A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 04

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divulgando el saber de nuestra literatura y procurando que este saber
pudiese ser algo más que somero, sin convertirse en ciencia oculta, de
la que sólo entienden los iniciados.
Desde entonces, así los que compusieron los prólogos, introducciones y
notas á los varios autores que publicó Rivadeneyra, como otros eruditos
que tal vez han venido después, y entre los que descuellan Menéndez y
Pelayo, Adolfo de Castro, Laverde y Canalejas, han ido juzgando y
estimando en lo que se debe nuestra amena literatura, poesía lírica y
épica, novelas y teatro, y hasta nuestros historiadores, filósofos y
demás hombres de ciencia.
Aún queda bastante que hacer en este punto de la crítica, y es harto
difícil ponerse en el medio razonable para no desdeñar demasiado ni
encomiar tampoco sin medida lo que no lo merece. El segundo escollo es
el más peligroso de los dos. Quien en él se coloca, en vez de ganarse
las voluntades y de fomentar la afición á los antiguos libros españoles,
infunde al vulgo, á la gente de mundo semi-ilustrada, miedo y hasta
repugnancia, no falta de fundamento, porque si alguien lee un libro que
el crítico le ponderó como un primor, lleno de ingenio y de gracia, oro
de Tíbar de poesía, etc., y se aburre leyéndole y le halla tonto é
inaguantable, creerá que con todos los demás libros que le pondere el
crítico le sucederá lo mismo, y no leerá ninguno, y tendrá vehementes
sospechas de que no es muy divertida la antigua literatura española.
Harto sabemos todos que la moda, las ideas del tiempo en que se vive, el
chiste de fecha reciente, es lo que el vulgo literario penetra bien y
aquello en que se complace. De lo pasado suele penetrar poco, y no se
divierte ni se interesa por ello; pero, en otros países, no son los
hombres tan rebeldes á toda férula como en España; no tienen tanto el
valor de sus opiniones, y reconocen las autoridades y las acatan y se
someten. Aquí no. Un inglés irá á oir un drama de Shakespeare, y
bostezará y se fastidiará de muerte, pero no se atreverá á decir que el
drama es malo; antes bien, le declarará maravilloso y estupendo:
mientras que todo español, y más aún toda española, si va al teatro y se
fastidia ó se duerme con Tirso ó con Lope, dirá desenfadadamente que
Lope y Tirso nada valen. La otra noche, por ejemplo, representaron aquí,
en uno de nuestros mejores teatros, una comedia de Molière, traducida
por Moratín, y el público, que era de lo más selecto de esta coronada
villa, echó á rodar sin el menor escrúpulo la gloria del gran dramaturgo
francés y de nuestro egregio poeta clásico, y salió casi unánime
sentenciando que era estúpida la tal comedia.
El critico y el historiador de nuestra literatura deben tener presente
todo esto para no excitar con sus alabanzas á la lectura de libros que
no merezcan ser leídos, pero tampoco deben escatimar el encomio á todo
libro ó trabajo que sea digno de él, aunque la generalidad del público
no sepa apreciarle.
La lectura de libros antiguos, aun de puro pasatiempo, requiere cierto
aparato de erudición y bastante fantasía, discreta é ilustrada, para
trasladarse en espíritu á la edad en que cada autor escribió, y
comprenderle y sentir con él como su contemporáneo, juzgándole después
sin pasión y volviendo, al hacer el oficio de juez, á vivir en la edad
en que ahora vivimos.
Sólo así se podrá componer al cabo una historia completa de nuestra
literatura ó de nuestra cultura en general, donde se tase su valor, ya
absoluto, ya con relación á la cultura de Alemania, Italia, Francia é
Inglaterra, que son los cuatro pueblos que con los de esta Península han
estado alternativa ó simultáneamente á la cabeza de la civilización del
mundo, desde que empezó la historia moderna hasta hoy.
En España podemos jactarnos de la cantidad de lo que se ha escrito.
Somos ricos en obras. No hay una sola lengua literaria, sino tres: la
castellana, la portuguesa y la catalana. Y en cada una de estas tres
lenguas, sobre todo en las dos primeras, ha habido un enjambre de
fecundísimos autores. Pero como muchos catalanes y muchísimos
portugueses han escrito en castellano, la literatura castellana, aunque
sólo fuese por esto, sería la más rica de las tres.
