El sabor de la tierruca - 05

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--¡Bravo, señor alcalde! ¿Y el honor? ¿y el deber?
--El honor y el deber á salvo quedan, señor don Valentín; que naide
está obligado á imposibles que rayan en locuras; y locura fuera, y
hasta tentar á Dios, lo que usté pretende. Dejándolos venir, cuestión
será de quitarles el hambre y abrirles el pajar para que se tiendan
y maten el cansancio; pero cerrarles el paso es abrirnos todos la
sepultura en los escombros del lugar. Con que tonto será quien al
escoger se engañe.
--¡Que así se exprese la primera autoridad del pueblo!... ¡el
representante del gobierno constituído!
--La primera autoridad del pueblo ha cumplido con la ley dando los
hombres que se le han pedido. Allá está la flor y nata de Cumbrales:
parte de ella no volverá. Al rey serví en su día; y si hoy tengo el
hijo en casa, buen por qué me cuesta. ¿Qué más quieren? ¿qué más debo?
¿Mando, por si acaso, en alguna plaza fuerte? ¿Son quiénes cuatro
viejos y un puñado de mozos que los amparan por deber natural, y sin
más armas que el horcón y las trentes, para hacer cara á quien tiene la
guerra por oficio?
--Cuando la libertad peligra, señor alcalde, no se cuentan los
enemigos... ¡Numancia!... ¡Zaragoza!
--Mire usté, don Valentín, no entiendo mayormente de historias; pero
en lo tocante á tener ó no cada uno el alma en su lugar, que venga el
moro ú que vuelva el francés... y hablaremos. Hoy por hoy, en saldo y
finiquito, hermanos somos todos; la mesma lengua hablamos; á un mesmo
Dios tememos...
--Juan, no están tus entendederas en armonía con la gravedad de los
acontecimientos ni con el valor de mis advertencias patrióticas; pero
habiéndote en el único lenguaje que penetras, te diré que al son que
me toquen he de bailar; como os portéis conmigo ahora, he de portarme
con vosotros mañana. No tardará en presentarse una ocasión en que el
parecer de uno solo valga más que la conformidad de todos los restantes
del pueblo. Ese parecer puede ser el mío: acuérdate del año pasado.
Asaduras fué el causante del conflicto, que, al cabo, se conjuró;
pero yo no soy Asaduras, ni estoy, como él, supeditado á nadie que me
obligue á desdecirme cuando una vez empeño mi palabra.
--¿Lo dice usté por el caso de la derrota?
--Por eso mismo.
--¡Bah! señor don Valentín, usté no tiene punto de comparanza con
Asaduras, y no se meterá usté donde él se metió sin qué ni para qué.
Además, usté no es labrador ni ganadero.
--Pero lo son mis aparceros y colonos.
--No es igual; pero aunque lo fuera, ya nos entenderíamos, que usté no
es hombre que intente el daño del vecino sólo por el aquél de hacerle.
--¡Verás qué chasco te llevas, Juan!
--Que no me le llevo, señor don Valentín. ¡Si le conoceré yo á usté!
Además, en lo tocante á lo solicitado por usté, todo lo respondido
por mí es pura chanza y fantesía de palabra... Si esa libertad llega
á verse aquí en trance de muerte, ya sabremos sacarla avante. Para
eso nos bastamos usté y yo, y á todo tirar, Asaduras y Resquemín. Uno
en este portillo, dos en el de más allá y el otro en el campanario...
¡pin! ¡pan! ¡pun! cuatro tiros hacia aquí, cuatro hacia allí, boca
abajo el faicioso... y se acabó la guerra.
Como si le hubiera picado un tábano, salió corralada afuera don
Valentín al oir estas palabras de Juanguirle. Celebró éste con fuertes
risotadas el efecto de su chanza, y continuó raspando el asta del
dalle.
En esto salió del cuarto del portal, pieza de carácter en las casas
montañesas, un mozo como un trinquete: recién peinado, bien vestido,
aunque no de gala, y con los zapatos, sobre medias de color, ajustados
al empeine con cordones verdes. No tenía tacha el mancebo, en lo
tocante á lo físico: buena estatura, hermosa cabeza y artística
corrección en las demás partes de su cuerpo; pero en el modo de llevar
el sombrero, en lo artificioso del peinado y en la forzada rigidez de
sus miembros al moverse dentro del vestido del cual parecía esclavo más
que dueño, muestras daba de ser, con exceso, presumido y fachendoso.
