A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - 08

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que ahora se me ocurre y no puedo menos de expresarle: la primera
Revolución francesa, en vez de acelerar el advenimiento de la libertad
verdadera y los progresos del linaje humano, vino á atajarlos,
poniéndoles, como obstáculo que tienen que saltar en su curso, el miedo
y la repugnancia que los desórdenes y crímenes de la Revolución
inspiraron.
Como quiera que ello sea, pues sería muy largo discutirlo aquí, vuelvo á
la cuestión de Cuba. Hoy que tenemos libertad, los cubanos la tienen
también como nosotros. Sus senadores y sus diputados toman asiento en
nuestras Cortes. Allí defienden sus intereses, allí piden reformas, allí
concurren á legislar con los demás representantes del pueblo, y aun son
más considerados y atendidos. Nunca, pues, la rebelión ha sido menos
justificada que en el día por motivos políticos.
¿Lo será acaso por motivos económicos? Menos aún. Los cubanos no pagan
tanta contribución como nosotros. Apenas pagan contribución territorial.
Pagan en las aduanas. Y si algún empleado de los que van de la
Península, se enriquece por allá, bien puede afirmarse que no es á costa
sino con beneficio de ellos, favoreciendo el contrabando.
En lo tocante á la solicitud con que el gobierno de la metrópoli procura
el fomento de la producción agrícola, de la industria y del comercio de
Cuba, se llega á un extremo casi increíble. En prueba de ello, baste
citar el Tratado que los señores Foster y Albacete negociaron en
Madrid, siendo Presidente de la República el Sr. Arthur, y que el Sr.
Cleveland, no bien entró en la Casa Blanca, retiró sin consentir que se
ratificase. Si el Tratado hubiese sido ratificado, los azúcares de Cuba
hubieran ido á la gran República libres ó casi libres de derechos, y de
la misma manera hubieran sido recibidas en Cuba las harinas, las carnes
y muchos productos de la industria anglo-americana. Inútil es ponderar
la prosperidad y el auge que esto hubiera traído á la perla de las
Antillas. Para lograr este fin, hubiéramos sacrificado nosotros con buen
ánimo la agricultura de Castilla, cuyas harinas no hubieran podido
resistir la competencia, el comercio de Santander, bastante de la
industria catalana y no cortos intereses de nuestra marina mercante.
Alguna queja tengan acaso los cubanos de que, á fin de proteger la
industria azucarera peninsular, se grave con demasiado derecho de
introducción la azúcar de Cuba; pero el fundamento de esta queja es
aparente cuando se considera el corto consumo que España puede hacer y
hace de azúcar, en comparación de lo que totalmente produce la Isla, que
por otra parte cuenta con más ricos, favorables y cercanos mercados.
Dice el Sr. Clarence King, que por codicia, por la riqueza que de la
Isla sacamos, y por lo que esperamos sacar, nos resistimos á que sea
independiente y libre. A mi ver, nada hay más falso; y creo que de los
dieciocho millones que hay de españoles, sólo no pensarán como yo mil ó
dos mil á lo más. Todos sabemos que en los cuatrocientos años que hace
ya que poseemos á Cuba, sólo durante quince ó veinte ha habido sobrantes
en las Cajas de Ultramar. En los otros trescientos ochenta y tantos
años, Cuba no nos ha valido sino gastos, sacrificios y desazones. ¿Pues
entonces--dirá el Sr. Clarence King--por qué España no abandona á Cuba?
La pregunta equivale á la que pudiera hacerse á una buena madre, cuya
hija mimada no le trajese más que gastos, si se le aconsejara que la
dejase en plena libertad para que ella se ingeniase y buscase quien con
más lujo la mantuviera. Conservar á Cuba no es para nosotros cosa de
provecho, sino punto de honra de que España no puede prescindir.
La nación que ha descubierto, colonizado, cristianizado y civilizado á
América, tiene más derecho que ninguna á ser y á llamarse americana, aun
dentro de las doctrinas de Monroe, y tiene el deber sagrado é ineludible
de sostener este derecho con razones y con armas, hasta donde sus
fuerzas alcancen y mientras su sangre, su dinero y su crédito no se
agoten.
