A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 11

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arrastra al retraimiento y al separatismo está en nosotros muy arraigada
y conviene librarnos de ella. Por esta desconfianza echamos á los judíos
y á los moriscos; por esta desconfianza se rompió nuestra unión con
Portugal, y al romperla perdió Portugal lo mejor de su imperio en la
India; por esta desconfianza estuvo á punto de separarse de nosotros
Cataluña; en parte, por esta desconfianza se han emancipado
prematuramente todas las colonias españolas del continente americano; y
por esta desconfianza brotan hoy ominosos chispazos de regionalismo, ya
en la misma Cataluña, ya en las provincias vascongadas, ya en Galicia.
Claro está que los negros y mulatos de la clase más ruda y humilde que
hay en Cuba entre los rebeldes, están allí por merodear; que los
aventureros de países extraños están para ganar importancia y dinero en
la contienda; y que algunos ambiciosos, nacidos en la propia tierra,
están porque sueñan con ser ministros ó presidentes de la República
futura; pero si hay cubanos de arraigo y buena fé que conspiren ó luchen
contra España y anhelen la independencia de Cuba, esa desconfianza
secular, ese vicio inveterado del separatismo, es quien los mueve. Y es
tan pernicioso para ellos el movimiento, que si España no logra pararle,
los llevará al suicidio colectivo, ó á gemir bajo el yugo de un
presidente ó de un emperador negro ó á la desaparición en la isla, de su
lengua y de su casta, cuando toda, si triunfan, sea _yankee_, dentro de
poco.
A fin de impedirlo, sacrifica hoy España sus hombres y su dinero. Y no
es el interés quien la impulsa, sino una obligación sagrada. No podemos
consentir en que retroceda á la barbarie lo que durante cuatro siglos
hemos cuidado con amor y cultivado con esmero, ni podemos consentir en
que desaparezcan de Cuba los hombres de nuestra lengua y casta, por
ingratos y discolos que sean, para que se extiendan y dominen en ella
los anglo-americanos.
De esperar es que nos saquen airosos de este empeño la constancia
patriótica de la nación y el valor de nuestros soldados. De esperar es
que se evite el conflicto con los Estados Unidos, donde, aunque
proclamen la beligerancia, tal vez no se atrevan á intervenir á mano
armada en favor de los insurrectos. Y de esperar es, en último extremo,
que si los Estados Unidos intervienen, contra razón y derecho, se
interpongan las grandes potencias europeas y no permitan, ó una guerra
injusta y terrible, ó el violento despojo de lo que nos pertenece,
apoderándose la gran República de la llave del seno mexicano, por donde
ha de abrir el camino que ponga en comunicación los dos grandes mares.
Tales son las esperanzas que podemos tener. Con ellas debemos
contentarnos, aunque no sean muy seguras. Ya no es tiempo de buscar
alianzas. Solos estamos en el gran conflicto, y con nuestra propia
energía tendremos que salir de él, si en los Estados Unidos no ceden,
pues al cabo la mayoría de aquel pueblo no es como Shermann, Mórgan y
Mills, ó si las grandes potencias europeas, movidas por el propio
interés, no nos prestan apoyo.
Pero si España hubiese contado con amistades y alianzas y no hubiese
estado tan sola, no hubiera tenido que aguardar hasta el último extremo;
hubiera inspirado más respeto en Washington, y no hubiera tenido que
ceder á tantas humillantes é injustas reclamaciones y que pagar tanta
indemnización con longanimidad lastimosa y que sufrir con paciencia
tanto vejamen y tantos vituperios de senadores y diputados _yankees_.
Estos, de seguro, jamás se hubieran atrevido á despotricarse tan
ferozmente si España hubiese estado más enlazada y sostenida en el
concierto de las naciones civilizadas de Europa.
En mi sentir, pues, las alianzas no solo son convenientes, sino
indispensables para España, que tiene aún, y no puede menos de tener,
tanto que conservar y tanto á que aspirar, si no se arroja en el surco y
se declara muerta y prescinde de su historia.
