El sabor de la tierruca - 14

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gallarda moza con los ojos:--«¡Ánimo, valiente! que en cuanto las
fuerzas y la serenidad te falten, aquí estoy yo para morir á tu lado
defendiendo tu vida.» ¡Era digno de estudio y de admiración aquel bravo
mozo! En su cara risueña, y mientras se acicalaba, entre embestida y
sopapo, se leían claramente estos pensamientos:
--«No quiero mal á este enemigo; no tengo empeño en causarle daño;
peleo con él porque soy de Cumbrales y él es de Rinconeda, y para que
vea que ni le temo ni es capaz de vencerme... pero que no me toque en
el pelo de la ropa. ¡Eso sí que no lo tolero yo!»
Al fin apareció por el lado de la iglesia el bueno de Juanguirle, á
quien había ido á despertar Cerojas. Subió á lo más alto de la peña,
recorrió con la vista azorada el campo de batalla, y se llevó ambas
manos á la cabeza; luégo pateó y se lamentó y se mesó las greñas.
Algunos espectadores se le acercaron encareciéndole la necesidad de que
la lucha terminase; y la digna autoridad, sin hacer caso de consejos
que no necesitaba, alzó el sombrero hasta donde alcanzaba su diestra,
bien estirado el brazo después de ponerse sobre las puntas de los pies,
y gritó así, con toda la fuerza de sus pulmones:
--¡Alto!... ¡á la Josticia!... ¡á la Ley!... ¡á la Costitución!... ¡al
mesmo Dios, si á mano viene; que, á falta de otro mejor, á la presente
su vicario soy en este lugar!... ¡Ténganse, digo, los de Cumbrales!...
¡Respeten mi autoridad los de Rinconeda!... ó si no... ¡voto al chápiro
verde!...
Como si callara. Volvió á patear el digno alcalde, y cambió de sitio,
y tornó á mesarse los pelos. Dos mozos de Rinconeda, que no habían
hallado con quién pelear, ó no lo habían intentado con gran empeño, le
miraban de hito en hito.
--¡Á la Ley!... ¡Á la Costitución!... ¡Á la Josticia!--volvió á gritar
Juanguirle.
--¡Á la Josticia!... ¡Á la Costitución!... ¡Á la Ley!--repitieron
algunas personas consternadas, recomendando así á los combatientes las
amonestaciones de la autoridad.
La misma desobediencia.
--¡Á mí los de josticia!--insistió el alcalde, gritando.--¡Á mí los
que estén por el sosiego!... ¡Déjalo ya, Bastián!... ¡suelta tu parte,
Braulio!... ¡Debajo le tienes!... ¡sin camisa y machucado está!... ¿Qué
más quieres?... ¿Qué más queréis los de Cumbrales por esta vez?... ¿No
me oís?... ¿No vos entregáis?... ¡Voto á briosbaco y balillo, que se han
de acordar de mí los peces de Rinconeda! ¡Ellos son los rebeldes á la
autoridad!... ¡á la Ley!... ¡á la Costitución!... ¡Viva Cumbrales!
Oído esto por los de Rinconeda, dijo uno de ellos al alcalde,
encarándose con él y tirando al suelo al mismo tiempo la chaqueta que
tenía echada sobre el hombro izquierdo:
--¡Pus nos futramos en Cumbrales, en la ley y en usté que la representa!
--¡Hola, chafandín pomposo!--le replicó Juanguirle, volviéndose al
atrevido y echando el sombrero hacia el cogote, con un movimiento
rápido de su cabeza.--¡Con que todo eso sois capaces de hacer?... Pues
mírate tú, hombre: paso lo de mi persona, y no riñamos por lo de la
Ley; ¡pero relative á lo de Cumbrales, mereciera ser yo de Rinconeda si
no me pagaras el agravio!