No se comprenden los argumentos que se puedan alegar en los Estados
Unidos para proclamar la beligerancia de los insurrectos cubanos y para
excitar acaso á otras potencias á que también la declaren. No hubiera
habido menos motivo para pedir ó declarar hace años la beligerancia del
Tempranillo, del Chato de Benamejí ó de los Botijas. No se conducen
mejor Máximo Gómez y su cuadrilla ni atinan con más habilidad á
escabullirse de sus perseguidores. Las diferencias que hay son
favorables á aquellos antiguos bandidos de la Península, porque no eran
incendiarios, y porque, cuando se acogían á indulto, cumplían como
caballeros y no volvían á las andadas, engañando y burlando á los que
los habían indultado.
En la pasada guerra civil cubana, el conde de Valmaseda, ofendido de
estas villanías con que era burlada y pagada la generosidad española,
dió un bando, no he de negar que harto violento; pero esto no basta para
justificar la nota dirigida por el Sr. Fish, secretario de Estado, al
ministro de España en la gran república.
Esta nota es una dura reprimenda hecha en nombre de la civilización
cristiana y de la humanidad, por alguien que debió de creerse, sin el
menor interés, representante y Encargado de Negocios de dicha
civilización y aun del linaje humano, y con autoridad para dirigirse á
nosotros como á un subordinado suyo. Fueran las que fueran las faltas
cometidas por el conde de Valmaseda, el Sr. Fish cometió al dirigir la
nota un atentado contra la soberanía, la autonomía y el decoro de
España, cuyo ministro, si su gobierno no hubiera sido tan débil y le
hubiera prestado apoyo, lo menos que hubiera debido hacer es devolver la
nota sin contestación, dándola por no recibida, como alguna otra nota,
menos insolente y soberbia, se devolvió en Madrid á un ministro
anglo-americano.
Ahora, por fortuna, si de algo han pecado el noble general Martínez
Campos y los demás jefes y autoridades de España en Cuba, ha sido de
lenidad, de espíritu de conciliación y de generosa confianza. Repito,
pues, que no se comprenden los argumentos que pueden alegarse en los
Estados Unidos para declarar la beligerancia de los insurrectos cubanos
y para excitar á otras potencias á que la declaren.
Ni el gobierno español ni sus agentes han cometido ni cometerán en Cuba
crueldad alguna. Aunque los foragidos que están asolando el llamado, por
el Sr. Clarence King, fecundo paraíso, no merecen que las potencias
cultas de Europa los amparen ó los protejan, no contra nuestra saña,
sino contra nuestra justicia, yo espero que ésta se temple y mitigue con
la mayor misericordia; mas no por eso acierto á explicarme que á los
cabecillas rebeldes, á los principales al menos y á los que no tienen
siquiera la excusa de ser cubanos y de estar cegados por un mal
entendido amor á la patria, se les perdone si llegan á caer en poder de
nuestros soldados. Justo y necesario será algún saludable escarmiento.
Difícil es, cuando no imposible, descubrir el motivo de queja que, en
nación tan grande y generosa como los Estados Unidos, pueda haber contra
España, bastante á mover á mucha parte de su ilustrada prensa periódica,
al Sr. Clarence King y á una respetable comisión de senadores, á que
pidan, valiéndose de mil injurias contra España, que el gobierno de la
gran república declare beligerantes á los insurrectos, procure que
otras potencias también los declaren, y garantice así la impunidad de
todos ellos para el día en que depongan las armas, cansados de andar á
salto de mata y de perpetrar toda clase de delitos. Por el contrario,
España es quien puede quejarse por no pocos motivos: porque la acogida y
el favor que reciben en aquel país los ingratos y rebeldes hijos de
España excede sobremanera á la más franca hospitalidad, y porque bien
puede recelarse que excitado por ellos el gobierno anglo-americano ha
mostrado con frecuencia cierto prurito de vejarnos y lastimarnos.
Hay una, en mi sentir, detestable costumbre, fundada en torcidos
principios de Derecho internacional, que prevalece en todas las naciones
cultas, y no lo negamos, también en España. Hablo de la exagerada
obligación en que se creen los gobiernos de proteger á sus súbditos en
país extraño y de pedir, hasta con amenazas, que reciban indemnización
de perjuicios que se les causen ó pérdidas que tengan.
