El sabor de la tierruca - 03

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--Porque me dejáis sola enfrente del enemigo, ¡caramba! Pero ayudadme
un poco y veréis cómo le venzo y hasta hago imposibles esas guerras
que me acaban... ¡me acaban, Pablo! Por eso quiero que ésta sea la
última; y lo será, ó perezco en ella... Con que hazme el favor de no
entretenerme, y déjame pasar, que estoy perdiendo un tiempo precioso.
--Pues rato hace, Ana, que tienes despejado el camino; y por donde te
agarro yo, el diablo me lleve.
Miróle Ana por debajo de las cejas, fruncidas por efecto de una sonrisa
burlona en que envolvió toda su hermosa y picaresca faz, y le tiró con
otra hoja de malva que había arrancado poco antes del ramillete del
pecho.
--Hijo, ¡qué peste eres también... á tu modo!--dijo al mismo tiempo.
Y recogió los pliegues delanteros de su falda con ambas manos; y, ágil
y esbelta, partió hacia su casa, atravesando el campuco como diz que se
deslizan las ninfas sobre las ondas del lago.
Pablo, sin darse por entendido de este hecho ni de aquel dicho, entró
en el corral y cerró la portalada. De modo que cuando Ana llegó á la
suya no tuvo en qué satisfacer la curiosidad que le hizo volver la
cabeza hacia la portalada de enfrente, y quedaron allí perdidas, por
falta de recibo, una mirada y una sonrisa que se hubieran disputado á
estocadas los galanes de Lope y Calderón.
Como su padre andaba aún fuera de casa, Pablo, antes de subir á ella,
quiso darse una vuelta por las cuadras, á la sazón punto menos que
vacías. Sólo dos parejas de bueyes y algunos ternerillos había al
pesebre. El resto del ganado, pocos días antes llegado del puerto,
andaba al pasto en el monte al cuidado del pastor del lugar, que lo
recogía por la mañana y lo entregaba al anochecer. La disposición de
aquellas cuadras era obra del magín de Pablo, y acuerdo suyo también
el régimen á que en ellas estaba sometido el ganado. Natural era la
satisfacción que el mozo sentía, viéndole tan gordo y lozano, en
pasarle la mano por el lomo, en llamar á cada bestia por su nombre,
en increpar duramente á la que no comía hasta limpiar el pesebre, y
en confundirla con el ejemplo de la que no dejaba en el fondo ni la
_grana_. Pues ¿y los becerrillos? Horas se pasaba con ellos rascándoles
el testuz y dándoles palmaditas en la cara. ¡Y cómo se arrimaban ellos
á él, y le miraban con sus ojazos bonachones, y se iban adormeciendo
poco á poco con el cosquilleo y presentando la cerviz para que también
se la rascara; y después las orejas, y luégo el pescuezo, y vuelta al
testuz y á la cara! Y cuando se cansaba Pablo, la mimosa bestezuela
le golpeaba suavemente con la cabeza, le lamía las manos y tornaba á
presentarle la cerviz. Lo cierto es que, fuera del corderillo, no hay
otro animal de faz más atractiva ni que más se haga querer.
Mientras nuestro mozo se entregaba á estos entretenimientos, arriba
aguardaban su madre y su hermana, con la mesa puesta y haciendo labor
cerca de ella, el resultado de la entrevista de los dos compadres;
lance que las tenía sumidas en graves aprensiones, bien reflejadas en
el desasosiego de que ambas estaban poseídas.
Sentábale á maravilla esta inquietud á la joven, cuyo nombre ya
conocemos por boca de Ana; pues daba viveza y grande expresión á su
fisonomía, de ordinario, aunque bella por lo correcta y frescachona,
mansa y serena, como esas noches de verano sin rumores, sin frío
ni calor, que se contemplan con gusto, pero en perfecto reposo
del espíritu y del cuerpo. Sus ojos negros, más meditabundos que
habladores, brillando á la sazón con vivo fuego sobre el rosado
cutis, y sus labios húmedos, graciosamente contraídos, pregonaban
interiores batallas, señal de que en aquel lago apacible también
cabían agitaciones y tempestades. Representaba la edad de Ana, y con
la sencillez de ésta vestía, aunque no con tanto donaire, porque éste
no es obra de las perfecciones plásticas y esculturales que abundaban
en María acaso más que en Ana, sino de un misterioso equilibrio de
proporciones y de sensibilidad entre el alma y el cuerpo, don de la
naturaleza que no se adquiere por conquista.