_La Época_ citaba contra las alianzas á Saavedra Fajardo. Yo citaré en
favor de ellas á otro político de más fuste y recámara: al propio
Nicolás Machiavelli. Precisamente en el capítulo XXI, donde explica cómo
se ha de gobernar un príncipe para conquistar reputación, y donde hace
tan hermoso elogio de Fernando de Aragón, marido de Isabel la Católica,
á quien declara _por fama y por gloria el primer rey entre los
cristianos_, se decide en favor de las alianzas, diciendo que un
príncipe no es estimado sino cuando es verdadero amigo ó verdadero
enemigo; que el descubrirse es más útil que el quedarse neutral, y que
el príncipe irresoluto, cuando, por huir compromisos y peligros, sigue
el camino de la neutralidad, las más veces se hunde en vergonzosa ruina,
teniendo que salir de la neutralidad por fuerza y no de grado.
Como ya he dicho que las alianzas convienen y hasta son indispensables,
quisiera decir también de qué suerte me parece que deben buscarse y
celebrarse; pero como hoy me he extendido mucho, lo dejo para otro día,
si no fatigo á los lectores de _El Liberal_ con nueva carta.

II
_Sr. Director de El Liberal._
Mi distinguido amigo: En cuestión de alianzas tal vez sería lo mejor,
después de afirmar que convienen, abstenerse de decir con quién y cómo.
Los usos diplomáticos prescriben no hablar de tales conciertos hasta
después de ya celebrados. Pero, á pesar de todo, me parece que no hay
imprudencia ni falta de sigilo en que alguien, como yo, que está
alejadísimo del poder público y de todo centro oficial, y que no
compromete á nadie ni se compromete, diga sobre el asunto lo que se le
antoje. Lo que yo pienso decir, además, no puede ofender á ninguna
nación. Y no porque yo me valga de rodeos y perífrasis, sino porque
quizás á causa de mi optimismo y de mi indulgencia afectuosa, apenas
condeno á nadie y hallo disculpa para todo.
Triste cosa es que, al llegar casi á su término el siglo XIX, llamado de
las luces, la humanidad haya adelantado tan poco, moral y políticamente,
que, en el mismo centro de su más alta civilización, todos los hombres
capaces de empuñar las armas anden cargados con ellas, haciendo el
ejercicio, reuniendo con grandes gastos los más eficaces medios de
destrucción, aprendiendo á matar y perdiendo en maniobras, revistas y
paradas el tiempo que pudieran emplear en divertirse ó en producir cosas
útiles y agradables, y teniéndose de continuo unos á otros en jaque y
alerta; pero esto no tiene remedio y no hay para qué censurarlo.
Muy costosa es la paz armada, pero más costosa y terrible sería una
nueva guerra europea. Dios quiera, pues, que no la haya, y que, pasando
años, se harten las grandes potencias de consumir dinero y de convertir
á todos sus ciudadanos en soldados, y se decidan á deponer las armas.
Por ahora, y sabe Dios hasta cuándo, la amenaza de guerra es constante,
y en vez de ser segura la paz en la tierra á los hombres de buena
voluntad, estamos amenazados siempre de una estupenda y colosal
conflagración belicosa, en que luchen por un lado Alemania, Austria é
Italia, y por otro Francia, tal vez auxiliada por Rusia.
Si por desgracia llegara este caso ¿qué le convendría hacer á España?
Los alemanes no nos han hecho ni bien ni mal; de los italianos no
tenemos agravios que vengar y los queremos bien, salvo algunas damas
elegantes y devotas y cierto número de católicos muy fervorosos, que
desean que se lleve el diablo aquella monarquía para que recobre el
Padre Santo su poder temporal, y con Austria estuvimos unidos por lazos
dinásticos en la mejor época de nuestra historia, hemos vuelto á estarlo
en el día, y aun yo creo posible y conveniente que se aumenten estos
lazos. Nada tendríamos que ganar con hacer la guerra á la Triple
Alianza; pero como también sería duro pelear contra nuestros simpáticos
vecinos los franceses, amables difundidores por el mundo de las letras
amenas y de las artes elegantes y deleitosas, lo mejor y lo más cómodo
sería permanecer neutrales, á pesar de lo que he citado de Machiavelli.