Los gobiernos, movidos por la opinión pública, extraviada ó violenta,
reclaman, tal vez sin mucha gana y por cumplir, pero reclaman, y suelen
nacer de las reclamaciones, tirantez, enfriamiento de amistad y hasta
conflictos. Y es lo más deplorable, que cuando la potencia que reclama
es fuerte, humilla á la débil, en ocasiones la atrepella y casi siempre
le saca el dinero. Y en cambio, cuando es más débil la potencia
reclamante, en vez de salir airosa, es desdeñada en su reclamación, y
su súbdito ofendido se queda burlado en vez de lograr ser indemnizado.
Cuando por cualquiera circunstancia se equilibran las fuerzas de las
potencias reclamante y reclamada, suelen originarse hasta guerras,
aunque para declararlas se busque ó se invente otro fundamento. Así, por
ejemplo, si bien se rastrea y aun se escarba hasta llegar á la raíz de
algunas expediciones belicosas, se verá que nacen de reclamaciones poco
atendidas de particulares. Probablemente, si Francia y España no
hubieran reclamado algo en balde para súbditos suyos, tal vez nunca
hubieran tenido la ocurrencia de favorecer en Méjico á un partido
monárquico y un tanto aristocrático y de ir allí á levantar el trono,
que pagó más tarde muy caro un príncipe egregio y bondadoso. Tampoco sin
reclamaciones hubiera habido guerra del Pacifico, ni bombardeo de
Valparaíso y del Callao.
Cuando la nación de quien se reclama es débil, sin duda que no hay
guerra, pero suele haber violencia y atropello. Así, pocos años ha (y
prescindo de todo disimulo diplomático) Italia contra Colombia.
Véase, pues, con cuánta imparcialidad reconozco que apenas hay potencia,
incluso España, que no adolezca de esta manía de reclamar exageradamente
en favor de sus súbditos, establecidos ó de paso, en país extranjero,
aunque cristiano y civilizado como aquel de que son naturales. A mi ver,
sería bueno y provechoso decidir en el primer gran Congreso diplomático
que haya, que esa protección del súbdito en país extranjero no la
ejerza ninguna potencia cristiana y culta, sino cuando dicho súbdito
vaya á vivir á un país bárbaro ó resida en él, y que, si reside en un
país culto y cristiano, como el país de que procede, se someta á las
leyes, usos y costumbres del país de su nueva residencia, sufra las
molestias y se exponga á los peligros que allí sufren ó á que allí se
exponen los demás, y reclame contra cualquier agravio ó daño, no por la
vía diplomática, sino por los medios y recursos que le preste la
legislación del país adonde voluntariamente ha ido.
Así se evitarían muchos males. Así se evitaría que, en ocasiones, en vez
de ser una ventura que venga un extranjero, con capital ó con
inteligencia ó con ambas cosas, á un país pobre y débil, sea una
calamidad ó un ominoso preludio de vejámenes y sobresaltos, y así se
evitaría que el extranjero que pasa de un país débil á un país fuerte
sea desatendido y acuda en balde, en cualquier reclamación, á su
legación, á su cónsul ó directamente á su gobierno.
Hasta hoy no se ha pensado en esta reforma del Derecho internacional,
que ligeramente dejo indicada. No clamo, pues, contra la costumbre
protectora. No protesto del uso, sino del abuso. Y lo que más lamento es
que en los Estados Unidos se haya sutilizado y alambicado tanto el uso ó
el abuso, que no reclaman sólo en favor de legítimos, castizos y nativos
anglo-americanos, sino en favor de cualquier cubano rebelde que se va á
la gran república huyendo de la autoridad española por delitos políticos
que su nueva patria adoptiva no considera como tales. Han procedido de
aquí muchas reclamaciones, que hemos satisfecho con longanimidad
lastimosa, por donde los rebeldes, al ver la protección triunfante que
se les otorga y la condescendencia con que España la acepta y paga,
desdeñan á España y reciben alicientes y estímulos para rebelarse contra
ella.
