A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 01

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A VUELA PLUMA
OBRAS DEL MISMO AUTOR

Pepita Jiménez; un vol. en 8.º, Ptas. 3.
Doña Luz; un vol. en 8.º, 3.
El comendador Mendoza; un vol. en 8.º, 3.
Algo de todo; un vol. en 12.º, 2,50.
Las ilusiones del doctor Faustino; dos vols. en 12.º, 5.
Pasarse de listo; un vol. en 12.º, 2,50.
La buena fama; un vol. en 16.º con grabados, 2,50.
El hechicero. El bermejino prehistórico. Las salamandras azules;
un vol. en 16.º con grabados, 2,50.
Dafnis y Cloe (traducción del griego); un vol. en 12.º, 3.
Estudios críticos; tres vols. en 12.º, 9.
Disertaciones y juicios literarios; dos vols. en 12.º, 6.
Cuentos y diálogos; un vol. en 12.º, 2,50.
Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia;
tres volúmenes en 12.º, 9.
Tentativas dramáticas; un vol. en 12.º, 2,50.
Canciones, romances y poemas; un vol. en 12.º, 5.
Cuentos, diálogos y fantasías; un vol. en 12.º, 5.
Nuevos estudios críticos; un vol. en 12.º, 5.
Cartas americanas (primera serie); un vol. en 12.º, 1.
Nuevas cartas americanas (segunda serie); un vol. en 8.º, 3.
Pequeñeces... Currita Albornoz al P. Luis Coloma; un folleto en 8.º, 1.
Las mujeres y las Academias, cuestión social inocente;
un folleto en 8.º, 1.
Ventura de la Vega, biografía y estudio crítico;
un vol. en 8.º con el retrato del biografiado, 1.
Juanita la larga; un vol. en 8.º, 3,50.
Genio y figura...; un vol. en 8.º, 3.


JUAN VALERA
A VUELA PLUMA
COLECCIÓN DE
ARTÍCULOS LITERARIOS Y POLÍTICOS
MADRID
LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ
_Carrera, de San Jerónimo, 2_
1897
Es propiedad del autor.--Derechos reservados.


PRÓLOGO

Impreso ya este libro y reunidos en él no pocos artículos, se me ofrecen
dificultades que conviene allanar antes de que el libro salga á luz
pública. Ponerle título es la menor de todas y ya la considero allanada.
_A vuela pluma_ es título tan significativo como propio. Ora excitado yo
á dar mi parecer sobre flamantes producciones literarias, ora movido é
inspirado por los tristes acontecimientos políticos de nuestros días, he
escrito y esparcido, por revistas y periódicos diarios, lo que aquí va
reunido. No porque soy escéptico, sino porque soy modesto, aunque me
contradiga atribuyéndome tan buena cualidad, nada pretendí enseñar al
escribirlos en cada uno de los siguientes artículos, ni nada pretendo
ahora enseñar al reunirlos en un volumen. Y no porque yo crea que no
haya verdades que enseñar, sino porque carezco de fe bastante en mi
propio saber y en mi autoridad y competencia para empuñar la férula y
revestirme de la toga y demás insignias del magisterio. No es, pues,
para enseñanza de mis lectores, para lo que publico este libro.
Si he de confesar la verdad tampoco han acudido mis amigos, admiradores
y parciales, aconsejándome y casi impulsándome con la violencia de sus
ruegos para que le publique, según ocurre con frecuencia á otros autores
más que yo dichosos. Este libro, inútil para la enseñanza, para la cual
candorosamente le desautorizo, se publica sin que nadie me lo pida ni se
empeñe en ello, por mi espontánea y libérrima voluntad y por mi
iniciativa. ¿Qué fin me llevo al publicarle? Alguna explicación acerca
de esto me considero obligado á dar á los lectores.
Todo autor, por frío y desamorado que sea, consagra á cuanto escribe,
aunque lo estime en poco, un amor semejante al que tienen los padres á
sus hijos, á quienes aman aunque sean feos y no bonitos, enfermizos y no
robustos, tontos y no discretos. Y dado en mí, como se da, este amor,
harto se comprende mi deseo de que no queden mis hijos espirituales
anegados en un inmenso piélago de papeles donde se perderían sin duda y
nadie volvería á acordarse de ellos. La unión da fuerza, y yo los reuno
para ver si de esta suerte se sostienen y sobrenadan y llegan sin
hundirse y sin ser arrebatados por la corriente del río del olvido al
pequeño y seguro puerto del poco numeroso público, cuyas simpatías he
logrado captarme.
