A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 06
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sentencia adversa ó favorable. Es este punto la virtud ó capacidad
docente de los Padres de la Compañía. Sobre ello, por lo tanto, no
daremos nuestra opinión, pero sí diremos que la del público en general
es muy favorable á los Padres, y lo prueban la multitud de colegios que
tienen, su prosperidad, y el empeño con que muchas personas, hasta
opuestas al jesuitismo, liberales y librepensadoras, envían á sus hijos
á los colegios de los jesuítas para que allí se eduquen. Y no puede
negarse que el buen éxito de los jesuítas en este ministerio de la
enseñanza de la juventud produce y puede producir los mejores efectos,
aunque no sea más que despertando la emulación y excitando el celo de
otros establecimientos pedagógicos, ya, por ejemplo de los Institutos
oficiales y laicos, ya de otras Ordenes religiosas ó clericales
congregaciones. Los Padres Augustinos, sin duda, se esmerarán más en sus
enseñanzas para competir con los Padres de la Compañía y vencerlos, si
pueden. Y es probable, que, contemplando la prosperidad y crédito de los
jesuítas como cuerpo docente, los canónigos del Sacro Monte se hayan
animado y resuelto á ampliar los estudios de su colegio, convirtiéndole
en Universidad católica, donde ya se enseña la jurisprudencia y donde se
aspira y se quiere enseñar (como complemento y corona de las asignaturas
de teología), griego, hebreo y árabe y otras lenguas orientales, así
como muchas ciencias profanas y muchas teorías y descubrimientos
novísimos, á fin de ponerlos en armonía con la Religión revelada y de
que valgan para su sostén y concurran á su triunfo en vez de parecer,
como parecen, un ariete en manos de los incrédulos.
Concretándome ahora al examen del libro del autor anónimo, y expresando
aquí sobre él mi parecer franco y sincero; diré, para concluir, aunque
me acusen como han sido acusados con frecuencia los jesuítas de tener la
manga muy ancha, que los pecados y vicios que saca á la vergüenza el
autor anónimo, si bien sería de desear que no los hubiese, no me mueven
tanto á condenar la Compañía, compuesta de seres humanos, entre los
cuales no puede menos de haber bastantes pecadores, como la carencia del
espíritu elevado, amplio, civilizador y progresivo que la inspiró en
mejores días. Volver á informarse de este espíritu es, en mi sentir, lo
que la Compañía necesita, y no las mejoras y modificaciones de sus
institutos, que el autor anónimo propone, manifestando deseo de que la
Iglesia las adopte y establezca.
No va por un lado el espíritu del siglo y no va por el lado opuesto el
espíritu de la verdadera Religión. Ambos caminan y deben caminar unidos
á fin de que la mente y el corazón de los hombres se eleven á superiores
esferas. Cristo no enseñó cuanto hay que saber, sino que dejó mucho, aun
en las cosas más esenciales, para que los hombres lo averiguasen y lo
enseñasen con el transcurso del tiempo. El adelanto, el desenvolvimiento
de la metafísica y de toda doctrina social, política y hasta ética, no
está reñido con la revelación, que no fué ni pudo ser de una vez, sino
que, en cierto modo y altamente aceptada, es progresiva. Las mismas
palabras del Redentor lo declaran: _Adhuc multa habeo vobis dicere, sed
non potesti portare modo_. Lo que entonces no dijo Cristo, porque no
hubieran acertado á entenderle; lo que, aun después de descender sobre
los apóstoles las lenguas de fuego, cuando estaban congregados en el
Cenáculo, no quiere ó no puede revelar San Pablo, constituye la ulterior
revelación, y presta, digámoslo así, una flexibilidad sublime á nuestro
dogma religioso, que le hace capaz de contener dentro de sí, sin
romperse ni quebrantarse, toda civilización futura, por grande y
maravillosa que sea.
Yo entiendo, pues, que la mejor reforma que pudieran adoptar los
jesuítas sería la de inspirarse en tan sublime y fundamental pensamiento
que, sin salir fuera de las vías católicas y sin cobardes
condescendencias y transacciones con incrédulos é infieles, hiciese
posible la aspiración de Jaime Freeman Clarke al terminar su obra sobre
las _Diez grandes Religiones_, y al proclamar la cristiana como la
religión definitiva é imperecedera del humano linaje: que no se amengüe
la libertad del espíritu; que no se acepte con ceguedad lo que
contradiga al sentido común; que no se achique ó mutile la ciencia por
miedo de que triunfe de la fe; que ningún placer inocente, que ninguna
natural alegría de la vida y que nada de cuanto hay de hermoso en la
literatura, en el arte, en la sociedad y en el hogar doméstico, sea
sacrificado; sino que todos los hombres vengan á Jesús y hallen en Él el
medio más poderoso de elevarse hasta su Eterno Padre y la revelación más
cumplida de perdón, paz, esperanza y vida eterna, indispensable para el
desarrollo perfecto y completísimo de nuestro ser humano.
En los jesuítas hay en nuestro tiempo una limitación y una estrechez de
miras harto contrarias á las susodichas aspiraciones. Se olvidan de que
la letra mata y el espíritu vivifica, y se olvidan de que el espíritu de
verdad hará resplandecer toda verdad ante los ojos de los que le
siguen.
[Illustration]
SOBRE DOS TREMENDAS ACUSACIONES
CONTRA ESPAÑA, DEL ANGLO-AMERICANO DRAPER
_Influencia del elemento indígena en la cultura de los moros del
reino de Granada_, por D. Francisco Javier Simonet. _¿Shall Cuba be
free?_ (Artículo de Clarence King, en la revista de Nueva York _The
Forum_.)
El librito cuyo titulo va en el epígrafe contiene en pocas páginas
bastantes datos y mucha doctrina; mas, no sólo por esto, sino por las
ideas que sugiere y por los comentarios de que puede ser objeto, ha
llamado mi atención y me ha movido á llamar también sobre él, si puedo,
la atención del público.
El Sr. Simonet, autor del librito, es un arabista de reconocido mérito,
de grande ilustración y catedrático en Granada de la lengua del Yemen.
Ha publicado ya varios libros en que muestra su mucho saber. Uno de
ellos ha sido premiado por la Real Academia Española, y otro ha sido
premiado por la Real Academia de la Historia.
La obra de que nosotros vamos á hablar es menos fundamental y profunda:
es una obra de divulgación. Y si bien trata de sucesos, pasados ya hace
siglos, tiene, en nuestro sentir, un interés de actualidad.
En las naciones extranjeras abundan los escritores desapasionados y
juiciosos, de quienes no podemos quejarnos; pero no escasean tampoco los
escritores violentos, ciegos de furor, fanáticos con el fanatismo que
hoy se estila, y tan acérrimos enemigos de España, que no hay crimen,
maldad é infamia que no atribuyan á nuestra nación, infiriendo de ahí
que la postración y decadencia en que hoy estamos es un justo castigo de
Dios, y, si no cree en Dios el que de esta suerte quiere requebrarnos,
una ineludible consecuencia de las leyes fatales, impuestas no se sabe
por quién, que dirigen y ordenan la marcha de la humanidad á través de
los siglos.