Aún nos queda mucho por hacer á fin de lograr una cosa con la que yo
sueño: una literatura selecta española: una bibliotequita, por ejemplo,
de cuarenta ó cincuenta volúmenes, chiquitos, elegantes y primorosos,
donde se reuniese lo mejor de nuestra inmensa riqueza intelectual;
bibliotequita que leyesen las damas sin fatiga y hasta con gusto, y que
ellas pudiesen tener en sus habitaciones, al lado ó en lugar de los
autores franceses que leen ahora cuando algo leen.
Esta selección atinada no se ha hecho bien aún. Hay motivos, que sería
prolijo exponer aquí y que la dificultan. De ello proviene que las
letras en España son menos populares y divulgadas que en otros países; y
que pasado el momento de la moda, si llega durante su vida á estar de
moda un autor, todo cuanto se ha escrito se hunde en el más profundo
olvido para el público, y sólo permanece para los eruditos, casi como si
fuera una reconditez. De ello proviene también algo de muy lamentable ó
de muy risible, según el humor con que se considere: un divorcio casi
completo entre lo literario y lo ameno ó interesante, sobre todo en el
teatro, que es por donde el vulgo, que apenas lee, penetra en el
santuario de las letras. A menudo se oye decir á la salida de los
teatros--la comedia no tiene sentido común, pero me ha interesado ó me
ha divertido:--ó bien,--mucho me ha fastidiado el drama, pero confieso
que tiene mérito literario y _¡qué buen verso!_--Lo cual da malísima
idea de autores y de público, porque razonablemente no se concibe que lo
absurdo divierta ó interese, ni menos aún que tenga _buen verso_ ni
mérito literario lo fastidioso.
De todo lo dicho se infiere que debemos propender á que salgan en España
las letras amenas del apartamiento en que viven, con respecto á la
generalidad del público, y lo que es más de sentir, con respecto á lo
que ahora llaman _high life_, en cuyos centros rara vez se ve un libro
en castellano.
Alguna culpa tienen de esto los bibliófilos. No pocos de los libros que
publican en ediciones elegantes, que jamás ó rara vez tuvieron en
España los autores que todo el mundo debiera leer sin aburrirse, son
libros que valen por su rareza, y no valen nada en cuanto dejan de ser
raros; libros que suele no ver sino por el forro el curioso ó vanidoso
que los compra, pudiendo afirmarse que de los trescientos ó
cuatrocientos ejemplares de que consta la tirada, las dos terceras
partes quedan con las hojas unidas sin que llegue á separarlas la
plegadera.
Mi espíritu muy inclinado á las contradicciones, si bien más aparentes
que reales, me ha llevado á decir cuanto va dicho, sobrado extensamente
si se mira al objeto que hoy me mueve á escribir, y me lleva en seguida
á añadir algo que parece diametralmente opuesto. Y lo parece aunque no
lo es, porque, á fin de llegar á la clasificación y selección deseada, á
que tengamos bien determinadas nuestras obras maestras, y á que salgan,
digámoslo así, de entre el ingente cúmulo de cuanto se ha escrito, para
que el vulgo las admire, importa que ese ingente cúmulo se forme todo y
venga á ser conocido, al menos por los que especialmente se dedican al
estudio.
En este sentido, sin salvedad ninguna y con toda el alma, es menester
declarar que son altamente beneméritos de la patria y de la cultura
castiza, Gallardo, Estébanez Calderón, Gayangos, Durán, Barrera y
Leirado, Sancho Rayón, Zarco del Valle, Valmar, Cañete, los dos
Fernández-Guerra y algunos otros.
El autor del libro de que voy aquí á dar cuenta, ha venido á colocarse
á no poca altura, en compañía de tan ilustres críticos y eruditos.
Aunque D. Domingo García Pérez es portugués de nación, pasó su primera
mocedad en Granada, y estudió en el colegio del Sacro-Monte, donde fué
compañero de los Fernández-Guerra, y donde, sin duda, tuvo por maestros
á D. Juan de Cueto y á D. Baltasar Lirola, quienes hubieron de
inspirarle su buen gusto en literatura y su amor á la de Castilla y al
idioma de Castilla. Dan prueba de ello el estilo fácil y castellano
castizo con que su libro está escrito; la gran copia de noticias
curiosas é interesantes que el libro contiene sobre la vida y las obras,
de quinientos ó seiscientos autores, y la multitud de composiciones, muy
raras ó inéditas, que en sus páginas encierra.