Y con esto se fué sobre el mozo, y le alumbró dos sopapos. Contestó
el de Rinconeda; quiso ayudarle el que le acompañaba; impidióselo un
espectador de Cumbrales, y agarráronse también los dos; con lo que se
animó bastante por aquel lado el campo de batalla.
Al mismo tiempo llegó don Valentín á todo correr, con los pábilos
erizados, la gruesa caña al hombro y el sombrero bamboleándosele en
la cabeza. Acometió valeroso al primer grupo, y no pudo desenredarle;
acometió al segundo, y lo mismo; buscó de varios modos el cabo de
aquella enmarañada madeja, y no dió con él. Al último, subióse á la
altura donde había predicado el alcalde, y desde allí gritó:
--¡Nacionales!... digo, ¡convecinos!... ¡Es una mala vergüenza que
mientras el perjuro amenaza vuestros hogares, malgastéis las fuerzas
que la patria y la libertad os reclaman, en destrozaros como bestias
enfurecidas!... ¡Convecinos!... basta de saña inútil... de valor
estéril... ¡guardadlo en vuestros corazones para el enemigo común!...
¡daos el fraternal abrazo... y seguidme después!... ¡Yo os llevaré
á la victoria!... ¡yo os devolveré á vuestros hogares, coronados de
laurel!... ¡Os lo aseguro yo!... ¡yo, que vencí en Luchana!
Mientras así hablaba don Valentín, llegó por el extremo opuesto don
Pedro Mortera buscando á su hijo.
--¡Pablo!--gritó con voz de trueno, cuando estuvo junto á él.--¡Qué
haces!
Y Pablo, como movido por un resorte, se incorporó de un brinco al
oir la voz que le llamaba, y dócil acudió á ella; pero sin perder de
vista á Chiscón, que, al librarse del suplicio en que le había tenido
como clavado el valiente joven, se alzaba á duras penas, derrengado y
maltrecho, con la faz cárdena y monstruosa. Sentía el vencimiento como
una afrenta, y más pensaba en meterse donde no le viera nadie, que en
buscar un desquite en buena ley; en buena ley, porque es de advertir
que el coloso de Rinconeda no era traidor ni capaz de una villanía,
aunque, por efecto de su rudeza, no se ahogara con escrúpulos de otro
género; era, en suma, de los que querían, llegado el caso,
«Jugar en injusto juego;
pero jugar lealmente.»
No creyó don Pedro Mortera cumplido su deber con tener á Pablo
apaciguado y junto á sí; quiso también pronunciar el _quos ego_ de su
respetabilidad indiscutible sobre aquel mar embravecido. Pronuncióle
más de una vez, pero no adelantó nada. Este fracaso amilanó á los
angustiados espectadores; y más se amilanaron cuando vieron tan
desobedecido como don Pedro, al señor cura, que llegó inmediatamente.
--¡Esto es obra del mismo demonio!--dijo entonces una voz desconsolada.
¡Del mismo demonio!... No necesitaron oir más cuatro sujetos de los
desocupados, para ponerse de acuerdo en un instante y echar á correr
hacia la casuca de la Rámila.
En tanto, don Pedro Mortera, que acababa de ver á Nisco, se dirigía á
él llamándole á la paz; á lo que el mozo respondió con una sonrisa,
después de pegar un bofetón á su contrario. Volvía otra vez la cara
hacia éste, cuando una piedra le hirió en la frente y le tendió de
espaldas, sin decir Jesús. No se supo cuál fué primero, si la pedrada,
la caída del herido, no en el suelo, sino en los brazos de Catalina,
ó el lanzar ésta un grito como si la hubieran atravesado el corazón de
una puñalada.
Vió que la sangre fluía en abundancia de la herida y pensó volverse
loca.
--¡Muérame yo!--gritaba, haciendo trizas su delantal y su pañuelo para
cerrar aquella brecha por donde creía ver escaparse la existencia del
valiente mozo.--¡Mate Dios cien veces al traidor que te ha herido!...