Con algunos autores tenemos cierta disculpa, ya que para ellos no hay
responsabilidad ni libre albedrío. Todo ó casi todo depende del medio
ambiente. Y si nosotros somos crueles, codiciosos, traicioneros, y sobre
todo temerosos de Dios, que, según Buckle, es la peor de las cualidades,
todo ello consiste en que en España no hay lluvias regulares sino
feroces tormentas y prolongadas sequías, y además tal multitud de
terremotos, que nos tienen siempre con el alma en un hilo y con el
corazón en un puño y producen en nosotros la crueldad y la intolerancia
religiosas.
En prueba de que no exagero y de que no pueden ser más atroces las
injurias que nos dirigen algunos escritores, cuyas obras se traducen al
castellano, teniendo acaso nuestro público el mal gusto de estimarlas y
la candidez de creer lo que dicen, citaré al célebre catedrático de la
Universidad de Nueva York, Juan Guillermo Draper, el cual, en su
_Historia del desenvolvimiento intelectual de Europa_, asegura que
España, en justo castigo de sus espantosos crímenes, está hoy convertida
en un horrible esqueleto entre las naciones vivas, y añade Draper: «si
este justo castigo no hubiera caído sobre España, los hombres hubieran
ciertamente dicho: «no hay retribución: no hay Dios.» Por donde se ve
que es un bien y no un mal el que este pobre país esté muy perdido,
porque mientras peor estemos, mayores y más luminosas serán las pruebas
de la existencia de Dios y de su justicia. Largo es, muy largo, el
capítulo de culpas que Draper nos echa á cuestas; pero las dos culpas
más enormes, son las de haber destruido por completo, ó casi por
completo, dos civilizaciones; la oriental y la occidental.
La primera de estas dos acusaciones no es tan ridicula como la segunda,
de que hablaremos después, mas no por eso es menos falsa.
Indudablemente, los árabes, antes del Islam, poseían cierta extraña
cultura, en algunos puntos patriarcal y propia de pueblos nómadas y
pastores; en otros puntos, como por ejemplo en la poesía, hasta
refinada. Cuando entusiasmados por las predicaciones de su profeta, se
arrojaron á conquistar el mundo, no se puede decir que fuesen bárbaros.
Tal vez por no serlo y por hallarse muchos países vejados, humillados y
oprimidos por razas conquistadoras y por gobiernos despóticos, les fue
fácil conquistarlos. Tal vez fueron recibidos como libertadores en
algunos países, ó el pueblo al menos se sometió con docilidad á su yugo,
no hallándole más pesado que el que antes sufría. Así se explica, por
ejemplo, que cuatro ó cinco mil muslimes conquistasen el Egipto. Así se
explica que no muchos más hiciesen la conquista de España. En poco
tiempo se extendió el imperio musulmán desde la India y las fronteras de
la China hasta el Mediodía de Francia, salvando los Pirineos. Los
árabes, sin embargo, no eran muchos, y arrastraron en su expansión,
valiéndose de ellas para triunfar, á hordas bárbaras ó semi-salvajes,
como los habitantes del Norte de Africa, mauritanos, bereberes, ó como
queramos llamarlos. En España se llamaron y se llaman moros. Sin duda
por cada árabe de los que vinieron á la conquista de España, bien se
puede suponer que hubo un centenar de moros. Y esto en el principio,
mientras España estuvo sometida al califato de Oriente, y también, así
durante la independencia de la España musulmana del mencionado califato,
como desde la fundación del de Córdoba hasta su desmembración y ruina
después de la muerte de Almanzor. La multitud de reyezuelos que
surgieron de la ruina del califato, cuando no eran renegados españoles,
eran moros y no árabes. Y, por último, en la época de las dos primeras
grandes invasiones africanas, la de los almoravides y la de los
almohades, que en España prevalecieron y duraron, el elemento arábigo
entró por muy poco. Los invasores y dominadores de España fueron
africanos bárbaros, que no pudieron traer ni trajeron ningún principio
civilizador á nuestra Península. Aquí fue donde se domesticaron y
civilizaron algo, sometiéndose sin sentirlo los vencedores á la superior
inteligencia y saber de los vencidos y al influjo que de esto nace.
Los árabes mismos no poseían, al extenderse por el mundo y al apoderarse
de España, una civilización superior y propia. Tuvieron, sí, el mérito
de no destruir la civilización de los países que ocuparon: de aceptar y
de recibir en cada región algo de lo que allí se sabía, ya conservándolo
para que no se olvidase ó se perdiese, ya siendo como vehículo para
llevarlo de una región en otra. Esta buena cualidad, que no fue sólo
tolerancia, sino curiosidad simpática y afición respetuosa al saber de
los vencidos, valió de tal suerte que, durante algunos siglos, acaso
hasta después de las últimas cruzadas, pudo creerse que el mundo
musulmán era más culto que el mundo católico, y los espíritus
superficiales pudieron esperar ó temer que el islamismo en Asia, en el
norte de Africa y en España, arrebatase al cristianismo europeo la
bandera del progreso y la antorcha de la cultura. Casi todo este brillo,
sin embargo, y esta aparente superioridad en algunos momentos
históricos, se debieron en todas partes, y más que en ninguna en España,
á la civilización de los vencidos, á veces respetada, por lo cual
merecen los vencedores elogio, á veces viva y retoñando y reverdeciendo
siempre, sin que pudieran los vencedores arrancarla de cuajo, á pesar de
los esfuerzos que hicieron, y al fin sometiéndose á ella.
En suma, no es posible descubrir en toda la cultura hispano-muslímica
cosa alguna de valer que haya surgido en Arabia ó en Africa, entre
alarbes y moros, y que desde allí haya venido á España. A mi ver, cuanta
alabanza se quiera dar á la cultura muslímica española, es alabanza que
se da á los españoles mahometanos, y no á moros ni á árabes que viniesen
de fuera trayéndonos ciencias, artes ó industrias que aquí no existiesen
ó que aquí no tuviesen origen.
Por lo demás, yo creo que en la prosperidad y en la grandeza de los
estados ó reinos musulmanes que hubo en España, entran por mucho la
ponderación y la jactancia de los historiadores. Entra también por algo
la manía de no pocos críticos y pensadores modernos, de encarecer ó
ensalzar demasiado cosas que, si bien son bellas ó buenas, no merecen
tan ponderativos encarecimientos.
Apenas hay gran pueblo, de los que más han figurado en la historia, que
no haya dejado más hermoso y brillante rastro de sí que los árabes en
sus monumentos.
Se supone, y no he de negar que es suposición muy poética, que la
cultura arábiga, no sé si en España sólo ó también en otros países,
depende ó está ligada á una estrella que los griegos llamaron Canopo y
los árabes Sohail. Esta estrella brilló, siglos ha, muy alto sobre el
horizonte de España. En el día, á causa de la precisión de los
equinoccios, apenas se levanta poco más de un grado sobre el horizonte
de Cádiz. Cuando Sohail desaparezca de nuestro cielo, desaparecerán
también y serán ruinas y escombros los monumentos del arte arábigo que
en España quedan.
