A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 07

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la Edad Media en dos épocas enteramente distintas, y el honor de esta
tentativa, que había de tener tan decisivo influjo en la suerte de
Europa, corresponde á Raimundo, arzobispo de Toledo y gran canciller de
Castilla.»
Claro está que muy fácilmente y con erudición de segunda mano, tomada de
varios autores españoles, entre los cuales sobresalen Menéndez y Pelayo
y Amador de los Ríos, pudiera yo extenderme aquí y convertir en libro
este artículo para demostrar hasta la evidencia que todo el saber
arábigo-judaico de España fue propio de los españoles, y que éstos, no
sólo le crearon, sino que le divulgaron por toda Europa.
El librito del Sr. Simonet, que da lugar á las consideraciones que hemos
expuesto, las confirma con gran copia de erudición y con multitud de
datos y de hechos, algunos de los cuales citaré en este escrito,
tomándolos al azar ó prefiriéndolos por más curiosos. Muladíes ó
españoles de puro origen, bien probado, ya por documentos históricos, ya
por sus propios nombres de mal disimulada etimología latina ó
peninsular, fueron: «Abdelmelic-ben-Hagib el Asolamí, Ali Ibn-Hazm, el
célebre Ibn Thofail, el insigne botánico malagueño Ihn-Albaithar, el
distinguido gramático Abdalah-Ben-Vivax, el poeta y naturalista Abú
Otzman Ibn Loyon, los literatos y poetas Ibn Corral é Ibn Xalvator ó
Salvador, y hasta el egriego filósofo Ibn Badja ó Pace (desfigurado el
ablativo latino) á quien conocieron los filósofos escolásticos de la
Edad Media con el nombre de Avenpace.» En conclusión (para terminar en
este punto mi artículo, como termina el señor Simonet el libro de que
trato), de los testimonios que hemos alegado se infiere que, ni al
elemento arábigo, ni al berberisco, sino al indígena, se debe, en su
mayor parte, el esplendor literario y artístico del califato cordobés y
del antiguo reino nazarita. Y por si acaso nuestras razones parecieren
poco fuertes, ó inspiradas tal vez por el sentimiento patrio,
concluiremos apoyándolas en la autoridad de un crítico extranjero muy
competente, del alemán Guillermo Lubke, que en su celebrado _Ensayo
sobre la historia del arte_ se expresa así: «Si el arte árabe se
desarrolló en España con más perfección que en los otros países
_islamizados_, se debe sin duda á las relaciones íntimas de moros y
cristianos, en las cuales, éstos comunicaron á aquéllos algo de lo
noble, amable y caballeresco que resplandece en todos los ramos de su
civilización, ciencias, arte y poesía.»
Saltemos ahora de la llamada civilización oriental á la occidental, que,
según Draper, también hemos destruido. Esta civilización, que Draper
afirma que era superior á la civilización española del siglo XV, es la
americana precolombina.
Imposible parece que se diga de buena fe tamaño disparate. ¡Qué diantre
de civilización había en América antes de su descubrimiento! Por casi
todas partes era completo el salvajismo. Menos en el Perú, no creo que
en región alguna hubiese animales domésticos. Había en varias tribus
conocimientos elementales de agricultura, pero en las demás se vivía de
la pesca y de la caza, ó los hombres se comían unos á otros. Los
sacrificios humanos exigían millares de víctimas. El perpetuo estado de
guerra y los vicios nefandos destruían la población é impedían su
aumento. En Méjico, que era el imperio más civilizado, no habían
descubierto aún que con un líquido combustible y con una torcida se
podían alumbrar de noche, y la pasaban á oscuras por falta de candiles.
Los jeroglíficos en embrión de aztecas, yucatecos y otros pueblos del
centro de América (aun dando por supuesto que los más significativos y
mejor pintados no son posteriores á la venida de la gente española y no
son obra de indios industriados y medio civilizados ya por nosotros), á
más de ser casi ininteligibles, dejan entrever una cultura harto
inferior á la de los antiguos imperios del centro de Asia más de mil
años antes de Cristo. Si algo hubo de más valor en la antigua
civilización americana, había decaído y se había corrompido ó degradado
antes de llegar los españoles. Poco ó nada tuvimos que destruir nosotros
que no fuera perverso y abominable. En cambio llevamos á América nuestra
propia cultura europea y cristiana, y llevamos el café, la caña de
azúcar, el caballo, la vaca, el carnero, el trigo, las frutas exquisitas
de Europa y de Asia, y otras mil cosas excelentes que por allí no había.
