El sabor de la tierruca - 04

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Cuando, después de este triunfo, logró algún dominio sobre sus nervios
desconcertados en la batalla, arrojó por la ventana la plegadera hecha
una pelota; se enjugó el sudor con el pañuelo; dió algunas vueltas,
relativamente sosegadas, en el gabinete, y, por último, se dejó caer
en el sillón, apoyando los codos sobre la mesa y la cabeza entre las
manos. Momentos después se encaró con su amigo, que no apartaba los
ojos de él, y le dijo con voz enronquecida, pero no destemplada:
--Has venido á esta casa en busca de una reconciliación intentada
por mí, y juro á Dios que no he de darte hoy motivos de nuevas
desavenencias, como tú no las busques. Pero conste, y muy recio,
que si las antiguas quedan en pie, no es por culpa de tu irascible,
irreconciliable y rencoroso amigo, sino por la tuya, manso, razonable y
dulcísimo Pedro.
--Por mi culpa no, Juan, puesto que no me niego ni me he negado jamás á
una estrecha alianza contigo.
--¡Si pensarás que han pecado de turbias tus recientes palabras?
--El que yo me niegue á ser instrumento de cuatro intrigantes, no es
resistirme á ayudarte con alma y vida á hacer algo bueno por el pueblo
en que nacimos. Mas para esto es indispensable que, en lugar de ir yo á
tu terreno, vengas tú al mío.
--¡Y cata ahí el puntillo montañés!--replicó don Juan con nerviosa
sonrisa.--¡Ay, Pedro, qué ciego es quien no ve por tela de cedazo!
--Juzga lo que quieras, Juan, de mis intenciones: á mí me basta saber
que son honradas; pero entiende que no lucharé jamás á tu lado, sino
para exterminar de Cumbrales á esos intrusos tiranuelos; empresa tan
fácil como necesaria y benéfica. Cien veces te lo he dicho: unámonos
para arrancar la administración de este pueblo de las manos en que
anda años hace; entreguémosla á los hombres de bien; hagamos porque
no lleguen á pleito las cuestiones del lugar, y fállense en terreno
á donde no alcance la mano del Estado ni se dejen sentir influjos de
la política; guerra á muerte á los caciques, si alguno queda rezagado
entre nosotros; y cuando por este camino llegue Cumbrales á ser dueño
absoluto de lo que en justicia le pertenece, yo mismo abriré sus
puertas á los merodeadores. La posesión de sí mismos hace cautos á los
hombres; y si alguno es tan inocente que aun con los ojos abiertos cae
en las redes tendidas, quéjese de su torpeza, pero no de su desamparo.
Muy necio tiene que ser el que desconozca que le engaña quien se le
brinda con el remedio de todos sus males, como charlatán de feria, para
desempeñar un cargo que, ejercido á conciencia, más es cruz de suplicio
que ocasión de prosperidades. ¿Crees, Juan, que, pensando así, puedo
rechazar tus planes por la pueril satisfacción de que tu aceptes los
míos?
--Puedo creer... creo, que te ciega una pasión, como tú crees que
otra me ciega á mí. ¡Vaya usted á saber quién de los dos es el más
apasionado!
--Aunque así sea y no valgan nada las razones que me has oído, mi
ceguedad no daña á nadie.
--Lo cual quiere decir que la mía es muy nociva.
--Te he demostrado que sí.
--¡Mira, Pedro, que no se dispone dos veces de la paciencia!
--No he sacado yo á relucir este asunto malhadado. Tú me has impuesto
mi complicidad en vuestros planes, como condición de nuestras paces
alteradas por una chapucería. Yo no he hecho otra cosa que responderte.
--¡Hiriéndome en lo más vivo!
--Así se receta contra las malas costumbres, Juan; y esa en que estás
encenagado por una aberración de tu buen sentido, es causa perenne
de grandes desdichas para cuantos te rodean. Mi deber es decirte la
verdad, y te la digo.
Por algo decía don Juan de Prezanes que no se dispone de la paciencia
dos veces seguidas. Yo soy de su parecer, y además creo que á los
hombres del temperamento del abogado de Cumbrales, no les conviene
tragar la ira cuando esta mala pasión forcejea en sus pechos y busca
las válvulas de escape; porque no hay ejemplo de que esta metralla haya
llegado á digerirse en ningún estómago, por recio que sea; y puesto que
es de necesidad el desahogo, preferible es que éste ocurra á tiempo y
sazón, á que acontezca fuera de toda oportunidad, como en el presente
caso. El irascible jurisconsulto, que había conseguido dominar la
furia de su temperamento irritado cuando su compadre le puso á bajar
de un burro, perdió los estribos y dió en los mayores extremos de
insensatez, por una bagatela; por aquello de las «malas costumbres.»
