El sabor de la tierruca - 11

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pintura que le borrajeo de un pueblo montañés, que es, en España, quizá
el primero entre los de su modesta categoría. Esto por lo que hace á
su rápido crecimiento; pues si se mira su belleza _externa_ y la del
paisaje que le circunda, es aún más difícil hallarle competidor.
Volviendo al asunto, digo que muy buen rato antes de mediodía,
comenzaron á verse en el mercado las damas de la villa, en elegante
arreo, husmeando los puestos de la plaza, con su cortejo de galanes
de punta en blanco. Mirábanlos de reojo y con recelosa curiosidad los
caballeretes de los pueblos, que braceaban en aquel mar, un tanto
desaliñados y polvorientos á causa de la fatiga y estrago del camino, y
dejábanse mirar los de la villa con piadosa complacencia, seguros de su
importancia incomparable.
Á María, corta de genio y muy desconfiada de su valer, la acoquinaban
las actitudes de aquel encopetado señorío, ante el cual, á pesar de su
lozana frescura y de su intachable atavío, se creía fea, desgarbada
y mal vestida. Ana, por el contrario, dejándose llevar de su natural
franco y abierto, parecía complacerse en excitar la curiosidad por
el gusto de vencerla con su mirar valiente, que sabía hacer burlón y
desdeñoso sin esfuerzo y muy al caso. Cuanto á Pablo, no hay para qué
decir lo que se aburría y mareaba entre el barullo, sin curarse más de
lo que pasaba ante sus ojos, que de las coplas de Calaínos.
Ya, para entonces, estaban las cestas repletas, y hasta colgaban de
las asas, por fuera, muchas cosas que dentro no cabían; pero no había
que pensar aún en volverse á Cumbrales. Necesitaban antes dar una
vuelta por la villa y un vistazo á los otros mercados; porque cuando
de ellos se vuelve á casa, los que no han estado allá hacen muchísimas
preguntas; y es bueno saber entonces á cómo iban las alubias, y el maíz
y las patatas, y los cerdos de cría y los de matanza, para responder á
todos.
Y brujuleando así entre calles, vió Ana que por la acera de enfrente
venía un mozo muy guapo y apuesto; que este mozo miraba mucho á María;
que María se puso encendida como la grana, y que el mozo, no muy dueño
de sí, anduvo, al cruzarse con ella, atarugado y confuso, amagando
palabras que no pronunció y saludos que no hizo. Siguieron los de
Cumbrales calle adelante, y el mozo los acompañó con la vista; y como
María, al doblar la esquina, mirara hacia atrás con el rabillo del ojo,
clavóse el hombre en aquella especie de anzuelo, y siguió desde lejos á
María. Al cabo se arriesgó; y en la primera parada que hicieron los de
Cumbrales, acercóse, al amparo del barullo; saludó muy cortés, y habló
á María sin misterios ni dengues y como si fuera la cosa más natural
del mundo; por lo que Pablo no paró mientes en ello. Pero Ana sí, y
hasta distrajo á Pablo y logró que, durante el paseo por la villa,
María y el galán apuesto se despacharan á su gusto.
Al salir para Cumbrales, preguntó Pablo á María, después de contestar
al reverente saludo con que el mozo se despidió:
--¿Quién es _ese_?
Á lo que contestó María con mucha serenidad:
--Pues _uno_ de aquí, que me conoce.
Y no se habló más del caso. Pero andando monte arriba, quedóse Ana muy
roncera, hasta arrimarse á María, que iba detrás de todos; y mientras
Pablo trepaba á largos pasos y le seguían jadeando las dos mozas, con
las cestas sobre la cabeza, dijo aquélla á su amiga:
--¿Tiene algo que ver... _ese que te conoce_ con el abismo de que
hablábamos tú y yo en cierta ocasión?
--¿Por qué me lo preguntas?--preguntó, á su vez, María.
--Porque lo sospecho. ¿Quién es?
--Hijo de don Rodrigo Calderetas.
--Pues cata el abismo, y no me digas más.
--¿Abismo te parece á tí también, Ana?
--Hablo por tu boca... pero mayores los hay en el mundo: como uno que
yo me temí. ¡Qué barbaridad! ¿Dónde tenía yo el entendimiento?
--¿Pues qué pensaste, Ana?--preguntó María con viva sorpresa.