Se nos acusa de haber procedido con crueldad y codicia y de haber
sometido á duros trabajos y atormentado con atroces castigos á la
población india, hasta el extremo de mermarla y aun de hacerla
desaparecer en algunas regiones. No seré yo quien defienda á todos los
aventureros españoles de entonces, admirables y gloriosos por su
inteligencia y por sus bríos, pero que distan mucho de valer para
modelos de santidad, y que tal vez, como vulgarmente se dice, eran lo
peor de cada casa. Si hubieran sido aventureros ingleses, franceses ó
alemanes los que á fines del siglo XV hubieran ido á América, ¿se
hubieran conducido con más humanidad que los españoles? ¿Fueron más
mansos y amorosos con los indios los alemanes á quienes el emperador
Carlos V concedió que se estableciesen y se extendiesen por las que hoy
son repúblicas de Venezuela y Colombia? ¿Se condujo más afable y
dulcemente, no ya con los indios, sino con los mismos españoles
establecidos en América, el enjambre de piratas, corsarios y
filibusteros que en diferentes épocas fueron allí contra nosotros?
Los hombres de guerra y de aventuras en todos tiempos, y más aún en el
siglo XVI, no han pecado por lo cariñosos y suaves; y en dicha época
había dos corrientes de sentimientos y de ideas que endurecían más sus
entrañas: el fanatismo religioso de la Edad Media persistente aún, y el
renacimiento pagano, que, al traernos las elegancias y los primores, las
artes y las letras de la clásica antigüedad, nos trajo también no poco
de su corrupción, de sus vicios, de sus pasiones sensuales y de su sed
de deleites y bienes de fortuna. Muchos de estos defectos no podían
menos de tenerlos los aventureros audaces que envió España á América;
pero la misma España no los tenía. ¿Pueden ser más filantrópicas que lo
que son las leyes de Indias? ¿Se mostraron nunca nuestros legisladores
crueles ni faltos de caridad para con los pueblos salvajes ó
semi-salvajes á quienes civilizamos y cristianizamos? ¿Ha habido nunca
pueblo de más _católico_ corazón que el pueblo español? Y digo
_católico_ en el más lato sentido de la palabra, envolviendo en ella el
significado que tienen hoy las palabras _cosmopolitismo_ y
_humanitarismo_. Fr. Bartolomé de las Casas no fué el único defensor de
los indios; fué acaso el más vehemente y atrabiliario; pero antes y
después de él hubo multitud de santos misioneros y de almas piadosas que
defendieron y protegieron á los indios, y desde luego los consideraron
iguales á ellos, y á veces superiores, cuando por su nacimiento, por la
autoridad de que gozaban ó por el respeto que les tenían los de su
casta, eran superiores en su tierra. No sería tan grande la tiranía y la
opresión de España cuando, no sólo igualó al pueblo indio con el pueblo
español, sino que dió cartas y títulos de nobleza á los indios que se
distinguían ó eran ya nobles entre los suyos. Todavía, por ejemplo, es
grande de España y duque, y goza de una pensión cuantiosa entre
nosotros, el sucesor de Moctezuma.
Y últimamente, con motivo del centenario del descubrimiento de América,
la ilustre duquesa de Alba, ha sacado del archivo de su casa y ha
publicado un tomo voluminoso, donde se contienen multitud de títulos de
nobleza, escudos de armas y honrosos privilegios concedidos por los
monarcas españoles á muchos señores indios á raíz de la conquista.
En cuanto al pueblo, yo creo, y tengo por seguro, que se puede demostrar
que en muchas de las tierras descubiertas y ocupadas por los españoles
en América, los indios, en vez de perder, ganaron en ser conquistados.
