El sabor de la tierruca - 09

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--En dos palabras te despacho--dijo sonriéndose la vieja; y añadió en
seguida:--Amigo de Dios, éste era un mozo soltero, con pocos bienes de
fortuna, pero amañado y trabajador que pasmaba. Pasábase lo más del día
en el monte cortando varas de avellano para hacer en su casa zonchos
y adrales, que vendía en ferias y mercados; trabajaba además un poco
de tierra prestada, y tenía una vacuca en aparcería. Así iba tirando
el hombre de Dios, con los calzones remendados y no muy llena la
barriga, pero en buena salud y muy contento, porque no había conocido
cosa mejor. Pues, señor, que estando un día en el monte y en lo más
espeso de él, porque en lo más espeso se jallan siempre los buenos
avellanos, corta esta vara y corta la otra, cátate que oye tocar el
_bígaru_[3] ajunto á sí mesmo, y de un modo que gloria de Dios daba el
oirle. Y oyendo tocar el bígaru tan cerca, y no viendo por allí pastor
que pudiera hacerlo, fuése detrás del son; y yéndose detrás del son,
apartaba las malezas; y apartando y apartando, llegó á un campuco muy
majo, donde vió el bígaru solo arrimado á una topera grande y sonando
sin parar. Pues, señor, qué será, qué no será, acercóse á la topera,
y vió que en el borde mesmo de ella y con las patucas metías en el
ujero, estaba sentao un enanuco, menor que este puño cerrao, y que este
enanuco era el que tocaba el bígaru. Viendo el enanuco al mozo, deja de
tocar y dícele:--«¿Qué hay, buen amigo?--Pues aquí vengo,» respondió el
otro, «por saber quién tocaba tan finamente; pero si es que estorbo, me
volveré por donde vine.» Á lo que volvió á decirle el enanuco:--«¡Qué
estorbar ni qué ocho cuartos, hombre!... sépaste que para que tú
vinieras he tocado yo.» Pues, amigo de Dios, que en éstas y otras,
métense en conversación el enanuco y el mozo, y cuéntale el mozo al
enanuco todos los trabajos de su vida. Y contándole todos los trabajos
de su vida, dícele el enanuco al mozo:--«Pues, amigo, de todo eso era
yo sabedor y noticioso; y porque lo era, te llamé para preguntarte
qué deseas en premio de tu hombría de bien.» Á lo que respondió el
mozo:--«Con que fuera mío lo que á renta y en aparcería llevo, y dos
tantos más para vivir sin esta fatiga del monte, que es la que me
quebranta, creyérame el más rico del lugar y no envidiara al rey de las
Indias.--Pues tendrás lo que deseas, si eso te basta,» dijo el enanuco.
Y volvió á responder el mozo:--«Me basta, y hasta me sobra, si bien se
mira, lo que hasta hoy he tenido y el mal uso que haría de cosa mejor,
por desconocerla.» Con que, amigo de Dios, cátate que le dice en esto
el enanuco:--«Coge de esta tierra que ves junto á mí, y échatela en el
pañuelo.» Asombróse el mozo, porque pensó que el enanuco se burlaba de
él, y tornó á decirle el enanuco:--«Cógelo, hombre, sin recelo, que de
ello tengo yo llenos los mis palacios, á los que se va por este ujero
en que estoy.» Por si era ó por si no era, el hombre sacó del seno el
moquero, y echó en él una buena _mozá_ de aquella tierra, y añudó
luégo los picos. Y díjole entonces el enanuco:--«Ahora, vete á casa, y
cuando te acuestes, pon debajo de la almohada esa tierra, según está
en el pañuelo. Al despertarte mañana, verás si te he engañado.» Pues,
señor, que lo hizo como se lo mandaron; y ¡quién te dice á tí que, al
despertar al otro día con el sol, abre el pañuelo, y ve que la tierra
se ha convertido en ochentines y onzas de oro!... ¡más de mil había
entre unos y otras! Como que el pobre zonchero pensó enloquecer de
alegría. Pues, señor, que, entrando en su quicio poco á poco el mozo,
empezó á echar sus cuentas: tantos carros de tierra así; tantos asao;
tantas reses de esta clase; tantas de la otra; el carro de tal modo;
la casa de cuál otro... Y cátale en poco tiempo con unas labranzas
de lo mejor y unos ganados que tenían que ver; bien comido y bien
trajeado, y con buenas onzas sobrantes al pico del arca; motivao á lo
que las mejores mozas le persiguieron, echándole memoriales con los
ojos. Y bien lo merecía, que, no por ser buen mozo y rico, dejaba de
ser trabajador y honrado, como cuando era pobre. Pero, amigo de Dios,
cátate que un día se le antoja ver un poco de mundo, cosa que jamás
había visto, y plántase en la ciudad, de golpe y porrazo. ¡Él que allí
se ve entre tanta gala y señorío!... ¡Madre de Dios!... ¡Aquéllas
sí que eran mozas, con sus vestidos de seda y sus abanicos y sus
lazos de crespón y sus caras de rosa de mayo! ¡Aquéllos sí que eran
mozos, con sus casacas de paño fino, sus borlajes de oro y sus botas
relucientes! ¡Y qué vida la suya! Éste á caballo, aquél en coche; el
otro de brazalete con la señora; paseo abajo, paseo arriba; comedia
aquí, valseo allá; buena mesa, muchos sirvientes y gran palacio...
