A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 05

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de su extinción bajo el pontificado de Clemente XIV, figura en ella una
brillantísima serie de varones admirables por la acción, como
predicadores, viajeros, mártires heróicos y exploradores atrevidos de
países incógnitos y bárbaros, y una lucidísima cohorte de hombres
eminentes en ciencias y en letras, descollando entre ellos muchísimos
españoles, por lo cual, estando España hoy tan decaída, no goza acaso el
nombre de ellos de toda la fama y el alto aplauso que merecen.
Para infundir en la mente de mis lectores un elevadísimo concepto y para
entonar un himno en alabanza de la Compañía de Jesús, no he de ir yo á
buscar frases y datos en libros escritos por jesuítas, ni en
disertaciones é historias de católicos fervorosos y hasta fanáticos,
sino que tomaré los datos y frases en un autor inglés, criado en el
protestantismo y librepensador más tarde: en el famoso historiador y
_ensayista_ lord Macaulay. Harto merece ser traducido todo lo que él
dice de los jesuítas y de su fundador; pero, á fin de no ser prolijo, me
limitaré á traducir algunos trozos. «Ignacio de Loyola en la gran
reacción católica tuvo la misma parte que Lutero en el gran movimiento
del protestantismo. Pobre, obscuro, sin protector, sin recomendaciones,
entró en Roma, donde hoy dos regios templos, ricos en pinturas y en
mármoles y jaspes, conmemoran sus grandes servicios á la Iglesia; donde
su imagen está esculpida en plata maciza; donde sus huesos, en una urna
cubierta de joyas, se ven colocados ante el altar de Dios. Su actividad
y su celo vencieron todas las oposiciones, y bajo su mando el orden de
los jesuítas empezó á existir y creció rápidamente hasta el colmo de sus
gigantescos poderes. Con qué vehemencia, con qué política, con qué
exacta disciplina, con qué valor indomable, con qué abnegación, con qué
olvido de los más queridos lazos de amistad y parentesco, con qué
intensa y firme devoción á un fin único, con qué poco escrupulosa
laxitud y versatilidad en la elección de los medios riñeron los jesuítas
la batalla de su Iglesia, está escrito en cada página de los anales de
Europa, durante muchas generaciones. En el Orden de Jesús se concentró
la quinta esencia del espíritu católico: la historia del Orden de Jesús
es la historia de la gran reacción del catolicismo. Este Orden se
apoderó de todos los medios y fuerzas con que se dirige y manda el
espíritu del pueblo: del pulpito, de la prensa, del confesionario y de
las academias. Donde predicaba el jesuíta, la iglesia era pequeña para
el auditorio. Su nombre en la primera página aseguraba la circulación de
un libro. A los pies del jesuíta la juventud de la nobleza y de la clase
media era guiada desde la niñez á la edad viril y desde los primeros
rudimentos hasta la filosofía. La literatura y la ciencia, que parecían
haberse asociado con los infieles y con los herejes, volvieron á ser las
aliadas de la ortodoxía. Dominante ya en el Sur de Europa, la grande
Orden se extendió pronto, conquistando y para conquistar. A despecho de
Océanos y desiertos, de hambre y peste, de espías y leyes penales, de
calabozos y torturas y de los más espantosos suplicios, los jesuítas
penetraban, bajo cualquier disfraz, en todos los países; como maestros,
como médicos y como siervos; arguyendo, instruyendo, consolando,
cautivando los corazones de la juventud, animando el valor de los
tímidos, presentando el Crucifijo ante los ojos del moribundo. El orbe
antiguo no fué bastante extenso para la extraña actividad de los
jesuítas. Ellos invadieron todas las regiones que los grandes y
recientes descubrimientos marítimos habían abierto al emprendedor genio
de Europa. Los jesuítas aparecían en las profundidades de las minas del
Perú, en los mercados de esclavos de Africa, en las costas de las islas
de las Especias y en los observatorios de la China; y hacían prosélitos
y conversiones en países adonde ni la avaricia ni la curiosidad habían
tentado aún á sus compatricios para que penetrasen; y predicaban y
disputaban en idiomas de los que ningún otro natural de nuestro
Occidente entendía palabra.»