Aun durante la misma conquista, por mucha importancia que se dé á la
superioridad de nuestra caballería, de las armas de fuego y de la
pericia militar, no se comprende cómo unos pocos españoles pudieron
vencer y sujetar con crueldades á grandes muchedumbres y á poderosos
imperios. Esto se comprende mejor, entendido como debe entenderse:
asegurando que los españoles triunfaron porque fueron allí como
libertadores, y ganaron en muchas partes la voluntad y el auxilio de los
indios mal contentos, los cuales lograron sacudir así la tiranía más
espantosa. Es probable que en Otumba hubiese del lado de Hernán Cortés
tantos indios como en el ejército contrario. Y no sin razón nos
auxiliaron, porque salieron ganando en todo. «Antes, como dice Gomara,
pechaban el tercio de lo que cogían y si no pagaban eran reducidos á la
esclavitud ó sacrificados á los ídolos; servían como bestias de carga y
no había año en que no muriesen sacrificados á millares por sus
fanáticos sacerdotes». Después de la conquista, añade Gomara, «son
señores de lo que tienen con tanta libertad que les daña. Pagan tan
pocos tributos que viven holgando. Venden bien y mucho las obras y las
manos. Nadie los fuerza á llevar cargas ni á trabajar. Viven bajo la
jurisdicción de sus antiguos señores, y si éstos faltan, los indios se
eligen señor nuevo y el rey de España confirma la elección. Así que,
nadie piense que les quitasen los señoríos, las haciendas y la libertad,
sino que Dios les hizo merced en ser de españoles, que los
cristianizaron, y que los tratan y que los tienen ni más ni menos que
digo. Diéronles bestias de carga para que no se carguen, y de lana para
que se vistan; y de carne para que coman, ca que les faltaba.
Mostráronles el uso del hierro y del candil, con que mejoran la vida.
Hanles dado moneda para que sepan lo que compran y venden, lo que deben
y lo que tienen. Hanles enseñado latín y ciencias, que vale más que
cuanta plata y oro les tomaron. Porque con letras son verdaderamente
hombres, y de la plata no se aprovechan mucho ni todos. Así que libraron
bien en ser conquistados».
Yo entiendo que la cándida y sencilla apología que acabo de citar, basta
para prueba de cuán benéfico fué para los indios el triunfo de España
sobre ellos. Dicha sencilla y cándida apología vale más que las
declamaciones pomposas. Los hechos posteriores la confirman plenamente.
Desde el Norte de Méjico hasta el extremo Sur de Chile y de la República
Argentina, sería fácil demostrar que en el día de hoy hay más indios
que hubo nunca y son más felices, mejores y más civilizados que jamás lo
fueron; que bajo el dominio de España los indios que se distinguían ó lo
merecían podían ser cuanto se podía ser entonces en España; generales,
arzobispos, duques, marqueses, y presidentes de tribunales; y que ahora
pueden ser, y son á veces, presidentes de las Repúblicas. En los Estados
Unidos tal vez habrán sido más humanos con los indios. Pero yo no he
visto indios muy en auge en los Estados Unidos, ni que alguno de ellos
figure entre los personajes importantes, que por su riqueza, por su
posición ó por su saber, influyen ni remotamente en el gobierno de la
nación. Tal vez los indios de los Estados Unidos estén acorralados como
en España solemos tener toros bravos en una dehesa ó jabalíes en un
coto, mientras que los indios de las tierras que España y Portugal
ocuparon, ya presiden las Repúblicas como jefes supremos, ya brillan
como oradores en las asambleas legislativas, ya mandan ejércitos, ya
recorren como diplomáticos las cortes de Europa, ya ganan fama y
aplausos escribiendo en la lengua del pueblo que los conquistó elegantes
é inspiradas poesías é interesantes libros en prosa, cuyo valer y mérito
somos los primeros en reconocer nosotros los españoles, no
escatimándoles la alabanza, sino complaciéndonos en darla, acaso y á
veces más allá de lo justo.
