, sencillez y alta inspiración, á menudo casi
inconsciente; otro, todo reflexión, artificio y doctrina. El libro de
Montalvo, no obstante, es la obra de un hombre de gran talento, del más
atildado prosista que en estos últimos tiempos ha escrito en lengua
castellana, y de un hombre, por último, de imaginación briosa y rica. Su
libro merece ser examinado y juzgado, pero no caben en este articulo ni
el examen ni el fallo. Quédense, pues, para otro día, si alguien muestra
curiosidad por conocerlos.
[Illustration]

EL PAÍS DE LA CASTAÑETA

Hará ya seis meses estuvo en Madrid un anglo-americano, llamado H. C.
Chatfield-Taylor. Un amigo mío me le presentó y trajo á mi casa, donde
tuve el gusto de conocerle. Me pareció sujeto amable, discreto é
ilustrado, y muy entusiasta de nuestro país. Pronto volvió al suyo dicho
señor, escribió un libro sobre España, le imprimió en Chicago,
exornándole con bor nitas estampas, y tuvo la bondad de enviarme un
ejemplar, que recibí hace pocos días. Confieso que el título del libro
me desagradó bastante. El libro se titula _El país de la castañeta_ (The
Land of the Castanet). Ya en el título hay una ofensa. Es como si un
español escribiese un libro sobre los Estados Unidos, y sin acordarse de
Washington, de Franklin, de Lincoln, de Grant, de Emerson, de Poe, de
Edison, de Chaning, de Whittier y de otros muchos ilustres personajes;
de sus nobles y hermosas mujeres, de sus grandes ciudades, de sus
monumentos, de su riqueza, de su prosperidad, de las bellezas naturales
de su territorio, de la anchura del Hudson y del Misisipí, y del salto
del Niágara, recordase sólo la abundancia de cerdos que se crían y se
matan en Chicago y titulase su libro _El país del cerdo_.
A menudo el Sr. Taylor nos acusa en su libro de orgullosos. Yo no creo
que lo somos ni que lo hemos sido nunca; mas no por eso nuestra humildad
ha de llegar hasta el extremo de resignarnos á creer que el objeto que
más nos caracteriza y distingue de las otras naciones del mundo es la
castañeta.
Hace muchos años, cuando el rey de Sajonia, que había sido partidario de
D. Carlos, reconoció por reina á Isabel II, mandó á esta corte á un
elegante y rico enviado extraordinario, llamado el barón Fabrice. Trajo
este señor consigo á un hábil cocinero, que además era literato, y que
al volver á su tierra compuso un libro de sus impresiones de viaje en
España, y le tituló _Puchero_. Nadie entre nosotros podía ver la menor
ofensa en este título. Para una persona cuyo principal oficio y arte es
la cocina, el puchero no puede menos de ser la idea capital y como el
centro en cuyos alrededores se agrupan las demás cosas. De la misma
suerte, si el Sr. Taylor hubiera sido bailarín, la castañeta hubiera
sido también, naturalmente, el núcleo de sus impresiones, la piedra
angular de todo el caramillo de ideas que sobre España formase; pero
como yo no creo que el señor Taylor sea bailarín de oficio, hallo raro
que califique á España de _país de la castañeta_, por más que en España
las castañetas ó castañuelas se toquen desde muy antiguo, según lo
atestigua Marcial en sus versos en elogio de Teletusa, que las
repiqueteaba de lo lindo al gusto de Cádiz; por más que un docto fraile
inventase y escribiese una ciencia nueva titulada Crotalogía ó ciencia
de las castañuelas, y por más que mi ingenioso y erudito amigo D.
Francisco Asenjo Barbieri, que en paz descanse, escribiese también un
curioso discurso sobre tan alegre instrumento.
Hecho ya este inevitable reparo, no he de negar que el libro del Sr.