A despecho de tanta dificultad, entre las cuales, como se ve, cuentan
por algo las que los Estados Unidos nos suscitan, todavía espera la
mayoría de los españoles, y yo con ella, que Cuba, por ahora, _no ha de
ser libre_, como el Sr. Clarence King ansía y propone. Esperemos que
Cuba siga siendo libre, pero española, como la metrópoli desea, pero
tenga por seguro el Sr. Clarence King que, si por desgracia y lo que
Dios no permita, se agotasen nuestros recursos y tuviésemos que
abandonar la gran Antilla, no hay español peninsular que sueñe por
espíritu vengativo con que aquello se vuelva ó _yankee_ ó _merienda de
negros_. Por cima del patriotismo y más allá del patriotismo, vive y
alienta en nosotros el amor de casta ó de raza. Ojalá, primero, que Cuba
siga siendo española; pero si Cuba deja de serlo, ojalá que sea pronto,
para gloria y satisfacción de la antigua madre patria, una gran
república cultísima y floreciente. Entonces, Máximo Gómez, por ejemplo,
á quien ahora fusilaríamos ó ahorcaríamos sin escrúpulo y para cumplir
con una penosa obligación, brillaría con aplauso nuestro, á la altura de
los egregios libertadores; podría ponerse al nivel de Simón Bolívar y de
Jorge Washington y tener estatuas y monumentos como los que ellos
tienen. Lo malo es que bien se puede apostar uno contra mil á que ese
estado de florecimiento y de grandeza no llegará para Cuba, ni en muchos
siglos, si prematuramente y con marcada y notoria ingratitud, lograra
separarse ahora de la metrópoli. Queden, pues, tranquilos los
anglo-americanos y los hispano-americanos, y no recelen, que ni á Jorge
Washington ni á Simón Bolívar le suscite el cielo ó el destino un rival
de gloria.
[Illustration]


LOS ESTADOS UNIDOS CONTRA ESPAÑA

Desde que empezó la funesta guerra de Cuba hasta el día de hoy, en medio
de los enormes disgustos y cuidados que nos afligen, algo hay que
celebrar, sirviéndonos de consuelo y dándonos esperanza de un éxito
dichoso.
Celebremos pues, en primer lugar, el acendrado y generoso patriotismo
del pueblo español que, por una causa que no puede traernos provecho,
pero en la que está interesada la honra nacional, sufre con resignación
y hasta con gusto los grandes sacrificios de sangre y de dinero que se
le han impuesto y que se le impondrán en lo futuro. Y celebremos además,
prescindiendo de todo interés de partido, la enérgica y atinada
actividad con que el general Azcárraga, ministro de la Guerra, ha
logrado enviar á la grande Antilla, con extraordinaria rapidez, los
hombres y los recursos que allí se requieren, para que la rebelión pueda
ser sofocada.
Poco propicia ha sido hasta ahora la fortuna á nuestros generales,
cuando consideramos la magnitud de los medios que la nación y su
Gobierno les suministran; pero España no debe ni puede censurarlos,
antes conviene que los elogie y aun los bendiga porque no desesperan de
la salud de la patria.
De un general pueden exigirse valor, serenidad, autoridad y pericia en
las cosas militares. Lo que no puede exigirse, no siendo lícito culpar á
nadie de que le falte, es aquella inspiración maravillosa que el genio
de la guerra infunde á veces en el alma de los grandes capitanes y por
cuya virtud obtienen triunfos que todas las ciencias bélicas y las
estrategias más profundas jamás explican. En Gonzalo de Córdoba y en
Hernán Cortés, por ejemplo, hay un no sé qué de sobrenatural que nos
pasma y con lo que sería delirio contar para todas las ocasiones.
En la ocasión presente y desistiendo de exigir como obligación ó como
deber las inspiraciones ó los milagros del genio, nuestros generales,
antes Martínez Campos y ahora Weyler, merecen aprobación y aun aplauso.