Cuando la Reforma se levantó contra la Iglesia católica, el clero
secular y regular, aun en la misma Roma, estaba corrompido y viciado y
hasta lleno de descreimiento: «sólo el Orden de los jesuítas, añade
nuestro historiador, pudo mostrar muchos hombres no inferiores en
sinceridad, constancia, valor y austeridad de vida á los apóstoles de la
Reforma». A los jesuítas, pues, á su poder persuasivo y al influjo de su
palabra, se debió en gran parte la restauración y reverdecimiento en el
seno de la Iglesia católica de aquel hondo sentir religioso y de aquella
«extraña energía que eleva á los hombres sobre el amor del deleite y el
miedo de la pena; que transforma el sacrificio en gloria y que trueca la
muerte en principio de más alta y dichosa vida».
Declara asimismo Macaulay que el prodigioso cambio, que el triunfo
inesperado del catolicismo sobre el protestantismo se debió en gran
parte á los jesuítas y á la profunda política con que Roma supo valerse
de ellos. «Cincuenta años después de la separación de Lutero, el
catolicismo apenas podía sostenerse en las costas del Mediterráneo: cien
años después apenas podía el protestantismo mantenerse en las orillas
del Báltico. Grandes talentos y grandes virtudes se desplegaron por
ambas partes en esta tremenda lucha. La victoria se declaró al fin en
favor de la Iglesia romana. Al expirar el siglo XVI, la vemos triunfante
y dominante en Francia, en Bélgica, en Baviera, en Bohemia, en Austria,
en Polonia y en Hungría. El protestantismo en los siglos que han venido
después no ha podido reconquistar lo que perdió entonces.» Y añade
Macaulay: «He insistido detenidamente sobre este punto, porque creo que
de las muchas causas á las que debió la Iglesia de Roma su salvación y
su triunfo al terminar el siglo XVI, la causa principal fué la profunda
política con que dicha iglesia se aprovechó del _fanatismo_ de personas
tales como San Ignacio y Santa Teresa.»
Es muy de notar que esto que Macaulay, con su criterio protestante ó
racionalista, _fanatismo_, podrá ser llamado así por el brio y la
intensidad con que se sintió y se pensó, pero tanto el sentimiento como
el pensamiento, analizados, examinados y juzgados hasta por un hombre
descreído del siglo XIX, fueron, en el siglo XVI, permitánsenos las
palabras, más razonables y más progresistas que cuanto Lulero, Calvino y
los otros apóstoles de la reforma pensaron, sintieron y dijeron. No fué
el misticismo español de entonces huraño, egoísta y meramente
contemplativo, aspirando á elevarse y á unirse con Dios para aniquilarse
allí confundiéndose en la esencia infinita y desvaneciéndose en un
perpetuo _nirvana_. El amor de Dios y la aspiración á unirse con él,
según mil veces lo explican nuestros místicos, fueron una preparación y
habilitación de las almas para que obrasen luego, en la vida terrenal,
inauditos prodigios de amor al prójimo, y para que diesen cima á casi
sobrehumanas empresas. Las almas, según dichos místicos, cuando ardían
en el fuego del amor divino y derretidas por la fuerza de este fuego se
diría que se identificaban con Dios, eran como la espada que parece
fuego en la fragua, de donde sale después con más fino temple y con
superior aptitud para ejercer sus funciones. Lo místico y lo
contemplativo en los jesuítas no fué el fin, sino el medio para
apercibirse á la acción y cobrar fuerzas y virtud mayores con que
alcanzar en ella la victoria. Y no fué la victoria en favor sólo del
catolicismo, sino también para conservar ó restaurar el lazo ó principio
unificante de la civilización europea, que los protestantes habían roto;
para hacer que triunfase dicha civilización, amenazada por nueva
barbarie, y para salvar la libertad y el valor y mérito de nuestras
obras, casi negados por el fatalismo cruel y pesimista con que los
protestantes denigraban y hacían odiosa á la divinidad y esclavizaban á
la humana naturaleza, sacrificándola en aras de una _predestinación_ y
de una _gracia_, caprichosas y ciegas.
