El sabor de la tierruca - 17

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tanto como aparenta. Dígote que fué suerte para todos que al demonio de
Lambieta le moviera la curiosidad de los tiros y saliera á tiempo de
ver correr á los causantes vega abajo, y me diera parte y saliera yo
también, y se viera lo visto y se discurriera lo discurrido; que si no,
aquí fenece esta noche el venturao del hombre, sin tus ni mus. ¡Voto
á briosbaco y balillo, que hubiera sido caso de andar en coplas!...
¿Estáis ya? Pues hágase ahora la silla con los brazos... ¡Ajá!... Tú,
por aquí, Nisco... Sostenle tú la cabeza por atrás, Ogenio... ¡Jum!
mucho la zarandea para cosa buena... Apañay vusotros esa espada y ese
murrión... ¡Mil demonios si no hace media fanega larga el sandifesio!
Y á todo esto, el de su hijo... ¡por vida del chápiro verde! pondría
las orejas á que anda por onde no debe. ¡Cuando no espante yo de una
vez á esa pingolondona, afrenta del lugar y acabación de las casas
honradas... voto á briosbaco y balillo!... ¿Qué tal vamos, señor don
Valentín?
--Mal,--respondió el pobre hombre, con apagada voz, mientras con todo
su cuerpo inerte, movido arriba y abajo y de un lado á otro, marcaba el
andar desconcertado de los mozos que le conducían.
Así llegó á casa, donde le recibió Sidora entre aspavientos y
declamaciones, y se trató de desnudarle para meterle en la cama.
--¡Eso no!--dijo don Valentín.--Nadie me despoje de lo que llevo
encima. Ya que no me ha valido para bandera, quiero que me sirva de
mortaja. Con eso no lo profanará nadie, vendiéndolo por un vaso de
aguardiente.
--¿Quién piensa en mortajas ahora, por vida del chápiro verde!
--Yo, hijo, yo... yo, que me muero sin remedio... ¡Siento un frío... y
una debilidad!...
--¡Algo caliente, y un vaso de buen vino!--gritó Juanguirle encarándose
con Sidora;--y si no lo hay en casa, á la mía volando por ello, que
guardado tengo un botellón de la Nava rancio, para estas ocasiones.
Corrió Sidora á la cocina por una taza de caldo del que reservaba todos
los días para comienzo de la cena de don Valentín, y descerrajando la
alacena de la sala, por no parecer la llave, se sacó una botella de
vino blanco que denunció la fámula.
Probó con dificultad uno y otro el extenuado y yerto veterano;
reanimóse un instante, y dijo, mientras le envolvían en mantas sobre la
cama, pero sin desnudarle:
--Estos fríos no se curan á la lumbre... Son los de la muerte. Por
tanto, que venga el cura, y á escape... que cristiano soy ante todo...
y como cristiano debo y quiero morir.
Fueron en busca del cura dos mozos de los allí presentes, pues uno solo
no se atrevía en noche de tales peripecias; y en tanto preguntó don
Valentín:
--¿Y el perjuro?
--Ajuyó al monte tan aína como pisó á Cumbrales--respondió
Juanguirle.--Y ello ¿tropezóle usté, ú qué fué lo que así le puso?
--Topé con él, Juan... por la misericordia divina... Acometíle como
debía... solo, frente á frente... Arrollóme porque eran muchos...
sentíme golpeado... caí... acabóme de aturdir un golpe en la cabeza...
y no sé más... Pero si huye el inicuo... ¡bendito sea Dios!... ¡quién
piensa en otra cosa?... De todas maneras, yo bien conozco ahora que
ciertos asuntos... no debieran tomarse tan á pechos... pero no lo puedo
remediar... Muriendo así, muero á mi gusto... Esa es mi ley... Obscura
fué la hazaña y no servirá de ejemplo... ni el Duque la conocerá...
pero Dios la ha visto... ¡Viva el Duque!... ¡Viva la!...