Si este público nada aprende leyéndome, bien puede ser que se entretenga
apaciblemente con mi lectura y que divierta el espíritu de penosos y
graves cuidados. Bien puede ser también que el favorable aspecto bajo el
cual veo yo dichos y hechos, y que mi confianza en los destinos de la
patria y en el mejor término y desenlace para los conflictos y apuros en
que se encuentra hoy, agraden y consuelen á quien me lea, con lo cual me
daré yo por bien pagado y justificaré razonablemente el haber reunido
estas obrillas que los críticos severos y los que no me quieran bien
calificarán por lo menos de insignificantes.
Tienen con todo una muy importante significación, que no mengua sino
crece, aunque se suponga trivial y vulgarísimo cuanto se dice en ellas.
Yo soy, sin duda, quien lo dice; pero, por lo mismo que lo dicho es
vulgar, quien lo piensa y lo siente es una no pequeña parte del público,
de la cual vengo así á convertirme en órgano, representante y heraldo.
Al presente, está muy en moda, en literatura, el reunir documentos
humanos. Valga, pues, este libro, si no vale para nada más, como reunión
de tales documentos. Yo expreso lo que en él se expresa; pero conmigo lo
piensan y lo sienten muchos miles de semejantes y de compatriotas míos.
Por donde mi libro deja de ser insignificante, se transforma en docente
ó en documental y merece ser publicado y hasta leído. Creo, por último,
que, si al escribirle he desechado toda preocupación interesada y le he
escrito con buena fe, candorosa y sencilla, alguien me leerá con gusto,
si no con provecho, y esto me basta.
[Illustration]


DISONANCIAS Y ARMONÍAS
DE LA MORAL Y DE LA ESTÉTICA
I

_Al Sr. D. Salvador Riada._
Mi querido amigo: Mucho siento tener que decir á usted que Monte-Cristo,
que oye turbio y que, además, suele distraerse, hubo de engañarse, y tal
vez engañó á usted, sin la menor malicia, cuando le aseguró que me había
parecido muy bien el _Himno á la carne_. Ni bien ni mal podía parecerme
una obra que yo aún no conocía. Acaso al hablarme Monte-Cristo, yo, que
también me distraigo, dije algo, como acostumbro, en alabanza del
talento poético de usted, que tan claro me parece, y él lo aplicó al
_Himno_ de que me hablaba, y que yo no podía alabar por serme entonces
desconocido.
Ahora, que ya le conozco, creo de mi deber dar á usted con toda
sinceridad y franqueza la opinión que me pide.
Muchísimo hay que decir, y he de decirlo, aunque incurra en la nota de
pesado.
No obstante la pesadez y el desaliño con que irá escrita mi carta, yo
consiento en que usted haga de ella lo que guste: ó guardarla para sí, ó
rasgarla, ó dejar que el público la lea.
Desde luego el título de _Himno_ me desagrada. Un himno es un himno, y
catorce sonetos son catorce sonetos. Además, el ir dirigidos _á la
carne_ presupone cierta trascendencia teológica ó filosófica que los
sonetos apenas tienen.
Los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne. Y fuerza es
confesar que todos los hombres, salvo raras y dichosas excepciones,
estamos empecatadillos y entonamos himnos en loor de uno de estos tres
enemigos, cuando no de los tres á un tiempo; pero debe notarse que, ó
bien no caemos, por extraviados ó ilusos, en que hacemos semejante
elogio, ó bien aparentamos no caer, envolviendo nuestro consciente
propósito en delicada hipocresía. El elogiar con premeditación á tales
enemigos implica un descaro que repugna á las creencias religiosas de la
gran mayoría de los españoles, los cuales son, ó se supone que son
católicos.
Ya se entiende que, partidario yo del arte por el arte, he de prescindir
y prescindo de toda religión positiva y de toda moral que en ella se
funde, para juzgar una composición poética. De lo que es difícil
prescindir es de la moral universal que coincide con la belleza
artística, y de algunas conveniencias sociales, que son ineludible
requisito para que esa belleza artística se produzca sin que lo estorbe
la disonancia entre la obra del poeta y las costumbres, los usos, y
hasta, si se quiere, las preocupaciones y los disimulos de la sociedad
en que el poeta vive.
