El sabor de la tierruca - 12

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es verdad, Pedro?... Nada, somos así, y perdona la debilidad... Pues
mira, hombre, me hace mucho bien acá dentro esta sacudida. Y dime, ¿qué
piensan ellos del proyecto?... ¿están de acuerdo?
--¡No han de estarlo?
--¡Picaronazos!... Pero ¿de cuándo acá, hombre?
--Sospecho que desde que eran así de chiquitines.
--¿Y no se han acordado hasta ahora de decirlo?
--Por las trazas, no han caído en ello hasta ahora. Hoy me lo ha
declarado Pablo, y hoy te lo cuento á tí.
--Y ¿qué dice tu mujer á eso?... ¿Qué dice María?
--Lo que digo yo; lo que piensas tú: que si á ellos no se les hubiera
ocurrido, debiera ocurrírsenos á nosotros.
--¿Se te ocurrió alguna vez á tí, Pedro?
--¡Yo lo creo, Juan!
--Y ¿por qué no lo dijiste?
--Porque prefería que se anticiparan ellos, como se han anticipado.
--¿Y si no se anticipaban?
--Están en la flor de la juventud, y había mucho tiempo por delante.
--¡Para tí, que eres feliz; no para mí, que corre siempre lleno de
pesadumbres!
--¿Esperas que este suceso te libre de ellas?
--De muchas sí, Pedro. La soledad fué siempre el mayor de mis males,
no lo dudes. Yo hubiera sido otro hombre con la casa llena de familia
y la conciencia cargada de obligaciones. La de no hacer desgraciada á
mi mujer fué freno que domó los ímpetus de mi temperamento; y el amor
y la abnegación con que ella pagaba el sacrificio, llegaron á hacerme
hasta venturoso. La muerte me arrebató este bien cuando empezaba á
saborearle... y volví á verme solo.
--¡Solo!... ¿Y tu hija, hombre de Dios?
--Precisamente nace el mayor de mis tormentos del celo heróico con que
está consagrada á mí; porque ¿qué derecho tengo yo para echar sobre
sus hombros la misma cruz que le tocó en suerte á su madre? ¡Vivir
por ella, mirarse en sus ojos, y hacerla desgraciada! ¿Habrá tortura
mayor para el corazón de un padre? Y si hoy en la noticia que me traes
columbro yo la dicha de Ana para el resto de sus días, ¿qué mucho que
en esa visión se deslumbre mi alma, y lo publiquen sin reparo mis ojos
y mi lengua?
Trémulo estaba entonces don Juan de Prezanes, y gruesos lagrimones le
corrían por la pálida faz. Mirábale conmovido su compadre, y le dijo:
--¿Te parece bien que hables del caso á tu hija estando yo delante?
--¡Vaya si me parece!... y va á ser ahora mismo.
Salió, diciendo esto, y llamó á Ana desde la puerta. No debía andar
muy lejos ni muy ajena á lo que se trataba en el gabinete de su
padre, porque llegó á él en seguida y muy turbada. La enteró éste de
lo que ocurría, y se turbó más; pero se repuso pronto, porque no era
su turbación hija de lo inesperado ni de lo desagradable. Respondió
serena al obligado interrogatorio á que se la sometió, y aun traspuso
los ordinarios límites, dando un poco de suelta á su corazón, alentada
por el regocijo que leía en la cara de su padre. Después dijo así,
volviendo á ser dueña de su genio alegre y travieso:
--Bien está todo; pero le falta la salsa que ha de hacerlo más sabroso;
y esta salsa--añadió encarándose con su padrino,--va á ser de cuenta de
usted.
--Pues tenla por segura--respondió don Pedro muy risueño,--si es cosa
hacedera en mi cocina.
--¡Vaya si lo es!--repuso Ana.--Pero así y todo, mírese usted mucho
antes de comprometerse.
--Hija mía--dijo don Pedro fingiéndose más preocupado de lo que
estaba:--me vas metiendo en cuidado, ¿Qué demonio de salsa puede ser
esa?