No pudo más el pobre hombre. Quedóse inerte y amarillo, y todos
pensaron que allí acababa; pero volvió á revivir, y diéronle otro sorbo
de vino.
En esto entró don Baldomero, que nada ignoraba ya, porque se lo habían
dicho los mozos que iban por el cura, al encontrarle en el Campo de la
Iglesia. Presentóse más encogido, torvo y desaliñado que de costumbre;
y con esto sólo pintó la pena que le causaba el suceso, si es que
alguna sentía real y verdaderamente. Así se acercó á la cama, sin
desplegar sus labios ni sacar las manos de los bolsillos.
Vióle don Valentín, y díjole:
--Solo te quedas, Baldomero... porque yo me voy... la verdad sea
dicha, sin gran pena de no volver á verte... aunque un poco mayor que
la tuya... por perderme de vista... Eres un Adán, y no espero que te
enmiendes... pero, ya que por tí no lo hagas... por el honor de tu
padre... no acabes de perder la vergüenza al acabar con lo que te
dejo... Conserva á Sidora, que ha sido muy fiel y cuidadosa... págala
en seguida la manda que le hago en el testamento... que hallarás entre
mis papeles... aléjate de ciertas compañías... acércate más á Dios...
y aparta allá un poco ahora para que yo piense en Él mientras llega el
señor cura.
Fuése á la sala don Baldomero, y allí se dejó caer en una silla, con
las piernas estiradas y la cabeza caída sobre el pecho. Juanguirle
mandó despejar por completo el cuarto, y él mismo dió el ejemplo; pero
sin perder de vista al moribundo hasta que llegó el señor cura.
Se confesó don Valentín despacio y bien, como hombre que era de mucha
cuenta y razón, aunque las de su conciencia las saldaba cada año, y
no eran complicadas, según el lector habrá ido comprendiendo; recibió
después el Viático y luégo la Unción; hasta que, á poco más de la media
noche, apagándose el último soplo de su vida, entregó á Dios el alma,
limpia y candorosa como la de un niño.
Quedóse Juanguirle con algunos de su ronda velando el cadáver, y se
acostó don Baldomero.
* * * * *
Amanecía apenas, cuando llegó á la puerta del estragal una mujer.
Conocióla en la voz Juanguirle, salió á su encuentro y la apostrofó
así, atravesado delante de ella:
--¿Aónde vas? ¿Qué buscas? ¿Quién te llama aquí?
--¿Á usté qué le importa?--respondió con desgarro la mujer.
--¡Voto á briosbaco y balillo--exclamó Juanguirle,--que, si un poco me
apuras, haré que valga mi autoridad y te lleven aonde no te dé el sol
en mucho tiempo!... ¡Taday, moscalindrona!
--Sepa usté que vengo aonde puedo, y en busca de lo que es mío.
--¡Taday, zarramplinga! Si algo te deben y de algo vos remuerde la
concencia, bien que lo cobres y la pongáis en gracia de Dios... y
aticuenta que poco se pierde, porque tal para cual; pero á su tiempo:
no ahora ni aquí... ¡Aguarda siquiera á que saquen de casa al que,
vivo, nunca te hubiera dejado entrar en ella!
--¡No es usté quién para mandar en este sitio!
--Para cerrarte la puerta á tí y á cuantos jedores como tú la quieran
apestar, todas las casas de Cumbrales son mías. ¿Lo entiendes, cárabo?
Pues vuélvete al monte, ó te escurro yo á guantás... ¡Y mira que á mí
no me la dais con la pamema de lo del murio, como al simplón del tu
vecino!
Con esto se volvió Juanguirle arriba, porque la mujer aquélla se largó
hecha un veneno.
[Ilustración]


[Ilustración]


XXIX
LO DEL MURIO

Al grito de don Juan de Prezanes y al fragor de las ventanas hechas
trizas, acudieron las criadas que estaban al otro extremo de la casa.