--No hay como tú, Nisco--díjole Juanguirle.--Hoy domingo, mañana
fiesta: ¡buena vida es ésta!
--Gana de hablar es, padre, cuando sabe usté que á la hora presente
tengo bien cumplida mi obligación. La ceba dejo en el pesebre, y las
camas listas para cuando venga del monte el ganao. De leña picá, está
el rincón de bote en bote.
--No lo dije por tanto, hombre; sino que, como te veo tan dao al zapato
nuevo y al pelo reluciente de un tiempo acá, en días de entre semana...
--Voy con Pablo al cierro del monte.
--Por eso creía yo que sobraba la fantesía del vestir. ¡Para los
tábanos que han de mirarte allá!...
--Pero entro antes en su casa... y ya ve usté...
--Antes y después, Nisco. Lléveme el diablo si no vives más en ella que
en la tuya. Pero, en fin, si aprendes de lo que no sabes y ensalza el
valer de la persona... ¡Mira qué alhaja, hombre!
Dijo, y al mismo tiempo puso el dalle en manos del mancebo. Éste echó
sobre el asta varias visuales, hizo también como que segaba, y, por
último, arrimó el trasto á la pared, con la guadaña en lo alto. Marcó
un punto con el _callo_ sin mover el asta, y haciendo centro con el
extremo inferior de ésta, describió un arco hacia la derecha. La punta
del dalle pasó entonces por la marca hecha con el callo.
--¡En lo justo, Nisco, en lo justo! Bien visto lo tengo.
--Ni menos ni más,--respondió solemnemente Nisco, entregando el dalle á
su padre con todos los honores debidos al mérito de la obra.
--Ahora--añadió el alcalde,--voy á picarle, y luégo á segar un garrote
de verde; y si no me le siega el dalle de por sí solo, te digo que no
vale mi sudor dos anfileres.
Con lo cual se marchó Nisco á casa de Pablo; y momentos después, medio
tendido en el suelo, sobre las melenas de uncir los bueyes; apoyado el
tronco sobre el codo del brazo izquierdo; el extremo del asta sobre
la rodilla levantada, y el filo del dalle deslizándose, al suave
empuje de la mano izquierda, por encima del yunque clavado en tierra,
canturriaba una copla el bueno de Juanguirle, al compás del tic, tic de
su martillo, sin acordarse más del cargo que ejercía en el pueblo ni de
la visita de don Valentín, que del día en que le llevaron á bautizar.
[Ilustración]


[Ilustración]


VIII
ÉGLOGA

Caminando Nisco de su casa á la de Pablo, como las callejas eran
angostas y sombrías y convidaban á meditar, andando, andando, meditaba
y acicalábase el mozo, pues á ambas cosas era dado, como soñador
y presumido que era; y ¡vaya usted á saber por dónde volaba su
imaginación mientras se atusaba el pelo con la mano, y observaba la
caída de las perneras sobre los zapatos, y estudiaba aires y posturas,
sonrisas y ademanes!
Á lo más angosto de la calleja llegaba, punto extremo de la parte recta
de ella, paso á paso, mira que te mira el propio andar y soba que te
soba el pelo, cuando topó cara á cara con Catalina, la moza más apuesta
y codiciada de Cumbrales. Pareja tan gallarda como aquélla, no podía
hallarse en diez leguas á la redonda. Si él era el tipo de la gentileza
varonil y rústica, ella era el modelo correcto de la zagala ideal de
la égloga realista. Y, sin embargo, á Nisco no le gustó el encuentro,
y hasta le salió á la cara el desagrado en gestos que devoraron los
negros y punzantes ojos de Catalina.
Con voz no tan firme como la mirada, dijo al mozo, cuando le vió
delante de ella vacilando entre echarse á un lado para dejar el paso
libre, ó detenerse para cumplir con la ley de cortesía:
--Si fuera la calleja tan ancha como el tu deseo, bien sé que los mis
ojos te perdieran de vista ahora.
--Supuestos son esos, Catalina--respondió Nisco de mala gana,--que
pueden venir... ú no venir al caso.
--Hijo, lo que á la cara salta, de corrido se lee.
--Si á ese libro vamos, de tí pudiera yo decir lo mesmo, Catalina.
--Abierto le llevo, es verdad; pero no leerás en él cosa que me afrente.