Oyólo el desdichado, clavando las uñas en el tablero de la mesa y los
ojos chispeantes en los impávidos de su compadre, que bien pudiera no
haber pegado tan fuerte.
--¡Malas costumbres!... ¡encenagado en ellas!--repetía don Juan con voz
cavernosa, y los pelos de punta y la faz desencajada.--¡Y, sin embargo,
yo soy el díscolo, y el procaz, y el quisquilloso, y el descomedido!...
¡y tú el varón justo y prudente y sabio... el caballero sin tacha! ¡Ira
de Dios! ¡Malas costumbres! ¡Encenagado en ellas!--tornó á repetir,
entre roncos bramidos, mientras se incorporaba derribando el sillón
y se hacía pedazos en el suelo una salbadera de vidrio.--¡Y eso me
lo vienes á decir á mi casa, cuando te brindo en ella con la paz!...
Y ¿quién eres tú? ¿qué títulos, qué poderes son los que tienes para
atreverte á tanto, hipócrita, mal amigo! Si lo que te propongo no
te agrada, confórmate con no aceptarlo; ¡pero no me injuries, no me
hieras! ¿Ó tienen razón los que me dicen que eres de la cepa de los
tiranos?... ¡Sí, vive Dios! Cuando late en el pecho un corazón honrado
y se sienten en él los dolores ajenos, no se dan las puñaladas, no se
ultraja á nadie á sangre fría, como tú me has herido y ultrajado hoy...
y ayer, y siempre... ¡bárbaro! ¡Y quieres paz y buscas la armonía!
¿Cómo han de ser duraderas entre nosotros, si los más nobles impulsos
de mi corazón se estrellan siempre contra tu intolerancia brutal!
Porque me odias, porque me detestas. Y me odias y me detestas, porque
soy mejor que tú, porque valgo más que tú; y valgo más que tú, ¡porque
en una sola fibra de mi corazón hay más nobleza que en todo tu sér,
henchido de soberbia, de vanidad y de hipocresía!
Ni una palabra dura respondió don Pedro Mortera á esta primera
explosión de ira de su compadre; pero éste nunca se colocaba en tales
alturas sin despeñarse después, ciego y loco, entre torbellinos de
improperios y desvergüenzas. ¡Qué cosas dijo á su impasible amigo!
Porque una vez enredado en aquella infernal batalla, ya no reñía sólo
por el punto en cuestión: en la mente volcánica del jurisconsulto
fueron eslabonándose recuerdos de supuestos agravios, hasta los
más remotos del tiempo de su niñez; y caldeados al fuego de su ira
diabólica, arrojábalos en palabras, como lava de un cráter y en
testimonio de una vida de abnegaciones y martirios.
Trazas llevaba de no cesar la erupción en todo el día, cuando se
presentó Ana despavorida y presurosa porque había oído las voces
desde el corral. ¡Empresa peliaguda fué para la joven hacerse oir de
su padre, desconcertado, lloroso y balbuciente! Pero lo consiguió al
fin. Dueña de aquella brecha, minó con el arte de su larga y triste
experiencia, y supo llegar hasta el corazón del pobre hombre, que acabó
de rendir todos sus bríos á los halagos de su hija.
Entonces volvió don Pedro á ofrecerle sus brazos.
--Si te ofendieron--le dijo--algunas de mis palabras, sin tal intento
salidas de mis labios, harto te han vengado las que después me has
dirigido. De todas suertes, yo te las perdono con todo mi corazón.
Jamás de él te he arrojado, en él vives; lee en el tuyo, Juan, y
acábense de una vez para siempre estas reyertas que nos matan.
Don Juan de Prezanes, desfogadas ya sus iras, estaba más para
sentir que para hablar; y tal vez á esta excusa se agarró su genio
quisquilloso para no dar el brazo á torcer todavía, aunque Dios sabe si
en el fondo del alma lo deseaba.