Esperemos que este vaticinio astronómico no se cumpla, para lo cual
importa que haya restauradores artistas como el Sr. Contreras, y que
nuestros ministros de Fomento no escatimen los recursos, no ya para
conservar lo que aún existe, sino para restaurar lo que se halla
lastimosamente medio destruido. Así, por ejemplo, yo no me contento con
que la Alhambra se conserve, sino que, si de mí dependiese, haría
restaurar las dos torres de las Infantas y de la Cautiva, cada una de
las cuales es, ó, mejor dicho, ha sido, y puede volver á ser, una
primorosa filigrana: un palacio ó casa real de la Alhambra en miniatura.
Acaso como arquitectos es como los árabes son, ó han sido, más
originales. ¿Pero quién negará que su arquitectura tiene escasa majestad
y solidez, y que se distingue y es digna de elogio, más que por nada,
por las menudencias y prolijidades del ornato?
El edificio más grandioso que de la época muslímica queda en España es
la catedral de Córdoba; la antigua mezquita de Abderraman. Pero en aquel
bosque de columnas que forman las diecinueve naves ó calles, ¿hay
muchas columnas que sean arábicas? ¿No ve, hasta el más profano, que
todas ó casi todas, son de templos cristianos ó gentílicos, de la época
romana ó de la época visigótica, arruinados y despojados por los
muslimes para edificar y hermosear su templo? Este templo, á decir
verdad, no me entusiasma tanto como á otros, en cuyo entusiasmo me
parece advertir no poco de extravagancia. Hasta figurándome la mezquita
integra, en todo su esplendor, sin templo cristiano en su centro y tal
como estaba en la época de los Abderramanes, sin la pared que la limita
ahora hacia el patio de los Naranjos, y dejándose ver desde él toda la
longitud de las diecinueve calles, alumbradas por lámparas de plata y
oro, y hasta figurándome además en todo su esplendor y belleza los
primorosos mosaicos, alicatados y dibujos de la capilla del Mihrab, yo
hallo, y he de confesarlo aquí, aunque se pongan las manos en la cabeza
los que me lean, que me parece más hermoso, más digno, más artístico el
templo cristiano que se levanta ahora en medio de la mezquita y que
tantas y tantas personas lamentan el que allí se haya levantado. Para mi
gusto, no ya el templo en su totalidad, sino alguno de sus pormenores,
como por ejemplo, la sillería del coro, vale más que el Mihrab con todos
sus arabescos y que cuantos primores, labrados con prolijidad bárbara,
contiene y contuvo la mezquita en su época más brillante.
No discuto aquí si hubiera sido ó no mejor edificar en cualquiera otra
parte el templo cristiano y dejar la mezquita integra y tal como estaba.
Falta de sentido arqueológico y de buena critica de bellas artes puede
afirmarse que hubo en esto; pero, ¿en el siglo XVI, hubiera habido en
cualquiera otra nación de Europa un amor más fino á la arqueología, y un
juicio más claro sobre el valer artístico é histórico de un monumento,
que hubieran impedido, sobreponiéndose al sentimiento religioso, la
construcción de un templo cristiano en el centro de la mezquita? Si por
una parte, algo de la mezquita se destruía, ¿cómo negar por otra que hay
no poco de poético y de sublime en la idea realizada de levantar en
medio del más espléndido santuario del islamismo y del arte oriental
otro magnífico santuario, según el gusto europeo, más adecuado al culto
y glorificación del Dios trino y uno?
No negaré yo la gracia y el encanto de algunas construcciones arábigas.
Si los árabes produjeron algo original, fue en arquitectura, aunque tal
vez tomasen mucho del arte bizantino y de la arquitectura de la India y
de la Persia y de otras regiones que invadieron ó conquistaron.
Aun así es de notar y de deplorar la vida efímera é inconsistente de los
monumentos arábigos. La estrella Sohail no se había ocultado aún bajo el
horizonte de España, y ya no había en Córdoba ni huellas de los palacios
de los califas; Medina-Azahara se había desvanecido; los alcázares y
jardines de Almotamid en Sevilla, de Almotacín en Almería, y de otros
reyezuelos elegantes y sibaríticos, se diría que se los había tragado la
tierra. De ellos no queda una columna en pie; ni huella, ni rastro.
Todavía en Grecia, en Sicilia y en Italia, están erguidos y casi
completos monumentos del arte helénico, anteriores de seis ó siete
siglos á la Era cristiana; en Egipto, en la India y en la Persia y en
otras tierras del centro de Asia, subsisten pasmosas obras que dan
testimonio del poder arquitectónico de pueblos que fueron grandes hace
miles de años, mientras que de los árabes, sobre todo en España y de la
mejor época, apenas queda nada. El mismo alcázar de Sevilla, más que
moro, es mudejar, y honra más el buen gusto del caprichoso y popular
tirano D. Pedro de Castilla, que la elegancia del rey poeta Almotamid, ó
la magnificencia de su tremendo padre, que adornaba sus jardines y las
puertas de su alcázar con las cortadas cabezas de sus enemigos.
Los encomiadores de los tiempos muslímicos en España ponderan más aún, y
no menos superficialmente, el gran florecimiento y prosperidad á que la
agricultura había llegado entonces. Para las irrigaciones, sobre todo,
no tienen más que alabanzas. Hay quien imagina que España en tiempo de
los moros era toda ella una florida, amena y fructífera huerta, que los
cristianos luego hemos marchitado y destruido. Nada más falso que este
aserto. Bastante digno de encomio hicieron los moros (ó, mejor dicho,
los españoles musulmanes, pues no hay razón para que fuesen moros ó
para que nosotros así los llamemos), á fin de cultivar, regar bien y
hacer productiva la tierra, especialmente en Valencia, Alicante, Murcia
y Granada; pero cuando se estudia bien este asunto, se ve que los
cristianos hicieron más y mejor para el mismo fin después de la
conquista, así en grandiosas y útiles obras hidráulicas, como en leyes y
reglamentos para organizar sabiamente el regadío. D. Jaime I en Aragón y
D. Alfonso el Sabio en Castilla, aunque no tuvieran más que este mérito,
gozarían de inmortal popularidad y serían gloriosos y benditos. Pero hay
más aún: los más colosales trabajos realizados para el riego, trabajos
que pasman por su solidez y magnificencia, son de las épocas en que se
supone á España sumergida en las tinieblas horrorosas de un brutal
fanatismo; son del reinado de Felipe II, bajo cuya protección y por cuya
excitación se construyeron los admirables diques y pantanos de Alicante,
de Elche y de Almansa, ó son del tiempo de Carlos III, bajo cuya
protección y por cuya excitación se hicieron los de Lorca.
En artes y letras es mayor desatino sostener que los moros importaran
nada en nuestro país, ni influyesen, salvo un poco en la arquitectura,
en el desenvolvimiento intelectual de los españoles. De escultura y
pintura no hay que hablar, pues, aunque, á veces, faltando á los
preceptos de su religión, esculpiesen y pintasen algo, lo por ellos
pintado y esculpido fué grosero y rudo. Así lo atestiguan las esculturas
y las pinturas que en la Alhambra se conservan. Poesía dramática no
tuvieron nunca. Algo de poesía épica ó narrativa puede decirse qué
tuvieron, si bien no tuvieron nada que, ni remotamente, pudiera
compararse, no digamos ya al antiquísimo poema del Cid, pero ni á las
leyendas de santos de Gonzalo de Berceo. De aquí se infiere que nuestra
gran literatura nacional trilingüe, castellana, catalana y portuguesa,
nació ó retoñó en estos idiomas vernáculos, de su antigua raíz y tronco
cristianos y latinos: raíz y tronco firmemente plantados en nuestro
suelo. Y si algo de fuera, si algo extraño vino á ayudar ó á fomentar el
reverdecimiento de esta literatura, vino de Francia y de Italia, y no de
la morería. Por el contrario, yo creo que debe y puede sostenerse que la
pompa oriental, las galas y primores, á veces excesivos, y cierta
redundancia que en nuestra poesía y en nuestra elocuencia se notan
frecuentemente, y aun se censuran, son ya sobras ó defectos que de muy
antiguo tuvieron los españoles, y por los cuales fueron motejados en
Roma Lucano, Séneca y otros prosistas, oradores y poetas de nuestra
patria.
