El sabor de la tierruca - 02

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Así anda todo encontrado y á testarazos en estas dos aldeas vecinas,
llenas, por lo demás, de gentes honradísimas, trabajadoras y
apreciables. Pero si entre los inquilinos de una misma casa hay
puntillos y rivalidades que encienden á menudo las iras y los odios,
¿qué mucho que suceda esto mismo y algo más entre dos pueblos
montañeses que viven, como quien dice, en la misma escalera, y son de
un mismo oficio y de la propia casta, y sólo se diferencian en que el
uno tiene un palmo más de tela que el otro en el faldón de la camisa?
Y con esto, descendamos del campanario, pues he dicho bastante más de
lo que pensaba y hace falta en el presente capítulo, y volvamos á la
cajiga, que no á humo de pajas comencé por ella el relato; mas no sin
advertir que se la llama en Cumbrales _la Cajigona_, lo mismo que al
sitio que ocupa, que á la fuente y que al asiento á ella cercanos; es
decir, que «agua de la Cajigona» se llama á la de aquel manantial;
«vamos á la Cajigona» dicen los que se encaminan á sentarse á la sombra
de ella, y «prados de la Cajigona» se denominan los que la circundan.
[Ilustración]


[Ilustración]


II
Á MODO DE SINFONÍA

Comenzaba el mes de octubre; parecía el fresco retoño de la vega tapiz
de terciopelo, y las ya amarillas panojas se oreaban en los maíces
despuntados, dentro de la seca envoltura, que chasqueaba y crujía como
estrujado papel al secar sobre ella el calor del sol el rocío de la
noche. Andaba rayano el mediodía; inmóvil estaba el follaje mustio,
mal adherido á las ramas; podían contarse los árboles en el monte, por
lo cercanos que los fingía la vista, y el cielo, como barrido de nubes
en lo alto, las tenía amontonadas hacia el horizonte, revueltas las
blancas con las negras, las nacaradas y las rojas.
Las témporas de San Mateo habían _quedado de Sur_; y, según el
almanaque montañés, así debía seguir el tiempo hasta las de Navidad; lo
cual vendría de perlas para secar el maíz y las castañas y asegurar
una excelente _pación_ á los ganados al _derrotarse_ las mieses. Y el
pronóstico se iba cumpliendo hasta entonces. Estaba, pues, el día como
de Sur en calma: bochornoso y pesado. No es de extrañar que á aquellas
horas gustara la sombra como en el mes de agosto.
Tomábanla con notoria complacencia, sentados en el banco de la
Cajigona, dos sujetos: mozo el uno, en la flor de la juventud,
sombreado el rostro lozano por un bigotillo negro y brillante, con
el pelo de su cabeza, á la sazón descubierta, también negro y recio
y corto; la frente angosta y no mal delineada; la boca fresca y no
grande; los dientes blanquísimos y apretados; los ojos un tanto
asombradizos y curiosos, como de persona impresionable que se estima
en poco. Correspondía á la cabeza el cuerpo gallardo, y había soltura
y gracia en todos sus ademanes y movimientos. Vestía un traje holgado,
no cortado seguramente por el sastre de la aldea; y como el calor le
molestaba, había deshecho el leve nudo de la corbata y soltado el botón
del cuello de la camisa, por cuya abertura se entreveía su rollizo y
blanco pescuezo, sin barruntos de nuez ni asomo de costurones.
El otro personaje no se le parecía en nada. Estaba marchito y ajado,
más que por la edad, por la incuria y el desaseo, que se echaban de
ver en su barba mal afeitada, en su ropa sucia, en sus uñas negras, en
su camisa deshilada y en sus dedos chamuscados por el cigarro. No era
su rostro desagradable; pero se reflejaba en él un espíritu dormilón y
perezoso.
Este tal, quedándose con la apagada colilla del cigarro entre los
labios, llegó á decir al joven, que recorría con los ojos cielo, montes
y campiña:
--¿Con que al fin, ahorcaste los libros?
--Sospecho que sí,--respondió el mozo, recostándose en el campestre
respaldo sobre el lado izquierdo, y poniéndose á arrancar maquinalmente
con la diestra, yerbas y flores.
--Has obrado como un verdadero sabio,--añadió el otro.
--¿Por qué?
--Porque nada hay que estorbe tanto como el saber.
--¡Caramba! me parece mucho decir eso.