vamos, que vivir así y vivir en la gloria, pata. De modo y manera, que
volvió el mozo á su pueblo pensando ser la criatura más desgraciada
del mundo. Volviendo así á su pueblo, cogió _duda_ á la borona, dió en
aborrecer el trabajo, y los días enteros se pasaba pensando en aquello
que había visto y en ser un caballero de los más regalones; y pensando
de esta manera, quería una dama por mujer, y no había que mentarle
las mozas de su lugar, que todas le parecían poco para un personaje
como él. Pues, amigo de Dios, que abandonó las labranzas por entero,
y tuvo que comer de lo agorrao, mientras le andaba cierta idea en el
majín, que no se atrevía á poner por obra; pero cátate que no tuvo otro
remedio que ponerla, porque lo agorrao iba á acabarse, y él no estaba
por volver á trabajar las tierras que tenía en abandono. Un día unció
los bueyes al carro, puso en él media docena de sacos vacíos, y arreó
hacia el monte; y arreando hacia el monte, llegó al sitio que buscaba;
y llegando á aquel sitio, oyó sonar el caracol del enanuco; y oyéndole
sonar, se acerca al enanuco y le dice:--«Hola, buen amigo: pues yo
venía á darle á usté las gracias por el favor que me hizo tiempo atrás,
y á pedirle otro nuevo, si no ofende.--¡Qué ha de ofender, hombre!»
respondió el enanuco. «En siendo cosa que yo pueda, pide con libertad.»
Alegrósele el corazón al mozo, y tornó á decir al enanuco:--«Pues yo
deseara llenar estos sacos que traigo aquí, de la misma tierra que
usté me dió la otra vez.--Todo este campo es de ella,» respondió el
enanuco; «con que así, cava donde quieras y llénalos á tu gusto. No te
olvides de ponerlos esta noche cerca de la cama para abrirlos en cuanto
despiertes al amanecer.» Y con esto, metióse el enanuco por el ujero á
los sus palacios; con lo cual quedóse solo el mozo; y cava, cava, en
un periquete llenó de tierra los sacos, y se volvió á casa con ellos
más contento que unas pascuas. Llegó la noche, acostóse, durmió poco
con la brega que traía en el majín, y al amanecer ya estaba el mozo más
listo que las liebres; y estando más listo que las liebres, pensaba en
abrir un pozo muy hondo para guardar tantas onzas como iban á salir de
aquellos sacos; y pensando en esto, los abrió; y abriéndolos... ¡hijo
de mi alma!... no encontró en ellos más que la tierra que había cavao
en el monte. Quedóse en la agonía el pobre hombre; y quedándose así,
llegó á consolarse cavilando que, mirando bien las cosas, con lo que
ya tenía de antes le bastaba; y cavilando esto, fué al cajón donde
guardaba las pocas monedas sobrantes... ¡y tierra eran también como
la de los sacos!... ¡y tierra los papeles de sus compras! Fué á la
cuadra... ¡y montones de tierra los bueyes!... ¡y montones de tierra el
ganado que pagó con el dinero del enanuco! No quedaba allí otra bestia
que la vaca en aparcería. Reparó entonces en la casa, y vió que era
la misma en que él vivía cuando era pobre zonchero: á la puerta había
un coloño de varas y unos adrales á medio hacer. Gimió y golpeóse, el
venturao; y al monte fué á contar su desgracia al enanuco; pero el
enanuco le dijo:--«Eso que te pasa, no puedo remediarlo yo: quien por
mi mano te dió la riqueza que has menospreciado, te dice ahora por
mis labios que la miseria en que vuelves á verte es el castigo que da
Dios á los cubiciosos que quieren pasar de un salto, y sin merecerlo,
de zoncheros bien acomodados, á caballeros poderosos.» Y colorín
colorao... ¿Qué te paece del cuento, Nisco?