Aún voy más allá en el _quidlibet audendi_. Supongo que el poeta se
rebela contra esos usos, costumbres y creencias, porque los considera
malos ó tontos. No por eso he de escandalizarme. Antes bien, aplaudiré
al poeta como poeta, si impugna con primor y con brío lo que yo crea más
santo, aunque yo, pongo por caso, como católico, considere que él, como
impío, acabará, en castigo de sus bien rimadas blasfemias, por arder
eternamente en lo más profundo del infierno.
Así me sucede con el _Himno á Satanás_, de Carducci. Sin dejar de creer
en todo lo que enseña la Doctrina cristiana, los hombres, en mi sentir,
pueden haber inventado ó descubierto la pólvora, la imprenta, la
brújula, el pararrayos, el telégrafo, el teléfono, la fotografía, la
mecánica celeste y la terrestre, las estrellas más remotas, los
microbios y el protoplasma: pero, si algún poeta entiende de buena fe
que Dios se oponía á que inventásemos y descubriésemos todas esas cosas,
que quizá hagan la vida menos aburrida y amarga, y que con auxilio del
diablo las hemos inventado y descubierto, mejorando y sublimando nuestra
condición, yo le aplaudo si compone un himno á diablo tan benéfico, á
quien llama él Satanás porque se le antoja, y á quien seguiré llamando
energía y luz interior que pone Dios en el alma, hecha á su imagen y
semejanza.
En análogo sentido comprendo yo que se componga un _Himno á la carne_,
el cual me guste tanto ó más que el _Himno al demonio_ de Carducci. Si
entendemos por carne la sustancia organizada y viviente de que se vale
el Artífice supremo para revestir de forma sensible su idea, haciendo
patente la hermosura, ya por operación de naturaleza, ya por
intervención de la voluntad y del entendimiento humanos, que pulen,
acicalan y asean lo que naturaleza preparó y dispuso cual primitivo
bosquejo, declaro que el _Himno á la carne_ me parece muy bien,
prescindiendo del título, porque ni las nubes nacaradas, ni la cándida
luna, ni el sol, ni las flores, ni los verdes bosques, ni los lozanos
verjeles, ni nada de cuanto he visto y veo por esos mundos, es más
hermoso que una mujer aseada y hermosa. Y es ello tan indiscutible que,
para expresar materialmente los más altos objetos, potencias y virtudes,
les damos forma de mujer. Y así la fama, la patria, la religión, la
ciencia, la filosofía, la justicia, la fe, la caridad y la esperanza, se
representan como otras tantas guapísimas señoras.
Pero su himno de usted (sigamos llamándole himno), no se mete en tales
honduras. Mejor sería apellidarle himno á la Pepa, á la Juana ó á la
Francisca, de cuya carne gusta usted. La generalización filosófica ó
teológica sólo está en el epígrafe.
Y lo peor que yo noto (admirando más la inspiración y la habilidad
poéticas, que no faltan á usted aun errando el camino) es que usted
analiza y resta en vez de sintetizar y añadir, al ir ponderando sus
deleites amorosos. Pues qué, ¿no es más que la carne lo que enamora á
usted en su innominada querida? Nunca ni el más materialista de los
poetas gentiles, sustrajo tanto del amor los elementos no materiales,
que le idealizan y hermosean, y le redujo al mero concepto de la
lascivia, como si fuera amor de perros ó de gatos. Y como usted no hace
la sustracción y el despojo por vehemencia afrodisiaca, sino por
preocupación de escuela ultra-naturalista, los versos, ni siquiera
resultan fervorosos de libertinaje, sino fríos, afectados y
artificiosos, con refinamientos de sensualidad enfermiza, que apela á
espejos y á otras diabólicas travesuras. Parece lascivia de viejo, y,
por consiguiente, falsa, pues usted es mozo.