Nadie podrá acusar de jesuítico al célebre y malogrado historiador y
polígrafo Oliveira Martins, y, sin embargo, en este punto que tocamos
ahora, ensalza como nadie á los jesuítas, haciendo que la gloria de
ellos y su triunfo en el Concilio de Trento aparezcan acaso como el
mayor triunfo y como la más espléndida gloria de la civilización ibérica
en el siglo XVI. «Los protestantes, dice Oliveira Martins, no excluyen
las buenas obras; pero no es el mérito de ellas el que redime: es
únicamente el mérito de Cristo, independiente del hombre. Esta doctrina,
añade, es la condenación del hombre y de su actividad, de su voluntad,
de la fuerza íntima que constituye su vida. Condenando al hombre, los
protestantes condenan el mundo: transfiguran la realidad y conducen á
los abismos de la esclavitud trascendente. En cambio, la doctrina de los
jesuítas Salmerón y Lainez, vencedora en Trento, diviniza al mundo y al
hombre, revelando y haciendo resplandecer la justicia de Dios en la fe
del hombre y en sus buenas obras, cuyos méritos elevan á la gracia. El
genio español, añade Oliveira Martins, fué, pues, por la boca elocuente
de Lainez y de Salmerón, el defensor de la cultura humana, deteniendo á
Europa en la pendiente de una predestinación fatalista.»
Debo observar que yo no cito aquí á Oliveira Martins como quien cita á
un padre de la Iglesia; que en asunto tan difícil como la conciliación
de la gracia y del libre albedrío, no le doy autoridad alguna; y que no
hago á los jesuítas pelagianos, ó semi-pelagianos, para ponderar lo que
valían. Sólo afirmo que, sin incurrir en error contra la fe, porque ni
el molinismo, ni menos su mitigación por el congruismo de Suárez, fueron
nunca calificados de heréticos, los jesuítas defendieron y sostuvieron
la libertad del hombre, sin salir fuera del circulo de la creencia
católica, y en cuestión la más oscura y difícil de la teología, y aun de
todo pensar filosófico, por donde será siempro para teólogos y filósofos
manantial y semillero de disputas hasta la consumación de los siglos. No
quiero seguir ponderando aquí y recapitulando todo lo que en alabanza de
los jesuítas puede decirse y se ha dicho hasta la extinción de la Orden
en el siglo pasado. Las acusaciones lanzadas contra ellos y la multitud
de enemigos acérrimos que tuvieron, primero entre los protestantes,
después entre los jansenistas, y, por último, entre los librepensadores,
redundan en cierto modo en elogio de los jesuítas, ya que prueban el
extraordinario poder y la importancia que tenían. El mérito de ellos, no
obstante, tiene que ser reconocido hasta por sus mayores contrarios, si
se precian de candorosos é imparciales. Así, por ejemplo, Mosheim dice:
«El candor y la imparcialidad me obligan á confesar que los adversarios
de los jesuítas, al mostrar la torpeza y negrura de varias de sus
máximas y opiniones, han ido más allá de lo que debían, y han exagerado
las cosas para abrir más extenso campo á su celo y á su elocuencia.
Fácil me sería probarlo con ejemplos sacados de las doctrinas de la
_probabilidad_ y de la _restricción mental_, imputadas como un crimen á
los jesuítas; pero esto me apartaría demasiadodemi asunto. Observaré
sólo que en la disputa se han atribuido á los jesuítas principios que
sus enemigos sacan por inducción de la doctrina de ellos, sin que ellos
los confiesen; que no siempre han interpretado sus términos y sus
expresiones en el verdadero sentido, y que nos han presentado las
consecuencias de su sistema de una manera parcial, que no está de
acuerdo con la equidad exacta.»
Esta confesión de Mosheim en favor de los jesuítas los honra mucho,
porque es uno de sus más declarados enemigos, y porque sin nombrarlas
censura de parcialidad y de más ó menos inconsciente falsía las
encomiadas _Provinciales_ de Blas Pascal, obra que, según muchos
afirman, ha hecho más daño á los jesuítas que la indignación de los
soberanos y que todas las calamidades que han caído después sobre su
Orden.