Cuanto puede parecerse una rama al tronco de que procede, se parecía
nuestra joven á su madre, _señora de aldea_, sana y bien conservada,
sin afeites ni aliños exagerados; antes bien, peinada y vestida con tal
sencillez y modestia, que sólo en lo pulido de su cutis, señal de que
éste andaba lejos de las injurias del trabajo al aire libre, revelaba
la jerarquía. Verdad es ésta de la sencillez y modestia en el ordinario
arreo, propia no sólo de las señoras de labradores ricos montañeses,
sino también de las damas de alto copete, si son muy apegadas al
terruño natal. Digámoslo en honra de la Montaña y de las montañesas.
Poco hablaban madre é hija; y eso poco en frases breves entre largos
espacios de silencio, para apuntar una sospecha ó fundar una esperanza.
El tema era siempre el mismo: lo que tardaba el ausente y lo que podía
significar la tardanza.
Al cabo, se oyeron pasos en la escalera y apareció Pablo en la sala,
y poco después, su padre. Representaba éste, y yo sé que los tenía,
más de cincuenta años; no era muy alto, pero fornido y sano; de rostro
abierto y noble; limpio y frescote y bien afeitada la espesa y recia
barba; corto, áspero y muy apretado aún el pelo gris de su cabeza;
lento y bien aplomado en el andar; los brazos un tanto arqueados; las
manos anchas, musculosas y entreabiertas; la voz sonora, varonil y bien
entonada; el traje holgado, de buen género, pero de modesta corte.
--Vamos á comer, que harto habéis aguardado,--dijo al entrar, mientras
su mujer y su hija se levantaban á recibirle. Y no dijo más por
entonces, ni en su semblante pudieron leer nada las curiosas miradas de
su familia.
Se sirvió la sopa; sentóse el patriarca á la mesa; bendíjola, según
costumbre, después de ocupar cada cual su puesto; y andábase muy cerca
ya del clásico estofado, cuando aquél refirió en compendio lo que el
curioso lector hallará más adelante con los debidos pormenores.
[Ilustración]


[Ilustración]


IV
PELOS Y SEÑALES

Pedro Mortera y Juan de Prezanes, vástagos de las dos familias más
ricas y antiguas de Cumbrales, ligadas siempre por amistoso vínculo,
¡caso raro en este país de quisquillas y reconcomios! Juan de Prezanes,
repito, y Pedro Mortera, eran inseparables camaradas. Pero Juan
era suspicaz, impetuoso y avinagrado de genio, y Pedro cachazudo y
reflexivo. Éste, en sus juegos infantiles, gustaba de lo seguro y
fuerte; aquél de lo más fácil, siempre que fuera nuevo, breve y vario:
el uno era muy inclinado á los trabajos rústicos y á los esparcimientos
campestres; el otro á fisgonear murmuraciones y á comentar dichos de
las gentes: Pedro era todo observación y método; Juan sentimiento,
nervios y palabra. Sólo se parecían ambos muchachos en la bondad del
corazón y en estar siempre dispuestos á dar la pelleja el uno por el
otro; así es que jamás hubo avenio entre ellos en cuestiones de gusto,
y se pasaron lo mejor de la infancia refunfuñando, cuando no á la
greña, pero queriéndose mucho.
Juntos fueron después á estudiar á la ciudad; juntos vivieron en ella,
y al mismo estudio se dedicaron. Pedro se cansó de los libros á los dos
años, y se volvió á su pueblo. Juan continuó los estudios, y fué á la
Universidad y llegó á ser abogado. Pedro, en Cumbrales, se consagró á
la labranza con verdadera afición, y mejoró mucho la hacienda que, ya
mozo, heredó de su padre. Juan, huérfano también poco después de volver
de la Universidad, y sin las aficiones de su amigo, puso en renta las
tierras que cultivaba su padre, y en aparcería los ganados que halló
en las cuadras (parte mínima de los bienes que heredó), y abrió en
Cumbrales su estudio, por no aburrirse.
Fuera de los de la villa, no había otro abogado que él en toda la
comarca; de manera que bien pronto le sobraron los negocios y las
desazones. Las desazones, porque cada contrariedad le producía una
mayúscula; y las contrariedades, verdaderos gajes de su oficio,
menudeaban á maravilla, y su carácter, lejos de mejorar con los años,
cada día era más vidrioso y quebradizo.