Este gran político hablaba en muy distintas circunstancias, para muy
otra edad del mundo, y siempre con la mira de libertar á Italia de los
que él llamaba bárbaros, cuyo yugo le apestaba, sin que hubiese
atrocidad, crimen ni peligrosa aventura á que para sacudir aquel
hediondo yugo no excitase él á su _Príncipe_.
Nosotros tenemos también que sacudir algo á modo de yugo, que no me
atrevo á condenar ni por de bárbaros ni por hediondo; pero que sí
calificaré de pesado y de vergonzoso, y que nos convertirá en
Nación-Job, si hemos de seguir sufriéndole. Ya se entiende que este
yugo es el que en Cuba nos imponen los _yankees_, porque sin el favor,
amparo y aliento que dan á los que se rebelan, y sin la mengua de
autoridad que nos causan, y sin el descrédito que vierten sobre
nosotros, pidiéndonos cuenta de todo, como si fueran nuestros jueces, y
sin la facilidad con que convierten en ciudadanos de su gran República á
nuestros más acérrimos enemigos, renegados de su casta, obligándonos á
darles dinero en vez de fusilarlos ó de enviarlos á presidio, es casi
seguro que en Cuba no habría insurrección y es seguro que no sería ni
con mucho tan importante y duradera como es hoy. Lo milagroso es que en
vista de las ventajas que ofrece á los insurrectos la descarada
protección de los Estados Unidos, no acudan á Cuba á combatirnos todos
los aventureros sin patria y toda la gente perdida que hay en el mundo.
No creo yo, sin embargo, que el mejor camino para libertarnos del yugo
mencionado sería salir de la neutralidad en una posible guerra europea.
La neutralidad nos conviene; pero, á fin de que sea respetada y no se
encierre en egoísmo estéril, importaría concertarnos, para este fin
solo, con alguna gran potencia que no estuviese comprometida ni en favor
de Francia ni en favor de Alemania. Este nuevo grupo, de que pudiéramos
formar parte, no sólo nos valdría para que nos respetasen durante la
guerra, sino tal vez para contribuir á la conservación ó restauración de
la paz, y no sólo nos valdría para que el vencedor no nos atase al
carro de su triunfo, sino también para concurrir á moderar las
exigencias del que hubiese obtenido la victoria, y á restablecer, en lo
posible, el equilibrio de las fuerzas.
Otro es el camino que para remediar el mal estado de nuestras relaciones
con la gran República nos hubiese convenido ó nos conviene seguir: haber
buscado á tiempo aliados y amigos ó buscarlos en lo venidero, si ahora,
sola y abandonada como está España, logra conjurar la tormenta ó salir
de ella salva.
Lo que nos pasa con los Estados Unidos, á cuya independencia y formación
contribuímos un poco, se parece á la más desventurada aventura de Simbad
el Marino, que aupó sobre sus hombros al endiablado vejete para que
cogiera los frutos en los hermosos árboles de su fértil isla, y el
vejete endiablado no quería luego apearse, y seguía montado en Simbad,
insultándole y procurando ahogarle para mostrar su agradecimiento.
A fin de quitarnos de encima tan insufrible carga, ¿no hubiera sido
conveniente, ó no lo sería en lo futuro, ganar la voluntad de las
primeras potencias coloniales de Europa, celebrar tratos y concertarse
de algún modo con ellas? Cualquiera promesa, cualquiera sacrificio que
hiciésemos, sería mucho menor que los sacrificios que estamos haciendo
hoy y que tendremos que hacer en adelante.
A un concierto, á un Tratado de alianza, exclusivamente para asuntos
coloniales ó de Ultramar, no creo yo que se negasen, si se negociaba
bien, ni Francia, ni Inglaterra, ni Holanda. España ha sido la primera
nación colonizadora del mundo; todavía, á pesar de su decadencia, es la
tercera ó la cuarta, y no la desdeñarían como inútil peso, y de algo
podría servir á sus más poderosos aliados, que también pueden hallarse
en ocasiones de empeño y de peligro, y necesitar entonces ó al menos
tener por provechoso el auxilio nuestro.