[3] Caracol marino.
--Pues no me paece cosa mayor--respondió Nisco, que había estado
escuchándole con la boca abierta.--Pero, valga ó no valga, ¿por qué me
le cuenta usté aquí?
--Cuéntotelo aquí, porque, como dijo el otro, aquí te cojo y aquí
te mato; y cuéntotele también, por si conociste tú al zonchero, ú á
persona que se le ameje siquiera en los humos de la chimenea.
--¡Yo no conozco ni he conocido á naide de esas señas!
--Pues yo sí, Nisco. Yo conozco á uno, amejao al zonchero en las
infladuras de la vanidá; un mozo que, por tener de todo, tuvo una novia
como unas perlas, que por él se moría y por él se muere.
--¡Bah, bah!--dijo aquí Nisco clavándose en la alusión de la
vieja.--¡No me venga con coplas!
--No son coplas éstas--replicó la Rámila impertérrita:--son verdades
como puños, que te importan más que á mí. Hace ya mucho que andas
caminando hacia el monte con los sacos vacíos en el carro; y te salgo
al encuentro para decirte que te vuelvas, porque sé lo que te aguarda
si los llenas como el zonchero. Aquellos tesoros no son para tí,
probe tonto, que guardados están para quien mejor los merece. Buenos
los tienes en tu casa; vuélvete á cuidarlos, que tierra será para tí
el mejor de todos ellos, si la cubicia llega á descubrírsete como al
otro. Yo sé que hoy te quiere Catalina más que antes te quiso; pero
también sé que no te querrá así el día en que tú seas la rechifla de
Cumbrales. Y ahora vete con Dios y perdona el poste; pero no olvides el
cuento de _El zonchero cubicioso_, que has de agradecérmelo.
Con lo que la Rámila se entró en la corralada de don Pedro Mortera, y
Nisco tomó el camino de su casa, mustio y contrariado... y voy á lo
que decíamos de los elementos conjurados contra los planes de este
mozo: no bien abocó al estragal, encaróse con él Juanguirle, que iba á
salir á _picar_ leña en la accesoria, y le echó un trepe que ardía. En
conclusión le dijo:
--¡Por vida del chápiro verde, que no sé qué te hiciera para quitarte
ese hipo de monja en viernes!... Pues mira que si con guantadas se
curara, ya tenías un par de ellas encima. ¡Dígote con los hombres
de ahora, voto á briosbaco y balillo! Si tienes un pesar, dile ó
revienta... Si son chapucerías de desjuiciado, acuérdate de que eres
hijo de un hombre de bien. El demonio me lleve si yo sabía la menor
cosa hasta que tu madre me lo dijo esta tarde, por haberlo aprendido
ella en el río. Contábate, como yo, con los cinco sentidos puestos en
la muchacha, que, en ley de verdá, vale más que tú; cuando salimos
con que... ¡por vida del chápiro verde! resulta que no hay nada de lo
dicho, porque el fachendoso del hijo mío hace una eternidá que volvió
las espaldas. El porqué, tú lo sabrás: yo no le sé ni le sabe tu
madre; y en la muchacha no consiste, que así lo juró cuando tu madre
topó con ella al volver de lavar y la habló del caso, porque debía
hacerlo. De nada te acusa más que de ausencia; por leal se afirma, y
con llorar se venga. Esto la ensalza, si juró verdá, y á tí te honra
poco, Nisco... y á mí no mucho, que tu padre soy. Si el serlo te
encoge para hablar conmigo de esos particulares, no se los calles á
tu madre cuando venga de la mies y te busque la lengua... porque ha
de buscártela y con mucha razón. Lo que yo te digo es que, inocente ó
culpado, vuelvas á tus cabales y cumplas con tu deber, que no tienes
rentas para hacer vida de señor manido entre cristales... ¡Y en qué
tiempo, voto al chápiro! cuando asoma la _cogedera_ y más brazos se
necesitan en casa, y cuando me veo con una zancadilla á cada vuelta que
doy en el Ayuntamiento. Porque has de saberte que hasta de las locuras
de don Valentín se quiere sacar partido por la gente que allí me han
puesto para que tu padre caiga en la trampa, ya que no quiere cerrar
los ojos á sus fechorías... porque aquello, hablando en claridá, es
una ladronera consentida... Pero ¡voto á briosbaco y balillo! ¡yo les
juro que á la sombra mía no las han de urdir allí mientras tu padre sea
alcalde!