¡mate otras tantas al bruto que amañó esta guerra; pero que no te mate
á tí, que vales el mundo entero!... ¡Virgen María de los Dolores! ¡la
mejor vela te ofrezco con la promesa de no bailar más en mi vida, si la
de él conservas, aunque yo jamás la goce!
Uníase á estos gritos el vocear del contrario de Nisco, negando toda
participación en la felonía; chispeaban los ojos de Pablo buscando
entre la muchedumbre algo que delatara al delincuente; ordenaba don
Pedro lo más acertado para bien del herido; acudían gentes aterradas á
su lado; y mientras esto acontecía y se buscaba á Juanguirle entre los
combatientes, las tintas de los celajes iban enfriándose; desleíanse
los nubarrones, cual si sobre ellos anduvieran manos gigantescas con
esfuminos colosales; una cortina gris, húmeda y deshilada, como trapo
sucio, se corrió sobre los picos más altos del horizonte; brilló
debajo de ella la luz sulfúrea del relámpago, y comenzaron á caer
lentas, grandes y acompasadas gotas de lluvia, que levantaban polvo y
sonaban en él como si fueran de plomo derretido.
[Ilustración]


[Ilustración]


XXIV
DEUS EX MÁCHINA

Corrían, corrían los cuatro sujetos hacia casa de la bruja, y en un
periquete llegaron allá. Sin detenerse á llamar á la puerta, abriéronla
de un empellón, y vieron á la Rámila acurrucada junto al llar de
la cocina, soplando unos carbones á los cuales estaba arrimado un
pucherete cubierto con un casco de teja.
--¡Allí tiene el _unto_!--pensaron los cuatro al reparar en el puchero.
La vieja se volvió hacia ellos y se estremeció. Ni aun en son de
paz entraba allí nadie que no le armara guerra. ¡Qué intenciones no
llevarían aquellos hombres que atropellaban su casa en ademán airado!
--¡La gente se está matando!--dijo uno sin acercarse mucho á la Rámila,
porque su miedo supersticioso podía más que el mal intento que le
conducía.
--¿Qué gente?--preguntó la vieja temblando.
--La de Cumbrales.
--¿Ónde?
--En el Campo de la Iglesia.
--¿Por qué?
--Porque vinieron los de Rinconeda, acometieron, y se respondió como
era debido.
--¿Y por qué no vais á separarlos?
--Allá estuvimos; pero no podemos.
--¡Muy en su punto traéis la ropa para haber hecho cosa mayor! ¿Y la
Josticia?
--Panza arriba lo más de ella, y el alcalde en mucho apuro.
--¿Por qué no se hace respetar?
--Porque primero es lo otro: pa eso es de Cumbrales.
--Y vusotros, ¿de ónde sois entonces?
--¿Por qué es la pregunta?
--Porque debiérais estar ayudando á los vuestros, y no escondidos como
liebres en este ujero.
--Se ha convenido allá, en vista de que ni la Josticia ni el señor cura
ni don Valentín ni don Pedro Mortera pueden con aquello, en que andan
en el ajo manos que no son vistas de ojos corporales... y á eso venimos.
--¿Á qué?
--Á que vaya á deshacerlo el mesmo demonio que lo amañó.
La pobre anciana, que había cobrado algunas fuerzas de espíritu en el
recelo que mostraban los cuatro invasores, que permanecían agrupados
cerca del que con forzada valentía llevaba la voz, se desalentó mucho
al oir la última respuesta de éste y al notar cierta resolución en
la actitud de los otros tres. Intentó, sin embargo, sacar el posible
partido del miedo que inspiraba su mala fama, y preguntó al hombre que
hablaba, con sus remedos de hechicera de teatro:
--Y ¿quién es ese demonio?
--Usté lo es.