Por la índole misma de su profesión, se puso en contacto con nuevas
gentes y nuevas cosas; y como sus ímpetus geniales le llevaban siempre
mucho más allá de sus propósitos, necesitando ancho terreno y fuertes
aliados para vencer en los grandes apuros de sus batallas, dejóse
arrastrar fácilmente de los que le brindaron con aquellas ventajas,
y que, en rigor, iban buscando su legítimo influjo en la comarca, al
precio de unas cuantas lisonjas bien aderezadas.
De este modo llegó á ser don Juan de Prezanes un cacique de gran empuje
en el distrito, y un enredador de dos mil demonios; pues, conocido el
flaco de su carácter, no solamente lograron los seductores interesarle
con alma y vida en todo linaje de intrigas, sino hacerle creer que era
capitán y bandera á la vez, cuando, en substancia, no pasaba de ser la
mano del gato, menos que soldado de filas en aquella tropa de polillas
del bien público.
Que estas cosas y otras de parecido jaez sacaban de quicio á su
verdadero y único amigo, no hay para qué decirlo; ni son de mencionar
tampoco las tempestades que las cuerdas advertencias de don Pedro
Mortera producían en el ánimo del impetuoso don Juan de Prezanes. Era
éste, como todos los hombres irreflexivos y apasionados, enemigo mortal
de la verdad cuando la hallaba enfrente de sus flaquezas; no por
ser la verdad, sino por ser obstáculo. Los temperamentos como el del
abogado de Cumbrales, desbordados torrentes, embravecidos huracanes, no
se detienen con frenos ni con barreras. El halago y las contemplaciones
los calman alguna vez; la resistencia los espolea siempre. Son una
enfermedad que tiene sus manifestaciones en esa forma necesaria y
fatal; y esa enfermedad no ha de curarla el enfermo, sino los que le
tratan. En el ordinario comercio de la vida creen poner una pica en
Flandes los que hallan una fórmula, á modo de ley social, por la que
deben regirse los hombres que quieran tener derecho al pomposo título
de _gentes de buena educación_. ¡Qué sandez tan triste! ¡Como si todos
los hombres hubiéramos sido moldeados en una misma turquesa y con el
barro en iguales dosis y calidades! ¡Como si el alfilerazo que apenas
ensangrienta la epidermis de uno, no fuera en otro puñalada que penetra
hasta el corazón!
Métome sin permiso del lector en estas honduras fisiológicas, porque
por ellas andaba muy á menudo don Juan de Prezanes buscando la razón y
la justicia, ó, cuando menos, la disculpa de sus arrebatos geniales,
y al mismo tiempo la sinrazón, y hasta la falta de caridad con que
su amigo don Pedro Mortera le contrariaba; en lo cual don Juan de
Prezanes se equivocaba en más de la mitad, porque su amigo nunca le
contrarió sin grave causa ni por el vano afán de que valiera la suya
á todo trance; pero era demasiado crudo en sus verdades, terco en
sostenerlas, socarrón _aliquando_ y mordaz en ocasiones; y en esto no
eran infundadas las quejas del irascible jurisconsulto.
Con notorios intentos de asegurarle mejor y de chupar sus caudales,
lograron sus comilitones de allende hacerle el favor (¡el único que lo
fué de veras!) de una señorita pobre, que por casualidad salió buena
y honrada y hacendosa, y hasta supo, durante dos años de matrimonio,
dulcificar las ingénitas acritudes de su marido, y hacerle placentera
la vida del hogar. No duró más su dicha, porque Dios se llevó á mejor
destino la causa de ella, dejando en cambio al triste viudo una niña,
que recibió el nombre de Ana de su padrino don Pedro Mortera. Dos meses
antes se había bautizado un hijo de éste (cuyas bodas anduvieron muy
cercanas á las de su amigo) con el nombre de Pablo, siendo padrino don
Juan de Prezanes.