--Pues es la verdad pura. No concibo el ansia de saber, por mera
curiosidad.
--¡Oh! pues yo sí.
--¡Mucho!... ¡y has arrojado los libros por la ventana!
--No tanto, señor don Baldomero.
--¡Cosa que más se le parezca!...
--Dejar los estudios, no es tomarlos en aborrecimiento.
--Tampoco en estimación, amigo Pablo.
--Pero como dice usted que el saber estorba...
--Y lo repito; y aun te añado que el deseo de saber no es otra cosa, en
mi concepto, que un afán que hay en las gentes de meterse en lo que no
les importa.
Asombróse el joven; miró al nombrado don Baldomero, y atrevióse á
responderle, no muy seguro de tener razón, pero sí de decir lo que
sentía:
--No creo yo, ni creeré nunca, que el saber sea un estorbo: antes
admiro y reverencio á los hombres que saben; pero me conozco ¿está
usted? y porque me conozco, sé que no he nacido para sabio ni para
mucho menos.
--Luego te estorban los libros.
--No, señor: me estorban los que me daban en la Universidad; me estorba
la Universidad misma, porque cada hombre nace con sus inclinaciones, y
las mías no van hacia ese lado. Por lo demás, yo he estudiado mucho,
créame usted, don Baldomero, ¡muchísimo! Me he pasado noches en claro
y semanas en vilo, porque, al cabo, tiene uno amor propio; y, gracias
á estas faenas, no he perdido el tiempo, es decir, he ganado todos los
cursos; pero esto no es estudiar ni aprender, ni siquiera aprovechar el
tiempo.
--Ergo la borrica tiene sabañones.
--Ni asomo de ellos, señor don Baldomero... digo, créolo yo así; y
verá usted por qué. Yo tenía condiscípulos que parecían cortados para
aquella carrera: sueltos de palabra, finos de entendimiento... ¡me
embobaba escuchándolos, y me aturdía viéndolos bullir y revolverse y
cautivar los ánimos! Serán grandes jurisconsultos; brillarán en el
foro; escribirán libros; irán á las Cortes... y hasta serán ministros,
sí, señor, porque lo valen y lo merecen; pero estas prendas las da
Dios, y á mí no me alcanzó ninguna de ellas en el reparto; y no
alcanzándome, me gusta que las luzca el que las tiene; y, aunque las
admiro, no las envidio, por lo mismo que me conozco... Mire usted,
hombre, no es vanidad; pero creo que no se me altera el pulso si me
hallo cara á cara con el lobo en un callejo del monte; y entro en
cátedra, y tiemblo delante del profesor; colgado de la última rama
con una mano, y con el hacha en la otra, desmocho una cajiga, si es
preciso, sin que me asuste la altura ni el trabajo me fatigue; y entre
mis compañeros de clase soy torpe, encogido y flojo; en las calles
tropiezo con los transeuntes y los coches, y el ruido y el movimiento
me marean, y las casas enfiladas me entristecen, en el teatro me duermo
y en la posada me ahogo; y en la posada, y en la calle, y en el
teatro, y en la cátedra, yo no pienso en otra cosa que en Cumbrales,
y en cuanto hay en Cumbrales, y en esta cajiga, y en este banco, y en
esta sombra, y en esta fuente...
--Justo: en la _vita bona_.
--¡Le digo á usted que no! Lo que sucede es que esta cajiga, y este
banco, y esta fuente y cuanto los ojos ven desde aquí y pueden abarcar
desde lo alto del campanario, lo tengo yo metido en el alma, con la
rara condición de que cuanto más me alejo de ello, más hermoso lo
veo... En fin, hombre, hasta oigo las campanas de la iglesia, y huelo
el hinojo de estas regatadas. ¿Quiere usted más?
--¡Coplas, coplas, hojarasca... poesía huera!