--¡Yo?... Pedazo de bruto, si yo fuera el demonio, ¿no estuviérais ya
asados los cuatro, en pena del mal querer que aquí vos trae?
Miráronse los hombres nada seguros de estar en lo cierto, y hasta
recelosos de que aquel supuesto demonio, si le apuraban mucho, hiciera
lo que hasta entonces no había hecho, sabe Dios por qué consideración.
Uno de ellos, acaso el más bruto, se aventuró á decir:
--No alcanza tanto el poder de usté, aunque mucho sea para hacer mal.
--Pues entonces, almas de Dios, ¿á qué venís aquí?
--Á que vaya usté á deshacer aquello.
--¿Cómo he de deshacerlo?
--Con el conjuro que mejor le cuadre.
--¡Jesús me valga!--clamó entonces la pobre vieja,--¿por qué me habrá
nacido á mí esta fama tan negra y desdichada!
Probó la exclamación que la Rámila perdía terreno; envalentonáronse
los otros al notarlo; acercáronse más á ella, y gritó uno en tono
amenazante y descompuesto:
--¡Pronto, que pa luégo es tarde!
--¡Pero, hijo, si yo no puedo hacer lo que queréis!
--¡Por buenas ó por malas!
--¡Que soy una pobre mujer sin ventura, que nunca mal hice á naide!
--¡Echarla mano!
--¡Por los clavos de Jesús!...
--¡Llevémosla arrastrando, si por sus pies no va!
--¡Miráime de rodillas pidiéndovos misericordia!
Cuando decía esto la infeliz, ya tenía encima las manazas de dos
hombres que tiraban de ella y se disponían á arrastrarla.
--No hay remedio--pensó entonces entre angustias mortales:--ó
arrastrada aquí si me resisto, ó arrastrada allá si voy y aquello no se
calma... ¡la muerte de todas maneras!
El apego á la miserable vida la inspiró un recurso.
--Dejáime un instante, que yo pueda hablar,--dijo á los dos verdugos.
Aflojaron éstos los dedazos, y habló así la Rámila, sentada en el
suelo, con los mechones grises sobre la faz amarillenta y afilada, y el
mísero jubón desabrochado y roto, obra todo de aquellos bárbaros:
--¿Creéis de veras que yo soy bruja?
--Como nos hemos de morir,--la contestaron.
--¿Y estáis seguros de que mi poder basta para poner en paz á los que
riñen en el Campo de la Iglesia?
--Como lo estamos de que usté fué quien armó esa guerra.
--¿Arméla desde allá?
--No, desde aquí mesmo, porque de aquí no ha salido esta tarde, por las
trazas.
--Esa es la verdá, hijos míos. Dios me mate si de esta choza he salido
desde que vine de misa esta mañana. Pues desde aquí tiene que ser el
conjuro. Dejáime que le haga, y dirvos vusotros. Yo vos aseguro que
cuando allá lleguéis, todo estará en paz.
--¡Pamemas por salvar el pellejo!
--¡Es que si no vos vais, aunque me quitéis aquí la vida aquello no
acabará!
--¿Y si se nos engaña con la promesa?
--Si vos engaño, almas de Dios, con volver acá y hacerme trizas, está
la deuda finiquita. ¡Á bien que naide vos ha de pedir cuentas de la
fechuría!
Se miraron otra vez los cuatro, como en consulta, y entendiéronse con
los ojos. Uno de ellos tomó la voz de los demás y habló así:
--Trato hecho: si al llegar al Campo de la Iglesia nusotros no está la
gente en paz, llame usté á Pateta que la socorra, porque no le queda
otro santo que la ampare contra la ira de todo el pueblo.