No he de dilatarme yo más, defendiéndola aquí. No ataca ni condena su
pasado el autor incógnito del libro de que doy cuenta. Sólo añadiré,
para terminar, que nadie puede pretender, ni los más fervorosos
jesuítas, que la Compañía estuvo exenta de faltas y que todos sus
individuos, que se contaban por miles, fueron unos santos, sin pecado y
sin vicio, hasta la extinción de la Compañía en 1773.
Al caer entonces los jesuítas cayeron como los héroes de una noble
tragedia, donde toda la simpatía y el aplauso fué para las víctimas, y
la reprobación, en los más elevados espíritus, para los tiranos y
opresores; para Pombal, para la Pompadour, para Tanucci y para el conde
de Aranda. Las alabanzas de la Orden extinguida se renovaron ó surgieron
entonces, derramándose sobre ella como sobre fúnebre monumento un
diluvio de flores. Los más eminentes personajes de Europa, aun entre los
no católicos, habían celebrado ó celebraron á los jesuítas: Enrique IV
de Francia, Catalina II de Rusia, Rousseau, Diderot, Leibnitz, Lessing,
Herder y mil otros.
Voltaire dice de ellos: «Tienen escritores de un mérito raro, sabios,
hombres elocuentes y _genios_.» D'Alembert: «Los jesuítas se han
empleado con éxito en todos los géneros: elocuencia, historia,
antigüedades, geometría y literatura profunda y agradable. Apenas hay
disciplina en que no cuenten ellos hombres de primer orden.»
Federico el Grande de Prusia, escribía á Voltaire: «Esta Orden ha dado á
Francia hombres del _genio_ más elevado.»
Después de suprimida la Compañía, los jesuítas, arrojados impíamente de
todos los dominios españoles y refugiados en Italia, se esmeraron en dar
clarísimo testimonio y brillantes muestras de su valer, redundando así
cuanto hicieron en mayor vergüenza y descrédito de sus perseguidores y
en alta honra de España, su patria.
Jamás, desde la toma de Constantinopla por los turcos y la venida á
Italia de los sabios griegos, había penetrado en aquella península
hueste más lucida y docta de extranjeros fugitivos. La historia
científica y literaria de los ex jesuítas españoles, que por toda Italia
se difundieron, carece todavía de un historiador digno. De esperar es
que lo sea con el tiempo el erudito y elegante escritor D. Marcelino
Menéndez y Pelayo. Entre tanto, no faltan eruditos italianos que se
ocupen con amor en este asunto. Recientemente la Real Academia de
Ciencias de Turín ha publicado sobre él una hermosa memoria, debida al
saber y talento del doctor Victorio Cian. Al dar cuenta de esta memoria
el ya citado Menéndez y Pelayo, en el número de Enero último de la
_Revista critica de historia y literatura_, amplifica y esclarece las
noticias del Doctor Cian con no pocas más que demuestran la importancia
y el valer de aquellos nuestros ilustres compatriotas. Los Padres
Andrés, Arteaga, Eximeno y Masdeu son elogiados por el Dr. Cian según su
mérito; pero en cambio, sólo hace rápida mención de Hervás y Panduro,
creador de una nueva ciencia: la filología comparativa; del Padre Juan
Bautista Gener, autor de los seis primeros tomos de una enciclopedia
teológica, que implica la renovación de los estudios eclesiásticos; del
Padre Tomás Serrano, elegante y sabio humanista; del gramático Garcés,
cuyo libro del _Vigor y elegancia de la lengua castellana_ se lee aún
con fruto; del Padre Aponte, egregio helenista, maestro del cardenal
Mezzofanti; del insigne historiador de Méjico Clavijero; del naturalista
chileno Molina; de Landival, cuya _Rusticatio Mexicana_ es uno de los
más curiosos poemas de la latinidad moderna, hasta por lo original y
exótico del asunto, y de Márquez, tan benemérito, por sus libros, de la
arqueología romana y de la historia de la arquitectura.