--Nada, hija, nada; sino que á veces, tal se ensartan las casualidades
y tales visos toman de verdad, que llega uno á ver hasta bueyes que van
volando.
--Cierto--dijo María sonriéndose:--por una sarta así, llegué yo, en una
ocasión, á sospechar de tí algo parecido; sólo que á mí me duró menos
la sospecha, aunque no me la quitaste con razones como la que tú acabas
de descubrir: bastóme un poco de reflexión.
--Pues entonces estamos en paz en ese extravagante pensamiento... ¡qué
tiene que ver! Y ahora, dime, ¿dónde conociste á _ese que te conoce_?
--En la villa.
--Ya; pero ¿cuándo?
--Cuando vine con mi madre, dos años hace, á pasar unos días en casa de
aquellos parientes suyos que se volvieron á Asturias poco después.
--Y ¿cómo os habéis arreglado para continuar lo comenzado entonces?
--Por cartas.
--¡Hola!... ¿Por el correo?
--¡Virgen María!... ¡Quién me lo mandara! Á la mano.
--Y ¿por qué mano, inocente de Dios?
--Por la de la Rámila.
--¡Miren la cordera que no teme á las brujas!... ¡Vaya si supo poner el
secreto en lugar seguro! ¡Y no pensaste, criatura sin malicia, que á
negocio en que anda la mano del diablo no puede ayudarle Dios?
--¿Créesle desesperado, Ana? Dime la verdad, sin zumbas.
--¿Estás segura tú de que... _ese que te conoce_ te quiere como se debe?
--Sí, porque yo he impedido que se acerque á mi padre.
--¿Por qué lo has impedido?
--Por la guerra en que está el suyo con él. ¡No se pueden ver, Ana!
--¡Bah! Cosas de tu padre.
--Pero ¿qué piensas tú del caso?
--Que le dejes de mi cuenta.
--¡Mira que está muy obscuro!
--Yo le sacaré á la luz.
--¿Con qué, Ana?
--Con otro caso menos difícil. Verás cómo se enredan los dos; y hasta
puede llegar el tuyo á ser causa de grandes bienes para todos.
--¿Qué caso es ese?
--Delante de los ojos le has tenido y no le has visto. Pero, en fin, ya
te lo explicaré cuando deba. Ahora, chitón, que nos esperan Pablo y las
muchachas allá arriba.
Acabaron de subir la cuesta; descansaron todos un rato en la loma;
y sin otros sucesos que dignos de narrar sean, llegaron media hora
después á Cumbrales, sanos y contentos, cada cual á su modo, aunque
un tanto despeadas y correosas las fámulas, y algo polvorientas y
rendidas, pero muy guapas, las señoras.
[Ilustración]


[Ilustración]


XIX
RETAZOS

En esto, don Rodrigo Calderetas escribió una carta á don Juan de
Prezanes, en la cual carta decía, entre otras cosas, la gran persona:
«Menester será que redoble usted la vigilancia y active los trabajos
en ese terreno, porque no hay momento que perder. El Barón no sosiega
un punto y revuelve los imposibles. El Marqués confía en sus buenos
amigos, entre los que, con justicia, le cuenta á usted, y así me lo
dice. Para mantener las filas apretadas y reclutar soldados nuevos, no
le duelan á usted larguezas del género consabido: aquí estoy yo para
cuanto ocurra, y detrás de mí, lo que usted sabe, que puede y manda y
no deja mal á sus amigos, por nada ni por nadie. Lo verá quien dude y
le sirva, si, como otras veces, es preciso, por el bien del Estado,
saltar por encima de ciertas consideraciones y respetos. En estas
batallas no hay otro remedio que ser un poco duro de corazón con el
enemigo tenaz. Dígame qué exigencias presentan esos auxiliares, para ir
formando poco á poco el expediente, llamémosle así, que he de elevar á
donde ha de ser despachado con las debidas recompensas y los necesarios
escarmientos.