Prescribe Horacio que no se hagan ciertas cosas delante del pueblo:
_Nec filias coram populo Medea trucidet:_
y lo que Horacio prescribe para lo trágico debe aplicarse á lo erótico
también. No conviene introducir al pueblo en la alcoba ni imitar al rey
de Lidia con Giges. Contra esto peca usted, no pasando de ligero, sino
deteniéndose en pormenores con exceso de morosa delectación. No cae
usted en que ciertos actos tienen mucho de grotescos, si no van
acompañados de misterioso recato. Y esto, no porque seamos cristianos,
sino en la risueña religión gentílica, en que, según usted asegura,
Citerea prevalece. Así es de advertir que los poetas más libertinos de
la docta gentilidad nos dejaban á la puerta de la cámara nupcial, si
trataban el asunto por lo serio. Sólo cuando querían hacer reir lo
describían todo. El cisne venusino dice desvergonzadamente los estímulos
de que se valía la vieja berrionda, mientras que de Glícera sólo nos
dice que le aguarda en estancia perfumada; y él va á verla, invocando á
Venus para que le acompañe y traiga consigo al Amor.
«Trae al muchacho ardiente,
y á las Gracias, la ropa desceñida,
y á Mercurio elocuente,
y de ninfas seguida
la Juventud sin tí no apetecida»;
pero, en cuanto Horacio entra á ver á Glícera, con todo este cortejo,
nos da con la puerta en los hocicos, y acaba la oda, sin que nos cante
ni nos deje ver lo que pasa dentro. Ya nos lo presumimos.
Lo antiestético del goce de amor, patentizado por el arte y descrito con
circunstancias menudas, se ve hasta en los poemas más primitivos. Sube
Juno á la cumbre del Gárgaro, adornada con el cinto de Venus, que la
hace irresistible:
«... allí el deseo,
allí la dulce persuasión estaba,
que á los más cuerdos la prudencia roba.»
Júpiter pierde la suya, requiebra á Juno y quiere al punto gozarla; pero
antes, él y ella se envuelven en nubes doradas y densísimas, que ningún
Dios ni el Sol omnividente traspasa, y que Homero cuida bien de no
traspasar, respetando el pudor y el decoro de la dichosa é inmortal
pareja.
El tálamo de los dioses, el de los héroes, y aun el de cualquier hombre
que se respeta, han de estar rodeados de impenetrable misterio. La
prueba más evidente por donde Penélope reconoce á Ulises, es porque éste
le describe su tálamo, que sólo él había visto entre los varones todos.
El espíritu de usted es recto por naturaleza y está sano: pero yo
advierto en el _Himno_ insanos extravíos y disparatadas disonancias. No
extrañe usted que lo atribuya á la vaga lección de malos libros
franceses, de los que están de moda, de cuyo pesimismo, naturalismo
falso y caprichosa impiedad, se hace usted eco. Usted, de por sí, sería
como Dios manda.
Supone usted que la religión de Cristo condena la carne, y luego dice
usted para sí: pues voy á glorificar la carne, rebelándome contra la
religión de Cristo. Parte usted de un error, fundado en el doble sentido
de la palabra _carne_. Sin presumir de teólogo, sino como hombre de
mundo, lego y profano, aunque no olvidado del Padre Ripalda, que aprendí
en la escuela, digo que no tiene usted razón. La carne, considerada como
enemigo del alma, es la concupiscencia, es el vicio, es la lujuria, que
toda religión, no sólo la de Cristo, condena. Pero la carne, el cuerpo
humano, considerado como obra de Dios, ¿dónde está condenado? El Verbo
se hizo carne, y con cuerpo humano subió al cielo. Todos, según nuestra
fe, hemos de resucitar con carne, y los cuerpos de los bienaventurados
han de ser muy hermosos y gloriosos. Lo primero que manda Dios al hombre
y á la mujer es que crezcan, se multipliquen y llenen la tierra. ¿Cómo,
pues, ha de suponerse que Dios condena el amor sexual cuando ordena que
nos multipliquemos? El ascetismo, la vida penitente, la virginidad como
la más perfecta condición, no son tampoco exclusivos ideales cristianos.
En todas las demás religiones se da algo semejante. En la gentílica, por
ejemplo, hubo coribantes y vestales.
Lo que exigen la religión cristiana, y toda religión moral, y hasta sin
religión y sin moral, la estética y el decoro, es el recato. En la
naturaleza de las cosas está que sea cómica, y no seriamente bella, la
exhibición ó la representación del abrazo amoroso, más ó menos apretado.