--Ninguna ventaja me sacas al auto.
--Eso va en concencias.
--La mía está como los ampos de la nieve.
--Entonces, ¡Virgen santa!--exclamó Catalina llevándose hasta la boca
las manos entrelazadas,--¿qué color tienen los corazones falsos y
traidores?
--Si por el mío lo preguntas, cuenta que te equivocas,--respondió
Nisco fingiendo mal el aplomo que le faltaba.
--¡Con que me equivoco? ¡Con que tu corazón no es falso? ¡Con que no se
apartó del mío de la noche á la mañana?
--Ninguna escritura habíamos firmao tú y yo.
--¿De cuándo acá necesita escrituras el querer con alma y vida,
trapacero y engañoso! ¿Qué más escritura que el sentir de la persona!
Desde que sé pensar, para tí ha sido día y noche el mi pensamiento:
cortejantes me rondaron sin punto de sosiego... bien sabes tú que
ninguno fué capaz de quebrantar la mi firmeza; y si la cara me lavaron
á menudo por vistosa, por ser yo prenda tuya no tomé á embuste las
alabanzas. Bienes tiene mi padre que han de ser míos: no dirás que por
cubicia de los tuyos te perseguí. Señor fuiste de mi voluntad; y con
serlo y todo, nunca en mi querer vistes obra que no fuera honrada y en
ley de Dios... ¿Qué mejor escritura de mi parte! Y si no me engañabas
cuando tanta firmeza me prometías, ¿por qué hace tiempo que de mí te
escondes? Y si para mirarme á mí te puso Dios los ojos en la cara, como
tantas veces me dijistes, ¿por qué no cegaron desde que no me miran? Si
para mí eras en el porte la gala de Cumbrales, ¿para quién son ahora
las prendas con que te emperejilas hasta para ir al monte?
Agobiado parecía Nisco bajo este capítulo de cargos; y, sin duda por no
tener su causa buena defensa, sólo pudo contestar, atarugado y de muy
mala gana, estas palabras:
--Hay mucho que hablar al auto, Catalina.
--¡Mucho que hablar!--repuso Catalina entre admirada y afligida.--¿Para
cuándo lo dejas, falso? ¿Qué menos consuelo has de darme que la razón
de lo que has hecho!
--Ahora voy muy de prisa... Mañana ú el otro...
--Sí, vete, fachendoso; vete á tomar aires de señorío, que han de
caerte como arracada en oreja de mulo. ¡Ay, Nisco! no le pido á Dios
más sino que sea verdad lo que se corre.
--¿Qué se corre?--preguntó Nisco más colorado que un tomate.
--No quiero decírtelo, porque no te acabe de sofocar el sonrojo, que ya
cerca le anda.
--¡Yo no tengo nada que me abichorne, sépastelo!
--Si tienes ó no, el tiempo lo dirá, y allá te espero.
--Pues vete asentándote ya.
--¡Sube, sube, que chimeneas más altas han caído!
--Valiérate más mirar por lo tuyo, Catalina, que meterte en la hacienda
del excusao... Y ya que me haces hablar, diréte que bien poco había
que fiar de tus quereres, cuando, por volver yo la espalda, estás dando
cara á otro... y de Rinconeda, para mayor inominia.
--Es verdad: uno de allá me pretende desde que tú me dejaste, y hasta
sé que va á pedirme.
--Pues dile que sí, y con eso tendrás todo lo que necesitas. Yo no he
de ponerte pero, que fenecida eres por lo que me toca.
Este brutal alarde de desdén produjo en Catalina el efecto de una
puñalada.
--Lo que yo necesito, Nisco, para mi venganza--contestó, con los ojos
arrasados en lágrimas,--son dos corazones, ó no haber querido nunca con
el que tengo.
Y como, al hablar así, la ahogaran los sollozos, se llevó el delantal á
la cara y apoyó el hermoso busto contra la pared.
Nisco intentó decir algunas palabras en disculpa de lo que tan mal
efecto produjo en Catalina; pero no acertando á coordinar una mala
frase de consuelo, cortó por lo sano largándose á buen andar.
No se sabe, á punto fijo, á dónde iba Catalina cuando se encontró con
Nisco; pero está fuera de duda que, no bien le perdió de vista en la
solemne ocasión mencionada, retrocedió presurosa, y, andando, andando,
llegó á una casita, punto más que choza, baja, muy baja, pobre, muy
pobre, arrimada, como de misericordia, al paredón más alto de unas
ruinas antiquísimas, sin dueño conocido, que poco á poco se iban
desmoronando, hacia el extremo occidental de Cumbrales.