Los justifica, sobre todo, la destreza del enemigo para rehuir el
combate, escapar á la persecución y escabullirse y esconderse. En la
gran extensión de la isla, en sus bosques y ciénagas, en lo quebrado y
áspero del terreno á veces y en lo insalubre y mortífero de aquel clima
para los europeos, encuentran apoyo los insurrectos, y nuestros soldados
obstáculos harto difíciles de superar. Si recordamos que en la primera
mitad de este siglo hubo en Andalucía foragidos como el Tempranillo, el
Chato de Benamejí, el Cojo de Encinas Reales, Navarro y Caparrota, y que
teniendo cada cual una cuadrilla de diez ó doce hombres á lo más, en
campo raso, donde, si á veces el terreno es quebrado, no hay selvas
tupidas ni lugares pantanosos, todavía burlaron las persecuciones y se
sustrajeron durante largos años á las batidas que dió el poder público
para cazarlos, no debemos extrañar que, á pesar de nuestro valeroso y
valiente ejército, recorran la isla Antonio Maceo, Máximo Gómez y otros
malhechores, con disfraz de patriotas, y que talen, incendien y saqueen
sin que se haya logrado aún capturarlos é imponerles el castigo que
merecen.
La disculpa del poco éxito alcanzado hasta ahora no puede tener
fundamento más sólido ni más claro.
En cambio son dignos de omnímodas alabanzas, singularmente en el general
Martínez Campos, el noble patriotismo y la suprema abnegación con que
fué á Cuba, exponiéndose en una lucha sin gloria á la mengua ó á la
pérdida de su crédito, que ya no podía ser mayor. Y no menos alabanza
piden la lenidad, la dulzura y el espíritu de conciliación con que el
general Martínez Campos, durante todo el tiempo que ha mandado en la
isla, ha tratado á los diferentes partidos políticos que en ella hay,
sin excluir á los que llenos de imperdonable ingratitud hacia la
metrópoli y ciegos por ambición ó por falso y torcido amor al suelo
natal, anhelan y buscan la separación de Cuba y de España.
A pesar de esta conducta circunspecta y humana del general Martínez
Campos, en nada desmentida hasta el día por su sucesor el general
Weyler, y á pesar de que los insurrectos no tienen residencia fija ni
guarida permanente, sino que andan á salto de mata, más que como
soldados como ladrones, ha ocurrido lo que á nadie sorprende, porque se
preveía; pero lo que á toda persona honrada y juiciosa escandaliza y
aturde. El Senado anglo-americano, después de larga discusión, en que
muchos de sus más notables individuos se han desatado en groserísimas
injurias contra España, ha estimulado y autorizado al presidente
Cleveland para que, en el momento que considere más oportuno, declare la
beligerancia de los insurrectos.
Durísimo, feroz es el ultraje que el Senado anglo-americano ha hecho á
España y que la Cámara de representantes de la misma República casi por
unanimidad ha confirmado luego; pero aunque los periódicos más
acreditados de la Península miran con calma la ofensa que hemos recibido
y recomiendan al pueblo español prudencia y sufrimiento, todavía quiero
yo, valga por lo que valga y hasta donde mi voz pueda ser oída,
recomendar prudencia y sufrimientos mayores.
Es innegable que en la resolución que se ha tomado y en los motivos que
se han alegado para tomarla se nos ha hecho el insulto más sangriento
que hacer se puede. Un sujeto cualquiera, medianamente celoso de su
honra, ofendido así por otro sujeto, quedaría afrentado, humillado y
escarnecido si no pidiese y buscase la venganza en un duelo á muerte.
Pero ¿qué paridad hay entre lo que sucede y debe suceder cuando se trata
de particulares y lo que sucede y debe suceder entre dos potencias
soberanas?