Tan diversa como sus genios fué la suerte de ambos amigos en el
matrimonio, pues cuando el del abogado se deshacía con la muerte del
único sér capaz de regir y dominar aquel carácter desdichado, el de don
Pedro Mortera era bendecido con un nuevo fruto. Pero Dios, que da la
llaga, da también la medicina; y Ana, la niña huérfana, tuvo una madre
cariñosa en la madre de Pablo y de María, y en estos niños dos hermanos
con quienes vivía más que con su padre. Cuanto á éste, confundió en
un solo amor, pues había para todos en su corazón de fuego, á Ana y á
la familia de su amigo. Pero sus tempestades nerviosas menudeaban á
medida que se dilataba el radio de sus afectos íntimos; porque, como él
decía, «cada punto de contacto me produce una desolladura; y cuanto más
cordiales son los unos, más dolorosas son las otras.»
Años andando, fueron Ana y María á un colegio, y Pablo, á quien don
Juan amaba como á un hijo, comenzó á estudiar también; con lo cual el
nervioso jurisconsulto se vió tan contrariado, solo y aburrido, que
cerró el bufete para no abrirle más. ¡Ni el demonio podía aguantarle
entonces! pues, para ayuda de males, su alianza con los trapisondistas
de marras fué estrecha como nunca, y el campo de sus batallas vasto
y revuelto á maravilla, porque los públicos acontecimientos así lo
dispusieron.
Pesaba la influencia de don Pedro Mortera, por hacienda y méritos
personales de éste, sobre media comarca, es decir, tanto como la de
don Juan de Prezanes y sus auxiliares juntos; pero, hombre sesudo y
de buen temple, veía con honda pesadumbre el uso que hacía su amigo
de las huestes que por necesidad le seguían al combate, y á qué
móviles obedecía; y ociosos fueron cuantos esfuerzos se tantearon para
obligarle á que tomara parte en las batallas que iban poco á poco
desorganizando y corrompiendo la comarca.
--Contigo--decía el testarudo labrador á don Juan de Prezanes,--contigo
y para hacer el bien de este pueblo, cuando quieras y á donde quieras.
Con esos vividores intrigantes, que te están chupando hasta la honra,
jamás.
Entre los llamados «vividores intrigantes» contaba don Pedro Mortera á
un señor de la villa, que había sido siempre muy amigo suyo, el cual
señor, por hinchazones de vanidad, no tuvo reparo en ser allí delegado
perpetuo de todos los poderes para sostener, _de cualquier modo_, la
causa de los que le servían en tres leguas á la redonda, por lo que don
Pedro Mortera no quiso más tratos con él, pues creía, y con fundamento,
que son peores que los tunos sus cómplices y encubridores.
Pues hasta este señor, don Rodrigo Calderetas (por lo demás, «gran
persona y muy caballero»), descendió de su Olimpo en la crítica ocasión
atrás citada, y cuando nada habían podido conseguir ruegos ni huracanes
del jurisconsulto para tratar de sacar á don Pedro Mortera de su
desesperante retraimiento, «del cual podía depender hasta la suerte
de la patria.» ¡Á buena parte iba la «gran persona» con sensiblerías
cursis! Don Pedro no cambió de actitud. Don Juan de Prezanes tocó
el cielo con las manos, y el caballero de la villa le sopló al oído
que su amigo y compadre era un desafecto á la situación, retrógrado,
obscurantista... y _sospechoso_. Ya por entonces era moda en España
tener por sospechoso á todo hombre formal apegado á la tranquilidad
y al sosiego. Apoyó el dictamen de la «gran persona» todo su estado
mayor, y don Juan de Prezanes, que en su sano juicio se pagaba muy poco
de matices políticos, en la fiebre del despecho tragó la insinuación
maliciosa, y no negó la posibilidad del pecado. En honor de la verdad,
no por ello dejó de querer entrañablemente á su amigo, ni volvió á
hablarle más del asunto de la alianza; pero la actitud impasible de don
Pedro y la repulsa consabida, causa fueron, aunque sorda y disimulada,
de muchas y muy repetidas desavenencias entre los dos amigos,
provocadas por las vidriosidades del jurisconsulto.
Pasó así mucho tiempo, y al cabo de él volvieron á Cumbrales Ana
y María hechas dos señoritas primorosas. Desde entonces el genio
abierto y animoso de la primera fué el bálsamo que calmó, ya que no
llegara á curar, los desabrimientos y esquiveces de su padre, y el
mejor lazo de unión entre las dos familias, tan á menudo aflojado
por las intemperancias nerviosas de don Juan de Prezanes. Pablo,
cuando se hallaba en el pueblo, contribuía en gran parte á aquellas
reconciliaciones; pues con su sencilla bondad sabía llegar al alma de
su padrino sin lastimarle, en lo cual consiste el secreto resorte con
que se rigen y gobiernan esos temperamentos desdichados.