»Nos está haciendo mucho daño el diablejo de Asaduras. Háblele, óigale
y _cómprele_, _pida lo que pidiere_. No habría necesidad de recurrir
á estos extremos, que parecen un tanto reñidos con la sana moral,
si ese amigo de usted y que tanto lo fué mío cuando yo no me había
resuelto aún á sacrificar mi reposo y mi hacienda al bien de este
país desventurado, que va hundiéndose en el abismo por las ruindades
y atrevimientos injustificados de cuatro ambiciosos intrigantes; si
ese amigo, repito, no llevara tan lejos su tesón y sus escrúpulos. Él
se entenderá... y yo también le entiendo. Sí, amigo mío, le entiendo;
y aunque me duela decírselo á usted, me consta, con nuevos datos, que
no solamente es desafecto á las instituciones que todos veneramos,
sino que también trabaja sordamente contra ellas y contra los que las
apoyan, sin exceptuar _á los amigos y compadres_... Téngalo usted muy
en cuenta, pues le interesa mucho; que á no interesarle tanto, no se
detendría en estos enojosos pormenores un caballero como yo.
»Traigo entre manos el asunto del alcalde, única persona que no es
nuestra en ese Ayuntamiento; mas para quitarle se necesita envolverle
en una maraña cualquiera, que sirva de pretexto á la causa que se le
forme. El secretario se ha comprometido á desempeñar satisfactoriamente
ese _ligero_ preliminar, con la insignificante condición de que se
aprueben ciertas partidas de las cuentas municipales que aún andan por
allá en tela de juicio. Cuento con la aprobación solicitada, y, por
tanto, doy por destituido al alcalde, pues no cabe dudar de la destreza
y buenas agallas del secretario. No se olvide que este alcalde es
obra de don Pedro Mortera, que no tuvo reparo en librar una verdadera
batalla contra usted, que guerreaba por Asaduras. Recuérdoselo á
fin de que no se pare en cualquier escrúpulo de amistad que pudiera
asaltarle la conciencia, cuando se resuelva, como lo deseo, á ayudar al
secretario en sus propósitos. En la penuria en que se nos quiere poner,
no debemos desperdiciar ni las migajas.
»Por eso le recomiendo mucho también la pretensión del amigo don
Valentín, con cuya falanje no podemos contar con seguridad á la hora
presente. Ya sabrá usted que ese respetable veterano tiene empeño en
que se apruebe y se ejecute ahí su plan de defensa contra el enemigo,
en el caso probable de que éste intentara entrar en Cumbrales. El tal
don Valentín vino á verme esta mañana y me explicó minuciosamente el
proyecto. Parecióme complicado, costoso y de éxito infalible; pero se
queja el valiente veterano de que nadie le presta atención ahí, y teme
no hallar los elementos que necesita para realizar sus patrióticos
fines. Atribuye él en gran parte esta frialdad de sus convecinos á la
influencia reaccionaria de cierta persona que no quiero nombrar porque
no crea usted que me complazco en indisponerle con ella, complacencia
que no cabe en el corazón de un caballero como yo; pero muy bien
pudiera no equivocarse don Valentín. Lo cierto es que éste no votará á
otro candidato que al de las gentes que le ayuden en la empresa, ó no
votará á nadie si nadie le ayuda á él. Por demás comprendo que no es
grano de anís lo que desea y necesita, y que hasta tiene sus puntas de
locura la ocurrencia; pero no hallo inconveniente en que se le preste
atención y se haga algo en muestra del buen deseo. Lo cierto es que
nosotros, los liberales de orden y de arraigo, no estamos bien con
las manos cruzadas delante de los criminales acontecimientos que son
causa de los desvelos de don Valentín, y juzgo que un alarde bélico de
Cumbrales contra el obscurantista rebelde, sería del mejor efecto en
el país; sobre todo, si lográramos eslabonar con ese noble y patriótico
sacudimiento, la candidatura de nuestro amigo el marqués de la Cuérniga.
»Como usted comprenderá, señor don Juan, yo no hago otra cosa que dar
la voz de alerta y aconsejar lo que, en mi pobre juicio, debe hacerse;
á ustedes toca lo restante, puesto que les interesa más que á mí el
buen éxito de la batalla. Así cumplo con mi deber; y crea usted que no
es leve esa cruz que arrastro. ¡De qué buena gana se la cediera á los
que envidian mi legítima importancia en el país! Porque, después da
todo, los pueblos son ingratos, y me pagan con perfidias y deslealtades
los sacrificios que hago por ellos.»
Horas después que la carta, llegó Asaduras á casa de don Juan de
Prezanes.