Los padrinos de los particulares desafiados, cumpliendo con las leyes
del honor y del duelo, no consienten que nadie riña en él con ventaja,
ni uno contra cuatro, ni con mejores ni más poderosas armas éste que el
otro, sino que todo lo equilibran procurando la posible igualdad de
fuerzas ó de destreza y de probabilidades del triunfo. Muy bueno y
deseable sería que no hubiese riñas sino paz entre los hombres; pero ya
que hay riñas, es laudable y extraordinario progreso el desafío bien
ordenado entre particulares. Por el contrario, la guerra entre naciones,
á pesar de cuanto han ganado los usos y costumbres, y á pesar de los
decantados progresos del derecho de gentes, sigue siendo casi tan
desordenada y salvaje como en los tiempos antiguos, por más que esto se
vele ó disimule con refinamientos hipócritas. Una nación, aislada como
lo está España, con menos de la cuarta parte de habitantes que tienen
los Estados Unidos y con muchísimos menos recursos pecuniarios para
comprar ó fabricar los costosísimos medios de destrucción que hoy se
emplean, incurriría en un heroico delirio y cometería un acto de
inaudita temeridad en provocar á dichos Estados, pidiéndoles, con
sobrada energía, satisfacción de una injuria, que, en mi sentir, se
puede por ahora disimular sin desdoro. Obvias son las razones que tengo
para aconsejar este prudente disimulo, por parte de los poderes
públicos, se entiende, y quedando á salvo la lengua y la pluma de cada
ciudadano español, para devolver con creces agravio por agravio y para
desahogarse hasta quedar satisfecho y pagado.
Entiendo con esto que un desahogo particular, con el motivo de que vamos
tratando, es disculpable, aunque á poco ó á nada conduzca: pero
cualquiera manifestación colectiva en ofensa y en odio de la gran
República Norteamericana sería hoy por todos estilos perjudicial y
contraproducente, y nos quitaría mucha parte de la razón, de que debemos
cargarnos. Veo, pues, con verdadero contento la circunspección y el
juicio con que casi todos los periódicos de España aconsejan al pueblo
que se abstenga de tales manifestaciones, y la prudente energía con que
el Gobierno se apercibe á prevenirlas ó á reprimirlas.
Pero yo aún voy más allá en excitar al Gobierno á la longanimidad y á la
paciencia. Creo que el Gobierno no debe siquiera pedir por la vía
diplomática satisfacción al gobierno de Washington por las groseras
injurias y calumnias que han lanzado contra España varios senadores
desde el Capitolio de Washington.
Hay que tener en cuenta que en aquella gran República no suelen ser los
_politicians_ las gentes más estimadas, mejor educadas y más sensatas:
que por allí no se guardan en las discusiones públicas el mismo decoro y
la misma cortesía que en los Parlamentos europeos, y que en el estilo y
hasta en los modales se advierte cierta selvática rudeza, por influjo
acaso del medio ambiente, por cierto atavismo, no transmitido por
generación como el pecado original, sino por el aire que en aquellos
círculos políticos se respira. Cuando en los escaños de un Cuerpo
colegislador se masca tabaco, se colocan los pies más altos que la
cabeza, y cada senador se entretiene con un cuchillito y un tarugo de
madera en llenar el suelo de virutas, no es de extrañar que se digan y
se aplaudan las mayores ferocidades, como si oradores y oyentes
estuviesen tomados del vino.
No prueba esto, ni mucho menos, que la mayoría de aquella gran nación
piense y sienta como sus apasionados _politicians_; antes es de esperar
que esa mayoría, si con quejas violentas no la solevantamos nosotros y
no nos enajenamos su voluntad, proteste, al ver nuestra serenidad y
nuestra cordura, contra los agravios que los senadores nos han inferido
y dé con su protesta el conveniente vigor y el indispensable apoyo al
presidente Sr. Cleveland, para que él proteste también sin que nosotros
lo pidamos ó lo exijamos y para que no se prevalga de la insinuación y
del permiso con que le excitan y facultan á reconocer la beligerancia.
Claro está que el Gobierno español debe estar prevenido para todo
evento, sin que ninguno por peligroso que sea, le sorprenda ó le
asuste; pero, al mismo tiempo, nos atrevemos á recomendarle placidez y
calma.