Si no lo recuerdo mal, de algo valió España á los franceses no hace
mucho tiempo, cuando, para vengar á nuestros misioneros mártires,
ayudamos gratis y con las armas á crear una Francia amarilla en el
extremo Oriente. ¿Quién duda de que aún podríamos servir y valer á
franceses, ingleses y holandeses, en otras semejantes empresas ó en
casos y lances de mayor importancia, sobre todo si ellos nos ayudaban á
quitarnos de encima el ingrato estorbo de que hemos hablado y que tan
sin piedad y tan sin conciencia nos abruma?
Tendría esto además la ventaja de que los _politicians_ extraviados y
los senadores _farwestinos_ y _cincinatescos_, al vernos en tan buena
compañía, arrojasen de sus cerebros el feísimo y bellaco concepto que
los _sabios_ y _catedráticos yankees_ les han hecho formar de España,
considerándola, por su afición á las corridas de toros y al Santo
Oficio, Nación Calígula-Torquemada, como la llama Clarence King, y, por
haber destruido, según Draper, no sé cuántas civilizaciones, podrido
esqueleto entre las naciones vivas y prueba terrible de la justicia de
Dios, que no quiere dejar sin ejemplar castigo nuestras ferocidades y
nuestros crímenes.
En fin, tal vez lograríamos así que no apareciese España á los ojos de
los _yankees_ como un tirano difunto, en el que se pueden cebar sin gran
peligro, ó como un tirano cachazudo y sufrido, semejante á los tiranos
de las tragedias de Alfieri, que están, durante los cinco actos, oyendo
y aguantando las más desaforadas desvergüenzas, si bien acaban por
perder los estribos y por hacer una barrabasada. Tal vez así se
conseguiría también que no se le antojase en Washington á ningún senador
remedar á Catón Censorino y, en vez de llevar higos en un pliegue de la
toga y de exclamar _delenda est Carthago_, llevar en un faldón de la
levita azúcar mascabada ó catite, y exclamar: _delenda est Hispania_.
Y aquí pongo término á esta prolija carta, prometiendo no escribir la
tercera, pues basta con lo dicho.
[Illustration]


TEATRO LIBRE

_Sr. Director de Los Lunes de El Imparcial._
Muy señor mío y amigo: Me pide usted mi parecer sobre si conviene que
haya un _Teatro libre_ é _independiente_, y sobre varios puntos que con
esta primera cuestión se relacionan.
Muchísimo tengo yo que decir, pero, como usted me excita á ser breve por
el poco espacio de que se puede disponer en el periódico, sólo diré algo
de lo mucho que se me ocurre, y procuraré decirlo en compendio.
A mi ver, en España el teatro tiene toda la libertad y toda la
independencia que necesita. Yo aplaudo que las tenga, pero no comprendo
ni pido más.
Los límites de la libertad mencionada son principalmente dos, que en
manera alguna deseo yo que se traspasen. Uno de ellos es el que señalan
la moral, la decencia y el decoro. Fija y traza el otro límite el gusto
del público, contra el cual es inútil y peligrosa la lucha. El público
paga y oye, aplaude ó silba, y en los espectáculos es juez inapelable, y
árbitro soberano. En novelas, en poesía lírica, en libros de filosofía,
de historia y de otros asuntos, puede un autor prescindir de la
corrupción literaria de su tiempo, de la rudeza y del corto saber de sus
contemporáneos y de sus tonterías y extravagancias, y componer su obra
para un público eterno; para que la posteridad la aplauda, haciéndole
justicia: para que gente más instruída y estéticamente mejor educada le
comprenda y le admire, allá en los siglos que están por venir, ó bien
para que en el día un cortísimo número de personas discretas, refinadas
y doctas, se deleiten leyéndole y saboreando todos los primores de fondo
y de forma que hay en su producción literaria, convirtiéndola para el
vulgo profano en _el libro de los siete sellos_.
El autor dramático, y en esto se parece al orador, no puede, ni debe ser
así. Es menester que su espíritu esté en intima y constante comunicación
con el espíritu de un público numeroso: que él y dicho público se
comprendan y se compenetren. Sólo de esta suerte puede haber autores
dramáticos. Los que de otra suerte escriban, podrán ser todo lo que
quieran menos tales autores.