Las tremendas acusaciones de Draper contra España están puestas en su
libro con mero intento teórico, á fin de que en su ramplona filosofía
de la historia figuremos nosotros como un pueblo precito, y á fin de
que, en el drama cuya acción es el desenvolvimiento de la inteligencia
humana y el paso de la edad de la fe á la edad de la razón, haga España
el papel más odioso. Pero en el día se renuevan y se exacerban estas
acusaciones, no ya para filosofar, mas ó menos burdamente, sino para
sacar muy duras consecuencias prácticas contra nosotros. En los Estados
Unidos escriben hoy muchos para denigrarnos como Draper escribía, siendo
lo más gracioso que todo lo que dicen contra nosotros es con el fin de
ensalzar á los cubanos y de afirmar que deben ser independientes y
libres. Acaso el más feroz de estos escritores anti-españoles sea un
cierto Sr. Clarence King, que ha publicado en la revista _The Forum_ un
articulo titulado _¿Ha de ser Cuba libre?_ Un amigo mío anglo-americano
me envió hace un mes dicho artículo, excitándome á que le contestase y
hasta brindándome con que insertaría mi contestación en una revista de
su tierra.
Las acusaciones del Sr. Clarence King, son menos razonables aún que las
de Draper; pero como llevan el propósito de excitar en los Estados
Unidos el odio y el desprecio contra España y de favorecer á los
rebeldes de Cuba, auxiliándolos y declarándolos beligerantes, creo que
algo conviene decir contestando al Sr. Clarence King, aunque la defensa
que haga yo de España sea ligera, desenfadada y de broma, ya que el
articulo del Sr. Clarence King no merece refutación más seria y
detenida. Lo que diga yo sobre él será como remate y complemento de la
impugnación que la salida de tono y los anatemas de Draper contra España
me han inspirado.
Empezando ahora por contestar á la acusación que nos dirige el Sr.
Clarence King de haber exterminado la población india de Cuba, que llega
á suponer se elevaba á un millón de almas, diré que parece imposible que
con seriedad se insinúe, ya que no se afirme, semejante disparate. Si á
nosotros, fundándose en él, se nos dice: ¿Qué habéis hecho de ese millón
de almas? ¿Caín, que has hecho de tu hermano?, con la misma razón
podemos suponer nosotros que, en la inmensa extensión de territorio
ocupado hoy por la gran república, había lo menos cuarenta millones de
indios, y preguntar luego con voz fatídica: ¡Caínes! ¿qué habéis hecho
de ellos?
De todos modos, á mí no parecería razonable dirigirme á los ingleses
pidiéndoles cuenta de esos indios que han desaparecido. Se la pediría en
todo caso á los que se han apoderado de sus bienes después de matarlos y
viven hoy en el territorio que ellos tranquilamente poseían. Porque es
absurdo é irracional, suponiendo que gente de casta española mató á un
millón de indios para apoderarse de Cuba, simpatizar con los herederos y
con los que se aprovechan aún de la matanza y del robo, y condenar por
ese robo y por esa matanza á los españoles de por acá, que desde el
descubrimiento y la conquista de América hasta hoy no han hecho más que
predicar y legislar en favor de los indios.
Es cosa de risa citar á Hatuei, que dijo que preferiría ir al infierno á
ir al cielo con los españoles, para aplaudir á los descendientes de esos
españoles porque se rebelan contra otros españoles, que no sacaron el
menor provecho de la muerte de Hatuei ni le hicieron el menor agravio.
Todo lo que dice el Sr. Clarence King acerca de esto vendría muy á
propósito si hubiese aún en Cuba descendientes de Hatuei y de sus indios
que apellidasen libertad y que pugnasen por arrojar de Cuba á los
españoles intrusos, lo mismo á Weyler, que á Maceo ó que á Máximo Gómez.
Otra no menos chistosa acusación del Sr. Clarence King contra nosotros
se funda en la esclavitud de los negros; sosteniendo que, acostumbrados
nosotros á mandar esclavos, no sabemos mandar hombres libres. No parece,
al leer esto, sino que en los Estados Unidos no hubo esclavitud nunca.
Dice también el articulista que España se vió _forzada_ á dar libertad á
sus negros ¿Y quién le hizo tal fuerza? España dió la libertad de grado
y con gusto. Y los propietarios de los negros no se opusieron con las
armas á esta libertad, si bien en Cuba era el darla más difícil, más
perjudicial económicamente y más peligroso que en los Estados Unidos,
aunque no fuese más que porque en Cuba la población negra era tan
numerosa como la blanca. No fué, pues, en España, fué en los Estados
Unidos, ó al menos en mucha parte de ellos, donde se vieron _forzados_
á dar dicha libertad; donde tuvieron que tragarla á regañadientes, y
donde al que la dió, al libertador glorioso, no faltó quien en premio le
matase de un tiro.