Sin duda el Sr. García Pérez debe bastante, como él mismo confiesa, á
trabajos anteriores de los críticos eruditos castellanos que mencionamos
ya, y también á los trabajos de algunos egregios portugueses, como
Barbosa, Inocencio de Silva y Costa Silva; pero es de admirar lo mucho
enteramente nuevo con que ha sabido enriquecer su obra.
Ésta sigue el orden alfabético por los apellidos de los autores, que nos
atreveremos aquí á distinguir y á clasificar.
Unos son celebérrimos en Portugal; son los principes de las letras de
aquel pueblo. Lo que han escrito en portugués casi siempre vale ó
importa más que lo que han escrito en castellano. En este número pueden
ponerse Camoens, Gil Vicente, Bernardín Riveiro, Mousinho de Quevedo, el
P. Vieira y dos condes y una condesa de Ericeira. Otros son tan ilustres
y tan dignos de serlo en Portugal como en Castilla; así, por ejemplo, Sa
de Miranda. Otros, aunque portugueses, alcanzan más gloria y nombradía
por sus escritos en castellano, y se cuentan entre nuestros clásicos,
como Jorge de Montemayor, Gregorio Silvestre y D. Francisco de Melo. Y
otros que, si menos gloriosos, son en España muy conocidos por su
laboriosidad fecunda, como Faría y Souza.
Es muy grande el número de dramaturgos portugueses que, sobre todo, bajo
el dominio de los tres Felipes, escribieron en castellano sus comedias.
El más ilustre fué Matos Fragoso. Síguenle dos Pachecos, Cayetano Souza
Brandao y otros varios, entre ellos algunas poetisas. De todos trae
García Pérez noticias biográficas y bibliográficas en abundancia.
Más interesante, y casi siempre más nuevo, suele ser lo que nos enseña
el Sr. García Pérez sobre otros portugueses que también escribieron en
castellano, y son célebres por su ciencia, por sus hazañas, por sus
peregrinaciones ó por el brillante papel que representaron en la
historia de la Península, y aun de todo el mundo, interviniendo en
nuestros descubrimientos, colonizaciones, misiones y conquistas. Así el
infante D. Pedro; García de Santisteban, compañero del Infante y
narrador de sus viajes por las _siete partidas del mundo_; el gran
Fernán Méndez Pinto, cuya veracidad se va limpiando de sospecha conforme
se conocen mejor el Asia Central y el extremo Oriente; Pedro Texeira,
que nos describió la Persia; el eminente geómetra y cosmógrafo Pedro
Núñez; el astrónomo Silva Freire y bastantes misioneros y médicos,
escritores y á menudo peregrinos, que nos han informado de la fauna, de
la flora y de las lenguas, usos, religión y costumbres de tierras y
naciones remotas.
No pequeña parte del libro del Sr. García Pérez la ocupa otro linaje de
escritores, que por su casta y creencias se pueden agrupar, y cuyos
escritos y vidas eran hasta ahora muy poco ó nada conocidos, á no ser
por sujetos de mucha erudición ó muy consagrados á un estudio especial.
Hablo de la multitad de judíos portugueses, que huyendo de la
Inquisición fueron casi todos á refugiarse á Amsterdam y en otras
ciudades de Holanda y Francia, donde escribieron en castellano poesías,
novela, filosofía, religión, política y otras ciencias. En esta cuenta,
si bien alguno pueda tenerse por español, como Miguel de Barrios, que
nació en Montilla, aunque de origen portugués, pone nuestro autor á
Manasés ben Israel, á los Abarbanel y Abohab, á Baruch Nehemias, á David
Neto, á Isaac Orovio de Castro, á Samuel Silva, á Moisés Pinto Delgado,
á Abraham Pizarro, á Abraham Ferreira, á Antonio Henríquez Gómez, y á no
pocos más, mostrando notable diligencia en los informes que da de las
varias andanzas y de los escritos de cada uno de ellos.