--¡Si parece mentira lo que se ve desde lejos, mirando hacia la
tierruca con los ojos del corazón! Si es en abril y mayo, jurara que
veo á mis convecinos arando en la vega, ó moliendo los terrones con
los cuños del rastro, ó cubriendo los surcos después de la siembra;
si es en junio, cuando ya verdeguea el maíz sobre el fondo negro de
la heredad, que oigo los cantares de las salladoras, y que las veo en
largas filas, con el sombrero de paja, la saya de color y en mangas de
camisa. ¡Pues dígote en agosto! Los maíces con pendones ya, y entre
maizal y maizal, los segadores tendiendo la yerba del prado, con sus
colodras á la cintura, y las obreras deshaciendo el _lombío_ con
el mango de la rastrilla, ó atropando con ella la yerba oreada, y
amontonándola en hacinas... y luégo entrar el carro con sus horcas y
dobles teleras; y horconada va y horconada viene; la moza de arriba,
acalda que te acalda, y otras, desde abajo, peina que te peina la
carga con la rastrilla; y la carga, sube que sube y crece que crece,
hasta que debajo de ella no se ven ni el carro ni los bueyes; y eche
usted las tres cordadas, y arrímese al testuz de las bestias, ahijada
en mano, y lléveme á pulso aquella balumba por cuestas y callejones
sin entornarla; y _empayémela_ usted con aquella porfía entre el que
descarga la yerba y el hormiguero de gente que la toma al boquerón
del pajar, y la lleva hacia dentro y la acalda, sin que pelo quede de
una horconada al boquerón cuando otra nueva viene del carro; porque
ignominia fuera para los que empayan, no dar abasto al descargador.
Pues que avanza octubre y se coge el maíz; y deme usted las deshojas,
y tómate la siega del retoño, y el derrotar las mieses... ¡como si
lo tuviera delante, don Baldomero; lo mismo que si lo tocara con las
manos, veo yo todo esto y mucho más en cuanto me alejo de aquí! Lo
veo, lo palpo... y lo huelo; porque no me negará usted que, en punto á
olores, éstos del campo de Cumbrales parece que vienen de la gloria.
--¡Echa, hijo, echa, que ya te vas enmendando! Túvete antes por poeta,
y ahora me pareces loco, si es que ambas cosas no andan siempre en una
pieza.
--¡Poeta y loco por lo que le cuento á usted?
--¿Y qué es lo que me cuentas, ¡oh Pablo amigo! sino lo que se lee en
coplas y romances de gentes desocupadas y soñadoras?
--Será que no me he explicado yo bien. ¡Si uno supiera decir todo lo
que siente y del modo que lo siente!
--¡Para el demonio que te escuchara entonces! Desengáñate, Pablo: por
muchas vueltas que des á esas pinturas, no pasan de hojarasca, y, en
substancia, haraganería pura.
--¡Cáspita! eso sí que no... digo, paréceme á mí. Andaría usted cerca
de la verdad, si todas esas cosas me entusiasmaran á ratos, ó en los
libros, ó vistas desde mi casa, muy arrellanado en el sillón; pero
usted sabe muy bien que no hay faena de labranza ni entretenimiento
honrado aquí, en que yo no tome parte como lo pueda remediar, y que
tengo cinco dedos en cada mano como el labrador más guapo de Cumbrales;
y ha de saber desde ahora, si antes no lo ha presumido, que quisiera
perder el poco respeto que tengo á la levita de la casta, para hacer
muchas cosas que hoy no hago por el qué dirán las gentes. Si esto es
afán de holganza, holgazán soy sin propósito de enmienda; pero sea lo
que fuere, esto es lo que me gusta, y para ello me creo nacido; con lo
cual vuelvo al tema de antes: que no me estorban los sabios. Ni ellos
sirven para la vida del campo, ni yo para la del estudio; porque Dios
no ha querido que todos sirvamos para todo. Cada cual á su oficio, pues
no le hay que, siendo honrado, no sea útil; y útiles y honrados podemos
ser, ellos en el mundo con la pluma y la palabra, y yo en Cumbrales con
mis tierras y ganados... y en Cumbrales me quedo; porque mi padre, que
nunca quiso hacerme sabio á la fuerza, piensa como yo, tiene amor á sus
haciendas, y no le pesa que otro se encargue de administrarlas bien
cuando él no pueda atenderlas... Y aquí tiene usted todo lo que hay
acerca del particular.
Calló el joven, dicho esto; y cuando ya no había al alcance de su mano
derecha flores ni yerbas que arrancar, cambió de postura en el asiento;
recorrió vega y horizontes con la vista, y comenzó á golpear con las
rodillas, estiradas las piernas, las manos y el sombrero que metió
entre ellas. No había hablado para porfiar ni para convencer, sino para
decir lo que sentía, y le tenía sin cuidado lo que pudiera replicarle
don Baldomero.
El cual, después de rascarse la cabeza por debajo del sombrero, que
quedó ladeado, lanzó de un soplido la colilla que saboreaba rato hacía
entre sus labios, tendióse sobre la nuca después de envolverla en sus
manos entrelazadas, y exclamó:
--¡Música celestial!