Dicho esto, salieron á buen paso. La lluvia, hasta entonces contenida,
comenzaba á formalizarse; los achubascados celajes se extendían en
todas direcciones, y el aire refrescaba. Sin levantarse del suelo, dió
la Rámila gracias á Dios por haberla sacado con vida del primer trance,
y discurrió el modo de conjurar el último y el más grave. Incorporóse
después; se aliñó lo mejor que pudo; se echó otro refajo sobre la
cabeza; cubrió con ceniza la mortecina lumbre, y salió de la choza. ¿Á
dónde? Á donde hubiera un poco de caridad; á casa de don Pedro Mortera;
á la del señor cura... á esconderse donde no la delataran si, al llegar
los cuatro forajidos al Campo de la Iglesia, la batalla no se concluía.
Trancando estaba la puerta por fuera, cuando la lluvia espesó de tal
modo, que la anciana tuvo necesidad de volverse á la choza mientras
aquello pasaba. Pero el aguacero continuaba espesando á toda prisa; y
espesando, espesando sin cesar, acortábanse los horizontes; dejaron
de verse todas las montañas; después todos los montes; después los
cerros; después los confines de la vega; luégo la vega misma; después
la iglesia, y los árboles, y las casas... y, en fin, todo menos la
braña y los cercados más próximos á la choza. Cada hondonada era un
lago; cada roderón un torrente. Mirando al cielo, parecía que de él
bajaban líquidos cables, gruesos y apiñados; ensordecía el ruido de
aquella inmensa cascada, y el agua que rebotaba al llegar al suelo la
que vertían las nubes, era otra lluvia hacia arriba, contra la que no
hay defensa fuera de techado. Pero hasta entonces llovía sereno y á
plomo; gustaba ver aquellos chorros infinitos cayendo rápidos, sonores
é incesantes, como gusta y entretiene en el silencio de la noche la
llama del hogar lamiendo las negras paredes de la chimenea.
De pronto hubo una virazón al Noroeste; rugió el vendaval arisco;
llevóse por delante el diluvio; azotó con él muros y terreros; revolcó
las copas de los bardales en las charcas de las callejas; tumbó cuanto
el Sur de la mañana había dejado vacilante y removido; la noche
anticipó media hora su venida; y la Rámila, tranquila por entonces,
cerró por dentro la puerta de su choza, volvió á atizar la lumbre y
se acurrucó junto á la llama sin quitarse el refajo de encima de los
hombros, porque empezaba á sentirse el primer frío del invierno.
Cuando los cuatro sujetos que la habían atormentado llegaron, echando
los bofes y calados hasta los huesos, á dar vista al Campo de la
Iglesia, ni huellas de lo ocurrido quedaban en él. El agua corría por
todas las camberas, se desbordaba en los senderos profundos, y saltaba
y hervía en los llanos al impulso de la que seguía cayendo.
La gente se amontonaba en el portal de la taberna y en el de la
iglesia, y toda ella era de Rinconeda: los hombres, desgreñados, rotos,
sucios de fango y de verdín, con las caras borrosas, hinchadas, tintas
en lodo y en sangre; las mujeres, en refajo, con las sayas vueltas
sobre la cabeza. Unas y otros inmóviles, taciturnos y con los ojos
fijos en las goteras del corral y el oído atento al rumor de la lluvia.
En el portal de Tablucas había gente de Cumbrales. Allí se metieron
los cuatro sujetos de marras, y allí aprendieron que la pelea había
cesado cuando el agua no cabía ya en canales; es decir, según se
calculó en el acto, poco después que ellos salieron de la choza de la
Rámila, justamente cuando ésta debió de acabar el prometido conjuro;
conjuro que, sin duda, armó el temporal que estaba reinando, como se
arman siempre que los demonios andan por la tierra desencadenados, ya
por obra de hechicerías, ya por gracia del hisopo. Deshecha la maraña
del Campo de la Iglesia, Resquemín tuvo el buen acuerdo de encerrar
en la taberna á los hombres de Cumbrales que en ella se refugiaron,
para separarlos de los de Rinconeda; otros corrieron á sus casas, y el
resto de la gente se guareció en la de Tablucas por no mezclarse con el
enemigo que _asubiaba_ en el portal de la iglesia.