Algunos artículos del _Catálogo_ del Sr. García Pérez tienen
extraordinaria extensión y retratan hábilmente la condición moral y la
vida del personaje á que se refieren. Entre estos artículos merece
mencionarse aquí el del famoso conde de Villamediana, poetizado por su
trágica muerte y por los bellos romances históricos del duque de Rivas.
La circunstancia de haber nacido el Conde en Lisboa, por haber ido allí
sus padres cuando Felipe II se coronó rey de Portugal, hace que el Sr.
García Pérez le incluya en su catálogo. De su vida y de sus escritos
inéditos publicó, pocos años ha, un libro interesante el Sr. Cotarelo y
Mori. El asesinato del Conde hace ganar á éste alguna simpatía; pero
justo es declarar que, si la venganza fué criminal é infame, casi puede
calificarse de merecida. Villamediana abusó de su ingenio, que le tuvo
sin duda, aunque estragado por el mal gusto, la pedantería y la carencia
de sentido moral, y abusó de su riqueza, de su posición, de sus bríos y
de otras buenas prendas personales, para ser procaz y satírico,
pendenciero, vicioso y con las mujeres violento y desenfrenado. Su lance
con la marquesa del Valle, que fue su amiga, y á quien, por celos,
arrancó las joyas que le había dado, desgarrándole el vestido,
abofeteándola y magullándola hasta el punto de que aquella dama estuvo á
la muerte, es acción tan brutal que no tiene perdón, fuesen las que
fuesen las traiciones é infidelidades de la víctima. Y no contento
Villamediana con el material ultraje, volvió á ofender á la dama
hiriéndola en el alma y pisoteando su honra en un romance que hizo
circular, y donde la acusa de que el caudal de él no bastó á saciar la
codicia de ella, y donde, aludiendo al glorioso Hernán Cortés, de quien
procedía el título de la Marquesa, dice á ésta jugando del vocablo:
_De la herencia de Cortés,_
_Que en herencia te cabia,_
_Heredas ser cortesana,_
_Repudias la cortesia._
De otro singular personaje nos informa también muy detenidamente el Sr.
García Pérez, prometiéndonos casi la publicación de un curioso
manuscrito que de él posee. Es una relación circunstanciada de lo que
vió, observó é hizo el autor, durante algunos meses del año de 1605, que
estuvo pretendiendo en Valladolid, donde residía entonces la corte. Por
lo que se puede presumir de las muestras que he visto de esta obra, hay
en ella mucho chiste y gracejo, si bien combinado con el deplorable mal
gusto, el enmarañado y pedantesco culteranismo, la impertinente
erudición y el abuso de los retruécanos. Aunque el autor, que se llamaba
Tomé Pinheiro da Veiga, natural de Coimbra, logró el empleo que
pretendía, no parece que salió muy prendado de Valladolid, ni bastante
agradecido, para no decir mil horrores de todo. Su relación, no
obstante, debe ser animado retrato de la alta sociedad española de
entonces. A ser el retrato fiel, dicha alta sociedad quedaría muy
malparada. Triste es tener que confesar que la corrupción había de ser
grande; pero algo ha de atribuirse también á la mordaz maledicencia de
que se hacía gala, y á cierto odio contra Castilla, que siempre ha
solido brotar con lastimosa lozanía en las almas de algunos habitantes
de las diversas regiones de esta Península. Los españoles, ó para que la
voz sea más comprensiva, sin anfibología, los _iberos_, solemos ser muy
biliosos y con frecuencia murmuramos de los propios más que de los
extraños. El Sr. García Pérez inserta en su libro unas quintillas
tremendas de Pinheiro da Veiga, por donde ya se puede comprender el tono
y carácter maleantes y desvergonzados de la prosa. Si damos crédito á
las quintillas, no había en Valladolid, en 1605, señora que no fuese una
perdida, ni galán que no fuese un tunante.
En el _Catálogo_ hay para todos los gustos. Si Pinheiro da Veiga es todo
sal y pimienta, ó, si se quiere, hiel y vinagre, otro autor y poeta,
llamado Simón García del Brito, es todo almíbar en punto de caramelo.