Pablo se encogió de hombros, y continuó devorando con los ojos cielo,
montes y llanuras.
--Y nada más que música--continuó el otro;--porque si admito que te
animan propósitos de trabajo y no de holganza, y te cambio el apodo de
poeta por el de guapo chico, lejos de probarme, en cuanto has dicho,
que el saber vale para algo, has demostrado lo contrario con lo que has
hecho.
--Pues no sé explicarme mejor,--dijo Pablo.
--No lo haces del todo mal para los años que tienes--replicó don
Baldomero.--La dificultad está en la cosa misma, que por sí es
indefendible. Y si no, dime, ¿qué demonios de tajada saca el mundo con
que un sabio le diga, después de estarse despistojando veinte años,
encorvado detrás de un telescopio: «Yo veo en el cielo una estrellita
más que ustedes?...» Pues á mí me sobran más de la mitad de las que hay
en él á la vista... y á tí también, Pablo. Que va á aparecer un cometa
el mes que viene... Pues ya le veremos cuando aparezca; y si no hemos
de verle, ¿de qué sirve el anuncio? Que el sol pesa tantos millones
de quintales... Pues dele usted memorias. Que si Aristóteles dijo ó
Platón sostuvo, ó que si el pensamiento antes ó si la palabra después,
ó viceversa; y allá van pareceres, y disputas... y linternazos... ¿No
es esto sandio, y ridículo y estúpido? Pues vengamos á lo práctico, á
lo que se llama _ciencias de primera necesidad_: la física, la química,
la mecánica... ¡afán, como te dije al principio, de meternos en todo
lo que no nos importa! Que se acostumbre el hombre á vivir con lo que
tiene á sus alcances, y verás cómo no se le da una higa por toda esa
batahola de conquistas científicas con que tanto se pavonea el presente
siglo.
--¿De manera que usted está por el tapa-rabo?--dijo Pablo.
--Lo que estoy es cada día más satisfecho de no conocer el tormento de
la curiosidad; y bien sabes que predico con la fe de la experiencia.
Mi padre, que todo lo funda en la ley del progreso porque estuvo
en Luchana con Espartero, tuvo el mal acuerdo de gastar su paga de
retirado y las rentas de su hacienda, en darme la carrera de abogado,
porque tenía gran empeño en hacerme hombre de pluma y de palabra, para
luchar por la causa de la libertad en el campo de las ideas, después de
haber vencido él á la tiranía en el de batalla; pues no hay quien le
saque de que entre el Duque y él, solitos, vencieron al «perjuro.» En
vano le dije lo mismo que te he dicho á tí, y hasta le rogué que no me
sacara de estos andurriales para meterme en aventuras que no cuadraban
con mi carácter. Tuve que obedecerle; y á empujones y de mala gana,
llegué á tener el título de abogado: como si me hubieran dado una copla
de á dos cuartos. Si las causas eran feas, no me encargaba de ellas por
repugnancia; si eran dudosas, porque no quería calentarme los cascos
buscando una razón que no me importaba dos cominos; y si el derecho
estaba claro, proponía un arreglo entre las partes para ahorrarnos
tiempo, desvelos, honorarios y disgustos. Con este sistema me
desacredité en un año; borréme de la matrícula por falta de negocios,
y diéronme, á ruegos de mi padre, la secretaría de este Ayuntamiento.
Tampoco debí de hacerlo muy bien en este cargo, porque á los diez y
ocho meses me le quitaron, so pretexto, no mal fundado, de que no había
en los libros municipales una sola acta escrita desde que estas cosas
corrían de mi cuenta. ¡Si vieras, Pablo, qué feliz soy desde entonces,
es decir, desde que, libre de todo cuidado, como el ollón patrimonial,
y visto y fumo con lo poco que le sobra en su bolsa verde al héroe de
Luchana! Y como éste se ha convencido de que yo no nací para otra cosa,
y le acompaño sin serle muy gravoso, déjame vivir así, «ni envidioso
ni envidiado,» como dicen que dijo un fraile poeta.
--Corriente; pero usted se halla bien así porque ese es su genio, y
otros, porque le tienen distinto, no podrían con la vida que usted trae.