Infiérese de lo expuesto que la libertad del teatro tiene por limite la
voluntad y el entendimiento del vulgo. Ya más allá no sería libertad
sino delirio. Yo no me explico que se funde un _Teatro libre_ para ir
más allá. Si el público tiene un gusto exquisito y un entendimiento
cultivado y un juicio seguro, no hay teatro en Madrid, ni en toda
España, que no sea libre é independiente y que no tenga completa
seguridad de ganar honra y provecho, dando las más atrevidas
representaciones, y, siendo éstas buenas, más aplausos y más dinero
ganará mientras más originales sean, y más inauditas y más fuera de los
caminos trillados.
Justo es advertir que el prurito de originalidad, el engreimiento necio
del que cree pensar y decir cosas profundas, y la manía de reformarlo
todo y de resolver en cuatro coplas los más obscuros problemas sociales,
religiosos ó políticos pueden seducir á los autores dramáticos que tal
vez no han estudiado ni meditado nada que los habilite para la
resolución de semejantes problemas, y pueden llevarlos á componer un
tejido de vulgaridades y zanguangadas, á crear caracteres falsos y á
imaginar una acción absurda y sin interés, que sea como el hilo donde
ensarten sus insulsos é inaguantables sermones. Después, si el público
se aburre de oírlos y no los aguanta, el autor dirá tal vez que el
público es atrasado é indocto. Y si el público los aguanta y los
aplaude, por aquello de que
_Un sot trouve toujours un plus sot qui l'admire,_
el mal será mayor; pero en ninguno de ambos casos veo yo que el teatro
libre é independiente que trata de fundarse valga como remedio.
Por otra parte, yo noto inmenso cúmulo de dificultades para la creación
del _teatro libre_, en mi sentir inútil. Mas bien le comprendo como
_teatro normal_ ó como _teatro modelo_ que como _teatro libre_. El
_teatro libre_, en virtud de su misma libertad, buscará por todos los
caminos modo de agradar y de entusiasmar al público y de obtener de él
aplausos y entradas. Así son el Teatro Español, la Comedia, Lara, Apolo
y la Zarzuela. Todos, á mi ver, son teatros libres. No se puede pedir
mayor libertad sin incurrir en desatino.
Luego lo que quiere fundarse no es un teatro libre, sino un teatro
_normal_ ó _modelo_, donde se procure ilustrar al público, aguzar su
facultad estética, abrir para él nuevos horizontes y moverle á que
aplauda, ya antiguas obras maestras que hoy desdeña ú olvida, ya nuevas
obras, vaciadas en moldes nunca empleados hasta el día.
A fin de que este teatro, y permítaseme lo pomposo de la frase,
cumpliese con su misión, sería indispensable que tuviese una junta
directiva. Y como esta junta tendría su criterio y querría y debería
imponerle, resultaría que el _teatro libre_ sería el menos libre de
todos los teatros.
Supongamos que ya existe, y supongamos también que yo soy un autor
dramático que aspira á darse á conocer y ofrece una obra suya. Las
empresas de la mayor parte de los teatros deben considerarse como
meramente mercantiles. Si rechazan la obra que yo presento, no habrá en
ello, literariamente, ni agravio, ni sentencia, ora sea injusta, ora
justa, que me desaliente ó humille. Las empresas no fallan
literariamente contra mi obra, sólo dicen, con acierto ó sin él, que no
es aquello lo que pide el mercado y que no deben aceptarlo, porque no
tendrá buena salida y será mal negocio. Pero si en el teatro, mal
llamado libre, que trata de fundarse, la junta directiva desecha mi
obra, al desecharla, aunque afirme que no es tal su intención,
literariamente me condena, empezando por someterme á un tribunal
literario y á preceptos y reglas en cuya virtud ese tribunal juzga y
sentencia.
Es, pues, evidente que el tal _teatro libre_ será el menos libre de
todos; será un alto magisterio, un tribunal supremo, un directorio
iniciador y propagador del buen gusto en lo tocante á poesía dramática;
en fin, será todo lo que se quiera menos un teatro libre. Los teatros
libres son los que ahora hay.
Lo dicho hasta aquí contra el falso teatro libre no impide que desee yo,
como el que más, que tengamos en Madrid un _teatro modelo_, con cuantas
condiciones y requisitos sean convenientes para representar bien toda
clase de dramas.