Fuera de la casuca, junto á su puerta entreabierta, y sentada en un
canto arrimado á la pared, estaba una vieja, flaca y apergaminada,
acabando de remendar, á duras penas, por falta de vista y de pulso, un
refajo negro con hilo blanco teñido en el sarro de una sartén que en el
suelo yacía boca abajo.
En uno de mis libros he dicho yo que no hay en la Montaña una aldea
sin su correspondiente bruja. Pues la vieja de quien voy hablando era
la bruja de Cumbrales. Temida de los más y aborrecida de muchos, raro
era el día sin quebranto para la pobre mujer: unas veces por que con
sus artes no hacía los imposibles que se le pedían; otras porque se
la creía causante de todo lo malo que acontecía en el lugar. Así es
que vivía de milagro, porque lo era, y grande, vivir, como ella, de
limosna, con semejante fama, tantos años encima y tales tratamientos.
¡Qué diferente vida la que pasó con su marido! Entonces trabajaban unas
tierras, tenían una vaca y moraban en buena casa en el mejor de los
barrios. Alternaban en todo trato lícito y honrado con sus convecinos,
y hasta eran, él por lo diestro en _encambar_ carros, y ella por lo
famosa en preparar el lino, muy solicitados y bien retribuídos de las
gentes. Pero, á lo mejor de la vida, acabóse la del hombre, de la noche
á la mañana; y ya bien entrada en años la mujer, sola y sin valimiento,
tuvo que dejar la poca labranza que trabajaba y buscar un agujero en
qué albergar el achacoso cuerpo, hasta que la última enfermedad le
abriera la sepultura. Halló la casuca solitaria que la muerte de otro
pobre, tan pobre y desvalido como ella, había dejado abandonada; y allí
se metió con el mísero ajuar que le quedaba. Mientras pudo trabajar,
como obrera ganaba la borona que comía; pero agobiáronla los achaques,
y tuvo que vivir de limosna. En la Montaña no se muere nadie de hambre:
esto es sabido y probado, porque el más miserable parte un mendrugo con
el vecino que carece de él; pero ni en la Montaña ni en región alguna
del mundo, engorda la limosna á quien de ella vive, por abundante que
sea. Hay siempre en el corazón humano fibras indómitas á prueba de
virtudes, y raro es el bollo regalado que no produce un coscorrón al
hambriento.
Como según el tiempo iba pasando íbase la buena mujer enflaqueciendo,
y sólo se la veía en el lugar para pedir limosna en casa de don Pedro
Mortera ó en la de don Juan de Prezanes, para ir á misa cada día de
fiesta, ó de paso para la villa, á donde hacía también sus excursiones
á menudo; y como no se concibe entre las gentes campesinas una mujer
vieja, flaca y encorvada, sola, pobre y taciturna, sin tratos con el
demonio, cata á la de mi cuento, de la noche á la mañana, bruja _con
todas sus consecuencias_, sin lo que el supuesto no tendría maldita la
gracia. Dieron en morirse muchas gallinas en aquel entonces y en faltar
otras del gallinero, alguien vió plumas junto á la choza de la pobre
mujer; y esto bastó para que, creyendo á la bruja aficionada al averío,
la llamaran las gentes de Cumbrales la _Rámila_; el cual mote le quedó
por nombre... también _con todas sus consecuencias_.
No era Catalina de las más supersticiosas del lugar, ni, en su opinión,
tan mala la bruja como las gentes creían: sobraba entendimiento á la
buena moza para no tragar los absurdos vulgares como pan bendito; pero
faltábale instrucción y era aldeana, y, por ende, llegaba hasta dejar
las cosas en «veremos,» lo cual era rayar muy alto en la materia.
Quiero decir con esto que al acercarse á la Rámila, impávida y
resuelta, iba tan lejos de tenerla por santa, como por confidente del
demonio.