Aunque el Dr. Cian diga poco ó nada sobre los mencionados escritores,
todavía basta con los que celebra para hacer que se forme elevadísimo
concepto de los jesuítas españoles emigrados en Italia y de cuanto
trabajaron y escribieron desde 1767 hasta 1814. Acrecientan la elevación
de este concepto, las nobles palabras con que el Dr. Cian termina y
resume su memoria: «Aquellos hombres--dice--arrojados de su patria,
obligados á vivir entre las desconfianzas, las envidias, los rencores
antiguos y recientes, en país extranjero, guardan celosamente el culto
de la patria en su corazón, y al mismo tiempo se enlazan en afectuosa
amistad con algunos de los nuestros y de los mejores, estudian y adoptan
é ilustran la lengua y la literatura del país que les ha dado
hospitalidad; pero cuando ven que algún italiano quiere lanzar la más
leve sombra sobre el honor literario de España, se levantan con fiereza
caballeresca, propia de su raza, y no temen defenderse, y pasar muchas
veces de la defensa á la ofensa vigorosa y audaz... No podemos menos de
sentir una admiración profunda por estos emigrados que en tan breve
período de años respondieron tranquilos y altivos, con la mejor de las
venganzas, á las injurias de la fortuna, á las persecuciones, á los
odios de los hombres que pretendían extinguirlos; y se levantaron y se
purificaron á los ojos de la historia, á nuestros propios ojos, á los
ojos de aquellos mismos que creían y aspiraban á verlos aniquilados para
siempre. Su producción múltiple, varia y á veces profunda y original, es
un fenómeno singularísimo. En vano se buscaría en la historia de las
literaturas europeas otro fenómeno semejante de _colonización
literaria_; violenta, forzada en sus causas y en los medios con que fué
realizada; espontánea, duradera y digna en sus complejas
manifestaciones; útil y gloriosa para aquellos colonos, dotados de
extraordinaria flexibilidad y gran virtud asimiladora; no ingloriosa
para la madre patria que los desterraba; ventajosa y honorífica para la
nueva patria latina que los acogía en su seno hospitalario.»
Harto reconocerá el lector por lo expuesto hasta aquí que yo soy un
admirador fervoroso y sincero de la antigua Compañía de Jesús; pero esto
no se opone á que yo dé crédito é importancia á las tremendas
acusaciones que lanza contra la Compañía el autor anónimo, cuyo libro me
induce á escribir este articulo.
No recuerdo quien dijo, tal vez fué Cervantes, que las segundas partes
nunca fueron buenas; y yo confieso que me siento inclinado á aplicar el
dicho á la Compañía de Jesús restaurada, desde 1814 hasta ahora.
La primera revolución francesa, con tantos horrores y tanta sangre y
dando por último resultado á un déspota que sin propósito fijo,
civilizador y humano, mantiene durante años la confusión y la guerra en
Europa; la propensión del pensamiento filosófico hacia el pesimismo y
hacia el más grosero ateísmo y la aparición ó la mayor difusión y el más
hondo arraigo de espantosas doctrinas que, no sólo tiran á subvertir el
organismo social, sino á arrancar de cuajo los fundamentos en que el
orden actual se sostiene, han apocado acaso, con la repugnancia y el
terror que inspiran, el espíritu religioso de muchos individuos é
instituciones, y entre éstas la de los jesuítas sin duda. Lo cierto es
que ya no son como eran antes. A mi ver, ya no pueden decir: _sint ut
sunt, aut non sint_. Ya son otros de lo que eran. Antes, al defender la
fe católica, de que se hicieron y fueron maravillosos adalides, se
pusieron en el camino del progreso, á la cabeza de la humanidad,
levantando el lábaro y apareciendo casi, así por el amor de la religión
como por el amor de la ciencia, semejantes á la columna de fuego que
guió en el desierto á los israelitas durante la noche.
Hoy, por el contrario, faltos de fe los jesuítas y engañados por el
pesimismo, imaginan sin duda que la civilización ha descarrilado, que se
ha extraviado, saliendo de la senda que debía seguir, y en vez de
ponerse delante y servir de guía, se han puesto á la zaga y hacen todos
los posibles esfuerzos porque ceje y retroceda hacia un punto absurdo y
fantástico que jamás existió y con el que ellos sueñan. De aquí que todo
progreso, toda elevada cultura, todo pensamiento sano de libertad y de
mejoras, sea tildado por ellos de _liberalismo_ y aborrecido de muerte.
Esto es peor que carecer de un ideal, es tener un ideal falso é
inasequible por ser contrario á las ideas y á las esperanzas de la
porción más activa, inteligente y hábil de la novísima sociedad humana.