--Oiga usted la receta... pero á condición de que si, como usted dijo,
es hacedera, no ha de faltar en mi boda. ¿Se acepta la condición?
--¿Y si no la acepto?--preguntó á su vez don Pedro.
--Si usted no lo acepta--respondió Ana muy seria,--no hay boda.
--¡Demonio!--exclamaron aquí los dos compadres; y añadió don Pedro:--Á
tales amenazas, hija mía, no hay otro remedio que ceder. Con que venga
la receta.
--Pues la salsa de mi boda--dijo entonces Ana,--ha de ser la boda de
María.
Esta vez fué don Pedro Mortera quien se quedó hecho una estatua,
mientras don Juan de Prezanes, entre curioso y admirado, le contemplaba
con las cejas muy levantadas, la boca entreabierta y las manos cruzadas
atrás.
--¡La boda de María!--repitió don Pedro sin salir de su sorpresa.--Pero
¿cómo?... ¿con quién?
--Con un novio que tiene... ¡y muy apuesto y muy guapo!
--¡María un novio! ¿Desde cuándo, mujer?
--Hace más de dos años, padrino.
--¡Y sin saber yo una palabra!... ¡Imposible!
Soltó aquí la carcajada don Juan de Prezanes, y dijo á su compadre:
--Á la zorra, candilazo... ¿Pensabas ser en tu casa más lince que yo en
la mía? Pues chúpate esa.
--¡Qué lince ni qué demonio, hombre! si todo esto es una broma de tu
hija. ¿No es verdad, Ana?
--No, señor, que es la pura verdad,--respondió ésta muy seria; y á
continuación refirió cuanto el lector sabe del caso, pero sin decir
quién era el padre del mancebo de la villa.
Asombrábase cada vez más don Pedro Mortera, y dijo al terminar Ana su
relato:
--Pues si tan honrado, tan bello y tan rico es el pretendiente, ¿por
qué tiene mi hija por imposible mi consentimiento?
--¡Pues ahí verá usted!... ¡Como si el reparo fuera cosa del otro
jueves!
--Pero ¿qué reparo es ese, Ana?... ¡Acaba, por Dios, de una vez!
--Las pocas simpatías que hay entre usted y el padre del novio... ¡Como
si los hijos tuvieran la culpa de las flaquezas de los padres!
--Apostamos algo á que... ¿Quién es ese padre, Ana?
--Don Rodrigo Calderetas.
Al oir esto, se santiguó don Juan de Prezanes y volvió la cara para que
su compadre no le viera reirse.
--¡Justo!... ¡lo que yo iba sospechando!--exclamó don Pedro Mortera
apretando los puños.--Pero ¿qué demonio ha hilado esta madeja en que me
estáis enredando? y, sobre todo, y aun suponiendo que yo fuera capaz de
ser consuegro de un hombre semejante; que yo olvidara lo que olvidar
no puedo; que yo no viera lo que tengo delante de los ojos, ¿qué hay
aquí hasta ahora sino el antojo de dos mozuelos? ¿qué pasos se han dado
ante mí para que yo, sin desautorizarme, pueda... ni siquiera darme por
entendido de lo que ocurre?... ¿Ó se trata de humillarme hasta el punto
de que yo vaya á ofrecer mi hija al mequetrefe que la galantea, quizá
por pasatiempo?
--En todo eso se ha pensado, padrino--respondió Ana con la más
hechicera gravedad,--y todo está de manera que sólo falta el
consentimiento de usted.
--Y ¿quién lo ha arreglado así, señora medianera?--preguntó don Pedro,
que á duras penas contenía la risa á que le incitaba la cómica seriedad
de su ahijada.
--Yo--respondió ésta.
--¡Ave María Purísima!
Don Juan de Prezanes no pudo más aquí, y soltó una carcajada que duró
un buen rato.
--¡Te digo--exclamó después,--que es el mismo demonio esta muchacha!
--Pues el asunto es más serio de lo que parece, ¡caramba!--dijo don
Pedro, verdaderamente alarmado.--Á ver, Ana, á ver... ¡Dime, con toda
formalidad, lo que has hecho; qué lío es ese en que me habéis metido!