Halláronle tendido en el suelo, juzgáronle asesinado, aturdiéronse; y
sin otras averiguaciones, corrieron despavoridas á casa de don Pedro
Mortera.
Aunque no dijeron cuanto pensaban y sentían, sus palabras, y más
que sus palabras, el modo de decirlas, produjo el efecto que es de
presumir; y entre aspavientos y gritos, trasladóse en un verbo la
familia entera, con sirvientes y adherentes, á casa de don Juan de
Prezanes.
Ya estaba éste de pie; pero aturdido y medio alelado. Entró don Pedro
delante; y al oirle hablar con su amigo, los que detrás iban, llevando
medio acongojada á Ana, avanzaron en tropel. Todo lo que antes era
angustia, se trocó en curiosidad al ver el aspecto que ofrecía el
cuarto sembrado de astillas y de cascos de vidrio, y en medio don Juan,
que no acababa de romper á hablar. Ana se colgó de su cuello; y aunque
le colmaba de caricias, anhelante y llorosa, el hombre parecía una
estatua.
Al fin respondió al torbellino de preguntas con que le acosaban por
todas partes:
--¡Yo no sé qué demonios puede haber sido!... Estaba poniéndome el
sombrero... es decir, me le había puesto ya, para salir en busca tuya,
hija mía... De pronto, oí ruido hacia la calleja, abrí un poco esa
ventana, y... ¡pin! ¡pan!... todo fué estruendo á mi alrededor, como
si la casa se desplomara. No sé si alguna astilla... ó el sobresalto;
pero es lo cierto que aquí me ví, un momento hace, tendido en el suelo,
sin poder darme cuenta de nada... luégo entrásteis vosotros, y he
recordado esto poco que os refiero. Nada en substancia, como veis...
Pero ¿quién demonios soltó los tiros cuando yo... es decir, cuando abrí
la ventana?... ¿Habéis oído algo vosotros, Pedro?...
--Nosotros--respondió éste,--oímos esos tiros de que hablas, y otro más
hacia la iglesia; y precisamente estábamos disputando sobre si habían
sido tres ó dos y el eco de ellos, cuando llegaron tus criadas que te
vieron aquí tendido al acudir al grito que diste.
--¿Á qué grito, hombre?--saltó don Juan apresuradamente.--¡Si yo no
dije una palabra!
--Por lo que refirieron las muchachas--añadió don Pedro con
socarronería,--lanzaste un ¡ay! terrible, sin duda al caer...
--¡Vamos!... al caer. Sí, porque lo que es antes de los tiros...
Al decir esto don Juan se estremeció de pies á cabeza, en una
convulsión nerviosa.
--Lo esencial es que hayas salido ileso de la catástrofe--prosiguió don
Pedro mientras los demás no apartaban los ojos de don Juan, que, poco á
poco, iba serenándose.--¿Quieres tomar algo?
--Nada, nada... una taza de salvia, si acaso, porque estoy algo
nervioso.
Voló Ana á preparar el antiespasmódico, y tornó á preguntar don Pedro á
su compadre:
--¿Estás seguro de no haber recibido herida ni golpe?
--Ya lo veis... nada siento, nada me duele... digo mal, un coscorrón
debo tener aquí...
Tenía, en efecto, don Juan un chichón en la cabeza; pero cosa
insignificante.
--Sin duda contribuyó este golpe--dijo don Pedro,--á que perdieras el
sentido cuando caíste.
Y añadió por lo bajo, al oído de su mujer:
--Apostaría las orejas á que tu compadre hizo una barbaridad. Aquella
voz que yo oí antes de los tiros, fué la suya, no me cabe duda.
--Pero á todo esto--insistió don Juan de Prezanes,--¿de dónde salieron
aquellos dos tiros cuando yo grité... es decir, cuando abrí la ventana?
Y se estremeció de nuevo, como si le asaltara un escalofrío.