En las poesías escritas en lengua arábiga por españoles y en España,
aunque durante la dominación muslímica, no hallo difícil percibir, á
través de la forma clásica tomada de la antigua poesía del Yemen y de la
imitación de los verdaderos poetas árabes más famosos y celebrados,
algo, y no poco, en el sentir y en el pensar, nacido en corazones y
espíritus españoles, y que casi de seguro no hubiera nacido jamás en el
alma de un moro de Africa ó de un beduino de Arabia. Este orientalismo
es tan español y tan poco oriental, que á raíz de la última reconquista
se manifiesta esplendorosamente en prosa y en verso en nuestra
literatura española y nace del concepto fantástico, transfigurado y
hermoso, que la mente de los vencedores crea y forma de las costumbres,
usos, pasiones y cultura del pueblo á quien ha vencido. De aquí la
novela caballeresca, la ficción graciosa de Ginés Pérez de Hita. Y de
aquí la multitud de preciosos romances moriscos y el tinte
imaginariamente oriental que engalana tantas de nuestras obras poéticas,
desde los mismos romances moriscos que incluye en sus _Guerras Civiles_
el mencionado Ginés Pérez de Hita, hasta los admirables romances de
Góngora y de D. Nicolás Moratín, hasta el arabismo cordobés del duque de
Rivas en _El moro expósito_, y hasta los esplendores y ensueños
orientales del valenciano Arolas y del instintivo y popularmente
iluminado poeta Zorrilla en su leyenda de _Alhamar_ y en otras
composiciones y fragmentos. Casi todo esto contiene un arabismo ú
orientalismo hechicero y de color de rosa, tan creado por nosotros, que
bien se puede asegurar que no hay árabe ni moro que, aunque se le
tradujera en su lengua, entendiese palabra de ello.
¿Ni cómo habían de entender las quintas esencias y los refinamientos
amorosos y místicos que gastan los poetas y algunos de sus héroes, y
los discreteos, delicadezas y finuras de sus galanes y de sus damas?
No voy á dilucidar aquí si algunas poesías compuestas en España, aunque
en lengua arábiga y por muslimes españoles, pudieron ejercer influjo en
la poesía castellana; si los cristianos conocían dichas poesías
arábigas; si varios romances, como el de _la pérdida de Valencia_,
fueron traducidos ó imitados del árabe; si el arcipreste de Hita, ya en
el fondo, ya en la forma, imitó cantares moriscos; y si la elegía de
Abul-Beka de Ronda, en su primera parte, fué uno de los modelos que tuvo
presente Jorge Manrique cuando compuso sus admirables coplas. Lo que
sostengo es, que, en todo caso, fué cortísimo el influjo é
insignificante la imitación. Schack, por más esfuerzos que hace, tiene
que convenir en que los cristianos españoles conocieron poco la poesía
arábigo-hispana y la imitaron menos, y tiene que convenir también en que
esa poesía arábigo-hispana, más ó menos conocida é imitada, apenas tenía
ya de arábiga sino la lengua en que estaba escrita.
Pasando ahora de las letras á la ciencia, empezaré por decir que no me
incumbe estimar aquí y tasar en su valor la de los árabes; pero sí
procuraré, aunque sea compendiosa y someramente, hacer tres importantes
afirmaciones. Es la primera la de que España, cuando la conquista
muslímica, tenía su ciencia propia, de la que dan testimonio clarísimo
no pocos escritores y sabios, descollando entre todos San Isidoro de
Sevilla, y que esta ciencia, á pesar de las persecuciones y tiranías de
los conquistadores, continuó luciendo entre los muzárabes ó pueblo
cristiano vencido, y dió altas muestras de sí en el abad Sansón, en San
Eulogio y en Alvaro de Córdoba. Es la segunda que los árabes y los moros
no eran sabios cuando vinieron á España, ni trajeron sabios consigo, de
suerte que los sabios y la sabiduría que hubo más tarde entre ellos, no
deben tenerse por arábigas sino por españolas. Tan español es Averroes
como Séneca, como Luis Vives ó como Domingo de Soto. Y es la tercera
que, lejos de destruir los cristianos españoles la ciencia mucha ó poca
de los españoles muslimes, la protegieron, la fomentaron, se
aprovecharon de ella y la difundieron por toda Europa. En este punto,
más que en ningún otro, la acusación de Draper no puede menos de
atribuirse á mala fe, á ligereza ó á supina ignorancia.
Otro pueblo, además de los árabes y de los moros, hubo en España durante
toda la Edad Media, el cual, por su larga permanencia entre nosotros
(tal vez, en parte, desde antes de la venida de los romanos), no podía
ser mirado en España como forastero, sino como indígena. Era este pueblo
el israelita, que valió, importó é influyó más que los muslimes en la
civilización del mundo, floreciendo y mostrando tal actividad en España
por su saber, que bien podemos jactarnos de ello como de una gloria.
Maimónides, Ibn Gebirol, los Ben Ezrra, Jehuda-Leví de Toledo y otros
muchos filósofos, doctores y poetas nos pertenecen, como por ejemplo,
Mendelshon ó Enrique Heine pertenecen á Alemania.
Llamemos ahora, para acomodarnos á la manera vulgar de expresarse,
ciencia arábigo-judaica á toda esta ciencia que floreció en España entre
los españoles que siguieron la ley de Moisés ó la ley de Mahoma. ¿Qué
fundamento hay para asegurar, como asegura Draper, que los cristianos
españoles la destruyeron?
Los rabinos ilustres, los filósofos y los doctores musulmanes, arrojados
de Andalucía por el fanatismo de los almohades, tuvieron franca acogida
y lograron protección generosa en las cortes de los reyes de Aragón y
Castilla. Así, las célebres escuelas de Lucena y de Córdoba vinieron á
trasladarse á Barcelona y á Toledo. Ansiosos de difundir por el mundo
esta ciencia arábigo-judaica, ya en la primera mitad del siglo XII, el
arzobispo toledano D. Raimundo y sus amigos y clientes hicieron
traducir, tradujeron y dieron á conocer á Francia y á otras naciones
cristianas las obras y doctrinas de Al-kendi, Alfarabi, Avicena,
Avicebrón y otros autores. Sin duda, Domingo Gundisalvo y Juan de
Sevilla fueron los iniciadores y divulgadores primeros de la filosofía y
del saber semíticos en la Europa de la Edad Media.