Y se fué á su quehacer el bueno de Juanguirle, de muy mal humor, cosa
que le acontecía rarísimas veces en la vida. Pero Nisco era testarudo;
y por más que el mundo entero pareciera empeñado en meterle por los
ojos lo que sus ojos no querían ver, lo que tenía entre cejas allí
había de estarse mientras no se lo arrancara _quien_ allí se lo había
puesto.
[Ilustración]


[Ilustración]


XVI
UNA DESHOJA

Con la _secura_, que no cesaba por seguir el tiempo al Sur, las mieses
se pusieron hechas una bendición de Dios, y en la última semana de
octubre no quedaba una caña de alubias sin _pelar_ en las heredades,
y las panojas, bien granadas y bien secas, iban á desprenderse ellas
solas de los maíces, si muy pronto no las amontonaban sus dueños en el
desván. Pero ¡con poco mimo las observaban éstos uno y otro día, para
dejarlas expuestas á la voracidad de los cuervos, ó á los riesgos del
temporal que podía presentarse á la hora menos pensada! ¡El fruto de
tantas fatigas, el pan de todo el año!
Aún no había espirado el mes, cuando comenzaron á invadir la vega, por
todas sus _portillas_, carros con altos adrales; y cada familia en
su heredad, pela aquí, pela allí; panojas al garrote y _garrotados_
de panojas á los carros; de vez en cuando, sube que sube los adrales,
según iban llenándose las teleras; después, los _calabazos_ encima
de las panojas y en el _payuelo_ de la pértiga, y hala para casa, á
campo travieso, primero, tirando los bueyes dentelladas furtivas al
retoño ajeno; y después, por la cambera, canta que canta el eje, untado
con tocino; y ya en el portal el carro, allá va la carga de panojas
arrastrada con las trentes sobre los garrotes, tan pronto llenos como
subidos al desván, al hombro del mocetón ó sobre la cabeza de su
hermana: en una pila el maíz, y aparte los calabazos; de éstos, los
duros y _berrugones_ á un lado, para la olla; y á otro, los blandos y
aguachones, para los cerdos.
En poco más de una semana se cogieron todas las mieses, y aún sobraron
días para dar una pasada con el dalle á los prados viciosos, y para
_sacudir_ muchos castaños y recoger los entreabiertos erizos, pues los
muchachos empezaban á derribarlos del árbol á pedradas, y más de una
_magosta_ habían hecho ya con las castañas cosechadas así.
Todas estas faenas eran de ver en una casa como la de don Pedro
Mortera, donde los frutos entraban en grandes cantidades. ¡Qué ir y
venir de carros y de obreros! ¡Qué cantar en aquel corral los ejes,
y vocear los carreteros, y sonar las panojas como fuelles de papel al
deslizarse unas sobre otras en los adrales, y después como truenos
lejanos, al caer por la rabera en el garrote; y el acompasado pisar,
escalera arriba y abajo, de los que las llevaban al desván! ¡Y qué
pilas se iban formando en él, clase por clase; porque el maíz de unas
heredades era de grano redondo, y el de otras de _diente de perro_! Y
cuando el desván se llenaba, la misma actividad y el propio ruido en el
vasto granero de la accesoria del corral, donde ya estaba la cosecha de
alubias oreándose.
Para deshojar tanta panoja, se necesitaban muchos días y mucha gente,
y esta tarea la inauguraba don Pedro con una _deshoja_ pública,
digámoslo así, en el desván de la casa, por seguir una costumbre jamás
interrumpida en ella, ni en otras muchas del lugar. De esta costumbre
clásica de la vida campestre montañesa he hablado yo en otro libro; mas
no ha de impedirme esta consideración, que no deja de ser atendible,
dedicar unas cuantas pinceladas á aquella deshoja de don Pedro Mortera,
siquiera por el enlace que tuvo con los descosidos acontecimientos de
este insubstancial relato.