--Pues nadie lo sabe--respondiéronle,--como no se sabe quién soltó el
de hacia la iglesia.
--¡El demonio ha andado suelto aquí esta noche!
--Días hace que no huelga en Cumbrales.
--En fin, de buena te has librado.
--¡Sí, sí!... y hablemos de otra cosa, si queréis,--concluyó don Juan
volviendo á estremecerse.
--Es que el asunto es grave, y hay que averiguar...
--¡Vaya si lo es! Pero dejad siquiera que me tranquilice antes un poco.
Llegó luégo Ana con la infusión de salvia; tomóla el sobrexcitado
señor, y se entonó mucho; pero no dejó de temblar cada vez que salía á
colación el caso de los tiros, caso que no cesaba de salir.
Media hora después apareció Juanguirle en la sala con la gente de que
le hemos visto acompañado en el capítulo anterior. Iba desalado, porque
le habían referido horrores de lo ocurrido en aquella casa.
--¡Pícaros!--dijo cuando se enteró de la verdad.--¡Si la intención es
lo que vale, en garrote vil acabéis!
--Pero ¿quién fué? ¿Llegaremos á saberlo al fin?--preguntaron á
Juanguirle.
--¿Quién había de ser, voto á briosbaco y balillo! El faicioso
mesmo,--respondió el alcalde.
--¡Demonio!--exclamó don Pedro, mientras don Juan se estremecía y las
mujeres se miraban sobresaltadas.
--Pero ¿dónde está ahora?--preguntó Pablo.
--Camino del monte, según mis noticias.
--Así me lo explico yo todo--decía, en tanto, don Juan:--siendo ellos,
naturalmente habían de responder... es decir, tenían que hacer una de
las suyas. Vieron luz, vendrían acosados...
--¡Vea usted si don Valentín estaba en lo cierto!
--¡Don Valentín!--gritó don Juan de Prezanes.--Ahora recuerdo que poco
antes del suceso, estuvo aquí, de gran uniforme. ¡Desdichado de él si
le han visto con aquella arboladura!
--Pues á rondar vamos, señor don Juan--dijo el alcalde;--y si no se le
llevaron, que lo dudo, con él hemos de dar. Con que, ya que no hacemos
falta aquí, después de dar el parabién por lo poco que ha sido en
comparanza de lo que pudo ser...
--Pero ¿quién los ahuyentó, Juan?--preguntó don Pedro.
--Se cree que un tiro que oyeron hacia la iglesia, ó que creyeron oir:
tal venían ellos de recelosos y perseguidos. El intento era, según
voces, llegar á mi casa y pedir raciones, ó cosa que lo valiera... Con
que lo dicho, y á la paz de Dios, que vamos á recorrer el pueblo para
ver el rastro que han dejado.
Salió Juanguirle con su gente, y ya sabemos que halló á don Valentín;
cómo le halló y lo que aconteció en su casa, hasta que amaneció el
nuevo día.
Una hora después, mientras las campanas doblaban á muerto, el alcalde,
acompañado solamente de Nisco y del alguacil, continuó la ronda,
interrumpida durante la noche por los narrados sucesos; pero la mayor
parte de los vecinos ni siquiera tenía noticia de lo acontecido.
Felicitábase de ello el alcalde; y ya iba á dar por concluída su
exploración, cuando se le ocurrió detenerse delante de la choza de
la Rámila. Digo que se le ocurrió, porque su primera intención, por
consejo de sus acompañantes, fué pasar de largo. ¿Qué había de buscar
allí nadie, y mucho menos gente hambrienta y fugitiva? Y aunque hubiera
ido alguien... y aunque hubiera matado á la bruja, ¿qué? Esta reflexión
no se la hizo Juanguirle; pero se la hicieron sus acompañantes, y por
eso le aconsejaron tan inhumanamente.