Así lo comprendió Ana; y mientras su padre se sentaba desfallecido y
pálido, hizo una seña á su padrino, y díjole al mismo tiempo en voz
alta:
--Este asunto corre ya de mi cuenta; y bien sabe mi padre que yo nunca
dejo las cosas á medio hacer.
Con esto, se volvió á consolar al atribulado, y salió don Pedro
Mortera, harto más pesaroso que complacido.
[Ilustración]


[Ilustración]


VI
DON VALENTÍN

La casa á que llegó don Baldomero después de separarse de Pablo,
estaba situada en lo más desabrigado, al vendaval de la barriada de la
Iglesia. Era grande y vieja, sin portalada; con una accesoria, que en
mejores tiempos había cumplido altos destinos, á un costado; al opuesto
un nogal medio podrido, y en la trasera un huerto lóbrego.
¡Qué tristes son en una aldea esos viejos testimonios de fenecidas
prosperidades campestres! Tristes, porque al contemplarlos los ojos del
sentimiento, más que las piezas herrumbrosas y dislocadas que tienen
delante, ven la máquina activa que ya no existe. ¡Cuánto más alegre
la miserable choza entre laureles y zarzas, con el becerrillo atado
al tosco pesebre y una pollada picoteando en las goteras del corral,
que el silencioso palación de abolengo, con las cuadras enjutas y
encanecidas por desuso, y el pajar en esqueleto! La primera es la vida
risueña, que no está reñida con la pobreza; el segundo es la muerte,
ó, cuando menos, la decrepitud con todos sus achaques, tristezas y
desalientos.
Tal aspecto ofrecía la casa de que vamos hablando.
Abrió don Baldomero el entornado portón del estragal, y tomó escalera
arriba por una de peldaños que yesca parecían por lo carcomidos
y esponjosos. Ya en el piso, entró en un salón de negro tillo de
viejísimo castaño abarquillado y con jibas; el techo era de viguetería
pintada de barro amarillo, y de las no muy blancas paredes pendían un
retrato de Espartero, en lugar preferente, y en los secundarios una
Virgen de las Caldas y un plano de Jerusalén; todas estas estampas en
marcos con chapa de caoba, deslucida por el polvo de los años y la
incuria de sus dueños.
Á lo largo de aquel salón, gesticulando y hablando solo al mismo
tiempo, paseábase un hombre no muy alto, seco, moreno verdoso y algo
encorvado; pero ágil todavía, á pesar de sus muchos años. Comenzando
á describirle por la cúspide, pues no había un punto en todo él de
desperdicio para el dibujante, digo que la tenía coronada por un
sombrero de copa alta, con funda de hule negro; seguía al sombrero
una cara pequeñita y rugosa, cuyos detalles más notables eran los
ojos verdes y chispeantes, como los del gato; las cejas blancas y
erizadas; la nariz un poco remangada y gruesa, y debajo, á plomo de las
ventanillas, sobre una boca desdentada, dos mechas cerdosas, separadas
entre sí, formando lo que se llama, vulgar y gráficamente, _bigote de
pábilos_. Las quijadas y la barbilla sustentábanse en las duras láminas
de un corbatín militar de terciopelo raído, dentro de las que se movía
el flácido pescuezo, como el del grillo entre su coraza. Vestía el
singular personaje pantalón de color de hoja seca, corto y angosto
de perneras y con pretina de trampa; chaleco azul, cerrado, con una
fila de botones de metal amarillo, hasta la garganta, y, por último,
casaquín, de cuello derecho, con narices en los arranques de las aletas
traseras, ó faldones rudimentarios, prenda que fué muy usada, hasta
no há mucho tiempo, en la Montaña, por los señores de aldea. El de
quien vamos hablando no se la quitaba de encima jamás, acaso por los
vislumbres marciales que despedía, combinada con estudio con el chaleco
cerrado, el corbatín de terciopelo y el sombrero con funda.
Ya habrá adivinado el lector que se trata del héroe de Luchana, don
Valentín Gutiérrez de la Pernía, de quien nos ha dado algunas noticias
su hijo don Baldomero, en el banco de la Cajigona.