No se tasaba el número ni la calidad de las personas para entrar allí;
y en la noche de que hablo, antes de las ocho, pasaban de cincuenta,
jóvenes las más y de buen humor, las que estaban sentadas en el suelo
alrededor de una montaña de panojas. Para alumbrar este cuadro no
bastaba un farol, y había hasta tres, colgados en otros tantos postes;
y aun así no se lograba más que barrer un poco las tinieblas hacia los
fondos interminables del desván, donde se _veían_, apretadas y negras,
debajo de las deprimidas vertientes del tejado.
Menudeaban los cantares de las mozas; respondían los mozos con sus
baladas lentas y cadenciosas; relinchaban, entre balada y cantar,
los que sabían hacerlo con recio pulmón y adecuado gaznate; reíase
acá, murmurábase allá; y, en tanto, las panojas deshojadas caían en
los garrotes como lento pedrisco; y la montaña del centro descendía,
socavada poco á poco, mientras crecía sin cesar la cordillera de hojas
que iba formándose por detrás de la gente; desocupábanse á menudo
los garrotes llenos, en un espacio despejado en conveniente lugar;
y el ruido que aquellas cascadas de panojas producían al caer sobre
el sonoro tablado, ruido semejante al de un tren de artillería en
calles mal empedradas, era como el _bajo_ del incesante é infernal
desconcierto... Y cuenta, lector filarmónico, que esto del desconcierto
lo digo acordándome de lo fino de tu oreja; que, por lo que toca á
las de aquella rústica gente, por muy grata y sabrosa reputaban la
baraúnda.
De nuestros conocidos, veíanse en la deshoja (estilo de revistero de
salones) á Catalina, Nisco, el Sevillano y Chiscón, Pablo entraba y
salía á menudo, porque su padrino y Ana estaban de tertulia en la sala
con motivo de la solemnidad de la noche, solemnidad tormentosa, pero,
al cabo, solemnidad, en que los buenos amigos debían tomar parte para
tener por un lado aquellas largas horas de barullo y desgobierno.
Repito que Pablo hacía frecuentes visitas á la deshoja, porque aquella
noche le solicitaban dos impaciencias á cual más poderosa: al lado
de Ana, la de ver lo que pasaba en el desván; y en el desván, la de
volverse al lado de Ana.
Yo no sé si fué la malicia ó la casualidad ó el diablo quien lo
dispuso; pero es lo cierto que Catalina y Nisco estaban sentados hombro
con hombro, y enfrente de ellos, Chiscón y el Sevillano. Nisco, que no
soltaba la murria que le partía, había ido á la deshoja «por ser cosa
de Pablo,» y porque no hubiera tenido racional disculpa su ausencia de
allí aquella noche. Entró en el desván con su amigo, disimulando el
gusanillo que le roía; tomó puesto á la casualidad en medio del barullo
revuelto al comenzar la deshoja, y ¡cuáles no serían su asombro y su
despecho, viendo que cuando él posaba las asentaderas en el suelo,
hacía otro tanto á su lado Catalina con las suyas. Cambiar de puesto,
era escandalizar; pretender que la moza cambiara, una impertinencia
insostenible. Resignóse y propúsose tapar con máscara risueña y
jubilosa, la corajina que le hervía en el pecho.
Al principio todo fué bien, salvo algún codazo que otro que Catalina
le daba, lo cual era inevitable, porque los brazos de la moza eran
argadillos, según lo que se movían, cogiendo, deshojando y despidiendo
panojas sin cesar con las manos, y el terreno no sobraba alrededor
de la pila; pero se fué encrespando la bulla; sonaron los primeros
relinchos; comenzaron los cantares, y ya se podía echar un párrafo á
media voz con un adyacente, sin ser oído de los demás.
Esta ocasión aprovechó Catalina para decir á Nisco, con la cara y el
acento de la misma sátira en persona:
--Vaya, que estarás, en el punto en que te hallas y pegante á esta
probeza, como si las tablas te quemaran el detrasero... Pues ¡cómo ha
de ser, hijo! yo no tengo la culpa.
Nisco respondió, con la risa del conejo:
--Se está uno aquí, porque le da la gana, que estar se sabe en lugar
más alto cuando al caso viene.
--Y porque no mientes ahora--replicó Catalina,--dije yo lo dicho... ¡no
faltaba más! Basta mirarte, hijo, sin saber lo que se sabe, para ver
que este puesto no es el tuyo. La probeza aquí, como San Pedro en Roma;
pero la gente fina, como tú, á la sala con los señores.