--Pues eso es, Pablo amigo, lo que yo no comprendo; es decir, que el no
hacer nada ni pensar en nada ni apurarse por nada, pueda ser incómodo
á ninguna persona que tenga sentido común. Ahí tenemos ahora, á dos
pasos de nosotros, las partidas carlistas: gentes hay en este pueblo
que aseguran haber oído los tiros á la parte de allá del monte, y
acaso tengan razón. Que vienen, que no vienen; que pasarán ó que no
pasarán por aquí; que son muchos, que son pocos; que cobardes, que
valientes; que buenos, que malos; que si triunfan, que si corren; y
todo se vuelve indagar y preguntar; y aquí temores, y allá esperanzas,
y acullá porfías, y en todas partes la curiosidad y el ansia. ¿Y para
qué, señor? Españoles somos todos, y á quien Dios se la diere, San
Pedro se la bendiga. Que gane Juan ó que gane Diego, de mí no se ha de
acordar nadie para sentarme á la mesa. Pues dejemos rodar la bola; y
cuando pare, ella, por la cuenta que le tiene, nos dirá en dónde. ¿Á
quién aprovecha la saliva que se gasta en disputas y el sueño que roban
miedos y desazones? ¡Pues dígote mi padre! ¡Qué vida la suya, Dios
eterno, desde que se armó de nuevo la guerra civil! ¡Qué invocar al
Duque y á los manes de Riego y del Empecinado! ¡Qué bruñir el espadón
de Luchana, y soñar con tajos y mandobles al perjuro, y renegar de los
años que le amarran al hogar cuando la patria peligra y el faccioso
bravea! ¡Y qué de ponerme á mí de mal hijo y de mal patriota porque me
río de sus afanes y me duermo tan tranquilo al son de los cañonazos!
Ahora le ha dado por revolver el pueblo para ponerle en armas, por
si el caso llega. Hoy anda hecho una pólvora con las bolas que han
corrido. ¡El demonio es el entusiasmo de la curiosidad!
En esto se oyó la campana mayor de la iglesia.
--Al mediodía tocan ya,--dijo Pablo levantándose.
--Pues cata á mi padre volcando la puchera,--respondió don Baldomero,
sacudiendo su pereza y poniéndose de pie.
Y ambos, jugueteando Pablo con el sombrero y dándose aire con él, y don
Baldomero con el suyo echado sobre una oreja y las dos manos hundidas
hasta cerca de los codos en los rasgados bolsillos del pantalón,
tomaron el sendero cuesta arriba. Á la mitad de ella se dividía éste en
dos, formando una Y.
En el vértice del ángulo dijo Pablo, que iba delante, volviendo un poco
la cara hacia don Baldomero:
--Que aproveche.
--Lo mismo digo,--respondió el otro.
Y Pablo tomó por el lado derecho, y don Baldomero por el izquierdo,
porque sus respectivas casas estaban en opuestos extremos de un mismo
barrio del lugar.
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III
ALGO DEL ASUNTO

Alzábase la iglesia de Cumbrales sobre un tumor del terreno, ó
montículo de roca viva, mal cubierto de menuda y fragante vegetación,
que, á modo de manta de pobre, roída y desgarrada á trechos, por los
agujeros y desgarraduras dejaba asomar las que pudieran llamarse
coyunturas del peñasco. Era éste de suave y bien entendido acceso por
todas partes, y ocupaba el centro de una llanura, especie de plaza
circundante, cruzada de camberas y senderos que partían el rústico
suelo en caprichosas porciones geométricas. De éstas, unas estaban
pobladas de árboles, no muy corpulentos, pero de ancha copa; otras,
las de mayor relieve, adornadas de espesas cenefas de zarzas y saúco,
y todas ellas tapizadas de fino y apretado césped, sobre el cual
descollaban, aquí y allá, la menta silvestre, el enano poleo, la malva
bienhechora y el desabrido cardo. Hubiera sido este pintoresco espacio
algo como lo que hoy se llama un _parque á la inglesa_, con caminos
menos ásperos y pedregosos, y sin las ortigas y jaramagos que hacían
ingrato y peligroso al tacto lo que seducía y enamoraba á los ojos.