Por lo demás, la compasión hacia los negros esclavos acaso se pudiese
probar que ha sido más tardía que en nuestra raza en la raza
anglo-sajona, que bastante tiempo ha sido _negrera_, y donde aún, en el
presente siglo, se inventan teorías tan filantrópicas y consoladoras,
como la de Malthus y la del _Struggle for life_.
No en el día en que los españoles estamos harto abatidos, sino en los
momentos ó en los siglos en que preponderábamos en el mundo, se le
ocurrió á ningún español, que tuviera séquito y que valiera algo, el
considerarse de una raza superior á las demás razas humanas, y el
despreciarlas y humillarlas. Ni cuando el Gran Capitán se enseñoreó de
Italia arrojando á los franceses; ni después de Lepanto, de San Quintín
y de Pavía; ni cuando en Trento prevalecieron nuestros teólogos y
reformando la iglesia oponían fuerte valladar al protestantismo y
trataban de conservar la virtud que informaba y que unía la civilización
europea; ni cuando desde principios del siglo XV, con tenacidad
admirable y con fe constante, agrandábamos experimentalmente el concepto
de las cosas creadas, circunnavegando el planeta, cruzando mares
incógnitos y tenebrosos y descubriendo nuevos mundos y nuevos cielos,
jamás hemos menospreciado á las otras naciones ni las hemos tratado con
insolente orgullo, ni las hemos insultado como en el día se nos insulta.
A la verdad, ni ahora ni nunca habrá un solo español que rebaje la
gloria de Lincoln; todos ensalzaremos esa gloria, pero alguna, aunque
sea menor, nos toca colectivamente, porque dimos de buena voluntad y no
por fuerza libertad á los esclavos negros de Cuba; y alguna gloria
también, anterior y á mi ver más clara y con algo de divino, nos toca
por haber sido de nuestra raza santos varonescomo Alonso de Sandoval y
Pedro Claver, que hicieron por los negros, en un siglo en que aún se
ignoraba hasta el nombre de filantropía, movidos de caridad cristiana,
obras maravillosas por amor de Dios y de los negros de Africa.
Supone el Sr. Clarence King que en el carácter español (ya se entiende
que en el de los españoles peninsulares, pues en el de los cubanos,
sobre todo si son rebeldes, ha de haber habido una transformación
dichosa), supone, digo, que en nuestro carácter persiste, en combinación
diabólica, la crueldad pagana de Roma, reforzada y sublimada con feroz
intensidad por la Inquisición. De aquí resulta que el más blando y
humano de nosotros es un Calígula-Torquemada. Y que á fin de evitar que
sigamos haciendo atrocidades contra los pobrecitos é inofensivos
insurrectos, los Estados Unidos tienen el deber moral de reconocer la
beligerancia de dichos señores que no talan, ni incendian, ni saquean,
ni cometen atrocidad alguna.
Lo de la Inquisición es una cantaleta que nos están dando los
extranjeros desde hace mucho tiempo, y que nos tiene ya tan aburridos,
que casi justifica que algunos españoles se pongan fuera de sí y en
apariencia se vuelvan locos, aunque sean sujetos de mucha madurez y
juicio. Así es que, sin duda por chiste y para lucir la agudeza de su
ingenio, alguien defienda la Inquisición todavía, como por ejemplo, lo
hace con mucha gracia el catedrático D. Juan Manuel Orti y Lara, el cual
llega á exclamar: «¡Oh dichosas cadenas del Santo Oficio, que tan
fuertemente sujetaban al monstruo de la herejía, que no le dejaban
libertad alguna para impedir á los ingenios españoles el vuelo que
tomaron desde las alturas de la fe por las regiones del saber y de la
poesía!»