--¡Y negaréis entoavía que esa mujer es el mesmo demonio!--exclamaba
Tablucas, después de oir los relatos y las conjeturas de los cuatro
sujetos.--¡Y no tendré yo razón para jurar que ella es quien me golpea
la puerta y se planta en ese murio en fegura de perro!... ¡Y la
dejestis con vida!... ¡Córcia, si soy yo que vusotros, allí finiquita
hoy!... Y pué que vos pese no haberlo hecho; que la que es mala por el
gusto de serlo, ¿qué no será cuando la ofenden? En éstas y otras tales,
arreció el viento sin disminuir la lluvia; y como éstos son signos
de durar la tormenta, y la noche se venía encima, los de Rinconeda,
después de breve consulta, salieron de sus refugios y emprendieron
la marcha hacia su lugar, entrando en las pozas por derecho y sin
tratar de defenderse contra el diluvio que los empapaba y el viento
que los embestía de frente, porque hubiera sido trabajo inútil,
amén de embarazoso. ¡Cómo volvían escurridos, sucios, desaliñados,
taciturnos y maltrechos aquellos mozos que, horas antes, habían venido
emperejilados, alegres, sueltos y provocativos! Acaso, mientras
caminaban en fila, como ratas huyendo de la inundada alcantarilla,
pensaban en que sus hogares podían ser asaltados por el torrente que
bajaría ya de las laderas; y este pensamiento los espoleaba. ¡Justo
castigo de sus malos deseos de la mañana, cuando el Sur levantaba
en vilo los tejados de Cumbrales! No iba Chiscón en aquella triste
caravana, ni se le había visto en el pueblo desde mucho antes de
acabarse la refriega.
Del Sevillano nadie supo dar noticias ciertas. Aseguróse por la noche
en la taberna de Resquemín que había desaparecido del corro tan pronto
como se armó la sarracina. Muchos temieron entonces los estragos de
su navaja; pero nadie le vió entre los combatientes. Sin embargo, se
afirmó, con el testimonio de Bodoques que le columbró desde lejos,
que él fué quien agazapado entre unos posarmos, detrás de la pared
de un huerto, hirió á Nisco con la piedra arrojada desde allí; y aun
juraba Bodoques, según el narrador, que el tiro no iba al hijo del
alcalde, sino á Pablo, por el modo que tuvo el Sevillano de hacer la
puntería. Verosímil pareció la hazaña en quien fué capaz de presentarse
en Cumbrales al frente del enemigo invasor; y bien hizo aquella noche
el traidorzuelo en no aportar por la taberna, porque toda su fama
tremebunda no Je hubiera librado de una mano de leña como para él solo.
Excusado es advertir que se hizo público allí el caso de la Rámila,
el cual acabó de afirmar entre aquellas gentes su opinión de bruja
rematada; y Dios sabe lo que hubiera sido _en caliente_, de la infeliz,
á no estar la noche tan fría y tempestuosa.
Sobre el estado de Nisco se contó mucho y muy contradictorio: desde
darle por muerto, hasta creerle ya sano y de pie. Á última hora entró
una vecina suya en busca de vino blanco para ponérselo, con aceite y
romero, en paños sobre la herida. El bravo mozo había recobrado el
conocimiento y estaba fuera de todo peligro.
[Ilustración]


[Ilustración]


XXV
MIEL SOBRE HOJUELAS

El temporal siguió reinando hasta cerca de media noche. Á esa hora
se corrió el viento al Norte, cesó el agua, rasgáronse los nublados,
fuéronse adelgazando por momentos; y cuando apareció el sol del nuevo
día, desplegó el lujo de sus rayos en un cielo sereno, azul y limpio
como el cristal de un espejo. Pero la brisa terral era fría y húmeda;
los tejados de Cumbrales relucían; los bardales goteaban; las callejas
eran charcos; las praderas brillaban como sartas de rica pedrería, y
comenzaba á oirse por las barriadas del pueblo el _clan_, _clen_ de las
herradas almadreñas de los transeuntes, entre los que apenas se veía
uno sin negros cardenales ó arañazos en la cara, muestras dolorosas de
la refriega del día anterior.