Aun suponiendo al Sr. Cleveland amigo de España ó amigo al menos de la
justicia, no comprendo qué nos propondríamos lograr si de oficio pidiera
satisfacción nuestro Gobierno de las injurias que nos han dirigido los
senadores. Inútilmente pondríamos al Sr. Cleveland en el mayor apuro, ya
que él no tiene fuerza para castigar á los senadores que se han
insolentado contra nosotros ni para moverlos á que se retracten y canten
la palinodia. Lo más que el Presidente podría hacer, sacrificando acaso
un poco de su popularidad é indisponiéndose con los senadores para estar
fino y amable con nosotros, sería decir que deploraba que nos hubiesen
injuriado. Tal función de desagravios es tan triste y tan incompleta que
lo mejor es que no la haya. Lo mejor es que el Gobierno español no
aspire á que el Sr. Cleveland declare que nos tiene algo á modo de
lástima.
En suma, á pesar de las ofensas que se nos han hecho hasta ahora en el
Senado, y á pesar de que yo doy por seguro que no han sido menores las
que se nos han hecho en el Congreso, yo creo que el Gobierno de la
nación española no debe darse por entendido, ni considerarse herido de
semejantes ofensas, ni formular contra ellas en documento oficial la
queja más mínima. Esta queja sería una confesión de que nos han tocado y
maltratado, sería poner á la nación española al nivel de sus
detractores, sería confesar que los tiros de éstos han subido muy alto y
han tenido fuerza para atravesar el escudo del soberano desprecio con
que España debe desdeñarlos.
España, prescindiendo de la resolución que en pos de los insultos puede
venir, arrastrándonos fatalmente á una guerra sangrienta y ruinosa, y
considerando sólo los insultos, conviene que los juzgue y condene con
las palabras mismas del gran poeta inglés: _«Tales told by idiots, full
of sound and fury, signifying nothing»._
En los momentos difíciles en que se halla en el día la nación española,
es antipatriótico todo espíritu de oposición contra el Gobierno. Debemos
desear que acierte, y para su acierto debemos coadyuvar en la medida de
nuestras fuerzas, sin poner el menor estorbo y sin apelar á la censura
ni mostrar disgustos sino en casos extremos. A fin de no precipitar al
Gobierno á un rompimiento prematuro con los Estados Unidos, lo primero
que importa comprender es que no se debe ligeramente pensar que el honor
de España está ofendido y comprometido por aquello y en aquello por lo
que no puede estarlo. Válganos una comparación para aclarar este
concepto. Si un solo hombre se viese acometido por cuatro ó por más
locos furiosos, mejor armados y con mayores medios de defensa y de
ofensa, y los cuatro le insultasen, y además quisiesen con amenazas
intervenir en los negocios de él y hasta disponer y apoderarse de su
hacienda, el hombre así atacado lo primero que haría sería prescindir
de los insultos y procurar pidiendo auxilio y por todos los medios
rechazar las injustas pretensiones y exigencias de sus poderosos
agresores. En último resultado, si permaneciese solo y nadie acudiese en
su ayuda, lo noble y lo heroico sería combatir él solo contra los cuatro
hasta vencerlos ó morir; pero también sería delirio, y vanidad y
pundonor mal entendido el combatir solo y desde luego sin intentar que
alguien viniese en nombre de la equidad y de la justicia á poner á raya
á su enemigo y á evitar la desigual é injusta contienda con que su
enemigo le amenazaba si no cedía ó se humillaba á su capricho, á su
soberbia y á su codicia acaso.
Quiero significar con esto que, á mi ver, el Gobierno español, sin
dirigir la menor queja al de Washington, en lenguaje tan templado y
circunspecto como firme, en nota circular dirigida á las principales
naciones de Europa, debe escribir una protesta contra la resolución
tomada por el Senado y por el Congreso de los Estados Unidos,
demostrando con razonamientos y autoridades y citas que los mencionados
Cuerpos Colegisladores han infringido el derecho de gentes al declarar
beligerantes á unos foragidos, han faltado á las buenas relaciones de
amistad con España fomentando y favoreciendo el espíritu de rebelión de
algunos cubanos, y han desconocido la autonomía y soberanía de España
osando amenazarla con intervenir en sus interiores asuntos y excitándola
á que se desprenda de gran parte de su territorio y de la población que
hay en él, lo cual es todo suyo legítimamente desde hace cuatro siglos.
Yo no puedo creer que Francia, Inglaterra, Alemania y otras grandes
potencias de Europa dejen de darnos la razón: no se pongan de nuestro
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