Claro está que el monstruo de la herejía, que hoy anda suelto en España
sin que la Inquisición le encadene, no impide al Sr. Orti y Lara que
vuele por donde se le antoje y hasta que haga la apología de la
Inquisición. Pero yo no quiero ni puedo hacerla, y convendré con el
señor Clarence King en que la Inquisición era una infernal maquinaria
muy á propósito para atormentar y matar á la gente. En lo que no
convengo con el Sr. Clarence King, sacando una consecuencia opuesta á la
suya y muy favorable á los españoles, es en que nosotros, poseedores de
la maquinaria susodicha, hayamos atormentado y asesinado jurídicamente á
más personas que las atormentadas y asesinadas jurídicamente en no pocas
naciones extranjeras, donde tal vez y sin tal vez no hubo Inquisición
nunca. Jamás la Inquisición de España se regaló ajusticiando víctimas
tan ilustres como Servet, Vanini y Bruno. Jamás la Inquisición de España
condenó, sino que aplaudió, defendió y ensalzó á Copérnico, á Galileo y
á otros sabios, á quienes en tierra donde no había Inquisición
condenaban. Y en lo tocante á la muchedumbre de gente menuda, quemada,
ahorcada ó muerta por otros medios á manos del fanatismo religioso, nada
tienen que envidiarnos los pueblos más cultos que en el día hay en
Europa. Sólo de brujos y brujas, si hemos de creer á Michelet, en
Tréveris quemaron siete mil; pocos menos en Tolosa de Francia; en
Ginebra quinientos en tres meses; en Wurtzburgo, ochocientos de una sola
hornada, y mil quinientos en Bamberg. Convengamos en que jamás hubo en
España tan espléndidas y colosales chamusquinas. Y es lo más chistoso,
si yo no recuerdo mal (porque no doy ahora para comprobarlo con una
Historia de los Estados Unidos que contenga el periodo colonial), que en
esos Estados se quemaron y se ajusticiaron también brujos y brujas con
profusión pasmosa. Por donde yo me inclino á sospechar que en toda la
América, dominada por España durante los sigos XVI y XVII, no hizo la
Inquisición tantas víctimas, contando judíos, mahometanos, y herejes
relapsos y hechiceros de todo linaje, como las víctimas que por sólo el
delito de brujería fueron sacrificadas en los Estados Unidos cuando aún
eran colonias.
Otra de las razones que tiene el Sr. Clarence King para desear que Cuba
no sea española, es que Cuba es un paraíso muy fecundo y que en otras
manos más trabajadoras y hábiles produciría mucho más. Este argumento,
no obstante, no vale nada en favor de los cubanos. Es probable, es casi
seguro que si los dejásemos en libertad, Cuba no prosperaría más de lo
que hoy prospera. Si prevaleciesen los negros, Cuba sería como Haití, y
si prevaleciesen los blancos y mulatos, Cuba sería como es Santo
Domingo. Los cubanos, que de buena fe y de corazón estén con los
rebeldes, si quieren entrever y columbrar el porvenir que siga á su
triunfo, bien pueden mirarse en el citado espejo. Harto lo comprenderá
el señor Clarence King, coincidiendo con mi parecer; pero por cierta
púdica delicadeza no deja ver el fondo de su pensamiento. El fondo de su
pensamiento es que Cuba llegue á ser una estrella más en la bandera de
su patria. Adiós entonces idioma, casta, sangre y linaje españoles en la
Isla. En ella, al cabo de veinte ó treinta años ó de menos, no se
hablaría más que inglés. Todo hombre de origen español desaparecería de
la Isla más pronto que desaparecieron los indios cuando se apoderaron de
la Isla los españoles.
¿Pero qué mal, qué daño, qué terribles ofensas hemos hecho los españoles
de la Península á los españoles de Cuba, para que á ser unos con
nosotros prefieran algo á modo de suicidio colectivo?
Nada prueba menos que el exceso de prueba. Figurémonos que el Sr.