--Criatura es de Dios como nosotros--dijo el alcalde después de vacilar
un momento,--y derecho tiene á mi amparo como la que más.
Y entró resuelto en la choza; cosa que le costó bien poco trabajo,
porque la puerta estaba entreabierta y desquiciada.
En el rincón de la izquierda había una mísera cama sobre un zarzo
viejo, sostenido por cuatro estacas; y en aquella cama yacía la Rámila,
quejándose y con la cabeza entrapajada. Á las preguntas de Juanguirle
respondió:
--Yo no sé qué decirte, hijo de Dios. En la cama estaba y oí golpes
á la puerta y el hablar de mucha gente. Pedían agua para beber, y
parecióme entenderles que querían saber por dónde se iba á casa del
alcalde. Levantéme; los porrazos iban á más; y al ir á correr la llave
saltó la puerta, dióme en la cabeza, caí, descalabréme de esta otra
parte, y medio me descoyunté este brazo. Atontecióme el golpe... y ahí
me estuve en el suelo lo más de la noche, sin saber lo que hicieron
aquellos hombres, que me parecieron armados, aunque no lo jurara,
porque con el golpe de la puerta sobró para que yo no viera más por
entonces... Creo que esto no sea cosa de muerte; pero me resquema y
me duele mucho. Sola me veo y sin más amparo que el de Dios. Ya que
Él te trae acá, hazme la misericordia de decir en casa del señor don
Pedro cómo me hallo... y de enquiciar esa puerta, siquiera para que las
bestias no entren aquí mientras yo no pueda salir de la cama... si está
de Dios que he de salir, para jalar otro poco de la cruz que arrastro
por el mundo.
El bueno del alcalde, por de pronto, y al saber que la pobre vieja
estaba en ayunas, mandó á su hijo y al alguacil á buscar á las casas
más próximas lo que con mayor urgencia reclamaba el estado de la
infeliz; le reconoció, mientras aquéllos volvían, las heridas de la
cabeza, que eran varias aunque no graves; las lavó cuidadosamente y
las cubrió de nuevo, único _bálsamo_ de que podía disponer allí donde
no había gota de aceite en la alcuza, ni casco que revelara que había
contenido jamás un sorbo de vino; y cuando, pasado un rato, estuvo más
consolado el estómago de la Rámila con lo que trajeron el alguacil y
Nisco, fuéronse los tres, no sin enquiciar antes la puerta, bien seguro
Juanguirle de que, tan pronto como relatara aquella gran necesidad en
casa de don Pedro Mortera, de nada carecería ya la infeliz menesterosa.
Cerca de la iglesia, de vuelta para su casa, encontró Juanguirle á
Tablucas. Preguntóle éste por el resultado de su exploración, y contóle
el alcalde el percance de la Rámila, dándole por remate y en chanza la
enhorabuena. Tablucas se puso pálido.
--¿Ónde tiene las heridas?--preguntó al alcalde.
--En la cabeza,--respondió éste.
--¿Muchas?
--Varias.
--¿No muy grandes?...
--Así, así... regulares.
--Con que regulares... Y ¿no se queja de más?
--Un brazo del mismo lado tiene también de mala manera.
--¡Del mismo lado!... ¡y puede que sea el derecho!
--El derecho es.
--¡Córcia!... ¡el derecho!... ¡Con que el derecho!... ¡Y puede que diga
que todo ello resultó de una caída!...
--Eso afirma, y verdad será; no porque lo que yo he visto no pudiera
ser lo mismo de arma de fuego, y de refilón, según está el pellejo como
una criba.
--¡De arma de fuego!... ¡de refilón! ¡María, Madre de gracia!...
¡Córcia!... ¡córcia!... ¡córcia!
--¿Qué mil demonios de piojera te roe, que no paras, alma de Dios?
--¡No es cosa, no es cosa!... Es que ando yo así tiempo hace; y luégo
¡tanto se corre hoy de unos y otros!... Y ¿no barrunta ella cómo fué?