Llevábala á casa de la bruja, no la reflexión, sino un vértigo del
espíritu, obra del reciente choque de su pasión generosa con el
desdén brutal de Nisco. Sentía el dolor de la herida en lo más hondo
del corazón, y buscaba algo que debía de haber para calmarle, aunque
fuera el triste placer de la venganza. Sospechaba, pero no conocía, la
verdadera causa del desvío de su novio, é ignoraba qué le dolía más, si
el recelo de que otra mujer se le llevara, ó el temor de perderle ella;
qué era lo que con mayor urgencia necesitaba, si reconquistar el bien
perdido, ó hacer que _la otra_ no le adquiriera para sí. En cualquiera
de estos casos, ¿cómo, cuándo y por qué camino, si no tenía otra luz
para orientarse en el abismo en que se hallaba que el notorio desvío
del ingrato? Filtros, adivinaciones, sortilegios, hechicerías por arte
del diablo, noticias ciertas, consejos sanos por modo lícito y natural,
y, en último extremo, ocasión de desahogo del pecho acongojado, casi
en el secreto de la confesión... Todo esto, ó mucho ó algo de ello,
podía encontrarse en la choza de la Rámila; y por eso iba Catalina
al antro de la bruja; y por eso, cuando se halló delante de ella, no
supo explicar lo que quería. Al último, refirió la historia de sus
desventuras, que es por donde debió de haber empezado. Lloró mucho, y
la Rámila la dejó llorar hasta que ya no hubo lágrimas en sus ojos ni
quejidos en su pecho.
[Ilustración]


[Ilustración]


IX
LAS PRIMERAS CHISPAS

Quien haya visto el mar después de un temporal deshecho, tenderse en
la playa, rumoroso y ondulante, lamiendo manso lo que antes azotó
iracundo, y trocados en arrullos sus bramidos, tendrá una idea del
estado de don Juan de Prezanes, horas después de la borrasca que el
lector presenció. En el fondo de aquella alma, transparente como el
más limpio cristal, no se descubría un solo rencor. Remordimientos
y heridas, sí. Remordimientos, porque su buen sentido, libre de
las cadenas de la pasión, decíale que para defender su derecho no
había necesidad de enfurecerse como él se enfurecía, dando con ello
monstruosas proporciones á lo que de suyo era, en sus comienzos,
pequeño y baladí, y rebajando lastimosamente el nivel de su propia
dignidad. Hasta concedía, cierto derecho á su amigo para desaprobar
sus viejas alianzas con determinadas gentes, porque á la vista estaban
los muchos males qué habían producido al pueblo, y los grandes
disgustos que á él le habían acarreado, sin un solo beneficio; pero
nada más que _cierto derecho_: no en la amplitud en que su compadre
se le tomaba y le comprendía. Y por aquí andaba el punto doloroso.
Grabadas estaban en su memoria palabras de acero que, en el calor de
la disputa, se le habían lanzado al corazón, sin respeto alguno á la
honradez de sus intenciones ni á la _enfermedad_ de su temperamento,
causa eficiente de los arrebatos á que de continuo se entregaba, contra
sus deseos y propósitos.
Apenábale el dolor de estas heridas, hechas sobre frescas cicatrices,
y, por lo mismo, doblemente dolorosas; pero curábalas con la reflexión
de que otras tales había causado él en la batalla; con el bálsamo del
perdón implorado por su contendiente, y con la esperanza de que la
reciente reyerta sería la última entre él y el amigo á quien más quería
en el mundo. _Pero_, hecha entre los dos la definitiva liquidación de
agravios, y vuelto cada cual á su tienda, que no se le obligara á él
á dar el primer paso en la nueva y edificante vida que ambos habían
de hacer en adelante. Era él el más desgraciado, el más solo y el más
ofendido de los dos, y no podía arraigar la reconciliación en el fondo
del alma, si se cimentaba en tan palmaria injusticia. En cambio, si,
libre y espontáneamente, su amigo, ó cualquiera de la familia de su
amigo, diera ese paso decisivo, ¡con qué ansia le saldría al encuentro
y le recibiría en sus brazos, y firmaría entre ellos, con el olvido de
todos los agravios, eternas y venturosas paces!
Así pensaba, arrimado á la mesa de su despacho, y en la palma de la
mano reclinada la descolorida frente, mientras Ana, sentada á su lado
y leyéndole los pensamientos (porque los hombres como don Juan de
Prezanes, no solamente son niños toda la vida por su afición á las
cosas pequeñas, sino por su propensión á meditar á voces), le prometía
lo que él deseaba y mucho más.
--Por si te equivocas--llegó á responder su padre,--bueno será que
hagas el sacrificio de acompañarme esta tarde. La soledad es mala
consejera, hija mía.