Y ahora tenga el lector la bondad de pasar al capítulo siguiente, en el
cual acabará de conocer, tratándolos de cerca, á estos dos personajes,
y sabrá lo que ocurrió en la entrevista que, en compendio, refirió en
la mesa don Pedro Mortera.
[Ilustración]


[Ilustración]


V
ENTRE COMPADRES

Alto, enjuto, largo de brazos, afilados los dedos, pequeña la cabeza,
el pelo escaso y rubio, los ojos azules y sombreados por largas cejas,
nariz puntiaguda, labios delgados y pálidos, y sobre el superior un
bigote cerdoso, entrecano y sin guías, por estar escrupulosamente
recortado encima de aquel contorno de la boca. Tal era, en lo físico,
don Juan de Prezanes. Pulquérrimo en el vestir, jamás se hallaba
una mancha en su traje, siempre negro y fino, escotado el chaleco,
blanquísima y tersa la pechera de la camisa, de cuello derecho y
cerrado bajo la barbilla, y de largos faldones la desceñida levita;
traje que se ponía al levantarse de la cama y no se quitaba hasta el
momento de acostarse.
En tal guisa se paseaba, cuando fué su amigo á verle, desde su gabinete
(dormitorio y despacho á la vez, como lo demostraban una cama y avíos
de limpieza en el fondo de la alcoba, y afuera una regular librería,
mesa de escribir, sillones, etc.) hasta el extremo opuesto del contiguo
salón, espacioso, limpio y decorosamente amueblado.
No esperaba á su amigo, y se inmutó al verle allí. Don Pedro, como si
nada hubiese pasado entre los dos, díjole con su aire campechano:
--Te agradezco en el alma tu deseo de verme, y aquí estoy para
servirte, Juan.
Éste, sin dejar de pasearse, respondió con voz poco segura:
--Acto es, Pedro, que me obliga y te honra; pero la verdad ante
todo: yo no te he llamado á mi casa; te pedí una entrevista donde tú
quisieras.
--¿Te pesa que haya venido?
Detúvose en su paseo el hombre que era un manojo de nervios, miró á
su amigo y compadre con ojos que lanzaban chispas, y dijo, ronco y
tembloroso, dándose una manotada sobre el angosto pecho:
--¡Te juro que no!
--Pues entonces, sobran los reparos, Juan, y, si un poco me apuras,
toda explicación entre nosotros; porque donde habla el corazón, calle
la boca.
Y en esto, don Pedro, con los brazos entreabiertos, cortaba el camino
y seguía con la vista á su amigo, que había vuelto á sus agitados
paseos.
--Entiendo tu deseo y ardo en el mismo--repuso éste desviándose y
esquivando las miradas y los brazos de su compadre;--pero no es tiempo
todavía.
--Pues si el corazón lo pide y Dios lo manda, ¿qué te
detiene?--respondió don Pedro, dejando caer los brazos, desalentado y
triste. Luégo añadió con honda amargura:--¡Parece mentira, Juan, que
cosas tan leves nos conduzcan á situaciones tan graves!
--Nada es leve para el amor propio ofendido... Somos de esa hechura, y
no por culpa nuestra.
--Pero tenemos una razón para domar las demasías del carácter.
--Prueba es de ello que te he propuesto una reconciliación... y por
cierto que no se te ha ocurrido á tí otro tanto.
--De mi casa huíste sin haberte ofendido nadie en ella; te encerraste
en la tuya y te negaste á toda comunicación con nosotros, que te
queremos... que os queremos más que á la propia sangre.
--Toda la vida hemos andado así, Pedro.
--Pues esa triste experiencia me ha enseñado que el mejor remedio
contra tus arrechuchos es dejar que se te pasen. Por pasado dí el
último cuando me llamaste, y á tu lado vine con los brazos abiertos.
¿Por qué me niegas los tuyos?
--Porque los reservo para después que hablemos y nos entendamos.
--¿Dudas de la lealtad de mi corazón?
--Dudara antes de la del mío, Pedro; mas entra en mis intentos que esta
avenencia que hoy deseo y te propongo, se afirme en algo más que en el
olvido de las pequeñeces pasadas... Ven, y sentémonos.