No describo á este personaje, porque no me le tachen de parecido
á cierto Patricio Rigüelta, pariente suyo muy cercano, por parte
de padre; la cual semejanza, después de todo, no tendría nada de
particular, pues la da el oficio de ambos, ó, por mejor decir, la
naturaleza, que produce ciertos hombres formados ya para ejercerle con
fruto y lucimiento.
Y hablando el tal Asaduras con don Juan de Prezanes, llegó á decir de
esta suerte:
--Mucho me alegro de que se resuelva usté á abrir la mano (cosa que
hasta el presente no ha querido hacer, por lo cual el asunto no ha
pasado entre ambos á mayores) para que se vea y se cuente lo que hay
en ella; pues, á mi modo de ver, éste es el camino único por donde
las gentes de bien llegan á entenderse... Pues yo, señor don Juan,
voy á decirle á usté en lo que estimo la ayuda que con tanto empeño
me busca para el marqués de la Cuérniga, y mucho me alegrara de que
el precio no le pareciera subido, porque, en rigor de verdá y tanto
por tanto, mejor quisiera servirle á usté, que es, como quien dice,
de casa, que á ningún otro forastero de los que trabajan la partida
al barón de Siete-Suelas... Son corazonás de la nobleza de uno, que
no se pueden remediar. La tierra jala siempre á los suyos... y vamos
al caso. No es usté ignorante, señor don Juan, de que yo pretendí, en
tiempo legal, los terrenos que cercó junto al monte el señor don Pedro
Mortera. Era más pudiente que yo; subiólos en remate hasta donde él
solo era capaz de alcanzarlos, y quedóse con ellos... hemos de ser
justos, en buena ley. Pero yo no los perdí nunca la que les tuve, ni
se la perderé en los días de mi vida, porque los ojos me llevan al
mirarlos hechos un jardín. ¡Qué cierro, señor don Juan!... Pues ese
cierro es lo que yo pido por servirle á usté en esta ocasión... Ya veo
que usté se asombra, y es natural si se mira el caso por derecho; pero
déjeme acabar. Están en regla los decumentos del remate; todo se hizo
como la ley manda; pero yo le aseguro que si usté me ayuda á mover á
estos concejales que son de usté, antes de ocho días no conoce aquel
expediente la madre que le parió; se hace una denuncia á tiempo; la
apoya don Rodrigo, que ya está en autos; se manda abrir el cierro; se
encausa al Ayuntamiento que engañó á la Administración con decumentos
_falsos_; se vuelve á sacar á remate del modo que yo diré, y, sin que
pasen tres semanas, el cierro es mío.
--...
--¡No se enfade, por Dios, señor don Juan! que, en postre y finiquito,
ésta es una proposición como otra cualquiera. Si no gusta, tan amigos
como siempre; pero no se olvide que yo no me comprometí á decir cosa
que á usté le agradara, cuando usté me brindó á proponer lo que me
pareciera más conveniente. Y ahora oiga otra condición que tengo que
poner todavía; y eso, porque soy muy leal y juego siempre limpio: he de
estar en posesión buena y bastante de ese cierro, quince días antes de
las elecciones. Si usté me sirve al tenor de lo expuesto, de usté seré
con todas mis fuerzas; si no, cumpliré honradamente mis compromisos
con el señor Barón, que, si no me da el cierro, porque no puede, como
_otros_ podrían, sabe corresponder rumbosamente con los amigos con
aquello que está á sus alcances.
--...
--¡Pero, hombre, no se alborote usté así por cosas de tan poco momento!
--...
--¡De poco momento, sí, señor!
--...
--¡Anda, hijo, anda! ¡Con que en lugar de ponerme por mote Asaduras,
debieron haberme sacado las mías?... Pues mire usté: olvido de buen
aquél esa ofensa, por la gracia que me hace lo otro de que si guerrea
contra don Pedro, es sólo por tesón de que no valga la suya; y que tan
aína como él le conceda una pizca de razón en lo que usté hace, con él
se irá á donde él quiera llevarle.
--...
--¡No, no!... ¡ya veo que le pone usté cerca de los santos del cielo; y
mucho deben valer esas alabanzas en boca de un enemigo!
--...