--¡No sería la primera vez!
--¡Ya se ve que no!... ¡Y como que á la presente te estarán echando de
menos! Tonto serás, Nisco, en perder la ganga por este cumplido que
naide te agradece.
--¡Cada uno á su hacienda, Catalina!
--Vamos, que con lo grandona que va á ser la que te espera, no te
vendrá mal un mayordomo... ¡Vaya que fué estrella la tuya, hombre!
--¡No escomencemos!
--¡El diantre tiene cara de condenao!... ¡Mira que tendrás que ver, del
brazalete de una señora tan pudiente y tan fina, coleando la casaca por
esas callejas!... Oiréis la misa ajunto el altar mayor... ¡Jesús y los
santos del cielo no me falten en mis últimas!... Otra lotería como ella
nunca cayó en Cumbrales.
Amoscóse más Nisco, y respondió á esta burla:
--¡Te digo que no escomencemos... y que no traigas en boca á quien de
tí no se alcuerda!...
--¡Ni de tí tampoco, fanfarrias!--saltó Catalina con reconcentrado
veneno, aunque bien disfrazado con sonrisas falsas para que los
circunstantes no le conocieran.--Como no comas otro pan que el que por
ahí te venga, buenas tripas vas á echar hogaño. Toma surbia con solimán
de lo fino, y maja terrones por recreo, que eso es regalo para un
descastao y fachendoso baldragas como tú... ¿No te dije yo que cuanto
más subieras mayor sería la costalada? Pues ya te la estás arrascando
días acá... Aunque piensas que no miro, bien te veo con el moco lacio,
contando los morrillos de las callejas. ¿Diéronte portazo? ¡Bien lo
merecías! ¡Toma estudios ahora y date vientos de señorío, mondregote,
que más arriba está quien manda, para hacer josticia seca!
Nisco recibió todo este metrallazo á la oreja, sin poder contestarle á
su gusto, porque la ira le cegaba ya y temía dejarse arrastrar de ella
en aquel sitio. Dominóse como pudo, y remató el altercado amenazando á
Catalina con un desaire en público, si no enfrenaba la lengua. Temió
la moza y callóse... por entonces, porque su boca fué un alfiler para
Nisco mientras duró la bulla en el desván.
Y aconteció también que, como la una y el otro siempre que hablaban se
sonreían, aunque de muy mala gana, Chiscón, que no los perdía de vista
un instante, tomó al pie de la letra aquel falso regocijo; creyóle
señal de una reconciliación, y vió, por ende, su pleito en riesgo
grave. Así lo entendió también el Sevillano; por lo que se brindó de
nuevo á _despachar_ el estorbo, si al de Rinconeda le convenía este
atajo para llegar más pronto al fin de su jornada.
--Me dió á mí ya que cavilar--dijo Chiscón,--lo que pasó al respetive
del sitio. Con ella vine, á mi vera estaba aquí, presentóse allá él;
y cuando pensé que me sentaba arrimado á ella, ya la ví onde la ves
ahora. Pues la puerta me abrió; que no, nunca me dijo... pero esto no
lo entiendo.
--¡Zi no hubiera tú largao tanta zoga!...--replicóle el Sevillano.
--Verdá es--dijo el otro,--que por ansia de asegurarla mucho, bien
puede haberse escapao la ocasión. Eso ha de verse luégo; que tal está
el particular, que no deja más espera.
Era Chiscón hombre poco palabrero en cosas que le llegaban á lo vivo;
y después de decir esto, no quiso que allí se hablara más del asunto;
pero continuó viendo y observando.
Cuando cesó lo más recio de la bulla, porque los gaznates se cansaron
de gritar, comenzaron los dichos y los relatos á entretener á la
gente. Se apuntó algo sobre si entraría ó no entraría _el facioso_ en
Cumbrales; pero la mitad de los oyentes no creían en la existencia de
él, y la otra mitad daba el riesgo por fraguado en la imaginación del
ocioso don Valentín; por la cual este asunto dió poco entretenimiento.
Pero salió á relucir la tribulación de Tablucas, ¡y esta materia sí que
absorbió los sesos á la gente!