Ocupaba parte de uno de los lados menores de esta plaza, que tendía á
la forma rectangular y se llamaba en Cumbrales _Campo de la Iglesia_,
la taberna, con su corro de bolos á la trasera, encajado entre cuatro
paredillas que se saltaban de un brinco, y éstas y el corro encerrados
en sendas hileras de añosos álamos que amparaban del sol en verano á
los jugadores, y no los privaban de su dulce calor en las breves tardes
del invierno. Otro lado, de los mayores, al Mediodía, le formaban,
aunque con muchas sobras de terreno, las casas consistoriales y la
escuela pública; y los dos restantes, al Saliente y al Norte, huertos
y corrales de la barriada principal, que tenía tres salidas á la plaza
por este último lado.
Por una de estas callejas, la de en medio, entró Pablo. Anduvo muy buen
trecho entre muros y vallados, aquéllos entretejidos de yedra, y éstos
erizados de bardales, y llegó á desembocar en un _campuco_, á modo de
plazoleta, cuyos dos frentes estaban ocupados por sendas portaladas
que parecían gemelas: tan idénticas eran entre sí. Cada una de estas
portaladas daba ingreso á un corral espacioso, en el que se alzaba una
casa grande, de larga solana y amplísimo soportal de grueso poste en el
centro; cuadras adyacentes, cobertizos inmediatos, huerta al costado,
y todo lo de rigor y carácter en estas viviendas de _ricos de aldea_,
tantas veces descritas por esta pluma pecadora.
Pablo se acercó á la portalada de la derecha, cerca de la cual
desembocaba la calleja que había seguido; y antes de poner la mano en
el contrahecho barril del picaporte, abrióse el postigo y apareció en
el hueco una muchacha como unas perlas. Negros eran sus ojos, dulces
é insinuantes; la tez morena; el rostro oval y un tanto aguileño; la
frente, sin _flequillos_ ni otros pingajos de la moda, tersa y bien
delineada, perdíase en lo más alto entre flotantes ondas lustrosas de
una cabellera tan negra como los ojos y las pulidas cejas; los labios,
húmedos, un poco gruesos y no tan apretados que no dejasen entrever dos
filas de dientes blanquísimos y menudos. Sobre los hombros redondos
llevaba una pañoleta roja, de largos flecos, prendida sobre el curvo
seno con un broche que á la vez aprisionaba un manojito de malvas de
olor y pencas de albahaca. Una sencillísima bata de percal de largos
pliegues la envolvía el gallardo cuerpo sin oprimirle ni desfigurarle.
Asombróse Pablo al verla, y exclamó, mirándola de hito en hito:
--¡Ana!... ¿qué milagro es éste?
--¿Dónde está el milagro?--respondió Ana mirando á Pablo también y
remedando su asombro con un expresivo gesto entre risueño y burlón.
--En andar tú por aquí--repuso el mozo con la sinceridad inocentona que
le era peculiar; y añadió con la misma:--¡Si te viera tu padre!...
--¡Pues atúrdete, Pablo!--exclamó Ana con picaresca solemnidad:--de su
parte vine.
--¡De su parte?
--Como te lo digo.
--Pero ¿á qué viniste?
--¿Á qué venía otras veces? Á ver á mi padrino, á ver á tu madre, á
ver á María... y á verte á tí, simplón,--añadió Ana, tirándole á la
cara una hoja de malva, que había tenido entre sus labios, después de
quitarle el rabillo con los dientes.
Pablo no hizo más caso de la hoja que de los mosquitos que zumbaban en
el aire. Verdad es que tampoco Ana tomó á pechos la indolencia de Pablo.
--No te creo--insistió éste.--Cuando ha habido monos entre tu padre y
el mío, jamás han acabado de repente.
--Y ¿quién ha dicho que hayan acabado así esta vez?
--Tú, cuando vienes á vernos de parte de tu padre.
--Es verdad que vengo; pero con su cuenta y razón, hijo.
--Eso es otra cosa.
--¡Vaya si lo es!... Y en prueba de ello, escucha. Esta mañana me dijo
mi padre, paseándose á lo largo de la sala: «¡Estos genios, Ana, estos
genios!...» y como yo sé, por experiencia, que por ahí comienza él
siempre á reconocer las flaquezas del suyo y á buscar la paz... ¿Sabes
tú, Pablo, por qué había guerra ahora entre tu padre y el mío?
--No por cierto, Ana.