--Hombre, enemigo dije por lo que á la vista está en la ocasión
presente y lo que ha estado en otras tales. La verdá es que, si vamos
á hilarlo muy delgado, bien pudiera quebrarse entre los dedos. ¿En qué
manifiesta corresponder á la buena amistá que usté le guarda? En casos
como el presente, no le ayuda; en otros parecidos, le combate á muerte;
si usté dice que blanco, allí está él para sostener que es negro, hasta
en los puntos de menor cuantía; y si á creer vamos lo que rutan las
gentes, no tienen ustés día de paz completa, por oponerse á todo su
genio mandón y riguroso. Yo no diré que esto sea tirria y mal querer
hacia usté, como algunos lo aseguran, porque en tales adentros no debo
meterme; pero el demonio me lleve si tiene trazas de sentir cariñoso ni
de buena intención.
--...
--No fué tal mi ánimo, señor don Juan: he respondido á un reparo que se
me ha hecho, y nada más.
--...
--Cierto; pero don Rodrigo me dice que se lo proponga á usté; usté
me llama á su casa; vengo y se lo propongo... De modo y manera que,
apurando las cosas, lo feo de la propuesta no está en ella ni en mí,
sino en el oficio que usté trae y de sí lo da.
--...
--¡No es insolencia, señor don Juan, sino la verdá pura!
--...
--Eso es muy distinto: en su casa, usté es el amo, y en su derecho está
al plantarme en el corral; pero entiéndase que si usté no me hubiera
llamado, yo no hubiera venido. Y con esto me largo, que también yo
tengo casa, donde soy amo y señor... y no debo nada á naide.
* * * * *
Por último, llegó don Valentín; y tras un largo discurso, enderezado
á probar el deber en que se hallaban los hombres libres de resistir á
todas horas y en todos terrenos «al perjuro, que de nuevo manchaba el
suelo de la patria con su planta inmunda,» se expresó así:
--Hay más relación de la que usted se figura entre servir yo al
candidato de ustedes, y ayudarme ustedes en la empresa que me quita
el sueño. Yo soy esclavo de mis principios políticos, y á ellos
ajusto los actos de mi vida civil. Entra en mi conciencia política la
ejecución del plan que traigo entre manos; y ayudando á los hombres que
me ayuden, cumplo con mi deber, porque sirvo á mi causa, á la causa
de la libertad, que es la causa de la patria; y, por consiguiente,
obro con arreglo á mi conciencia. Yo bien sé, señor don Juan, que la
empresa es peliaguda y de riesgos; pero se intenta siquiera; se ponen
los medios; y, al último, si no se vence en ella, se muere con honra.
Y es peliaguda la empresa, porque no es fácil despertar en estas
gentes embrutecidas ciertos sentimientos delicados, con los cuales
hacen proezas otros pueblos y hasta vencen los imposibles; pero también
sé quién tiene la culpa de ese embrutecimiento ignominioso en que
vegetan nuestros desdichados convecinos... ¡vaya si lo sé! Aquí, señor
don Juan, tiene más arraigo de lo que á usted se le figura la causa
del perjuro; aquí conozco yo á un pudiente que, so capa de no querer
meterse en barullos de política, sirve en grande á la de su devoción,
y quizá conspira en la obscuridad de sus escondrijos misteriosos;
quizá él y los esbirros negros que le ayudan, afilan hoy el puñal con
que á usted y á mí ha de herirnos mañana el brazo del tirano que se
guarece ahora un poco más allá de esos montes. No tengo necesidad de
decir á usted quién es ese pudiente, rémora de todo progreso liberal en
Cumbrales.
--...
--No me ciega la pasión ni me engañan los ojos que han envejecido
mirando de qué pie cojean los hombres; y ciegos deben ser los de la
malicia de usted si no han visto mucho de lo que yo digo.
--...
--Eso que usted me responde honra mucho á su corazón; pero deja los
supuestos como estaban. El señor don Pedro Mortera no es trigo limpio,
ni, hablando en plata, tan leal amigo de usted como usted lo es suyo.
--...
--¿En qué me fundo?... Y ¿quién mejor que usted puede saberlo? ¿En
qué le ha servido? ¿De qué apuro serio le ha sacado á usted cuando
se ha visto con el agua al pescuezo en sus peleas electorales? ¿Qué
testimonio público ha dado jamás de que es capaz de hacer por usted...
lo que por él está usted haciendo ahora: defenderle?
--...
--Cierto: nunca ví que delante de él le ofendiera á usted nadie; pero
igual hubiera sido, porque casos se han dado, según cuentan... y yo me
entiendo.