Ernesto Renán nos reconoce este mérito y nos concede por ello su nada
sospechosa alabanza, diciendo: «La introducción de los textos árabes en
los estudios occidentales divide la historia científica y filosófica de
docente de los Padres de la Compañía. Sobre ello, por lo tanto, no
daremos nuestra opinión, pero sí diremos que la del público en general
es muy favorable á los Padres, y lo prueban la multitud de colegios que
tienen, su prosperidad, y el empeño con que muchas personas, hasta
opuestas al jesuitismo, liberales y librepensadoras, envían á sus hijos
á los colegios de los jesuítas para que allí se eduquen. Y no puede
negarse que el buen éxito de los jesuítas en este ministerio de la
enseñanza de la juventud produce y puede producir los mejores efectos,
aunque no sea más que despertando la emulación y excitando el celo de
otros establecimientos pedagógicos, ya, por ejemplo de los Institutos
oficiales y laicos, ya de otras Ordenes religiosas ó clericales
congregaciones. Los Padres Augustinos, sin duda, se esmerarán más en sus
enseñanzas para competir con los Padres de la Compañía y vencerlos, si
pueden. Y es probable, que, contemplando la prosperidad y crédito de los
jesuítas como cuerpo docente, los canónigos del Sacro Monte se hayan
animado y resuelto á ampliar los estudios de su colegio, convirtiéndole
en Universidad católica, donde ya se enseña la jurisprudencia y donde se
aspira y se quiere enseñar (como complemento y corona de las asignaturas
de teología), griego, hebreo y árabe y otras lenguas orientales, así
como muchas ciencias profanas y muchas teorías y descubrimientos
novísimos, á fin de ponerlos en armonía con la Religión revelada y de
que valgan para su sostén y concurran á su triunfo en vez de parecer,
como parecen, un ariete en manos de los incrédulos.
Concretándome ahora al examen del libro del autor anónimo, y expresando
aquí sobre él mi parecer franco y sincero; diré, para concluir, aunque
me acusen como han sido acusados con frecuencia los jesuítas de tener la
manga muy ancha, que los pecados y vicios que saca á la vergüenza el
autor anónimo, si bien sería de desear que no los hubiese, no me mueven
tanto á condenar la Compañía, compuesta de seres humanos, entre los
cuales no puede menos de haber bastantes pecadores, como la carencia del
espíritu elevado, amplio, civilizador y progresivo que la inspiró en
mejores días. Volver á informarse de este espíritu es, en mi sentir, lo
que la Compañía necesita, y no las mejoras y modificaciones de sus
institutos, que el autor anónimo propone, manifestando deseo de que la
Iglesia las adopte y establezca.
No va por un lado el espíritu del siglo y no va por el lado opuesto el
espíritu de la verdadera Religión. Ambos caminan y deben caminar unidos
á fin de que la mente y el corazón de los hombres se eleven á superiores
esferas. Cristo no enseñó cuanto hay que saber, sino que dejó mucho, aun
en las cosas más esenciales, para que los hombres lo averiguasen y lo
enseñasen con el transcurso del tiempo. El adelanto, el desenvolvimiento
de la metafísica y de toda doctrina social, política y hasta ética, no
está reñido con la revelación, que no fué ni pudo ser de una vez, sino
que, en cierto modo y altamente aceptada, es progresiva. Las mismas
palabras del Redentor lo declaran: _Adhuc multa habeo vobis dicere, sed
non potesti portare modo_. Lo que entonces no dijo Cristo, porque no
hubieran acertado á entenderle; lo que, aun después de descender sobre
los apóstoles las lenguas de fuego, cuando estaban congregados en el
Cenáculo, no quiere ó no puede revelar San Pablo, constituye la ulterior
revelación, y presta, digámoslo así, una flexibilidad sublime á nuestro
dogma religioso, que le hace capaz de contener dentro de sí, sin
romperse ni quebrantarse, toda civilización futura, por grande y
maravillosa que sea.
Yo entiendo, pues, que la mejor reforma que pudieran adoptar los
jesuítas sería la de inspirarse en tan sublime y fundamental pensamiento
que, sin salir fuera de las vías católicas y sin cobardes
condescendencias y transacciones con incrédulos é infieles, hiciese
posible la aspiración de Jaime Freeman Clarke al terminar su obra sobre
las _Diez grandes Religiones_, y al proclamar la cristiana como la
religión definitiva é imperecedera del humano linaje: que no se amengüe
la libertad del espíritu; que no se acepte con ceguedad lo que
contradiga al sentido común; que no se achique ó mutile la ciencia por
miedo de que triunfe de la fe; que ningún placer inocente, que ninguna
natural alegría de la vida y que nada de cuanto hay de hermoso en la
literatura, en el arte, en la sociedad y en el hogar doméstico, sea
sacrificado; sino que todos los hombres vengan á Jesús y hallen en Él el
medio más poderoso de elevarse hasta su Eterno Padre y la revelación más
cumplida de perdón, paz, esperanza y vida eterna, indispensable para el
desarrollo perfecto y completísimo de nuestro ser humano.
En los jesuítas hay en nuestro tiempo una limitación y una estrechez de
miras harto contrarias á las susodichas aspiraciones. Se olvidan de que
la letra mata y el espíritu vivifica, y se olvidan de que el espíritu de
verdad hará resplandecer toda verdad ante los ojos de los que le
siguen.
[Illustration]
SOBRE DOS TREMENDAS ACUSACIONES
CONTRA ESPAÑA, DEL ANGLO-AMERICANO DRAPER
_Influencia del elemento indígena en la cultura de los moros del
reino de Granada_, por D. Francisco Javier Simonet. _¿Shall Cuba be
free?_ (Artículo de Clarence King, en la revista de Nueva York _The
Forum_.)
El librito cuyo titulo va en el epígrafe contiene en pocas páginas
bastantes datos y mucha doctrina; mas, no sólo por esto, sino por las
ideas que sugiere y por los comentarios de que puede ser objeto, ha
llamado mi atención y me ha movido á llamar también sobre él, si puedo,
la atención del público.
El Sr. Simonet, autor del librito, es un arabista de reconocido mérito,
de grande ilustración y catedrático en Granada de la lengua del Yemen.
Ha publicado ya varios libros en que muestra su mucho saber. Uno de
ellos ha sido premiado por la Real Academia Española, y otro ha sido
premiado por la Real Academia de la Historia.
La obra de que nosotros vamos á hablar es menos fundamental y profunda:
es una obra de divulgación. Y si bien trata de sucesos, pasados ya hace
siglos, tiene, en nuestro sentir, un interés de actualidad.
En las naciones extranjeras abundan los escritores desapasionados y
juiciosos, de quienes no podemos quejarnos; pero no escasean tampoco los
escritores violentos, ciegos de furor, fanáticos con el fanatismo que
hoy se estila, y tan acérrimos enemigos de España, que no hay crimen,
maldad é infamia que no atribuyan á nuestra nación, infiriendo de ahí
que la postración y decadencia en que hoy estamos es un justo castigo de
Dios, y, si no cree en Dios el que de esta suerte quiere requebrarnos,
una ineludible consecuencia de las leyes fatales, impuestas no se sabe
por quién, que dirigen y ordenan la marcha de la humanidad á través de
los siglos.