Clarence King tiene razón; que los españoles no sabemos gobernarnos;
que nuestra administración es absurda y corrompida. Con esto no probará
sino una cosa: que si los cubanos toman muy á pecho su desgobierno, no
deben separarse de España, sino separarse de ellos mismos y ser otros de
los que son, y convertirse, por ejemplo, en _yankees_. ¿En una nación
tan democrática como es y ha sido siempre la nuestra, qué diferencia
puede haber ni hubo nunca entre un español de Cuba ó un español, v. gr.,
de Málaga, de Loja ó de Logroño? ¿Los que alternan, en España, en el
poder, con turno más ó menos pacifico, los Narváez, los Cánovas y los
Sagastas, ¿no pudieron ser cubanos? ¿Qué inferioridad hemos supuesto
nunca, ni por ley ni por costumbre, que exista entre un español de por
acá y un español de por allá? La igualdad más perfecta entre todos los
españoles de la Península y de Ultramar ha sido proclamada siempre en
leyes, pragmáticas, ordenanzas y decretos. Felipe II la proclamó
solemnemente con palabras citadas por el mismo Sr. Clarence King. Si
esta unidad legal existió bajo un poder absoluto, lo mismo era para los
peninsulares que para los cubanos, y estos últimos no podían pretender
entonces ser más libres que nosotros. Pero no bien hubo en España una
Constitución liberal, en 1812, la Asamblea que formó esta Constitución
declaró, adoptando la elevada idea de Felipe II, que la nación española
es el conjunto de todos los españoles de ambos hemisferios. Las
libertades de que desde entonces debieron gozar los peninsulares las
debieron gozar también los cubanos. No fué culpa nuestra que Fernando
VII, el Deseado, diese al traste con todas esas libertades, no bien
volvió á España en 1814. Renacieron dichas libertades en 1820, en
virtud, por desgracia, de un motín militar, que puede considerarse como
el pronunciamiento inicial en la larga serie de pronunciamientos que
después ha habido. Y menos culpa nuestra es aún que, en 1823, así los
peninsulares como los cubanos, perdiésemos de nuevo las mencionadas
libertades, por obra de los cien mil hijos de San Luis, sostenidos
moralmente por la Santa Alianza, ó sea por Rusia, Prusia y Austria, con
el beneplácito sin duda de la libre Inglaterra.
De cuantas crueldades y tiranías y de cuantas muestras de grosero,
torcido y falso celo religioso hizo y dió entonces un partido fanático
por el afán de extinguir en España la civilización moderna y de
retroceder á una edad de ignorancia y barbarie, que jamás existió y fué
completamente soñada, más culpa que dicho partido fanático y servil
tuvieron la Santa Alianza, los franceses que ejecutaron sus órdenes y
casi toda Europa, abrumando con su peso al pueblo español y desatando
las manos de Fernando VII para que, en premio de haber peleado por su
trono, cargase á este pueblo de cadenas. Pero aun así, justo es confesar
que los cubanos fueron los que menos padecieron, si es que algo
padecieron, de este último absolutismo de los diez años.
Una prueba más de que no son los españoles peninsulares tan culpables
de este absolutismo de los diez años, sino de que nos le impusieron las
más poderosas naciones de Europa, es que desde que en 1834 hubo en
España un gobierno liberal, los gobiernos de esas naciones se negaron á
reconocerle, le volvieron la espalda y favorecieron al pretendiente, rey
de los fanáticos y serviles. El nuevo orden de cosas no fue reconocido
en España, por Prusia y Austria hasta después de la revolución de 1848,
y por Rusia hasta 1857.
Y como yo no quiero condenar á nadie en más de lo justo, y menos á
naciones tan ilustres como Rusia, Prusia y Austria, ni quiero tampoco
injuriar al partido absolutista español, diré que alguna explicación y
hasta disculpa tuvieron el odio y el terror de ellos á las modernas
libertades, ya que tanto glorificaban, como el Sr. Clarence King, la
primera Revolución francesa. Por pasmosos que hubiesen sido sus triunfos
guerreros, no bastaban á atenuar las atrocidades de Dantón, Marat y
Robespierre, y los espantos del _Terror_ y de la guillotina; y fue lo
peor que todo ello tuviese por resultado un gran genio militar sin duda,
pero á la vez un déspota, que humilló y ensangrentó la Europa entera,
sin que el más hábil y sutil profesor de filosofía de la historia pueda
descubrir, fuera de la ambición personal, del prurito de elevar á la
familia y á los amigos, y del afán del predominio de un pueblo sobre los
otros, propósitos y fines altos y providenciales, parecidos á los que
más ó menos conscientemente tuvieron Alejandro y César.
Será pensamiento mío, que tal vez escandalice á muchas personas, pero
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