--...
--Repito, señor don Juan, que obra usted como un caballero al
expresarse así, y me callo, puesto que lo desea, aunque con el
sentimiento de no quedar convencido; pero otra vez será. Por de pronto,
conste, en abono de mi conducta, que, hablando de la enfermedad, no
podía yo menos de investigar las causas de ella. Para concluir, señor
don Juan: ¿qué hay de mi pleito?
--...
--Eso no es decir nada.
--...
--Bien conozco que usted solo muy poca cosa puede hacer; pero si no se
da el primer paso siquiera...
--...
--Pues una cosa parecida respondo yo: veremos, señor don Juan, veremos;
y según sea el amparo que usted me preste hoy, así será el auxilio que
le dé yo mañana. Ya sabe usted dónde vivo; perdonar el mal rato... y
hasta cuando usted quiera.
* * * * *
El mismo demonio no dispusiera mejor un plan para sacar de quicio á
don Juan de Prezanes, que saboreaba con avidez las relativas dulzuras
de las _nuevas_ paces hechas con su compadre y amigo. Don Rodrigo
Calderetas, Asaduras, don Valentín, personajes inconexos entre sí, por
educación, por ideas, por aficiones, y, sin embargo, unánimes los tres
en considerar á don Pedro Mortera enemigo solapado del quisquilloso
jurisconsulto. ¡Y se lo contaban á éste sin reparo! ¡Qué de cosas no
sabrían cuando tales insinuaciones se les escapaban de los labios!
Así es que al bueno de don Juan le chisporroteaba el cerebro en cuanto
se quedó solo y se puso á meditar.
--¡Y sea usted dócil--exclamó de pronto dando un puñetazo sobre la
mesa y apartando, de un puntapié, la silla en que estuvo sentado;--y
humíllese usted y, en bien de la paz, olvide heridas y agravios, y
bese la mano que ha de darle la puñalada en el corazón! ¡Y todavía
seré yo el lobo indomesticable, y él el apacible y manso cordero!...
¡Hipócrita!... ¡Bribón! Pero yo te aseguro que no has de salirte ahora
con la tuya. Lucharé sin punto de sosiego, por lo mismo que estas
luchas te incomodan; y venceré, para que veas que ni te temo ni te
necesito... ¡Si yo no voy á tener otro remedio que hacer al fin una
barbaridad!
En esta tensión estaban sus nervios cuando topó con don Pedro Mortera,
en uno de los paseos vertiginosos á que se había entregado en la sala.
[Ilustración]


[Ilustración]

XX
EMOCIONES FUERTES

Á tiempo llegas, ¡vive Dios!--bramó el jurisconsulto, trémulo y erizado.
--¿Ya estás con la mosca, hombre?--respondió don Pedro, parándose junto
al hueco de la puerta.--¿Dónde demonios la cogiste? ¿Por qué te pica
ahora?
--¡Y tienes el candor de preguntármelo!
--¿Es decir que yo debo saberlo?
--Debieras presumirlo, cuando menos.
--¿De manera que estamos como estábamos?
--Así lo quieres tú y así sucede... ¡y así sucederá, mientras los
hombres no lleven, como yo, la conciencia en la palma de la mano, y
escritos en la frente sus pensamientos!
--Todo eso me huele, Juan, á que has dado suelta á los tuyos, y
te andan á calabazadas en la mollera. ¡Que nada te aprovechen los
escarmientos y nada te enseñe la experiencia!...
--Tienes razón, Pedro: nada me enseña la experiencia... ¡tanto me
cuesta creer en la falsedad de los hombres! ¡Y cuánto disgusto me
ahorrara si más escarmentado fuera: si de una vez para siempre cortara
por lo sano é hiciera un deslinde en el campo de _ciertas_ intimidades!
--Como la nuestra, ¿no es eso? Mira, Juan: el pensar á voces, como tú
piensas y quieres que piensen los demás, tiene la contra, amén de otras
muchas, de que se hacen públicos los pensamientos ruines, como esos
que, por las trazas, me consagras ahora. Por fortuna, te conozco muy á
fondo; y, porque te conozco así, te los perdono, sin usar del derecho
que me das, pensando mal de mí, para preguntarte por la causa de ello.