Con algunos autores tenemos cierta disculpa, ya que para ellos no hay
responsabilidad ni libre albedrío. Todo ó casi todo depende del medio
ambiente. Y si nosotros somos crueles, codiciosos, traicioneros, y sobre
todo temerosos de Dios, que, según Buckle, es la peor de las cualidades,
todo ello consiste en que en España no hay lluvias regulares sino
feroces tormentas y prolongadas sequías, y además tal multitud de
terremotos, que nos tienen siempre con el alma en un hilo y con el
corazón en un puño y producen en nosotros la crueldad y la intolerancia
religiosas.
En prueba de que no exagero y de que no pueden ser más atroces las
injurias que nos dirigen algunos escritores, cuyas obras se traducen al
castellano, teniendo acaso nuestro público el mal gusto de estimarlas y
la candidez de creer lo que dicen, citaré al célebre catedrático de la
Universidad de Nueva York, Juan Guillermo Draper, el cual, en su
_Historia del desenvolvimiento intelectual de Europa_, asegura que
España, en justo castigo de sus espantosos crímenes, está hoy convertida
en un horrible esqueleto entre las naciones vivas, y añade Draper: «si
este justo castigo no hubiera caído sobre España, los hombres hubieran
ciertamente dicho: «no hay retribución: no hay Dios.» Por donde se ve
que es un bien y no un mal el que este pobre país esté muy perdido,
porque mientras peor estemos, mayores y más luminosas serán las pruebas
de la existencia de Dios y de su justicia. Largo es, muy largo, el
capítulo de culpas que Draper nos echa á cuestas; pero las dos culpas
más enormes, son las de haber destruido por completo, ó casi por
completo, dos civilizaciones; la oriental y la occidental.
La primera de estas dos acusaciones no es tan ridicula como la segunda,
de que hablaremos después, mas no por eso es menos falsa.
Indudablemente, los árabes, antes del Islam, poseían cierta extraña
cultura, en algunos puntos patriarcal y propia de pueblos nómadas y
pastores; en otros puntos, como por ejemplo en la poesía, hasta
refinada. Cuando entusiasmados por las predicaciones de su profeta, se
arrojaron á conquistar el mundo, no se puede decir que fuesen bárbaros.
Tal vez por no serlo y por hallarse muchos países vejados, humillados y
oprimidos por razas conquistadoras y por gobiernos despóticos, les fue
fácil conquistarlos. Tal vez fueron recibidos como libertadores en
algunos países, ó el pueblo al menos se sometió con docilidad á su yugo,
no hallándole más pesado que el que antes sufría. Así se explica, por
ejemplo, que cuatro ó cinco mil muslimes conquistasen el Egipto. Así se
explica que no muchos más hiciesen la conquista de España. En poco
tiempo se extendió el imperio musulmán desde la India y las fronteras de
la China hasta el Mediodía de Francia, salvando los Pirineos. Los
árabes, sin embargo, no eran muchos, y arrastraron en su expansión,
valiéndose de ellas para triunfar, á hordas bárbaras ó semi-salvajes,
como los habitantes del Norte de Africa, mauritanos, bereberes, ó como
queramos llamarlos. En España se llamaron y se llaman moros. Sin duda
por cada árabe de los que vinieron á la conquista de España, bien se
puede suponer que hubo un centenar de moros. Y esto en el principio,
mientras España estuvo sometida al califato de Oriente, y también, así
durante la independencia de la España musulmana del mencionado califato,
como desde la fundación del de Córdoba hasta su desmembración y ruina
después de la muerte de Almanzor. La multitud de reyezuelos que
surgieron de la ruina del califato, cuando no eran renegados españoles,
eran moros y no árabes. Y, por último, en la época de las dos primeras
grandes invasiones africanas, la de los almoravides y la de los
almohades, que en España prevalecieron y duraron, el elemento arábigo
entró por muy poco. Los invasores y dominadores de España fueron
africanos bárbaros, que no pudieron traer ni trajeron ningún principio
civilizador á nuestra Península. Aquí fue donde se domesticaron y
civilizaron algo, sometiéndose sin sentirlo los vencedores á la superior
inteligencia y saber de los vencidos y al influjo que de esto nace.
Los árabes mismos no poseían, al extenderse por el mundo y al apoderarse
de España, una civilización superior y propia. Tuvieron, sí, el mérito
de no destruir la civilización de los países que ocuparon: de aceptar y
de recibir en cada región algo de lo que allí se sabía, ya conservándolo
para que no se olvidase ó se perdiese, ya siendo como vehículo para
llevarlo de una región en otra. Esta buena cualidad, que no fue sólo
tolerancia, sino curiosidad simpática y afición respetuosa al saber de
los vencidos, valió de tal suerte que, durante algunos siglos, acaso
hasta después de las últimas cruzadas, pudo creerse que el mundo
musulmán era más culto que el mundo católico, y los espíritus
superficiales pudieron esperar ó temer que el islamismo en Asia, en el
norte de Africa y en España, arrebatase al cristianismo europeo la
bandera del progreso y la antorcha de la cultura. Casi todo este brillo,
sin embargo, y esta aparente superioridad en algunos momentos
históricos, se debieron en todas partes, y más que en ninguna en España,
á la civilización de los vencidos, á veces respetada, por lo cual
merecen los vencedores elogio, á veces viva y retoñando y reverdeciendo
siempre, sin que pudieran los vencedores arrancarla de cuajo, á pesar de
los esfuerzos que hicieron, y al fin sometiéndose á ella.
En suma, no es posible descubrir en toda la cultura hispano-muslímica
cosa alguna de valer que haya surgido en Arabia ó en Africa, entre
alarbes y moros, y que desde allí haya venido á España. A mi ver, cuanta
alabanza se quiera dar á la cultura muslímica española, es alabanza que
se da á los españoles mahometanos, y no á moros ni á árabes que viniesen
de fuera trayéndonos ciencias, artes ó industrias que aquí no existiesen
ó que aquí no tuviesen origen.
Por lo demás, yo creo que en la prosperidad y en la grandeza de los
estados ó reinos musulmanes que hubo en España, entran por mucho la
ponderación y la jactancia de los historiadores. Entra también por algo
la manía de no pocos críticos y pensadores modernos, de encarecer ó
ensalzar demasiado cosas que, si bien son bellas ó buenas, no merecen
tan ponderativos encarecimientos.
Apenas hay gran pueblo, de los que más han figurado en la historia, que
no haya dejado más hermoso y brillante rastro de sí que los árabes en
sus monumentos.
Se supone, y no he de negar que es suposición muy poética, que la
cultura arábiga, no sé si en España sólo ó también en otros países,
depende ó está ligada á una estrella que los griegos llamaron Canopo y
los árabes Sohail. Esta estrella brilló, siglos ha, muy alto sobre el
horizonte de España. En el día, á causa de la precisión de los
equinoccios, apenas se levanta poco más de un grado sobre el horizonte
de Cádiz. Cuando Sohail desaparezca de nuestro cielo, desaparecerán
también y serán ruinas y escombros los monumentos del arte arábigo que
en España quedan.
Esperemos que este vaticinio astronómico no se cumpla, para lo cual
importa que haya restauradores artistas como el Sr. Contreras, y que
nuestros ministros de Fomento no escatimen los recursos, no ya para
conservar lo que aún existe, sino para restaurar lo que se halla
lastimosamente medio destruido. Así, por ejemplo, yo no me contento con
que la Alhambra se conserve, sino que, si de mí dependiese, haría
restaurar las dos torres de las Infantas y de la Cautiva, cada una de
las cuales es, ó, mejor dicho, ha sido, y puede volver á ser, una
primorosa filigrana: un palacio ó casa real de la Alhambra en miniatura.