No se cruzó un triste saludo, y estoy por asegurar que ni una mirada,
entre uno y otro personaje; pero movidos ambos de un mismo pensamiento,
acercáronse á una mesa que estaba arrimada á la pared y con una de
sus alas levantada. Sobre el menguado y no limpio mantel, tendido
encima, había una botella, dos vasos, otros tantos platos con los
correspondientes cubiertos (de peltre, si no mentían las apariencias),
una escudilla sobre cada plato, un cuchillo de mango negro, y como dos
libras de pan en media hogaza, no de flor ni del día. Ni don Valentín
se quitó el sombrero forrado de hule, ni su hijo el hongo roñoso; y no
había cesado aún el clamoroso crujir de las sillas arrastradas sobre el
áspero suelo, cuando se llegó á la mesa, á mucho andar, una mocetona
desgreñada y en soletos, con una tartera de barro entre las manos, y en
la tartera la olla humeante y lacrimosa.
Arrimándose la moza á don Valentín, acomodó la cobertera de modo que no
quedara más que un resquicio en la boca del ollón; entornóle sobre la
escudilla, y la llenó de caldo, soplando al mismo tiempo y sin cesar
la escanciadora, para que torcieran su rumbo los cálidos vapores que
subían en espesa columna vertical. Cuando hubo hecho lo mismo al lado
de don Baldomero, puso la olla sobre la tartera en el centro de la
mesa, y se largó á buen paso hacia la cocina, como diciendo:--Ahí queda
eso, y allá os las compongáis.
Y no se las compusieron del todo mal los dos comensales. Por de
pronto, partieron sendas rebanadas de pan; luégo las subdividieron en
transparentes lonjas que remojaron en el caldo de las escudillas, y,
por último, se tomaron la sopa resultante, que á néctar debió saberles,
por lo que la pulsearon antes de paladearla. Tras este refuerzo al
desmayado estómago, un trago de vino y dos castañeteos de lengua, don
Valentín volcó la olla en la tartera, que encogollada quedó de potaje,
sobre el cual cayeron, en las tres últimas y acompasadas sacudidas
que al cacharro dió el héroe, sabedor de lo que dentro había y no
acababa de salir, dos piltrafas de carne y una buena ración de tocino.
Sirviéronse y engulleron copiosa cantidad de bazofia, y, tras ella,
casi todo el tocino. De carne, no quedó hebra.
Ni una palabra se había cruzado todavía entre el padre y el hijo,
hasta que, limpios los respectivos platos y apurados por tercera vez
los vasos, dijo don Valentín, tras un par de chupetones á los pábilos
del bigote, y arrojando sobre la mesa una llave que guardaba en el
bolsillo de su chaleco:
--Sácalo tú.
Y con ella en la mano, fuése don Baldomero á una alacena que en el
mismo salón había, embutida en la pared, y tomó de sus negras entrañas
un plato desportillado que contenía como hasta tres cuarterones de
queso pasiego, duro y con ojos, señal de que ni era fresco ni era bueno.
Antes de hincar en él las mandíbulas (pues es averiguado que, desde
mucho atrás, no quedaban en ella ni raigones), exclamó el veterano,
entre iracundo y plañidero, y como si continuara una serie no
interrumpida de graves meditaciones:
--En verdad te digo que el hombre degenera de día en día, y que se
acaban por instantes aquellas virtudes que hicieron del español, en
otros tiempos, el modelo de los caballeros sin tacha. Ya no hay fe en
los principios, ni verdadero amor á la patria, ni entusiasmo por la
libertad.
Don Baldomero tragaba y sorbía, y nada respondió á su padre. ¡Estaba
tan hecho á oirle cantar aquella sonata!
Don Valentín, mientras paladeaba el primer trozo de queso que se había
llevado á la boca en la punta del cuchillo, continuó así:
--Digo y sostengo que no es de liberales de buena casta regalarse el
cuerpo como nosotros, ni comer pan á manteles, mientras el faccioso
tremola en el campo el negro pendón de la tiranía. ¿No es esto el
evangelio?
--Bien podrá ser--respondió el otro, mascando á dos carrillos;--pero
paréceme á mí que tendría más fuerza de verdad predicado antes de comer.
--¿Quieres decirme--saltó don Valentín,--que también yo me duermo en
las delicias de Capua? ¿Quieres darme á entender, hombre sin vigor ni
patriotismo, que no sé predicar con el ejemplo? Pues chasco te llevas,
que, aunque viejo, todavía arde en mis venas la sangre que triunfó en
Luchana; y bien sabes tú que si esta mano rugosa no esgrime el hierro
centelleante en el campo del honor, no es culpa mía, sino de la raza
afeminada y cobarde que me rodea y me oye, y se encoge de hombros, y se
ríe de mi ardimiento, y se burla de los ayes de la patria roída por el
cáncer del absolutismo.