Á media mañana salió Pablo de su casa en dirección á la de Nisco,
á cuyo lado había permanecido la noche antes con Catalina, que no
se apartaba un punto de allí, hasta que el mozo se despejó y pudo
conocerse la importancia de la herida.
Este suceso, desde el momento de su ocurrencia, así como el recuerdo
de los que le habían precedido, traíanle caviloso é indignado por todo
extremo; pero aún le mortificaba más la cola que trajo para él su
intervención personal en la batalla.
No hubo modo de ocultárselo á don Juan de Prezanes; y no bien lo supo,
fuése á casa de don Pedro Mortera, donde ya se hallaba éste con su hijo
tranquilizando á su madre, á María y á Ana, que también estaba allí:
las tres le contemplaban y le oían acongojadas y suspensas. La entrada
del jurisconsulto fué airada y sombría, como celaje de tormenta.
Increpó duramente al joven por haberse mezclado en un revoltijo tan
indigno de un hombre de sus condiciones, y en ocasión tan reñida con
calaveradas de semejante jaez. ¿Qué idea tenía de la seriedad del
trance en que estaba empeñado con él, con Ana y con su propia familia?
¿Pensaba entrar con aquellos resabios de una fatal educación, por una
tolerancia mal entendida, en el nuevo hogar, donde su hija debía ser
reina y no mártir? Y así por el estilo.
Respondió Pablo como pudo y como lo sentía; replicó don Juan
irreflexivo y cáustico; intervino don Pedro, herido por las
intemperancias de su compadre, tras de apenado más que él por el
suceso; enfurecióse el otro... y se armó la gorda. El resultado fué que
don Juan de Prezanes salió, echando chispas, de casa de su compadre,
llevándose á Ana consigo y quedándose los demás atribulados y mustios.
Así estaban las cosas cuando iba Pablo á casa de Nisco, maldiciendo
la casualidad que le había hecho intervenir en la batalla, y
prometiéndose, para en adelante, huir, como de la peste, de toda
ocasión que pudiera acarrearle disgustos semejantes.
Y andando así, al revolver un recodo de la calleja, enfrente de la
barriada en que vivía Juanguirle, se encontró tope á tope con el
Sevillano. Toda la sangre del corazón sintió Pablo que le subía de un
salto al cerebro cuando se vió tan cerca del traidor que, según se
afirmaba ya por todos, había herido á Nisco y quizá provocado, con sus
consejos á Chiscón, el conflicto del día antes. La ira le hervía en
el pecho, y la indignación le impelía y le tentaba; pero el propósito
que había formado le contuvo y quiso seguir su camino sin darse por
enterado del encuentro. Creíase el Sevillano, como todos los bravucones
de su ralea, en el imprescindible deber de medir con los ojos, con
aire de perdonavidas, á todo hombre que á su lado pasara, en paz y en
gracia de Dios, se entiende. Con doble motivo debía de hacerlo con
Pablo, á quien detestaba por su valentía del día antes y por otras
razones más; y eso hizo en aquella ocasión el matasiete de Cumbrales en
cuanto notó que el joven se inmutaba y volvía la cabeza por no verle,
señales de timidez y apocamiento, á juicio del jandalete; por lo que,
no contento con mirarle burlón y desdeñoso, se puso en jarras delante
de él y le dijo contoneándose:
--¿Tenía osté algo que ecirme, camará?