Acaso como arquitectos es como los árabes son, ó han sido, más
originales. ¿Pero quién negará que su arquitectura tiene escasa majestad
y solidez, y que se distingue y es digna de elogio, más que por nada,
por las menudencias y prolijidades del ornato?
El edificio más grandioso que de la época muslímica queda en España es
la catedral de Córdoba; la antigua mezquita de Abderraman. Pero en aquel
bosque de columnas que forman las diecinueve naves ó calles, ¿hay
muchas columnas que sean arábicas? ¿No ve, hasta el más profano, que
todas ó casi todas, son de templos cristianos ó gentílicos, de la época
romana ó de la época visigótica, arruinados y despojados por los
muslimes para edificar y hermosear su templo? Este templo, á decir
verdad, no me entusiasma tanto como á otros, en cuyo entusiasmo me
parece advertir no poco de extravagancia. Hasta figurándome la mezquita
integra, en todo su esplendor, sin templo cristiano en su centro y tal
como estaba en la época de los Abderramanes, sin la pared que la limita
ahora hacia el patio de los Naranjos, y dejándose ver desde él toda la
longitud de las diecinueve calles, alumbradas por lámparas de plata y
oro, y hasta figurándome además en todo su esplendor y belleza los
primorosos mosaicos, alicatados y dibujos de la capilla del Mihrab, yo
hallo, y he de confesarlo aquí, aunque se pongan las manos en la cabeza
los que me lean, que me parece más hermoso, más digno, más artístico el
templo cristiano que se levanta ahora en medio de la mezquita y que
tantas y tantas personas lamentan el que allí se haya levantado. Para mi
gusto, no ya el templo en su totalidad, sino alguno de sus pormenores,
como por ejemplo, la sillería del coro, vale más que el Mihrab con todos
sus arabescos y que cuantos primores, labrados con prolijidad bárbara,
contiene y contuvo la mezquita en su época más brillante.
No discuto aquí si hubiera sido ó no mejor edificar en cualquiera otra
parte el templo cristiano y dejar la mezquita integra y tal como estaba.
Falta de sentido arqueológico y de buena critica de bellas artes puede
afirmarse que hubo en esto; pero, ¿en el siglo XVI, hubiera habido en
cualquiera otra nación de Europa un amor más fino á la arqueología, y un
juicio más claro sobre el valer artístico é histórico de un monumento,
que hubieran impedido, sobreponiéndose al sentimiento religioso, la
construcción de un templo cristiano en el centro de la mezquita? Si por
una parte, algo de la mezquita se destruía, ¿cómo negar por otra que hay
no poco de poético y de sublime en la idea realizada de levantar en
medio del más espléndido santuario del islamismo y del arte oriental
otro magnífico santuario, según el gusto europeo, más adecuado al culto
y glorificación del Dios trino y uno?
No negaré yo la gracia y el encanto de algunas construcciones arábigas.
Si los árabes produjeron algo original, fue en arquitectura, aunque tal
vez tomasen mucho del arte bizantino y de la arquitectura de la India y
de la Persia y de otras regiones que invadieron ó conquistaron.
Aun así es de notar y de deplorar la vida efímera é inconsistente de los
monumentos arábigos. La estrella Sohail no se había ocultado aún bajo el
horizonte de España, y ya no había en Córdoba ni huellas de los palacios
de los califas; Medina-Azahara se había desvanecido; los alcázares y
jardines de Almotamid en Sevilla, de Almotacín en Almería, y de otros
reyezuelos elegantes y sibaríticos, se diría que se los había tragado la
tierra. De ellos no queda una columna en pie; ni huella, ni rastro.
Todavía en Grecia, en Sicilia y en Italia, están erguidos y casi
completos monumentos del arte helénico, anteriores de seis ó siete
siglos á la Era cristiana; en Egipto, en la India y en la Persia y en
otras tierras del centro de Asia, subsisten pasmosas obras que dan
testimonio del poder arquitectónico de pueblos que fueron grandes hace
miles de años, mientras que de los árabes, sobre todo en España y de la
mejor época, apenas queda nada. El mismo alcázar de Sevilla, más que
moro, es mudejar, y honra más el buen gusto del caprichoso y popular
tirano D. Pedro de Castilla, que la elegancia del rey poeta Almotamid, ó
la magnificencia de su tremendo padre, que adornaba sus jardines y las
puertas de su alcázar con las cortadas cabezas de sus enemigos.
Los encomiadores de los tiempos muslímicos en España ponderan más aún, y
no menos superficialmente, el gran florecimiento y prosperidad á que la
agricultura había llegado entonces. Para las irrigaciones, sobre todo,
no tienen más que alabanzas. Hay quien imagina que España en tiempo de
los moros era toda ella una florida, amena y fructífera huerta, que los
cristianos luego hemos marchitado y destruido. Nada más falso que este
aserto. Bastante digno de encomio hicieron los moros (ó, mejor dicho,
los españoles musulmanes, pues no hay razón para que fuesen moros ó
para que nosotros así los llamemos), á fin de cultivar, regar bien y
hacer productiva la tierra, especialmente en Valencia, Alicante, Murcia
y Granada; pero cuando se estudia bien este asunto, se ve que los
cristianos hicieron más y mejor para el mismo fin después de la
conquista, así en grandiosas y útiles obras hidráulicas, como en leyes y
reglamentos para organizar sabiamente el regadío. D. Jaime I en Aragón y
D. Alfonso el Sabio en Castilla, aunque no tuvieran más que este mérito,
gozarían de inmortal popularidad y serían gloriosos y benditos. Pero hay
más aún: los más colosales trabajos realizados para el riego, trabajos
que pasman por su solidez y magnificencia, son de las épocas en que se
supone á España sumergida en las tinieblas horrorosas de un brutal
fanatismo; son del reinado de Felipe II, bajo cuya protección y por cuya
excitación se construyeron los admirables diques y pantanos de Alicante,
de Elche y de Almansa, ó son del tiempo de Carlos III, bajo cuya
protección y por cuya excitación se hicieron los de Lorca.
En artes y letras es mayor desatino sostener que los moros importaran
nada en nuestro país, ni influyesen, salvo un poco en la arquitectura,
en el desenvolvimiento intelectual de los españoles. De escultura y
pintura no hay que hablar, pues, aunque, á veces, faltando á los
preceptos de su religión, esculpiesen y pintasen algo, lo por ellos
pintado y esculpido fué grosero y rudo. Así lo atestiguan las esculturas
y las pinturas que en la Alhambra se conservan. Poesía dramática no
tuvieron nunca. Algo de poesía épica ó narrativa puede decirse qué
tuvieron, si bien no tuvieron nada que, ni remotamente, pudiera
compararse, no digamos ya al antiquísimo poema del Cid, pero ni á las
leyendas de santos de Gonzalo de Berceo. De aquí se infiere que nuestra
gran literatura nacional trilingüe, castellana, catalana y portuguesa,
nació ó retoñó en estos idiomas vernáculos, de su antigua raíz y tronco
cristianos y latinos: raíz y tronco firmemente plantados en nuestro
suelo. Y si algo de fuera, si algo extraño vino á ayudar ó á fomentar el
reverdecimiento de esta literatura, vino de Francia y de Italia, y no de
la morería. Por el contrario, yo creo que debe y puede sostenerse que la
pompa oriental, las galas y primores, á veces excesivos, y cierta
redundancia que en nuestra poesía y en nuestra elocuencia se notan
frecuentemente, y aun se censuran, son ya sobras ó defectos que de muy
antiguo tuvieron los españoles, y por los cuales fueron motejados en
Roma Lucano, Séneca y otros prosistas, oradores y poetas de nuestra
patria.