Aquí don Valentín, devorando el último de los pedazos en que había
dividido su ración de queso, arrastró hacia el centro de la mesa el
plato que tenía delante; y después de beber de un sorbo, temblándole
la mano y la barbilla, el tinto que en su vaso quedaba, y de plantarle
vacío y con estruendo sobre el mantel, continuó de este modo, llevando
la diestra al bolsillo interior del casaquín:
--Pero yo no he de faltar á mi deber, aunque el mundo entero prevarique
y toda carne corrompa su camino; yo he de insistir, mientras aliento
tenga, en que cada cual ocupe su puesto y lleve su ofrenda al templo de
la libertad. Soy hijo del siglo; he bebido su esencia; me he amamantado
en sus progresos (al hablar así reapareció su diestra empuñando una
petaca de suela y un rollo de hojas de maíz); y si hay hombres á
quienes ofende la luz de nuestras conquistas y seduce la parsimonia
estúpida de los viejos procedimientos, yo no soy de esos hombres.
No afirmaré que lo hiciera en demostración de su aserto; pero es la
verdad que, mientras tales cosas decía, raspaba con su cortaplumas una
de las hojas de maíz por ambas caras, y la recortaba cuidadosamente
hasta dejarla reducida al tamaño de un papel de cigarro. Púsose á liar
uno, y en tanto, seguía declamando de esta suerte:
--No hay modo de convencer á estos zafios destripaterrones, de que
la ley del progreso impone deberes, lo mismo que la ley de Dios...
Y el progreso es fruto natural de la libertad, y la libertad padece
persecuciones en el presente momento histórico... y el honor de los
padres es el honor de los hijos; y donde padece la libertad, sufre
el progreso; y si muere la una, acábase el otro... Pero la libertad
es inmortal, porque Dios puso el sentimiento de ella en el corazón
de los hombres; y siendo la libertad inmortal, el progreso no puede
morir; pero pueden padecer... padecen ¡vive Dios! padecen; y padecen
desdoro, porque el perjuro, el vencido en Luchana, los combate otra
vez; y por el solo hecho de combatirlos, los afrenta... y el campo de
batalla está á las puertas de nuestros hogares indefensos; indefensos,
porque no hay patriotismo en ellos; y porque no le hay, se desoye mi
voz que le invoca á cada instante, y sin cesar llama á la lid contra el
pérfido... Pero yo no cejaré en mi empresa; yo levantaré el honor de
Cumbrales peleando solo contra el tirano, si solo me dejan al frente de
él, cuando profane este suelo con su planta inmunda. La muerte de un
hombre libre lava la ignominia de un pueblo de esclavos. ¡Infelices!
Ignoran que, en las corrientes del progreso, quien no va con ellas es
arrollado y deshecho. Por eso mi voz es desoída aquí... por eso, en
cuanto á los más, costra grosera del pobre terruño; y en cuanto á los
menos, ¿qué excusa podrá salvarlos cuando la patria les pida cuenta de
su conducta sospechosa? Sospechosa, sí, porque no todo es trigo limpio
en Cumbrales, ¡vive el invicto Duque! Aquí también hay fósiles de los
tiempos bárbaros; seres incomprensibles para quienes el tiempo no pasa,
ni instruye, ni reforma, ni inventa, ni demuele. ¿En qué se conocería
que vivimos en el siglo de la luz y del progreso, si ellos fueran los
llamados á dirigir las corrientes de las ideas; si junto á esa raza
obscurantista y retrógrada, no se alzara la de los hombres como yo?
Cuando hubo dicho esto y liado el cigarro, púsole en la boca,
restregóse las palmas de las manos para sacudir el polvillo del tabaco
adherido á ellas, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
--¡Sidora!... ¡la chofeta!
Y Sidora acudió con la única que debía quedar en el siglo; venerable
joya de metal de velones, con sus dos mangos torneados, tintos en
almazarrón.