Taylor es de muy amena lectura, contiene muchas noticias, y á veces
encomia hasta con entusiasmo á no pocas personas y bastantes cosas de
España. Da, por ejemplo, justos y atinados elogios á varios de los más
notables de nuestros políticos y literatos, como Castelar, Moret,
Echegaray, Emilia Pardo Bazán, Cánovas y Sagasta. Del conjunto del libro
se infiere que el Sr. Taylor desea sernos favorable; pero á pesar suyo
el prisma engañoso del protestante y del _yankee_, al través del cual
nos mira, hace que á menudo, ya nos calumnie y nos injurie involuntaria
y candorosamente, ya lance sobre nosotros ó contra nosotros profecías,
agüeros y juicios, á mi ver, disparatados.
Dice, por ejemplo, que nosotros, en nuestro orgullo, tenemos peor
opinión de los _yankees_ que los _yankees_ de nosotros. Lo único que se
ha hecho en España es contestar con algunas injurias, que yo encuentro
de pésimo gusto, á las de un gusto mil y mil veces más depravado y
ruín, que nos han dirigido y que nos dirigen de continuo senadores,
diputados, escritores graves, ó que pretenden serlo, y periodistas de la
Gran República. Si fuésemos á contestar á los _yankees_ con suma igual
de injurias á las que les debemos, nos pareceríamos á dos enjambres de
verduleras que se ponen como hoja de perejil, con el Atlántico de por
medio. Y las injurias de los escritores de los Estados Unidos contra
nosotros no son de ahora, con ocasión de la guerra de Cuba, sino que
vienen de muy atrás. Sólo Guillermo Draper ha dicho más ferocidades
contra España y ha mostrado más profundo aborrecimiento contra nosotros
que el que podrían atesorar todos los españoles juntos, si se decidiesen
á denigrar, á escarnecer y á insultar á los anglo americanos.
El mismo Taylor, que pretende, que desea, que aspira de buena fe á hacer
nuestra apología, ya desde el segundo renglón de su libro nos califica
de indolentes y de crueles. La acusación de fanatismo y de superstición
que el Sr. Taylor lanza á menudo contra nosotros casi no nos ofende, y,
de puro poco razonable y fundada, nos parece chistosa. Si fuésemos á
hacer la estadística de los ajusticiados, quemados y asesinados por
motivos religiosos, de fijo que resultaría, á pesar de Torquemada y de
todos los inquisidores, doble ó triple número que en nuestra cuenta en
la cuenta de la sentimental y piadosísima raza anglo-sajona.
En lo tocante á superstición, declaro que no me explico que nos acuse de
ella ningún cristiano de distinta iglesia que la católica. Libre es todo
hombre de aceptar y creer por completo lo dogmático de nuestra religión,
ó sólo una parte, modificándola algo ó no modificándola; pero desde el
momento en que se cree una parte, no hay razón ni motivo para llamar
supersticioso al que lo cree todo. Cuando dijo Sancho que no bien él y
su amo se remontaron al cielo, se apeó él de Clavileño y se puso á jugar
con las _siete cabrillas_, Don Quijote tuvo sobrada razón en decirle que
no se allanaría á creer en su jugueteo con las estrellas, si Sancho no
creía tampoco en nada de lo que contó que en la cueva de Montesinos le
había pasado. Para un impío racionalista, tan absurdos son los retozos
de Sancho con las Pléyades, como la conversación y los lances del
hidalgo manchego con Montesinos, Durandarte y Belerma. ¿Por qué, para un
espíritu religioso, han de ser fanáticos el doctor eximio Suarez, el
glorioso Ignacio de Loyola, Melchor Cano y Domingo de Soto, y han de ser
unas criaturas muy juiciosas y razonables Wiclef, Knox, Lutero y
Calvino? O todos igualmente locos y fanáticos, ó todos igualmente dignos
de consideración y respeto.
Otra terrible manía del Sr. Taylor es la que muestra contra las corridas
de toros, á las que fué no obstante y se divirtió viéndolas. Lo que es
yo, gusto tan poco de dichas corridas, que nunca voy á presenciarlas,
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