--¿Pues no te lo relato punto por punto? ¿Á que acabas por llorarla
después de haberla plagado de maldiciones? ¡Por vida del chápiro verde,
que si te entiendo me atenacen!
--¡Córcia!... ¡y luégo dirán de uno que si torna, que si vira!... ¡La
luz mesma no es más clara que ello! ¡María Santísima de la Encarnación
y el Sursumcorda Paráclito y Unigénito!...
Esto dijo Tablucas santiguándose aturullado y tembloroso; se volvió
hacia su casa, y apretó á andar, sin despedirse del alcalde que le vió
alejarse, santiguándose de asombro, á su vez.
¡Era muy singular aquel Tablucas!
Ya nos dijo en una ocasión que tenía en el magín un proyecto para
acabar con el mal demonio que le perseguía. Desde entonces, como
también sabemos, su vida fué una incesante agonía: cada noche, los
tamborilazos á la puerta; cada luna, el perro en el murio. Á todo
esto, solo con su familia y entregado con ella á los horrores de su
tribulación; porque pensar que nadie entrara en aquella corralada
después de anochecer, era pensar los imposibles. ¿Quién era el guapo
que á tanto se atrevía? Alguien, bien acompañado, por supuesto, se
aventuró á pasar por la calleja, muy cerca del murio, mientras brillaba
la luna á más y mejor; pero nada vió encima del ruinoso paredón, sino
los mencionados cantos, que se bamboleaban cuando apretaba el viento,
y un ramajo tísico de laurel que asomaba entre ellos, de medio lado.
De aquello no resultaba forma de perro ni de cosa que se le pareciera,
y esto convenció al valiente explorador y á las gentes que le oyeron
después, de que lo que veían Tablucas y su familia lo veían ellos
solos, porque para ellos solos se mostraba allí, por arte del demonio.
Lo cierto es que Tablucas no pudo más, y que un día le pidió la
escopeta á Resquemín. Díjole, en confianza, para qué la quería; y el
tabernero, que era supersticioso, no solamente se la dió, sino que le
aplaudió el intento.
--Apunta bien y á cañón posao--le dijo al entregarle el arma:--de oreja
á paletilla; que en estos casos no está el mal en tirar al enemigo,
sino en dejarle vida para vengarse... ¡Jinojo!
El mismo Resquemín cargó la escopeta con un puñado de pólvora y medio
maquilero de metralla. Un palmo asomaba la baqueta fuera del cañón
después de apretado el último taco. Puso también la cápsula en la
chimenea, y, por si faltaba, dió á Tablucas media docena de ellas.
Pues, señor, que se fué Tablucas á casa al anochecer, precisamente
cuando el pobre don Valentín salía de la suya á la del alcalde. Reunió
la familia en la cocina; declaró ante ella su pensamiento, y terminó el
discurso con estas palabras:
--Porque, hijos míos, esta vida no es para llevada mucho tiempo; y aquí
traigo la muerte ó la salvación de todos. Si _retingla_ mucho, taparvos
las orejas... lo peor será para mí; pero lo que es tirar, ¡córcia! lo
que es tirar, tiro, aunque se me venga la casa encima.
Después se trató de cenar: ¡para cenar estaba la familia de Tablucas!
Así como así, no había qué, sino un poco de borona fría y unos
cascos de cebolla. De modo que cuando salió la luna y se oyeron los
tamborilazos á la puerta, y, entre la consternación de su mujer y sus
hijos, empuñó la escopeta y subió al desván Tablucas, casi podía éste
comulgar. ¡Y bien le hubiera venido al pobre, según lo trasudado,
amarillo y congojoso que iba!