¡Qué hermoso manicomio fuera el mundo, tan lleno de hombres aprensivos,
si todos pensáramos á voces, como tú lo deseas!... Pero dejemos esto
ahora.
--No he de dejarlo, ¡vive Dios! que me interesa mucho ponerlo en claro.
--Corriente, Juan; pero como yo no he venido á tratar de ese punto,
aplázalo siquiera hasta que yo te diga á qué vine; y, entre tanto,
piensa de mí cuantas maldades quieras.
Esto dicho por don Pedro Mortera, detuvo á su amigo que por delante de
él pasaba muy agitado; asióle del brazo y le introdujo en el gabinete;
á todo lo cual se prestó el jurisconsulto como una máquina, pero una
máquina cargada de pólvora y erizada de mechas encendidas entre espinas
de acero. Cuando estuvieron encerrados los dos compadres, dijo de muy
mala gana don Juan de Prezanes, continuando allí sus paseos:
--¿Á qué tantos misterios? ¿Qué es lo que tienes que decirme?
--Que merecías que no te lo dijera, por obcecado y
cascarrabias,--respondió don Pedro Mortera.
--¿Puedes decirme á qué has venido, sin provocar nuevos
altercados?--repuso don Juan, desentendiéndose de la chanza de su amigo.
--He venido--respondió don Pedro,--á pedirte la mano de Ana para mi
hijo Pablo.
No es dado á la rudeza de mis pinceles pintar con exacto parecido
la impresión que estas palabras causaron en el jurisconsulto de
Cumbrales. El corazón, el cerebro, los nervios, cuanto en su sér había
de inteligente y sensible, se conmovió al mismo tiempo por muchos y
diversos modos. Lo inesperado del caso; la vehemencia de su amor á
Ana; las prendas de Pablo, á quien quería como á un hijo; la alegría
reflejada en el noble rostro de su compadre; las ruines sospechas con
que él le ultrajaba un momento antes; el inmenso beneficio con que le
brindaba el enemigo supuesto, y la mal probada lealtad de los amigos
que con tan negros colores se le pintaban; la inquebrantable entereza
del uno; las sospechosas veleidades de los otros; lo que le estaba
pasando entonces; lo que le había pasado toda su vida; su soledad de
siempre; el abrigo y el amor de una familia para en adelante, cuando
el frío de la vejez le amenazaba con sus rigores y sus tristezas...
¿quién sabe lo que aquel hombre vió en un solo instante, á la luz de un
relámpago de su cerebro tempestuoso!
Tembló de pies á cabeza; pensó que le faltaba suelo donde pisar, ó que
el techo se le desplomaba encima; trocóse la fiereza de su semblante en
mansa dulzura, y apenas halló voz en su garganta para decir á su amigo,
volviéndose hacia él rápidamente:
--Á ver, hombre... á ver... Hazme el favor de repetirme las... _eso_,
¡eso que me has dicho!
Sonrióse don Pedro, que estudiaba grado á grado la transformación de su
compadre, y le complació así:
--Que te pido la mano de tu hija Ana para mi hijo Pablo.
--Jesús, María y José!
--¿Tanto te asombra la pretensión, Juan?... ¿Es posible que jamás te
haya pasado esa idea por las mientes?
--Jurara que no, Pedro... y no porque el caso esté fuera de lo natural
y hacedero, y no sea, además, bueno y conveniente para todos...
quizá, si me apuras, sea Pablo el único hombre que yo juzgue digno de
ser el marido de Ana; pero está mi vida tan empapada en disgustos y
contrariedades; estoy tan avezado á la obscuridad de las penas y á los
quebrantos del espíritu, que ni soñando ven mis ojos cuadros de color
de rosa. Así es que ahora, con eso que me dices, tan de improviso, tan
de repente, tan inesperado y en tan especial ocasión, parece que salgo
de una pesadilla horrenda y entro en la vida regular de los hombres
libres y de los padres venturosos... ¡Ay, Pedro!... ¡Dios os lo pague!
Y aquel desdichado, siervo del más tirano de los temperamentos, y
condenado al suplicio de arrastrar su corazón por todas las asperezas
de la vida, lloraba como un niño.
--¡Qué demonches, hombre!--decía, entre puchero y puchero, á su amigo,
que le contemplaba con cariñoso interés:--¡mire usted que es raro
este efecto que me ha causado la noticia!... Te extrañará mucho, ¿no
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