Antes de explicar de qué suerte me alegraría yo de que se fundase este
teatro, voy á hacer algunas declaraciones.
Primeramente, yo no creo que la producción dramática española en el día
sea inferior, ni por calidad ni por cantidad, á la de ninguna otra
nación del mundo. Sólo Francia compite con nosotros, y en sentir de
muchos, aunque no en el mío, nos vence.
Es la segunda declaración que ningún género de trabajo literario está en
España mejor retribuido que el del dramaturgo. Y por esto, y por
entender yo que para que una literatura sea espontánea y natural,
importa que sólo tenga al público por Mecenas, ni pido ni quiero
protección y auxilio del Gobierno para los que escriben dramas.
Es la tercera declaración que nuestros actores no me parecen tan malos
como asegura la gente, llevada de la manía, hoy muy en moda, de rebajar
y hasta de denigrar todo lo nuestro, como si fuésemos la nación más
desventurada y más decaída de la tierra.
Poseyendo, pues, como sin duda poseemos, autores y actores, lo que
principalmente nos falta es una empresa que pague sin tacañería ni
apuros á los artistas y hasta asegure su porvenir y la materialidad de
un teatro muy elegante, lujoso y rico en decoraciones, trajes y
maquinaria. Si un príncipe poderoso, si un banquero ó si varios
capitalistas, ó si una compañía por acciones, fundase este teatro, yo
doy por cierto que merecerían aplauso y gratitud de la patria y que no
perderían su dinero, porque, si bien no hay mucho en España, la gente es
espléndida, gusta de divertirse, y el teatro modelo, ó de lujo, ó como
queramos llamarle, estaría lleno siempre.
Como tengo aún muchísimo que decir sobre este asunto y usted recomienda
la brevedad, y yo no atino con ella, he guardado esta carta, escrita
desde hace días, sin atreverme á enviarsela á usted y casi desistiendo
ya de enviársela. Ahora estoy de otro humor y se la envío, en la
inteligencia de que la carta tendrá cola, ó mejor dicho, será como
cereza en la que se enredan otras por el cabo y la siguen. A esta carta
seguirán otras dos. Si á pesar de la inevitable condición que pongo no
teme usted que yo peque de prolijo, inserte mi carta en su apreciable
periódico y crea que se lo agradeceré.

II
Muy Sr. mío y amigo: Ya dije á V. que no quiero ni comprendo el teatro
libre ó sea más libre que los teatros que hay ahora en España. Esto no
se opone á que yo quiera y desee un teatro normal ó modelo. Y como dicho
teatro ha de estar en algún punto y no le hemos de fundar en Ovejo, en
Churriana ó en la Madroñera, lo natural y razonable será fundarle en
Madrid, sin hacer caso de la ruin y disparatada envidia del
regionalismo.
Aquí se me ocurre algo que me atrevo á llamar antinomia y que no puede
menos de motivar una digresión inevitable aunque prolija. Ojalá que no
sea cansada. Mil y mil veces he sostenido que la literatura, sobre todo
la amena, si ha de ser natural y espontánea y no artificiosa y criada en
invernáculo, conviene que sólo tenga por Mecenas al público que la lea,
la pague, la comprenda y la inspire. Nada de protección por parte de
principes y de gobiernos para novelistas y poetas. Alfieri compuso un
elocuente y hermoso libro sosteniendo esta tesis y yo le he aprobado y
aplaudido. Pero aquí surge la antinomia. Trataré de explicarla.
Yo creo á pie juntillas en el progreso indefinido. El término ideal de
este progreso es, en mi concepto, individualista.
El linaje humano, constituido en sociedad, puede adelantar tanto en el
camino de la perfección que casi ó sin casi no necesite gobierno. En la
meta de su carrera triunfante coloco yo, en mis sueños dorados, una
pacífica y deliciosa anarquía. El interés de los particulares, la
iniciativa y los bríos de asociaciones libres procurarán hacer y
conservar caminos y canales, llevar las cartas, cuidar de telégrafos, de
teléfonos y de cuanto más tarde se invente, y fundar y sostener escuelas
donde cada cual enseñe lo que más verdadero, útil ó bonito le parezca.