Lo que en rigor buscaba don Juan al tener á Ana toda la tarde á su
lado, era el convencimiento de que si alguno de la otra casa iba á
visitarle, lo haría por iniciativa propia, no por sugestiones, y quizá
ruegos, de su hija, quien, hablando en rigor de verdad, en lo tocante á
que se cumplieran sus promesas, no las tenía todas consigo.
En esto apareció Pablo en el corral, y á don Juan de Prezanes, al
verle, se le escapó del pecho un rugido de gozo.
--¿Lo ve usted!--le dijo Ana sin disimular el grandísimo que ella
sintió al mismo tiempo.
No podía, en aquella ocasión, enviarse al abogado de Cumbrales emisario
más de su gusto. Sin embargo, recibió al mozo con estudiada seriedad.
¡Hasta en los menores detalles son niños los hombres quisquillosos!
--¡Ya es hora de que le veamos á usted por acá, señor don Pablo!--dijo,
respondiendo al saludo cordial del joven.
--¡Como, á veces, no sabe uno en qué peca más!...--replicó éste.
--Como andaban ustedes de monos--añadió Ana,--habrá creído Pablo que no
estaba el horno para rosquillas.
--Cabalmente,--dijo Pablo con la mayor sinceridad.
--¿Es decir--repuso don Juan con mal disimulada vehemencia,--que, por
tu gusto, me hubieras visitado alguna vez?
--Pues como de costumbre: todos los días.
--¿De manera que al verte hoy á mi lado, sin miedo de que este ogro te
devore, debo suponer que, en tu concepto, esos monos ya no existen?
--Justo y cabal.
--Y ¿quién se lo ha dicho á usted, caballerito?--preguntó aquí don
Juan de Prezanes, dejando traslucir, en la mal fingida dureza de la
pregunta, el propósito que ésta envolvía.
--¿Quién podía decírmelo sino mi padre?--contestó Pablo sencillamente,
mientras Ana iba con anhelante mirada del uno al otro interlocutor.
--¿Luego su señor padre de usted--continuó don Juan,--no se opone á que
se me haga esta visita?
--Como que traigo el encargo de brindarle á usted á tomar chocolate con
él... digo, si no le queda á usted algún resentimiento...
--¡Qué cosas tiene tu padre, hombre!--exclamó el nervioso abogado,
llenando todo su pecho de aquella especie de aura bienhechora
que esparcía en la estancia el recado de su amigo.--Yo no tengo
resentimientos con nadie, y mucho menos con vosotros... ¡Vayan al
diablo, si es preciso, _esas cosas_ que no me interesan dos cominos
y tan malos ratos me dan! Armonía con todos y sosiego en el hogar,
Pablo: esto es vivir; que no está uno contento de sí mismo mientras se
halle en guerra con los demás. Con que raya por debajo, y no volvamos á
hablar del asunto.
Así comenzó á entregarse don Juan de Prezanes á la pasión de regocijo
que le solicitaba rato hacía, creyendo á salvo ya todos los fueros de
su amor propio. ¡Cuántas veces se había hallado en idéntica situación!
Preguntó á Pablo muchísimas cosas, sin orden ni concierto, mientras se
paseaba á lo largo de la estancia; y su ahijado, muy cerquita de Ana,
tan pronto contemplaba la labor que ésta tenía entre manos, como miraba
las nubes por la ventana abierta. Llegando á preguntarle por la vida
que traía, respondió el mozo en breves palabras, porque era escasa la
materia y á la vista estaba en todo el lugar. Á lo que dijo don Juan de
Prezanes:
--Pues mira, hombre: si he de decirte lo que siento, tratándose de un
muchacho de tus condiciones, no me gusta ese modo de vivir. Bueno que
tomes apego á las faenas del campo; bueno, en fin, que trates de ser
un labrador hecho y derecho, pues que en eso has de venir á parar,
según las trazas; pero en lo demás... en lo demás, Pablo, deseara
yo que anduvieras con mucho tiento. Quiero decir que guardaras las
distancias un poco más de lo que las guardas. Estás llamado á ser, por
tu posición, la persona principal de Cumbrales, y esta circunstancia
te impone ciertos deberes. Conviene que estas gentes te vean, pero á
tiempo y no á todas horas y en todas partes; que te traten, pero que no
te manoseen, si mañana han de tenerte en algo y ha de aprovecharles tu
importancia; que los aventajes en todo lo bueno, pero que no intentes
igualarlos en lo que pueda desautorizarte á sus ojos. Natural es que
juegues á los bolos cada día de fiesta con los mozos de tu edad; pero
no lo es tanto que bailes á su lado con las mozas en las romerías,
y mucho menos que te agregues de noche á sus rondas y parranderas.