Si el cínico Crates se une en público con Hiparca, á pesar de la
licenciosa libertad de Atenas, los pilluelos de la calle le silban y
escarnecen. Sólo en Otahiti, cuando llega allí el capitán Cook, se toma
por lo serio el hacer en público tales actos como ceremonia religiosa.
Fuera de estos casos rarísimos, lo general es que el sigilo y el secreto
presidan á los amores. Júpiter, aunque era tan desaforado y tan
propenso á ponerse el mundo por montera, satisfaciendo su regalado
gusto, elige para unirse á la ninfa Maya, haciéndola madre del dios de
la elocuencia, inventor de la lira, alma de la danza, una noche
obscurísima y un antro nemoroso y esquivo; y aun todavía, para ocultar
mejor su unión á los dioses y á los hombres, les infunde antes dulce
sueño. Jano bifronte, no menos precavido y púdico, cuando se propone dar
ser á los briosos primitivos pueblos de Italia, se une á la gigantesca
ninfa Camesena, en la desierta cumbre del Apenino, y circunda el agreste
y amplio tálamo de tenebrosas tempestades.
En resolución, ya que sería cuento de nunca acabar el ir citando sucesos
semejantes de hombres y dioses, yo vuelvo á prescindir de religión y de
moral: no echo sermón, aunque ya estamos en Cuaresma; pero tratándose de
arte, ¿cómo prescindir de lo artístico? No es artístico el describir
prolijamente los placeres de la alcoba.
Admirable es la belleza del cuerpo humano. En otros mundos, sujeta la
materia á otras condiciones y con otra conformación los sentidos, ¿quién
sabe cómo podrá ser la aparición sensible de la belleza? Esto es lo
relativo. Pero la esencial y sustancial belleza que se nos revela en el
Apolo de Belvedere y en la Venus de Milo, es la belleza absoluta. Todo
entendimiento, capaz de comprenderla, aunque venga del más extraño y
lejano mundo de cuantos pueblan el éter, lo reconocerá y lo proclamará
como nosotros.
Si imaginamos vivos, y no de mármol, sino de carne, á la Venus y al
Apolo, hombres y mujeres los contemplarán con pasmo y se podrán enamorar
de ellos; pero sería grosero no ver en tanta animada hermosura sino un
instrumento de material deleite. Habría en ello algo de profanación
sacrílega, no ya en virtud de la religión del espíritu, sino del respeto
hasta religioso que la materia misma, tan bien organizada, debe
infundir.
Ya usted notará que, en realidad, yo no voy contra usted en lo que digo.
Voy contra la escuela mal llamada naturalista, que le pervierte y
extravía. Si usted no valiese ya mucho y si no prometiese más de lo que
ya vale, no me mostraría yo severo.
Demos por seguro que no hay bien, ventura, ni goce mayor que el de los
amores; pero ¿todo bien, todo goce es para referido ó representado
estéticamente por lo sublime? Esta es la cuestión. Este es el error del
naturalismo; error que se ve más claro aún en las desventuras que en las
venturas. Sobre la muerte de un amigo, sobre la ruina de la patria,
sobre los suplicios y trabajos de un apóstol, está bien escribir
elegías. Pero desventuras son, y no menores, que se le pudran las
narices al Dr. Pangloss, que á otro le dé tiña y se le caiga el pelo,
que á otro le sobrevenga una debilidad en las encías y escupa los
dientes y que á otro le ocurra cada tres días una indigestión molesta y
apestosa, y sin embargo, ¿son estos percances á propósito para componer
versos elegíacos? Nosotros, en la vida real, nos compadeceremos en
extremo del paciente, aunque sólo sea prójimo, y no amigo ó deudo; pero
si hablamos en verso heroico de lo que acontece, haremos reir en vez de
llorar.
Es indudable que hay desventuras y venturas, triunfos y derrotas,
dolores y placeres grandísimos que en la vida real se lamentan ó se
celebran; pero sobre los cuales hay que pasar con rapidez en la
representación artística, si no queremos hacer reir con ellos.