Dejó la moza el braserillo clásico sobre la mesa, y marchóse,
llevándose la olla vacía y la tartera con las sobras del potaje; y como
ya no había qué comer ni qué beber á sus alcances, don Baldomero cogió
la petaca de su padre, tomó de ella el tabaco necesario, y sin replicar
ni siquiera prestar atención á lo que el veterano iba diciendo, hizo
un cigarro con papel de su propio librillo, encendióle en las ascuas
mortecinas de la chofeta, y comenzó á fumarle muy sosegadamente, entre
eructos y carraspeos.
Don Valentín continuó un buen rato todavía declamando contra la poca fe
liberal de los tiempos, hasta que reparó en su hijo, de quien se había
olvidado en el calor de su fiebre patriótica; y al verle dormilento y
distraído, alzóse de la silla, y díjole en tono admirativo y corajudo:
--¡Hombre, parece mentira que seas sangre de mi sangre, y que no se te
despierte ese espíritu holgazán... por respeto siquiera al nombre que
llevas y que, en mal hora, te pusieron en la pila, en memoria del héroe
ilustre con quien vencí en Luchana! ¡Sorda y ciega sea esta imagen de
él que nos preside; que á trueque de que no vea lo que eres ni oiga lo
que te digo, consiento en que ignore la fe que le guardo y el altar que
tiene en mi corazón!
Por toda réplica, y mientras don Valentín miraba el retrato,
descubriéndose la cabeza calva, su hijo hundió los brazos en los
bolsillos del pantalón, estiró las piernas debajo de la mesa, cargó el
tronco sobre el respaldo hasta dar con éste y con la nuca en la pared,
y así se quedó, arrojando por las narices el humo de la colilla que
tenía entre los labios.
El veterano le miró con ira despreciativa; volvió á cubrirse la cabeza,
y salió á cumplir con lo que él llamaba su deber, después de empuñar
un grueso roten, que estaba arrimado á la pared en un rincón de la sala.
Momentos después roncaba don Baldomero con la apagada punta del cigarro
pegada al labio inferior.
[Ilustración]


[Ilustración]


VII
MÁS ACTORES

De una persona que tiene estrabismo, dicen las gentes aldeanas de por
acá que _enguirla_ los ojos, ó simplemente que enguirla; y se llama la
acción y efecto de enguirlar, _enguirle_. Ahora bien: Juan Garojos,
hombre bien acomodado, trabajador, de sanas y honradas costumbres,
alegre de genio y con sus puntas de socarrón, era un poco bizco; y como
en esta tierra, lo mismo que en otras muchas, no bien se columbra el
defecto en una persona, ya tiene ésta el mote encima, á Juan, desde que
andaba á la escuela, dieron en llamarle Juan _Enguirla_; algunos, Juan
_Enguirle_, y todos, al cabo de los años, _Juanguirle_, con el cual
nombre se quedó por todos los días de su vida.
Pues este Juanguirle, un poco bizco, bien acomodado, honradote,
chancero y socarrón, más cercano á los sesenta que al medio siglo,
y alcalde de Cumbrales al ocurrir los sucesos que vamos relatando,
hallábase en el portal de su casa, de las mejores del lugar entre las
de labranza, con cercado _solar_ enfrente, para lo tocante á forrajes
y legumbres en las correspondientes estaciones, sin perjuicio de la
cosecha del maíz á su tiempo (pues á todo se presta la tierra bien
administrada, máxime si amparan sus frutos contra las injurias y
demasías del procomún, cercados firmes y el ojo del amo, alerta y
vigilante), y el corral bien provisto de rozo y junco para las _camas_,
y de matas y tueros para el hogar la socarreña accesoria, capaz también
del carro y su armadura de quita y pon, la sarzuela y los adrales, un
tosco banco de carpintería, el rastro y el ariego y muchos trastos
más del oficio, que no quiero apuntar porque no digan que peco de
minucioso, aunque tengo para mí que, en esto de pintar con verdad,
y, por ende, con arte, no debe omitirse detalle que no huelgue, por
lo cual he de añadir, aunque añadiéndolo quebrante aquel propósito,
que debajo de la _pértiga_ dormitaba un perrazo de los llamados _de
pastor_, blanco con grandes manchas negras, y que en el corral andaba
desparramado un copioso averío, buscándose la vida á picotazos sobre el
terreno que escarbaba.