En esta situación, sin verdadero entusiasmo, porque reacción tan
disparatada no puede inspirarle, no es extraño que los jesuítas modernos
tengan todas las flaquezas y pequeñeces é incurran en cuantos vicios y
pecados el autor anónimo les imputa en su iracunda y despiadada sátira.
Todo lo que el autor anónimo nos declara que hay ahora de malo en la
Compañía, pudo existir y existió probablemente en ella, hasta cierto
punto, desde su origen. No era posible que entre millares de hombres,
formando una asociación poderosísima, no se albergasen la ambición, la
codicia, el apetito de deleites y regalos y otras mundanas pasiones;
pero entonces era tan elevado el propósito, era tan generoso y fecundo
el pensamiento capital que informaba á la Compañía, y era tan numerosa y
refulgente la falange de sus héroes, de sus santos, de sus exploradores,
de sus sabios y de sus mártires, que deslumbraba con su resplandor y no
dejaba ver lo vicioso y lo malo que había en la Compañía y que es tan
inherente y propio y tan difícil de extirpar por completo de nuestra
decaída naturaleza.
Es asimismo de recelar que el jesuitismo moderno, si bien fustiga con
sobrada acritud los vicios del día, se haya dejado, sin sentirlo,
inficionar por algunos de ellos, y en particular por los que afean más
ahora á las clases medias y elevadas de la sociedad, con las que los
jesuítas tratan y alternan frecuentemente. La afición, pues, al regalo,
á la pompa, á ciertos refinamientos y elegancias y al dinero que lo
proporciona todo, no deja de ser natural que se haya infiltrado en las
almas de los decaídos sucesores de Francisco Javier, de Francisco de
Borja, y de tantos y tantos gloriosos misioneros, confesores y mártires
de la fe de Cristo.
Cuantos hechos, anécdotas y casos refiere el autor incógnito para
rebajar y humillar á los jesuítas del día, tienen traza de verdaderos y
dejan harto mal parados á los Padres. Referidos con notable primor de
estilo, desenfado y gracia, entretienen tanto ó más que una novela
picaresca. Así los dos capítulos _Cuestión de cuartos_ y _Los dineros
del sacristán_, nos pintan á los Padres sedientos de oro y valiéndose
para adquirirle de mil medios poco decorosos; de la usura, del agio y de
la adulación para con los ricos, á fin de conseguir de ellos donaciones
y herencias: y nos los pintan al mismo tiempo manirrotos, despilfarrados
y faltos de juicio, de buen gusto y de previsión, para gastar, ó más
bien para derrochar estas poco bien adquiridas riquezas. En el capítulo
_El Politiqueo_ aparecen los Padres como facciosos, excitadores á guerra
civil y tan partidarios de D. Carlos, que cantaban el _Te Deum_ cuando
ocurría algún suceso funesto para las armas de España, v. gr.: la muerte
del caballeroso y heróico marqués del Duero.
Para no fatigar á los que me lean no seguiré extractando aquí el inmenso
cúmulo de acusaciones que lanza contra los jesuítas el autor anónimo.
Recomendaré, sin embargo, la lectura del capítulo _El Mujerío_, porque
tiene muchísimo chiste. Sobre todo en cuanto se refiere á las relaciones
espirituales de los Padres con las duquesas, marquesas y condesitas, y
en la descripción que hace de la devoción elegante, del misticismo
cómodo y de la religiosidad _high life_ y á la moda.
Todo esto, no obstante, por más que sea digno de reprobación y deba ser
condenado en este, en aquel ó en el otro individuo, tal vez afecte menos
á la Compañía en general de lo que el autor anónimo imagina y pretende.
En una asociación tan numerosa y que alcanza extraordinario influjo y
crédito, es difícil, es casi imposible evitar que algunos, que tal vez
muchos de los que á la asociación pertenecen, no se prevalgan de ese
influjo y de ese crédito para lograr provechos y ventajas materiales. Y
por otra parte, el despilfarro de esos provechos, casi siempre en cosas
deleitables para la colectividad ó que satisfacen y lisonjean su
orgullo, prueba que no hay grande egoísmo en el individuo que los ha
logrado, é inclina á creer que la codicia jesuítica más que viciosa es
poco juiciosa.