Así, Ariosto, por ejemplo, no sería por su afición á lo moral y á lo
decente, sino por estas reglas de estética, más ó menos reflexiva ó
irreflexivamente percibidas, por lo que no cuenta con circunstancias
íntimas lo que pasa entre Angélica y Medoro; pero cuando quiere dar en
lo grotesco y provocar á risa, lo cuenta todo sin aprensión. Así, en el
caso del viejo nigromántico ó mágico que adormece con sus malas artes á
la hermosísima dama y la tiene á su talante. El chiste está en que el
nigromántico, con toda su magia, si bien adormece á la dama, no atina á
despertar en él ó á resucitar algo que hacía años dormía ó estaba
muerto, y se lleva un chasco feroz, quedando en salvo la honestidad y
entereza de la dama, con apacible risa y júbilo de los lectores. Si el
Ariosto hubiera tratado el suceso trágicamente, lo hubiera errado.
Yo no recuerdo haber leído escena tan viva como la del nigromántico,
referida con épica dignidad y que produzca efecto, sino una en _El
Bernardo_ de Valbuena; pero esto se explica, porque va todo acompañado
de un poderoso elemento fantástico que lo dignifica, lo hace simbólico y
hasta le da un valor moral. Hablo del tremendo lance de Ferragut con la
hechicera Arleta. El héroe penetra en el maravilloso palacio tan
estupendamente rico. La gallarda, joven y elegante princesa le recibe á
solas y se entrega. Una sola lámpara de extraña luz ilumina la estancia,
y sobre todos los objetos derrama encantados resplandores. Pero cuando
la luz de la lámpara oscila, la portentosa beldad de la princesa se
confunde; los perfiles, las sombras, los colores, todo se altera y se
combina por tal arte, que Ferragut se asusta y cree tener un vestiglo
entre sus brazos. Vuelve la luz á arder sin oscilación y la princesa
recobra sus admirables atractivos. La luz, al fin, se apaga, y Ferragut
se encuentra en inmunda caverna y entre los brazos de horrible y
asquerosa vieja, cuya fealdad abominable ve á la luz de la luna, y cuyos
secos brazos y cuyas manos, á modo de garras, le retienen sin dejarle
escapar.
Dirá usted acaso que en sus sonetos hay algo parecido á la moral de la
fábula de la hechicera Arleta; que de ello dan prueba las cuatro últimas
palabras del último soneto _¡Que tétrica es la vida!_ Pero yo, en honor
de la verdad, no descubro dicho sentimiento en usted, y si le descubro,
es expresado débilmente y como ahogado en los pormenores que preceden á
las dichas cuatro palabras.
No hay en el himno nada semejante á lo que hay en casi todos los poetas
libertinos ó epicúreos de todos los tiempos; aquel sentimiento terrible
que asalta el ánimo de ellos en medio de sus deleites; que hace exclamar
á Lucrecio:
_...Medio de fonte leporum_
_Surgit amari aliquid quod in ipsis floribus angat;_
que mueve á Catulo, entre los brazos de Lesbia, cubriéndola de besos, en
noches consagradas al amor, á pensar en aquella perpetua noche que
tenemos que dormir todos,
_Nox est perpetua una dormienda;_
y que lleva á Musset á hallar en el fondo del vaso de los placeres el
hastío que le mata, á Lamartine á suspirar por el amor ideal que no
tiene nombre ni objeto en la tierra, y á Espronceda á pedir un bien, una
gloria que él imagina, y que en el mundo no existe, y á desesperarse
porque palpa la realidad, odia la vida, y sólo cree en la paz del
sepulcro.
No hay en el himno esta contraposición entre el placer ruin é incompleto
de la tierra y la infinita aspiración del alma; pero hay algo más
tétrico; algo que se deplora en todos los _naturalistas_, ya escriban en
prosa, ya en verso: lo mismo en Zola que en Rollinat.
La pintura minuciosa, vehemente y sobrado material de la pasión,
convierte su fisiología en patología; hace pensar, no en robustez y
energía, sino en desequilibrio de facultades, en el hospital ó en el
manicomio.
No ya el amor de un hombre y de una mujer, ambos de carne y hueso, sino
el amor de un santo ó de una santa hacia Dios, resulta enfermedad; caso
de neurosis, hiperestesia, ninfomanía ó satiriasis más ó menos
alambicada.