También estuvo éste en la corte de las Españas, pero sin duda fué menos
afortunado. No logró empleo ni tuvo buena ventura, y hubo de volverse á
su lugar lusitano. Retirado allí, escribió muy lindos versos
sentimentales, llenos de _saudades_ de una dama, con quien tuvo en
Madrid relaciones amorosas. Estos versos son naturales, sencillos, y se
recomiendan por cierta delicada ternura y profundidad verdadera de
afecto, poco comunes en los poetas peninsulares de aquella edad.
En suma: el libro del Sr. García Pérez es digno por todos estilos del
buen informe que la. Real Academia Española dió sobre él y en cuya
virtud el Gobierno le ha hecho imprimir á sus expensas. Es un
complemento necesario para la historia de nuestras letras y de nuestro
idioma castellano.
[Illustration]


LOS JESUITAS DE PUERTAS ADENTRO Ó UN BARRIDO HACIA FUERA EN LA COMPAÑÍA
DE JESÚS

No hace muchos días que, con el título que antecede y sin nombre de
autor, salió á luz un libro en extremo interesante por el asunto de que
trata y de agradabilísima lectura por el ingenio, la gracia, la fecunda
vena satírica y el estilo castizo y magistral con que está redactado.
Sin que se adviertan mucho el esfuerzo y la afectación, el libro no
parece escrito en el lenguaje vulgar y corriente de ahora, sino como un
autor clásico de la edad de oro de nuestra literatura hubiera podido
escribirle.
Aunque no hubiesen llegado á mi noticia por diversos caminos claros
indicios de quién es el autor del libro, creo que de seguro hubiera yo
adivinado el nombre del autor; pero como él entró en el palenque y
combate con la visera calada, yo no quiero ser ni seré quien le quite la
visera y descubra su rostro y su nombre. Diré, sin embargo, que es, en
mi sentir, persona apasionada, movida por quejas justas, y que deja
notar en cuanto afirma cierto enojo harto motivado, que tal vez le
impulsa á ir más allá de lo merecido en la reprobación y en la censura.
Como yo en este punto, remedando al historiador romano, puedo decir de
los jesuítas que no los conozco _nec beneficio, nec injuria_, trataré
aquí del libro y daré sobre él y sobre la Compañía mi opinión imparcial,
movido por el aliciente que tiene para mí la materia, y exponiéndome á
no agradar á nadie, ni á los jesuítas, ni al autor incógnito.
Como el primer fundamento de las acusaciones es la supuesta carencia de
humildad cristiana que hay en los jesuítas, empezaré por hablar de la
humildad y de la manera en que yo la entiendo.
Bueno y santo es ser humilde, no rebajar á nadie para realzarse á si
propio, y reconocer nuestra condición miserable y pecadora, sobre todo
cuando pensamos en Dios y en sus perfecciones infinitas, y cuando,
encendidas ya en amor de Dios nuestras almas, volvemos los ojos hacia
las criaturas que son obra de Dios y á quienes por amor de Él amamos,
procurando, en vez de rebajarlas, poner en ellas un reflejo, un
destello, un trasunto de las mencionadas perfecciones divinas. Así, por
virtud de este procedimiento mental, el buen cristiano ensalza y encomia
á cuantos seres le rodean y se muestra lleno de candorosa indulgencia
para con todos ellos, siendo sólo severo consigo mismo y reconociendo y
confesando los propios defectos, pecados y vicios. Esto, á mi ver, es la
humildad cristiana. Pero si miramos el caso de otra manera y con más
hondo mirar, yo creo que el cristianismo, en vez de hacernos humildes y
abyectos, según no pocos impíos le acusan, eleva los espíritus y los
corazones y los enorgullece, magnifica y endiosa. ¿Qué razón ni motivo
tiene el buen cristiano para humillarse después de exclamar con San
Agustín: _gran cosa es el hombre, hecho á imagen y semejanza de Dios_? Y
no sólo su alma sino su cuerpo tiene mucho de digno y no poco de sagrado
cuando se considera como templo del espíritu, cuando se piensa que el
mismo Verbo divino, no sólo se unió á un alma humana, por inefable y
sublime misterio, sino también á un cuerpo de hombre de la condición y
forma de nuestro cuerpo, deificando así hasta cierto punto nuestra doble
naturaleza, y dándole para término de sus aspiraciones y para blanco de
sus esperanzas la misma perfección de Dios. Es extraño, aunque se
comprende y se admira, que sea, con pequeñísima diferencia, el fin que
propuso el demonio del orgullo á nuestros primeros padres casi idéntico
al consejo ó más bien al precepto principal que nos dio Cristo en el
Sermón de la Montaña. Si coméis del fruto del árbol prohibido, seréis
como dioses, dijo la serpiente. Y Cristo dijo: _Sed perfectos como es
perfecto vuestro Padre que está en el cielo_.