Volviendo á Juanguirle, añado que estaba en mangas de camisa,
canturriando unas seguidillas á media voz, pero desentonada, mientras
pulía el asta que acababa de echar á un dalle; obra de prueba que pocos
labradores son capaces de ejecutar debidamente. Raspaba el hombre con
su navaja donde quiera que sus ojos veían una veta sobresaliendo, y
luégo aproximaba á sus ojos la más cercana extremidad del asta; y
tocando el _pie_ del dalle en el suelo, enfilaba una visual por los dos
puntos extremos; y vuelta después á raspar, y vuelta á las visuales, y
vuelta también á probar su obra, empuñando las _manillas_ y haciendo
que segaba.
Cuando se convenció de que el asta no tenía pero, echó una seguidilla
casi por todo lo alto; y acabándola estaba en un calderón mal
sostenido, cuando el perro comenzó á gruñir sin levantarse, y se le
presentó delante don Valentín Gutiérrez de la Pernía. Saludó al alcalde
en pocas palabras, y en otras tantas, pero regocijadas y en solfa, fué
respondido.
--Le esperaba á usté hoy, señor don Valentín,--díjole en seguida
Juanguirle, volviendo á retocar el asta aquí y allá con la navaja.
--Eso quiere decir que llego á tiempo--contestó el otro.--Y ¿por qué me
esperabas hoy?
--Porque, salva la comparanza, es usté como el rayo: tan aína truena,
ya está él encima.
--Luego ¿ha tronado hoy, á tu entender?
--Y recio, ¡voto al chápiro verde! Y muy recio, señor don Valentín;
¡tan recio como no ha tronado en todo el año! Desde que me levanté y
fué antes que el sol, no he oído otra cosa en todo el santo día...
Como que si uno fuera á creerlo según suena, cosa era de encomendarse
á Dios. El _menistro_ (con perdón de usté) que fué con un oficio mío
á Praducos, por lo resultante de los ultrajes de ellos en el monte de
acá, entendió que le cortaban el andar; y, por venirse por atajos y
despeñaderos, llegó sin resuello y aticuenta que pidiendo la unción.
De la pasiega no se diga, que hasta el cuévano trajo esta mañana
encogollado de supuestos al respetive, y entre ésta y el otro, y el de
aquí y el de allá, que lo corren y avientan, y que dale y que tumba
y que así ha de ser, hasta los pájaros del aire cantan hoy la mesma
solfa. De modo y manera que yo me dije: ó don Valentín es sordo, ó no
tarda en darse una vuelta por acá, al auto de lo de costumbre.
--En efecto--respondió don Valentín:--en día estamos de grandes
noticias; y esto me hace creer que no te hallaré, como otras veces,
mano sobre mano.
--¡Mano sobre mano, voto á briosbaco y balillo!... ¿Y esto que tengo
entre ellas? ¿Parécele á usté muestra de gandulería? Antayer era
castaño de pie, que se curaba en el sarzo del desván; hoy está donde
usté le ve, con el pulimento del caso. ¡Y que vengan los más amañantes
del lugar y le pongan peros! Esto no es echar cambas, señor don
Valentín, á golpe de mazo y corte usté por donde quiera: esto es obra
fina, de espiga y mortaja... y punto menos que sin herramienta, porque
de un clavijón hice un vedano á fuerza de puño.
--Ya sé que te pintas solo para lo tocante al oficio; pero yo no vengo
hoy á visitar á Juan Garojos, sino al señor alcalde de Cumbrales, para
preguntarle qué medidas ha tomado en vista de las noticias que corren.
--Pues el alcalde de Cumbrales, señor don Valentín, cumple con su deber.
--¿De qué modo?
--Dejando esas cosas como Dios las dispone, y no metiéndose en
andaduras que pueden costarle al pueblo muchos coscorrones. Ya sabe
usté que es viejo mi pensar al respetive.
--Pues para ese viaje no necesitábamos alforjas, mira.
--En las que yo le he pedido á usté me ajoguen, señor don Valentín. Y,
por último, usté, que no piensa en otra cosa, debe de saber lo que hay
que hacer, lo que puede hacerse, y hasta cómo se hace.
--¡Eso pido, Juan, eso pido! Pero ¿quién me oye? ¿quién me ayuda?
¿quién me sigue?
--Pero usté, y vamos por partes, ¿qué es lo que teme?
--¡Que vengan!... ¡que entren!
--¡Que vengan!... ¡que entren! Pues tal día hará un año. ¡Vea usté qué
ajogo! Por aquí entrarán y por allí saldrán... ú _viste-berza_.
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