En mi sentir, pues, los capítulos de mayores culpas del libro del autor
anónimo contra los jesuítas, son los dos que se titulan: _De ciencia y
tantidad_, _la mitad de la mitad_.
Ni en ciencia, ni en literatura ni en artes, llegan hoy los jesuítas de
España á lo que fueron en lo pasado. Quedan además muy por bajo del
nivel de los escritores seglares y de los escritores del clero y de los
otros institutos religiosos. La fama al menos no hace resonar mucho sus
nombres ni difunde su gloria.
En este punto, sin embargo, y si hemos de dar crédito al autor anónimo y
no tildar de exageración sus alabanzas, él las prodiga de tal suerte al
P. Juan José Urraburu, que le coloca muy por encima de todos los
filósofos, pensadores y escritores aficionados á la filosofía que ha
habido en nuestra nación en el siglo presente. No he de negar yo que
sean muy estimables las obras filosóficas de Balmes, del P. Zeferino
González, de D. Manuel Orti y Lara, de Sanz del Rio y de la turba de sus
prosélitos; pero de ninguno de ellos se podría afirmar sin exagerada
benevolencia lo que el autor anónimo afirma de la obra filosófica del P.
Juan José Urraburu, declarando que es notabilísima, que hace honor á
España, y que debe contarse entre las mejores, si ya no es la mejor
publicada en Europa, después de la restauración filosófica pregonada por
León XIII. Es cierto que el autor anónimo limita luego la alabanza,
considerando la obra del P. Urraburu como mera exposición de la sana
filosofía escolástica. Pero aun así, la alabanza es muy grande, si la
tal exposición es completa y si es la mejor que se ha hecho en Europa,
comparando bien la antigua filosofía que expone, con todos los
ulteriores sistemas, y sacándola ilesa de los ataques, y victoriosa y
colocada por cima de todos.
Fuera de los méritos de este P. Urraburu, del que confieso ingenuamente
que ni había oído hablar, poco ó nada hay que el autor anónimo celebre y
estime en algo, en el movimiento intelectual de los jesuítas. Y la
verdad es que ninguno de sus escritos ha alcanzado en España la
popularidad y el aplauso que las obras de otros escritores
pertenecientes al clero. No tienen poetas como Mosén Jacinto Verdaguer;
ni ardientes y fervorosos polemistas como D. Miguel Sánchez; ni
entusiastas y candorosos moralizadores, de fecunda inspiración popular,
como el excelente P. Claret, harto injustamente ridiculizado por la
pasión política y por la ligereza de liberales y librepensadores.
La revista _El Mensajero del Corazón de Jesús_, está, según el autor
anónimo, muy por bajo de _La Ciudad de Dios_, de los Padres Agustinos. Y
lo que más desgracia dicha revista ó _Mensajero_, siempre, según nuestro
autor, son las novelas y cuentecitos que allí se insertan, «donde
hierven tales osadías de ideas y tales arrojamientos de frases y de
palabras, y donde se refieren lances y percances tan crudos y poco
decentes y situaciones tan escandalosas, que muchos padres de familia,
luego que recibían el tal _Mensajero_, le escondían con cuidado para que
no le leyesen sus hijas».
Son más de extrañar estas libertades si se atiende, según afirma el
autor anónimo, á que los Padres jesuítas de España han censurado al
Cardenal Wiseman por su _Fabiola_ y al inocentísimo Fernán Caballero por
varias de sus novelas, y á que (¡apenas parece creíble!), en un gran
colegio de la Compañía celebraron una muy devota procesión y quemaron
muchos libros por impíos, liberales y poco decentes, entre ellos _El
Quijote_.
El autor anónimo niega también historiadores á la moderna Compañía de
Jesús en España.
En lo que toca á ciencias naturales, no tienen nada de que jactarse. No
sólo, dice, «no pueden presentar una obra como la del Agustino P. Blanco
sobre la flora de Filipinas, pero ni un observador de la naturaleza como
el escolapio Padre Ainza».
En mi sentir, hay un punto sobre el cual no vierte bastante luz el autor
anónimo, ni nos habilita, fiándonos de lo que dice, para dar una
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