--Pues tampoco yo. ¡Como estos nublados vienen tan á menudo, tan de
repente y tan sin motivo!... Siempre que trata de explicármelos, me
dice lo mismo: que tu padre es duro de frase, que le contraría, que le
acosa y que, por conclusión, le injuria... ¡á él, que va siempre con
el compás en la lengua y el corazón en la mano!... No te diré que en
lo primero no yerre; pero puedo jurar que en lo segundo dice la pura
verdad. Ello es que el buen señor toma estos lances como cuestión de
honra; que los toma cada quince días, y que siendo capaz de dejarse
desollar vivo por el bien de todos y cada uno de vosotros, se aisla,
se encierra, no come, no duerme, y hasta la sombra de esta casa le
estorba como el mayor enemigo... y lo peor del caso es que yo tengo que
seguirle el humor. Fortuna que ya todos nos conocemos, porque la maña
es tan vieja como tu padre y el mío... ¿En qué estábamos antes, Pablo?
--En que mi padrino te dijo esta mañana...
--Es verdad. Me dijo: «¡Estos genios, Ana, estos genios!...» Hay que
advertir que, tres días hace, tuvo carta del marqués de la Cuérniga, el
cual señor no suele escribirle sino cuando le necesita; y es también
de saberse que después de recibir la carta ha hablado dos veces con
_Asaduras_, señales todas, Pablo, de nuevas borrascas, pero también de
que á mi padre le convenía intentar una reconciliación con el tuyo.
Ello es que con esta sospecha y las palabras que le oí, apretando,
apretando, obliguéle á declarar que estaba dispuesto á hacer las paces
de cualquier manera, y que quería verse con tu padre, si éste se
prestaba á recibirle. Tomé el asunto á mi cargo, vine aquí, hablé con
tu padre, abracé á María y á tu madre, charlé con ellas hasta quedarme
sin saliva en la boca... en fin, hombre, viví en una hora lo que había
penado en quince días.
--¿Y mi padre?
--Tu padre, diciéndome: «pues por mí no ha de quedar,» tomó el
sombrero y se fué á mi casa.
--¿Y en qué paró la entrevista?
--Eso es lo que yo no sé, porque mi padrino no ha vuelto todavía, y
hace más de dos horas que está con el tuyo.
--¡Siempre lo habrán puesto peor que estaba!
--Me lo voy temiendo; y por eso me largo á enmendarlo en lo que
pueda. ¡Ay, qué genios, Pablo! No, pues yo te aseguro que de hoy en
adelante no he de pagar culpas ajenas. ¿Riñen? Que riñan. Vosotros y
yo tan amigos como siempre. ¿No es cierto? Á buena cuenta, ya tengo
el desahogo que acabo de darme. ¡Ay, Pablo! no me cabía ya más en el
corazón... Porque yo le doy esta cruz al más valiente, y á ver cómo la
lleva.
--La verdad es, Ana, que no se creerían esas cosas á no verlas. ¡Dos
familias que tanto se quieren, vivir en perpetua enemistad por un
quítame esas pajas! Malo por lo que á uno le duele, malo por el bien
que no se hace, y peor por el escándalo que se da.
--¡Los genios, Pablo, los genios!
--Dí el genio, Ana... porque el de tu padre es insufrible por
quisquilloso y aprensivo.
--¡Ingrato! ¡Bien haya lo que te quiere!
--Y bien sabe Dios cómo se lo pago. Por eso me duelen tanto estas
cosas, Ana.
--¡Pues qué diré yo de mí, Pablo? Tú, al fin, cuando vienen estas
borrascas, esparces al aire libre la parte que te toca de ellas, y
dentro de tu casa tienes con quién hablar, con quién reir... Yo no
tengo nada de eso; ni siquiera el recurso de disculparos, porque se
toman las disculpas á parcialidad, y lo pongo peor. Hay que dejar la
tormenta que se desahogue por sí ó por obra de una casualidad que á
veces tarda un mes en presentarse; y, en tanto, soledad y cárcel... y
paciencia; porque, al cabo, él es quien es, y bueno y cariñoso hasta
tal extremo, que yo no sé qué le atormenta más en sus arrechuchos, si
el dolor de la supuesta ofensa, ó la pesadumbre de vivir sin trato
con los que le han ofendido. ¿No te parece, Pablo, que debiéramos
conjurarnos todos contra esa mala costumbre?... Que se alborotan
ellos... Pues nosotros como si tal cosa: yo á vuestra casa, y vosotros
á la mía.
--Ya se ha intentado ese medio alguna vez.
--Pero sin arte, Pablo, y sin resolución: al primer bufido de mi padre,
no se os ha vuelto á ver por allá.
--Ni á tí por acá, Ana.
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