Por último, se acercó á la ventana, se tumbó en el suelo boca abajo,
y por una rendija muy ancha miró... ¡Allí estaba el perrazo, mitad
blanco, mitad negro, con la boca abierta y los ojos saltones, fijos
en la ventana; de medio adelante, echado sobre las manos tendidas;
de medio atrás, empinado y con el rabo tieso, en actitud de lanzarse
sobre la presa á la menor provocación! Tablucas cerró los ojos y pensó
desmayarse. Luégo se reanimó un poco.
--Veamos--se dijo,--qué cara me pone, haciendo que tiro.
Y sacó con mucho pulso el extremo del cañón por la rendija; le apoyó
en la misma tabla; hizo la puntería... y nada: el perro inmóvil como
un canto. Alentó aquello al hombre; resolvióse; apuntó donde le dijo
Resquemín, y ¡Virgen de los Milagros, qué estruendo bajo aquel techo
carcomido! ¡qué llover cascotes el tejado, y qué rodar Tablucas por el
suelo con una astilla de la culata en la mano, única porción que á la
vista quedaba de la escopeta, tan bestialmente cargada por el tabernero!
Aquel tiro fué el que se oyó casi al mismo tiempo que los otros dos
enderezados á don Juan de Prezanes.
Pero el perro no estaba ya en el murio.
--¡Ya lleva lo que necesita, córcia!--exclamó Tablucas cuando se
cercioró de ello, y no le vieron tampoco su mujer y sus hijos, que
subieron al desván inmediatamente.--Lo peor es que de la escopeta no
queda más que esta pizca; pero él se empeñó en cargarla tanto, y con
su pan se lo coma.
Un muchacho tropezó luégo con el resto del arma en un rincón del
desván. No había reventado el cañón; solamente se había partido la
caja, y esto afirmó á Tablucas en la idea de que el tiro no se había
extraviado en el camino que llevaba.
Que el suceso causó verdadero regocijo en la familia, no hay que
decirlo. Hasta se atrevió Tablucas á salir fuera de la portalada,
pensando hallar al perro descuartizado al pie del murio.
--Aquí hay unos cantos que antes no había; pero no hay señal de perro,
muerto ni vivo--dijo la mujer, que le acompañaba.--¡Toma!... ¡y son los
de arriba que ya no están allí!
--Habrán caído con el perro--contestó Tablucas con el mayor
convencimiento.--Y el que él no esté aquí, no te pasme, ¡córcia! que
esas gentes no fenecen como nusotros, y suelen convertirse en jumera
hidionda... Pus mira que algo de ella me da en la nariz, ó yo no sé
agoler ya... De toas suertes, mañana amanecerá Dios y se verá lo
cierto. ¡Ah, córcia, lo que va á verse!
Ahora comprenderá el lector por qué á Tablucas le causaron tan honda
impresión las noticias que de la Rámila le dió el alcalde.
Llevólas á casa y después á la taberna, muy en confianza; y como
aquella noche, aunque alumbró la luna, ni hubo tamborilazos á la puerta
ni perro en el murio, afirmóse más Tablucas en sus trece, y fué rodando
la bola, y todo Cumbrales lo supo al día siguiente, y muy pocos dejaban
de creer que lo que á la Rámila le dolía era el metrallazo de Tablucas.
Mas el triunfo de este pobre hombre no fué completo. Había logrado
demostrar que la bruja no era invulnerable; quizá dejar descubierto un
camino por donde otros podían llegar hasta matarla, ó matar á otras
tan brujas como ella; pero la Rámila vivía; y aunque en el murio no se
la vió más ni en la puerta se oyeron sus garrotazos, la bruja no podía
dejar de vengarse; y el temor de aquella venganza fué el espadón que
tuvo sobre su cabeza el pobre Tablucas; temor tan insufrible como las
apariciones del perro, hasta que Dios dispuso de la infeliz anciana
y se la llevó á mejor vida que la que le cupo en suerte entre los
crédulos campesinos de Cumbrales, que no se han curado todavía, ni se
curarán jamás, de esas flaquezas, como tantas otras gentes que no son
de Cumbrales, ni montañesas ni campesinas.