La cuestión queda discutida de sobra. No me hubiera detenido tanto si,
por una parte, no estimase mucho el ingenio de usted y no sintiese sus
extravíos, y si, por otra parte, no viese yo en estos extravíos el
resultado de malas teorías estéticas, y de una escuela de moda que es
menester combatir.
Sólo añadiré ahora algunas explicaciones sobre la acusación implícita en
la dedicatoria autógrafa que pone usted al ejemplar del _Himno á la
carne_ que me ha destinado. No sin intención viene este ejemplar para el
traductor de _Dafnis y Cloe_. ¿Quiere usted dar á entender que quien ha
traducido aquella novela debe aplaudir el _Himno á la carne_?
La consecuencia está mal sacada. Aun suponiendo que _Dafnis y Cloe_
tenga cuantas faltas yo censuro, no se ha de inferir que por haber yo
cometido esas faltas no las pueda y deba reconocer como tales. Malo es
ser pecador, pero es pésimo jactarse del pecado y procurar que se tome
como primor y acierto.
La diferencia, sin embargo, es grandísima. _Dafnis y Cloe_ viven hace
catorce ó quince siglos; son paganos, están en cierto campo ideal,
pastoril y primitivo. No choca el que se desnuden, como cuando se
desnudan un caballero y una dama de ahora, quitándose la levita,
pantalones, corsé, etc. En fin; es otra cosa.
El naturalismo de la novela es, además, enteramente contrario al de los
sonetos de usted. Hay en el naturalismo de _Dafnis y Cloe_ una condición
sobrenatural ó fantástica que cambia su condición. El dios Amor, el dios
Pan y las Ninfas, por no interrumpida serie de milagros, conservan
inocentes á los dos partorcillos, hacen que se amen, los dotan de
hermosura más que humana, que no marchitan las inclemencias del cielo:
ni los vientos, ni el sol, ni el calor, ni el frío.
La descripción poetizada de las alternadas estaciones del año, de la
rustiqueza selvática y de una imaginaria vida pastoril de color de rosa,
y que no se da en el mundo real, prestan á todo el cuadro, y aun á las
más vivas escenas, cierto velo ó esfumino aéreo que no las hace tan
_shocking_. Y, por último, aunque se funde el amor de Dafnis y Cloe en
la material hermosura de ambos, en su contemplación, y hasta en el deseo
de lograr su posesión por completo, todavía, á par de este deseo, hay
una amistad, un afecto entrañable, una terneza pura en ambos
pastorcillos, que evitan el que sea su amor mera lascivia, y que le
purifican y realzan.
Recuerde usted que Dafnis aprende al cabo cuál es el verdadero fin de
amor, y, á pesar de su pasión, se domina por temor de lastimar á Cloe, y
no la hace suya hasta después de la boda.
En suma, y para no cansar, yo no me defiendo de haber traducido el libro
de Longo, aunque en Francia le tradujo un obispo. Quiero suponer, ó
quiero afirmar y confesar que hice mal. Valgámonos de un símil. Sea como
si yo expusiera al público esculturas lascivas; pero de esto á exponerme
yo mismo como actor, me parece que dista mucho.
Por último, se ha de notar que la novela de _Dafnis y Cloe_ no quiere
ser seriamente sublime, sino que, por cierta malicia candorosa y cierta
amañada inocencia, propende á difundir regocijo en quien lee, lo cual
podrá ser censurable por el lado de la moral, pero no es antiestético,
que es de lo que aquí tratamos.
Si usted, en otro tono más ligero, risueño y jocoso, hubiera escrito
catorce sonetos, catorce veces más verdes aún, como yo soy viejo
pecador, y nada tengo de misionero, respecto á la moral y á la decencia
me hubiera callado; pero en punto á estética, hubiera echado á usted mi
absolución, y, si los sonetos alegraban las pajarillas, hubiera
concedido á usted indulgencia plenaria y hasta hubiera aplaudido.

II
Mi querido amigo: La cariñosa carta de usted me mueve á escribirle de
nuevo, y no poco.
Si usted no hubiese escrito ya en verso y en prosa muchas cosas buenas,
y si usted no diese esperanzas fundadísimas de escribir otras mil
infinitamente mejores que los catorce sonetos, tendría usted razón en
decir que yo le mataba. Pero si usted escribe bien, y si ha de escribir
mejor, y si ha de ser, pues no creo que me engañe la simpatía, uno de
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