El error, pues, está en el camino que hay que seguir para llegar á la
perfección, pero no en aspirar á ella. Y ciertamente quien aspira á ser
perfecto como Dios, no se comprende que pueda ser humilde, á no ser en
el primer sentido arriba expresado.
Y si descendemos de las alturas teológicas y pensamos en esto de la
humildad ó de la soberbia, mundanamente y en la práctica, yo no me
explico tampoco cómo el muy humilde, á no ser exterior su humildad,
confundiéndose con la buena crianza y con la afable dulzura, acierte á
hacer cosa de provecho y á ser útil para algo. Lo primero es tener
confianza en el propio valer y contar con que no han de fallecernos las
fuerzas y el ánimo. El individuo ó la colectividad que acomete grandes
empresas y que tiene elevados propósitos y miras, no puede menos de
tener también el inevitable orgullo ó sea la creencia de que es capaz de
dar cima á aquellas empresas y de realizar aquellos propósitos, claro
está que contando siempre con el auxilio divino, lo cual será muy
piadoso, pero, francamente y en realidad, no es humilde. La humildad
existirá acaso con relación al Omnipotente, mas para todo lo que hay, y
no es Dios, no entiendo yo qué humildad cabe en la firme esperanza de
que Dios ha de ayudarnos á fin de que se logre y se cumpla lo que
queremos.
Partiendo de las anteriores consideraciones, entiendo yo que el autor de
que hablo acusa con poca razón á los jesuítas de no ser humildes, sino
orgullosos. Nada más natural, en mi sentir, que creer la mejor del mundo
la sociedad ó compañía á que pertenecemos. Todavía, si el acaso, si
circunstancias independientes de nuestra voluntad ó si una providencial
disposición nos colocase entre ésta ó entre aquella gente, podría
parecer soberbia de nuestra parte el considerar como la mejor del mundo
á la gente entre la cual estuviésemos colocados. Y con todo, aun así,
más suele aplaudirse que vituperarse este modo de sentir y de pensar. Yo
no soy español, por ejemplo, porque lo he querido, sino porque el cielo
ha dispuesto que lo sea, y, sin embargo, no pocas personas celebran y
muchas disculpan el elevado concepto que tengo yo de los españoles. Y si
esto es así en una sociedad en donde yo no entro voluntariamente, ¿cómo
ha de poder censurarse el altísimo concepto que forme cualquiera de la
sociedad ó compañía en cuyas filas se alista por voluntad propia? Nadie
ama sino bajo el concepto de bueno; todos buscan y procuran lo mejor; y
el hombre honrado que se asocia con otros hombres, no sólo es discupable
que crea, sino que debe creer que la tal asociación es la mejor del
mundo, y que los fines á que se ordena y endereza son por todo extremo
excelentes.
Justo es, pues, y sobre justo inevitable, que todo jesuíta, y más aún
mientras mayores sean su candor y su buena fe, esté persuadido de que la
Compañía de Jesús es la mejor del mundo, de que no hay virtud ni ciencia
que en ella no resida y de que proceden de ella y procederán muchos
bienes para el linaje humano.
No creer lo antedicho y hacerse, sin embargo, jesuíta, presupondría
falta de discreción ó razones y motivos egoístas y bajos en quien tal
hiciese. Alistarse en las filas del jesuitismo sin creer en su superior
condición, sólo se explicaría entonces por la gana de tener una posición
ó una carrera, de buscarse un modo de vivir, de ingeniarse ó de
industriarse en suma. Y aun así, aun en esta bajeza, la predilección
precedería á la elección, y todavía, sin elevarse sobre tan bajos
motivos, ó carecería de juicio el que se hiciese jesuíta, ó consideraría
que el serlo era mejor profesión ó carrera que todas las otras que
hubiera podido seguir.