Por lo que allí se dijo, desde que nosotros vimos á Tablucas en
la taberna de Resquemín, el asunto del perro no había mejorado un
punto, si es que no andaba peor: los mismos garrotazos á la puerta
en anocheciendo, y el propio animal en el murio en cuanto alumbraba
la luna; la viuda asegurando que nada oía ni veía de ello á tales
horas; la familia _embrujada_ llenando de cruces puertas y ventanas
de día, y tiritando de miedo por la noche; algunos vecinos de la
barriada encerrándose en casa al ponerse el sol, _por si acaso_; muchos
otros del lugar, recelosos de todo perro desconocido, y, lo que más
importaba, el pobre Tablucas sin hora de sosiego para trabajar la
herencia que traía entre manos, y dar en el quid de una dificultad que
no podía vencer en la máquina que imaginaba para pinchar _lumiacos_.
Uno de la deshoja aseguró que, pasando una noche á su casa por delante
de la de Tablucas, oyó los tamborilazos; que, mirando por una rendija
de la portalada, creyó ver una persona que se metió corriendo en casa
de la viuda; pero que de perro en el murio, no vió pizca. Un viejo que
esto oyó, dijo mal de aquella mujer, y mezcló en los supuestos al hijo
de don Valentín.
--¡Jos!--exclamó otro de los oyentes,--eso, ya pa con tocino, tío
Pamplingue... Por ahí no va el agua de los tamborilazos.
--No vos diré que vaya--repuso el viejo.--Dicho es que vos dije por lo
que dicen; que yo, ni entro ni salgo. Porque tamién se dijo si en cá
de Tablucas se fisgoneaba mucho lo que pasaba en cá de la su vecina; y
bien pudieran, á modo de escarmiento, y pa cerrar los ojos á éste y al
otro... Pero tocante á lo del murio, ¡eso pasma de too!
Sobre lo del murio, no faltó quien dijo que podría consistir (según
parecer del señor cura) en unos cantos gordos que había á medio caer en
el lomo del paredón; los cuales cantos, vistos desde casa de Tablucas
y alumbrados por la luna, á poco que el miedo hiciera de por sí, bien
pudieran parecerse á un perro muy grande. Respondióse á esto que el
tal perro se veía á unas horas y á otras no; á lo que replicó el
sustentante (también por boca ajena) que eso consistía en que la luna
no siempre alumbraba por el mismo lado, y que «según era el punto de
alumbre, así resultaba la fegura.»
Se desechó este supuesto y cuantos se apuntaron allí fundados en lo
hacedero, y acomodables á las leyes del sentido común; y cátate, pío
lector, con éstas y con otras tales, á la pobre tía Rámila _sobre el
tapete_. Ya para entonces había descendido la montaña de panojas lo
suficiente para que todos los deshojadores pudieran verse las caras,
aunque algo turbias y de lejos; y una sola conversación entretenía
á todos los circunstantes, esforzándose mucho la voz. ¡Horrores se
contaron allí de la bruja! Apenas hubo persona en el desván que no
la debiera algún agravio y que no la hubiera _visto_, en tal ó cual
forma extraña, después de cometida la fechoría; y unánime estuvo la
gente aquélla en declarar que era punto menos que herejía el mimo con
que se la trataba en casa de don Pedro Mortera (aquí se bajó mucho la
voz), donde se le daba entrada franca, y tentar á Dios manosearla como
la manoseaba la señorita María, que tanta hermosura tenía que perder.
Hablóse después de otras brujas, y de las maldades de las brujas, y de
todos los remedios conocidos contra todas las brujas del mundo, y se
fué á parar, por fin y remate, á que lo de los tamborilazos á la puerta
de Tablucas, y lo del perro del murio contiguo á su corral, era obra de
la Rámila... porque no podía ser otra cosa.
En esto, ladró el mastín de don Pedro Mortera en la garita de la
corralada, y, casi al misma tiempo, se oyó en el desván un grito de
espanto:
--¡Ayyy!
Y un segundo después:
--¡Ahí... le tenéis! ¡Que vos come!
Estos gritos los daba el Sevillano. El primero se le escapó del pecho
porque, desde que tanto se hablaba en Cumbrales de lo del murio, le
levantaba en vilo el inesperado latir de los perros. El segundo le dió
para borrar el mal color del otro; y como todo se concebía en aquel
valiente menos el miedo, celebróse la ocurrencia por los circunstantes
(saturados de relatos y comentos de brujas en figura de canes) después
de haberse estremecido de horror, aunque no tanto como el Sevillano
que, del primer respingo, se alzó dos jemes sobre la greña de Chiscón,
el cual, puesto de pie, le sacaba un palmo.
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