Se necesitaba ser de hielo para que una actitud, una mirada y unas
palabras como aquéllas, se quedaran sin respuesta. Pablo, temblando
de pies á cabeza, no de miedo, sino de ira, pero con la voluntad
refrenada, se detuvo también y respondió:
--En verdad que no es poco lo que te dijera, si de decir lo que siento
tratáramos ahora.
--Po míate tú: yo me peresco por platicá con loj amigo. Con que venga
de ahí, que pa _ezo_ e la lengua e la boca.
--Calla la tuya y aparta á un lado, que voy de prisa.
--En el moo e abrirze camino ze conoze el temple e la prezona. Pero ya
ze ve, ¡como no tenemoj ahora quien nos guarde la eparda como teníamoj
ayé, no gayeamo tanto!...
--Y tú ¿qué sabes lo que pasó ayer?... ¿Dónde estuvistes?
--Librando á Cumbrale de una banduyá, con no meter en zambra la
jerramienta... ¡Ayí eztuve!
--¡Como las liebres, debajo de los posarmos!
--Camará, ¿ezo e china tirá á la jeta?
--Esto es advertirte que te conviene menos que á mí alargar la plática.
Con que déjala donde está, y sigue tu camino para que yo siga el mío.
--Y ¿quién te le cierra?
--Tú.
--¿Y pa cuándo e la voluntá e l’ hombre?
--Para cuando se necesita, como yo la necesito ahora; no para pasar,
sino para dejar de hacerlo. ¿Quieres más?
--¿No lo eztá viendo, nene?
--¿Buscas quimera?
--¡Zi de ezo vivo!...
--Pues yo no la quiero.
Todas estas respuestas de Pablo las tomaba el Sevillano por
encogimientos del espíritu; y en tal creencia, envalentonábase, y á
una provocación añadía otra más irritante. Como llegó á alzar mucho la
voz, los pocos transeuntes que asomaban por las callejas inmediatas
deteníanse con la azada ó el rozón al hombro, á ver y oir; y también
salieron al portal ó á la ventana gentes curiosas de las casas más
próximas. Por fortuna para el Sevillano, todos estos testigos eran
mujeres, viejos y muchachos, entre quienes el recuerdo de la víspera
no había de producir un acto vengativo. Seguro de esto, complacíale
la presencia de todos, porque iban á ser testigos de la humillación
de Pablo y, por ende, de su bravura sin rival, puesto que Pablo había
vencido el día antes al hombre más fuerte de la comarca. Redobló, pues,
sus provocaciones, y llegó á decir á Pablo, cuadrándose delante de él:
--¡No ze paza po aquí!
--Por última vez te pido--respondió Pablo, verde y convulso,--que me
dejes pasar.
Á lo que respondió el Sevillano con burlona sonrisa y fuerte voz:
--Jindama ze llama ezo en la tierra é lo valientej’ onde yo juí el amo.
Pablo no apartaba un punto de su memoria la pasada desazón con su
padrino, el disgusto y las reprimendas de su padre, sus compromisos,
sus propósitos... Todo lo tenía presente y todo pesaba sobre su razón,
hasta entonces dueña y soberana de él; pero aquella provocación,
dispuesta sin duda por el mismo diablo, en el punto en que había
llegado á ponerla el atrevido, era mucho más de lo que se podía sufrir
con paciencia y delante de testigos. Cególe la indignación; crujieron
sus puños y sus dientes apretados; olvidóse de todo menos del miserable
que le provocaba, y díjole, en una actitud que le hizo dar un salto
atrás:
--¡Fuera de ahí!
El Sevillano no contaba seguramente con aquella rápida mutación que le
causó tan descomunal efecto. ¡Quién sabe el partido que hubiera tomado
entonces el valiente al hallarse á solas con Pablo! Pero el duelo era
público, y había que sostener la fama de cualquier modo, por vil que
fuera.
Al saltar hacia atrás llevó las manos al ceñidor; y, sin perder de
vista á Pablo, tiró de la navaja, la abrió rápidamente y se puso en
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