Y, como progresaremos tanto que los hombres, según determina la
Constitución de 1812, serán todos justos y benéficos, los tribunales y
los jueces estarán de sobra. El orden público será tan primoroso é
inalterable que no será menester fuerza armada que le conserve. Y como
las naciones no seguirán amenazándose y tratando de saquearse unas á
otras, sobrevendrá la paz perpetua y se suprimirán el ejército y la
marina nacional, tan costosos en el día. De aquí que el gobierno no
servirá para nada, y los pueblos, por evolución y no por revolución,
pacífica y no tumultuosamente, los obligarán á que se jubilen. Tal es
el risueño porvenir que yo me finjo, pero no he de negar qué está muy
remoto. Todo es relativo, según decia D. Hermógenes. Los sabios modernos
dan millones de años de existencia á este mundo en que vivimos. La vida,
el _protoplasma_, la _monera_, ó como queramos llamarlo, apareció
también mucho tiempo ha. Y el hombre, valiéndose ya de la palabra, con
organización social, y hasta fundando reinos, imperios y repúblicas,
vive, si hemos de creer á sabios profundos, hace veintiséis mil años.
Por aquel entonces, afirma Rodier, como si lo hubiera visto, que los
arios se disputaron, se dispersaron y se dividieron en indios, iranios y
otros pueblos, de quienes proceden las más nobles naciones de Europa.
Aceptado lo dicho, resulta que la humanidad es ya muy vieja, y con todo,
yo he leido en un libro de otro sabio más profundo aún, esta sentencia
que me ha dejado turulato:
_La humanidad, considerada en su vida colectiva, no ha nacido aún._
El sabio echa después sus cuentas, se mete en muy ingeniosas honduras, y
averigua, determina y declara la época en que la humanidad empezará á
nacer. Será, sobre poco más ó menos, dentro de catorce mil y seiscientos
años. Me parece que en período tan amplio bien puedo yo estirar y
extender con holgura mis esperanzas hasta su completísimo logro en la
anarquía de que he hablado. Suponiendo ahora que con el andar de los
siglos subimos á tan gloriosa cumbre y alcanzamos tamaña ventura,
todavia no me explico que, suprimidos los gobiernos según son y se
conciben hoy, no haya y persistan órganos directores de esa humanidad
colectiva que nace y de cada una de las diferentes naciones, que han de
permanecer separadas y distintas, á fin de que la monotonía y la
uniformidad no aburran á los hombres y no los impulse á ahorcarse.
Imaginémonos llegados á la perfección en cuanto cabe en lo humano. No
necesitaremos gobierno que ampare y reprima porque la paz y la seguridad
serán completas, ni que nos haga ferrocarriles, carreteras y otros
medios de comunicación más ingeniosos que en lo venidero se inventen,
porque nosotros lo haremos, ni que procure nuestro bienestar material,
porque le procuraremos nosotros, ni que nos enseñe en sus escuelas
públicas, porque cada uno de nosotros enseñará y aprenderá lo que se le
antoje.
Y sin embargo, hasta dentro de esta soñada perfección, sería ineludible
el órgano de que hemos hablado: un gobierno por otro estilo, pero al fin
un gobierno. Compongámosle, pues, de un Gran Metafísico, como en la
Ciudad del Sol de Campanella, el cual convendría que fuese un rey
hereditario, separado secularmente del vulgo, para que tuviese majestad
y careciese de una larga parentela ordinaria ó cursi, y asesorado este
rey ó gran metafísico de un consejo ó asamblea de varones doctos
elegidos por el pueblo.
El ministerio ú oficio de este supremo directorio había de ser ordenar
las manifestaciones del espíritu colectivo, sin el cual la nación se
desmenuzaría y no sería nación, sino conjunto material, inarmónico y
deforme de individuos que en lo tocante á la comunión de los espíritus
quedarían aislados, y no con vida sino con muerte colectiva.
Infiérese de todo que, hasta en un ideal inasequible ó sólo asequible
dentro de ciento cuarenta y seis siglos, y ya por dicha desgobernados
los hombres en cuanto importa á su interés material, no podrían menos de
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