Bien sé yo que á los años hay que darles lo que es suyo, y que aquí
no se halla otra cosa mejor que eso para lo que pide la mocedad; pero
considera que hay que estar á las duras y á las maduras, y que las
duras de esos pasatiempos pueden ser muy graves para tí, sobre todo si
tratas de buscar el desquite. Cuando menos, esas costumbres tienen de
malo el que su centro natural es la taberna; y en la taberna, Pablo,
siempre hace un desdichado papel la levita.
Ana atajó aquí á su padre, temerosa de que el mozo se resintiera de la
homilía que le estaban enderezando, y dijo á éste en el tono zumbón que
tan bien sentaba á la traviesa joven:
--No dirás, Pablo, que, para improvisado, es malo el sermón de tu
padrino.
--¡Sermón no!--saltó don Juan, apresurado.--¡Líbreme Dios de meterme
en esas honduras!... ¡y cuando aún me rasco los coscorrones de uno
muy amargo! No, hijo mío; no te predico ni trato de molestarte: digo
sencillamente lo que siento, porque te quiero mucho y ha venido á
pelo. Y con esta advertencia, y ya que lo tengo entre los labios, he de
decirte, para concluir, que no me disgusta Nisco, el hijo del alcalde:
es mozo de juicio, aunque pudiera ser menos presumido y valdría más;
pero ¿por qué es tan amigo tuyo? De un tiempo acá, no os separáis.
Ya sé que sois camaradas de la infancia; pero me parece demasiada
intimidad la que os une para lo diversas que son vuestras educaciones.
Lo probable es que se te pegue á tí su tosquedad, y no á él tu cultura.
--Pues ¡vea usted lo que son los juicios humanos!--respondió
Pablo, mientras Ana atendía al diálogo con vivísima curiosidad,
particularmente desde que su padre había nombrado al hijo de
Juanguirle.--Precisamente porque se le pegue eso que usted ha llamado
mi cultura, anda Nisco tan cerca de mí un tiempo hace.
--Asegúranlo por ahí--dijo Ana con malicia;--y es raro el caso.
--Pues yo le encuentro lo más natural del mundo--replicó Pablo.--Nisco
es un mozo trabajador y muy despierto, harto más inteligente en su
oficio que la cáfila de zopencos que le critican. Acompañábame al
cierro del monte; me enseñaba lo que yo no sabía, y me ayudaba, y me
ayuda, con su inteligencia, y hasta con sus brazos, en aquellas faenas
que están á mi cuidado exclusivo desde que el cierro se roturó.
Escribía mal y leía peor, porque no le enseñaron otra cosa. Andando en
mi casa y descansando en mi cuarto muy á menudo, vió libros sobre la
mesa y quiso que le leyera algunos. Eran cuentos agradables; gustáronle
y deseó saber leerlos como yo se los leía, para penetrarlos mejor;
después deseó también soltarse en la escritura, y comencé á darle
lecciones de uno y de otro con mucho gusto, porque yo observaba el
muy grande con que él las recibía. Y así estamos. No llegará á ser
nunca gran pendolista ni un lector de nota, porque el oficio que trae
es incompatible con esos primores; pero adelanta, se sujeta mucho,
despiértanse en él aficiones y gustos superiores á su condición, y esto
es muy recomendable; y, sobre todo, padrino, Nisco es lo mejor del
pueblo para los fines que usted me predica, y á Nisco me agarro.
--¡Bien vuelta, muchacho!--contestó don Juan hecho unas
castañuelas;--lo cual no quita que el pobre mozo, por el camino que va,
se queda tan lejos de ser hombre culto, como de las labranzas de su
padre; y ¡entonces sí que le tocó la lotería! De modo que tampoco es
Nisco lo que te conviene para mucho tiempo.
--Pues usted dirá,--repuso Pablo, con una formalidad tan noblota, que
hizo reir á don Juan y á su hija.
--¿Es cosa resuelta--preguntó el primero,--que abandones la carrera que
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