Por consiguiente no hay pecado, ni falta, ni defecto en la voluntad de
los jesuítas cuando forman de la Compañía á que pertenecen un concepto
sublime. Esto no se opone á que en dicho concepto haya error ó
exageración del entendimiento.
Apartando de mi espíritu toda prevención apasionada, no considerando el
asunto ni como católico, ni como sectario de ninguna otra doctrina
religiosa, aceptando por un momento la más completa indiferencia en
punto á religión, hablando y decidiendo en virtud de un criterio
librepensador y racionalista, yo, lejos de condenar la Compañía de
Jesús, me siento irresistiblemente inclinado á glorificarla y á dar por
seguro que honra en extremo á España que entre nosotros naciese su
fundador, cuya obra pasmosa me parece que importó muchísimo en la
historía del linaje humano, haciendo de Ignacio de Loyola, no sólo el
digno rival de Lulero, sino el personaje que se le sobrepone y le
eclipsa. Se diría que cuando la Reforma parecía que iba á extenderse
como voraz incendio por todo el mundo civilizado, y ya que no á
extinguir á empequeñecer la cristiandad católica, Dios suscitó para ésta
un campeón poderoso, cuyas huestes combatieron sin descanso la herejía y
la vencieron á menudo en Europa, mientras que al mismo tiempo extendían
la fe católica por el resto del mundo, ganando para ella más almas en
países remotos y en inexploradas regiones que las que en Europa había
perdido por culpa de Lutero y de los otros heresiarcas del siglo XVI.
En la Compañía hay que admirar el feliz consorcio del pensamiento y de
la acción, de lo práctico y de lo especulativo. Fue un ejército
conquistador, sin más armas que la palabra, que se extendió por el mundo
con extraña rapidez, avasallándole y dominándole. Si contemplamos en
espíritu al fundador glorioso en el momento de su muerte, nos parece á
modo de un Alejandro incruento. Sus dominios se han dilatado ya sobre
toda la redondez de la tierra. La Compañía tiene casas y colegios, gran
poder é influjo en Castilla, en Portugal, en Alemania, en Francia y en
las Indias Orientales y Occidentales. Bien puede sin vanidad ni soberbia
exclamar el Padre Rivadeneyra que al mismo tiempo que Martín Lutero
«quitaba la obediencia á la Iglesia Romana y hacía gente para combatirla
con todas sus fuerzas, levantaba Dios á este santo capitán para que
allegase soldados por todo el mundo y resistiese con obras y con
palabras á la herética doctrina.»
Y no hay sólo en el P. Ignacio el espíritu conservador, sino también el
de reforma y el de progreso. «Todos sus pensamientos y cuidados, dice el
ya citado biógrafo, tiraban al blanco de conservar en la parte sana ó de
restaurar en la caída, por sí y por los suyos, la sinceridad y limpieza
de nuestra fe.» Todavía hay otra idea elevadísima, si no desconocida y
seguida en otros institutos religiosos, por ninguna observada y seguida
con más firmeza y perseverancia que por la Compañía de Jesús: la idea y
el propósito de divulgar las ciencias, las letras y toda cultura,
haciendo de ellas y del progreso humano preciosos y dignos auxiliares de
la religión.
Con notable injusticia se acusa á la Compañía de que aniquila las
voluntades y nivela y pone trabas á los entendimientos con los firmes y
duros lazos de su obediencia ciega. No puede haber acusación menos
razonable. Jamás se ha formado una sociedad con el intento de producir
_genios_. El genio es una virtud ó un poder que tiene algo de
sobrehumano, y que aparece individualmente en el espíritu de este ó
aquel hombre cuando Dios ó la naturaleza así lo decretan. Y este genio,
virtud ó poder, ni hay sociedad que le cree ni tampoco hay sociedad que
le destruya. Es además harto arbitrario y vago el determinar ó medir la
altura que ha de tener un hombre para ser genio y no ser medianía. No
seré yo quien clasifique y coloque entre las medianías ó entre los
genios á muchísimos Padres de la Compañía de Jesús; pero sí me atrevo á
asegurar que, durante los tres siglos XVI, XVII y XVIII, hasta después
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