Entraron los dos compadres en el gabinete; sentáronse frente á frente
con la mesa entre ambos, y dijo así don Juan, manoseando al mismo
tiempo una plegadera de boj que halló á sus alcances:
--Sin ciertas diferencias que nos dividen y nos separan á cada momento,
tú y yo, en perfecta y cabal armonía, pudiéramos hacer grandes
beneficios á Cumbrales.
--Ese es el tema de mi eterno pleito contigo, Juan.
--Sí; pero no se trata ahora de puntillos del carácter, de la cual
dolencia todos padecemos algo, Pedro amigo, aunque no lo creamos así,
sino de puntos de mayor alcance y entidad; puntos en los que pudiéramos
ir tú y yo muy acordes aun dentro de nuestras continuas desavenencias,
verdaderas nubes de verano.
--Sospecho á dónde vas á parar con ese preámbulo; y si las sospechas no
mienten, el asunto es ya viejo entre los dos. De todas maneras, déjate
de rodeos y dime en crudo qué es lo que pretendes de mí.
--Viejo es, en efecto, entre nosotros dos el asunto de que voy á
hablarte, y del cual no te he hablado años hace por respetos que te son
notorios; pero de poco tiempo acá, ofrece el caso aspectos de gravedad
que antes no ofrecía, y esto me obliga á quebrantar mis propósitos. Á
la vista está que de día en día crece el encono entre los bandos en que
están divididos este pueblo y los limítrofes.
--Lo que á la vista salta, Juan, es que se detestan y se persiguen
á muerte los capitanes de esos bandos. Los pobres soldados no hacen
otra cosa que lo que se les manda ó les exige el deber... ó la triste
necesidad.
--Lo mismo da lo uno que lo otro.
--Precisamente es todo lo contrario, puesto que el día en que los jefes
dejen de ser enemigos, volverán los subalternos á ser hermanos.
--Á ese fin quiero yo ir á parar, Pedro.
--¿Por qué camino, Juan?
--Por el más breve y llano. Ayúdame con todas tus fuerzas en la batalla
electoral que se prepara, y el triunfo es nuestro en todo el distrito.
--¿Y después?
--¡Después!... ¿Quién ignora lo que sucede después de un triunfo en
tales condiciones?
--Tú lo ignoras, Juan, pese á tu larga experiencia.
--Gracias por la lisonja.
--Pues es el mejor piropo que puedo echarte en este momento. Si te
dijera yo que el verdadero botín de esas batallas era el cebo que te
llevaba á ellas, no creyera, como creo, que en esto, cual en otras
muchas cosas, la pasión te ciega y el corazón te engaña.
--¡Á mí?
--Sí, y además te vende. Y en prueba de que no me equivoco, voy
á decirte lo que verdaderamente hoy te apura y acongoja. Desde
que candorosamente te pusiste al servicio de ciertos amigotes de
campanillas, tomando sus adulaciones y embustes por sinceridades, has
luchado á su favor en esta comarca con varia fortuna, según que los
intrigantes de por acá te han ayudado ó te han combatido. Las últimas
campañas han sido terminadas muy á tu gusto, porque no te han faltado
auxiliares de fama y de empuje, fuera y dentro de este municipio.
No conozco al pormenor la actitud en que hoy se hallan tus aliados
forasteros; pero me consta que tu vecino _Asaduras_, el enredador
electoral más sin vergüenza de la comarca, se ha pasado al enemigo
con armas y bagajes; y te has dicho, como en parecidas ocasiones:
«Si Pedro me ayudara con todas sus fuerzas, mi triunfo era infalible;
y triunfando yo, no solamente conseguiría el objeto principal de la
batalla, sino que ponía el pie en el pescuezo á ese pícaro desleal.»
--Y ¿qué mal habría en ello?--exclamó aquí con voz airada don Juan,
doblando como un espadín la plegadera entre sus dedos convulsos.
--Ninguno, ciertamente--replicó don Pedro con entereza.--El mal está
en que las cosas hayan venido á parar ahí; en que tú, hombre honrado,
independiente, bueno y generoso, pactaras alianzas con esa canalla, y
que entre todos hayáis convertido á Cumbrales en feudo desdichado de
dos aventureros.
--¡Pedro!... ¡Pedro!--gritó aquí don Juan de Prezanes, incorporándose
lívido en el sillón y haciendo crujir la plegadera.--¡No empecemos ya!