En las poesías escritas en lengua arábiga por españoles y en España,
aunque durante la dominación muslímica, no hallo difícil percibir, á
través de la forma clásica tomada de la antigua poesía del Yemen y de la
imitación de los verdaderos poetas árabes más famosos y celebrados,
algo, y no poco, en el sentir y en el pensar, nacido en corazones y
espíritus españoles, y que casi de seguro no hubiera nacido jamás en el
alma de un moro de Africa ó de un beduino de Arabia. Este orientalismo
es tan español y tan poco oriental, que á raíz de la última reconquista
se manifiesta esplendorosamente en prosa y en verso en nuestra
literatura española y nace del concepto fantástico, transfigurado y
hermoso, que la mente de los vencedores crea y forma de las costumbres,
usos, pasiones y cultura del pueblo á quien ha vencido. De aquí la
novela caballeresca, la ficción graciosa de Ginés Pérez de Hita. Y de
aquí la multitud de preciosos romances moriscos y el tinte
imaginariamente oriental que engalana tantas de nuestras obras poéticas,
desde los mismos romances moriscos que incluye en sus _Guerras Civiles_
el mencionado Ginés Pérez de Hita, hasta los admirables romances de
Góngora y de D. Nicolás Moratín, hasta el arabismo cordobés del duque de
Rivas en _El moro expósito_, y hasta los esplendores y ensueños
orientales del valenciano Arolas y del instintivo y popularmente
iluminado poeta Zorrilla en su leyenda de _Alhamar_ y en otras
composiciones y fragmentos. Casi todo esto contiene un arabismo ú
orientalismo hechicero y de color de rosa, tan creado por nosotros, que
bien se puede asegurar que no hay árabe ni moro que, aunque se le
tradujera en su lengua, entendiese palabra de ello.
¿Ni cómo habían de entender las quintas esencias y los refinamientos
amorosos y místicos que gastan los poetas y algunos de sus héroes, y
los discreteos, delicadezas y finuras de sus galanes y de sus damas?
No voy á dilucidar aquí si algunas poesías compuestas en España, aunque
en lengua arábiga y por muslimes españoles, pudieron ejercer influjo en
la poesía castellana; si los cristianos conocían dichas poesías
arábigas; si varios romances, como el de _la pérdida de Valencia_,
fueron traducidos ó imitados del árabe; si el arcipreste de Hita, ya en
el fondo, ya en la forma, imitó cantares moriscos; y si la elegía de
Abul-Beka de Ronda, en su primera parte, fué uno de los modelos que tuvo
presente Jorge Manrique cuando compuso sus admirables coplas. Lo que
sostengo es, que, en todo caso, fué cortísimo el influjo é
insignificante la imitación. Schack, por más esfuerzos que hace, tiene
que convenir en que los cristianos españoles conocieron poco la poesía
arábigo-hispana y la imitaron menos, y tiene que convenir también en que
esa poesía arábigo-hispana, más ó menos conocida é imitada, apenas tenía
ya de arábiga sino la lengua en que estaba escrita.
Pasando ahora de las letras á la ciencia, empezaré por decir que no me
incumbe estimar aquí y tasar en su valor la de los árabes; pero sí
procuraré, aunque sea compendiosa y someramente, hacer tres importantes
afirmaciones. Es la primera la de que España, cuando la conquista
muslímica, tenía su ciencia propia, de la que dan testimonio clarísimo
no pocos escritores y sabios, descollando entre todos San Isidoro de
Sevilla, y que esta ciencia, á pesar de las persecuciones y tiranías de
los conquistadores, continuó luciendo entre los muzárabes ó pueblo
cristiano vencido, y dió altas muestras de sí en el abad Sansón, en San
Eulogio y en Alvaro de Córdoba. Es la segunda que los árabes y los moros
no eran sabios cuando vinieron á España, ni trajeron sabios consigo, de
suerte que los sabios y la sabiduría que hubo más tarde entre ellos, no
deben tenerse por arábigas sino por españolas. Tan español es Averroes
como Séneca, como Luis Vives ó como Domingo de Soto. Y es la tercera
que, lejos de destruir los cristianos españoles la ciencia mucha ó poca
de los españoles muslimes, la protegieron, la fomentaron, se
aprovecharon de ella y la difundieron por toda Europa. En este punto,
más que en ningún otro, la acusación de Draper no puede menos de
atribuirse á mala fe, á ligereza ó á supina ignorancia.
Otro pueblo, además de los árabes y de los moros, hubo en España durante
toda la Edad Media, el cual, por su larga permanencia entre nosotros
(tal vez, en parte, desde antes de la venida de los romanos), no podía
ser mirado en España como forastero, sino como indígena. Era este pueblo
el israelita, que valió, importó é influyó más que los muslimes en la
civilización del mundo, floreciendo y mostrando tal actividad en España
por su saber, que bien podemos jactarnos de ello como de una gloria.
Maimónides, Ibn Gebirol, los Ben Ezrra, Jehuda-Leví de Toledo y otros
muchos filósofos, doctores y poetas nos pertenecen, como por ejemplo,
Mendelshon ó Enrique Heine pertenecen á Alemania.
Llamemos ahora, para acomodarnos á la manera vulgar de expresarse,
ciencia arábigo-judaica á toda esta ciencia que floreció en España entre
los españoles que siguieron la ley de Moisés ó la ley de Mahoma. ¿Qué
fundamento hay para asegurar, como asegura Draper, que los cristianos
españoles la destruyeron?
Los rabinos ilustres, los filósofos y los doctores musulmanes, arrojados
de Andalucía por el fanatismo de los almohades, tuvieron franca acogida
y lograron protección generosa en las cortes de los reyes de Aragón y
Castilla. Así, las célebres escuelas de Lucena y de Córdoba vinieron á
trasladarse á Barcelona y á Toledo. Ansiosos de difundir por el mundo
esta ciencia arábigo-judaica, ya en la primera mitad del siglo XII, el
arzobispo toledano D. Raimundo y sus amigos y clientes hicieron
traducir, tradujeron y dieron á conocer á Francia y á otras naciones
cristianas las obras y doctrinas de Al-kendi, Alfarabi, Avicena,
Avicebrón y otros autores. Sin duda, Domingo Gundisalvo y Juan de
Sevilla fueron los iniciadores y divulgadores primeros de la filosofía y
del saber semíticos en la Europa de la Edad Media.
Ernesto Renán nos reconoce este mérito y nos concede por ello su nada
sospechosa alabanza, diciendo: «La introducción de los textos árabes en
los estudios occidentales divide la historia científica y filosófica de
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