[Ilustración]


[Ilustración]


XXX
REBAÑADURAS

Esto se acaba, lector, y ¡ojalá te pese de ello! Por mi gusto, hubiera
soltado la pluma después de escrito el capítulo que antecede, pues, en
rigor de verdad, todo lo que á decir voy no vale dos cominos, y ya no
ha de salvarme si lo que atrás queda tira de mi pobre fama hacia lo
hondo. Pero allá va, porque, al fin, soy hombre de cuenta y razón, y
hay lectores que no perdonan ni los maravedís del pico.
Enterrado don Valentín; exterminado el perro del murio; hartos los
vecinos todos de Cumbrales de hablar de los sucesos de aquella noche,
que hicieron palidecer el recuerdo de los del domingo de marras, y
atreviéndose ya Tablucas á volver solo á su casa á todas horas, acabó
el pueblo de normalizarse con la noticia, oficial y auténtica, de que
no quedaba rastro de _facioso_ en muchas leguas á la redonda, y con
la no menos grata y comprobada de que, al marcharse, se había llevado
por delante al Sevillano, que, desde la felonía hecha á Pablo, andaba
fugitivo de pueblo en pueblo y de encrucijada en encrucijada, en una
de las que fué atrapado y metido _en filas_; lance que deploró Chiscón
en gran manera, porque pensaba resarcirse de todas sus pesadumbres
descoyuntando los huesos al pícaro matasiete que tanto le había
comprometido y desacreditado á él.
Estando así las cosas y reinando otra vez el Sur, aunque con
intermitencias de chubascos, porque, al cabo, asomaba diciembre;
restablecido Pablo por completo y terminados los pertrechos de boda,
don Juan de Prezanes...
¡Era muy raro lo que le acontecía á este señor desde los tiros
aquéllos! Se había convertido en una malva. Tan suave y tan dócil era.
Por de pronto, le dijo á don Rodrigo Calderetas, después de ponerse de
acuerdo con don Pedro Mortera:
--Que no cuente conmigo el marqués de la Cuérniga, ni ahora ni nunca.
Por lo demás, aquí le queda el campo para que le explote á su gusto;
pero será mejor que no se acuerde de ello, _por si acaso_. Lo mismo
digo por el barón de Siete-Suelas y por cuantos personajes de su calaña
traten de merodear por esta tierra bajo el amparo de usted ó de
cualquier otro en quien recaiga el _virreinato_ cuando usted le deje
ó le pierda. Yo me permito aconsejarle otra vez más que le deje, en
alivio de todos y especialmente de usted mismo. ¡Qué bien se está así,
como yo estoy ahora, en paz y en gracia de Dios y con los nervios en
reposo perfecto!
No era perfecto, sin embargo, el reposo, puesto que á menudo le
acometían aquellos estremecimientos momentáneos, que ya observamos
en él en la noche de los tiros. De tarde en cuando le decía
el temperamento: «aquí estoy,» y quería el jurisconsulto como
emberrinchinarse; pero en seguida recordaba la última corajina que
había tenido; asaltábale el temblor de arriba abajo; pedía por Dios que
se cambiara de conversación; complacíanle todos de buena gana, y se
quedaba hecho unas dulzuras.
Pues digo que estando así don Juan de Prezanes, Pablo restablecido
y los preparativos terminados, tal ansia mostró porque las bodas se
celebraran pronto, y tan de acuerdo estuvieron con él los cuatro
novios, que no hubo manera de contrariarle... Y se celebraron las bodas
antes que mediara diciembre, en un día de sol esplendoroso, aunque muy
frío de crepúsculos. Pero ¿qué importaban estas leves crudezas á los
que llevaban la primavera en la mente y el estío en el corazón?
Casáronse, pues, Ana y María, y casóse también, al mismo tiempo, Nisco
con Catalina, á quien llenaron de regalos las dos venturosas jóvenes,
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