¡De esos á quienes llamas aventureros, el uno siquiera, por amigo mío,
merece tu respeto!
--¡Amigo tuyo!... ¡Merecedor de mi respeto! ¡El marqués de la Cuérniga,
ayer traficante en reses de matadero, concursado cien veces, marrullero
y tramposo, y de la noche á la mañana, y Dios sabe por qué, título de
Castilla y diputado á Cortes!...
--¡Pedro!... ¡Pedro!...
--¡Amigo tuyo... porque te escribe y te adula cuando te necesita, como
te escribía y te adulaba también el otro personaje de alquimia, el
barón de Siete-Suelas, su digno competidor en el distrito, hoy amparado
por el pillastre Asaduras!... ¡Amigo tuyo!... ¿En qué lo ha demostrado?
¿Qué favores te ha hecho?
--Cuantos le he pedido, ¡vive Dios!
--Es verdad: obra de su poder y de tu deseo son las crueles venganzas
consumadas aquí en infelices campesinos que, al seros desleales en la
lucha, acaso les iba en ello el pan de sus familias; favores suyos son
también las ratas que habéis metido en la administración municipal, y
los esfuerzos que aún se hacen para echar á presidio lo único honrado
que en ella nos queda.
--¡Voto á tal--rugió aquí don Juan de Prezanes (y le echó redondo)
haciendo crujir la plegadera,--que esto ya pasa la raya de todas las
conveniencias!
--Á los hombres como tú, Juan--añadió don Pedro imperturbable,--y
á los niños, hay que decirles la verdad desnuda; y tú eres un niño
tesonudo y obcecado, porque la sensibilidad te roba el entendimiento,
y la pasión te deslumbra. Tú no harías el daño que haces, pues eres
bueno y honrado, si no tuvieras quien te azuzara y pusiera las armas
en tus manos. Ni siquiera te excusa la ignorancia ó la perversidad de
los caciques del otro tiranuelo, que á su vez hacen lo mismo. ¡Lo
mismo, Juan! porque en estos desdichados lugares, las venganzas y las
tropelías se cometen por riguroso turno; y éste es el favor que debe
Cumbrales á sus representantes. Ellos son los toros de la fábula; el
distrito, el charco de pelea; y nuestros pobres convecinos, las ranas
despachurradas. Y ¿para qué esos sacrificios incesantes? Para provecho
y regalo de dos farsantes vividores, caídos aquí como en tierra de
conquista. ¿Cuáles son sus títulos para representarnos en Cortes?
¿Quién los ha llamado? ¿Quién los conoce en el distrito sino por la
huella desastrosa que dejan á su paso por él? ¡Y quieres que yo te
ayude en esta obra de iniquidad! ¡Y eso lo pretendes cuando la nación
entera arde en guerras y escisiones, y hay un campo de batalla á las
puertas de nuestros pobres hogares! ¡Nunca, Juan, nunca!
Ya comprenderá el lector que con mucho menos que esta andanada,
soltada á quemarropa y en mitad del pecho, había sobrado para que
echara chispas el hombre más cachazudo, cuanto más el irritable y
eléctrico don Juan de Prezanes. El cual, trémulo y desencajado, antes
que su amigo dijera la última palabra, ya había convertido en hilachas
la plegadera entre sus manos. Sudaba hieles y parecía una pila de
rescoldo. No le cabía en la estancia; al revolverse en ella nervioso y
desatentado como fiera enjaulada, tumbaba sillas á puntapiés, y con
el aire de sus faldones agitados, volaban los papeles sueltos de la
mesa. Rugió, golpeóse las caderas con los puños cerrados, mesóse el
ralo cabello con las uñas, amagó apóstrofes fulminantes, injurias...
hasta blasfemias, y ¡caso inaudito en él! ni á una sola palabra, de
la tempestad de frases iracundas que bramaba en su pecho, dieron
salida sus labios. Devorábalas á medida que á borbotones acudían á su
boca; y aquella plenitud de furia comprimida, la denunciaban sus ojos
inyectados de sangre y el temblor de todas sus fibras. Causaba espanto
el bueno de don Juan de Prezanes. Felizmente no duró mucho tiempo la
peligrosa crisis, porque también obra milagros la voluntad; y la del
letrado de Cumbrales fué en aquella ocasión heróica sobremanera.
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