--No hay tal lío, padrino, sino la cosa más natural del mundo.
Previendo yo lo que sucede, y compadecida de la situación de María,
la aconsejé que aceptara la oferta que su novio la había hecho de
hablar del caso á su padre. Si en éste hallaba oposición, ¿á qué seguir
adelante? y si, por el contrario, le parecía bien, ¿por qué ocultárselo
á usted? Pues habló el pretendiente; y como halló buena acogida en su
padre, que no se atreve á dar ese paso que usted echa de menos, porque
teme ser mal recibido, y como yo sé todo esto _porque debía saberlo_, á
usted se lo cuento ahora. ¿Hay nada más natural... ni mejor conducido,
aunque no debiera decirlo yo? Además--añadió Ana, viendo que su padrino
se paseaba inquieto y cabizbajo, sin replicar una palabra, y que la
incitaba su padre con los ojos á continuar el asedio:--no es sólo
el bien de María lo que me ha movido á echar sobre mí el empeño de
_arreglar_ este asunto. Tiene él más alcance de lo que parece. Usted y
mi padre andan siempre á la greña porque mi padre se mete más de lo que
debiera en esos enredos que arman el barón de Siete-Suelas, el marqués
de la Cuérniga y otros tales que de eso viven, y está á matar con don
Rodrigo Calderetas, porque don Rodrigo Calderetas también se mete en
esto mismo... y en otro tanto más. Es de creer que cuando usted y mi
padrino sean todos unos, por... por _eso_ que se ha arreglado hoy, mi
padre tire más para los suyos que para los ajenos, y se acabe entre
usted y él ese motivo tan viejo de discordias y desazones. Pues que se
casa María con el hijo de don Rodrigo Calderetas, buen señor, por lo
demás, y amigo de usted en otro tiempo: cátele usted ya de la familia
y poniendo sus muchas influencias en el fondo común, para bien de
estas pobres gentes, y á los barones y marqueses en manos de Asaduras,
que es lo mismo que decir que no volverá á saberse de ellos en diez
leguas á la redonda de Cumbrales. ¿Le parece á usted, padrino, de poca
importancia el casamiento de María, aunque sólo se le mire por este
lado?
Continuaba paseando don Pedro, mirábale anheloso don Juan, y también
quedaron sin respuesta estos razonamientos de Ana, que estaba muy lejos
de chancearse al exponerlos. ¿Labraron algo en el ánimo de don Pedro
Mortera? No pudo saberse por entonces, porque Ana no consiguió arrancar
á su padrino otras palabras que éstas, dichas al despedirse poco
después:
--Hija mía, la salsa que te he ofrecido lleva demasiada sal y pimienta
para comprometerme yo desde ahora á preparártela; pero con esa salsa
ó sin ella, no faltará Dios de tus bodas, ni María dejará de ser tan
feliz como merezca serlo.
--Envíame á Pablo en seguida,--le dijo don Juan de Prezanes,
despidiéndole con un abrazo en la puerta de la escalera.
Cuando volvió á la sala, dió otro más apretado á su hija que le
esperaba allí. ¡Cuánto le dijo en aquella caricia, con las lágrimas de
sus ojos y los latidos de su corazón!
--¿Cree usted que va vencido?--le preguntó Ana, secándose las mejillas
cuando la emoción la permitió hablar.
--¡Y cómo no, hija mía, en una causa tan injusta como la suya, y con un
enemigo como tú?
* * * * *
Tres días después de estas ocurrencias recibió don Juan de Prezanes la
visita de don Rodrigo Calderetas.
Era este personaje no muy alto, bien contorneado, aparatoso de traje
y apostura, de blanca tez, teñido bigote, muy afeitado el resto de la
barba, tersas, pulcras y cerradas tirillas, y gran cadena de reló.
Iba de casa de don Pedro Mortera, y le preguntó su amigo don Juan,
apenas le hubo saludado:
--¿Y el asunto?
--Como era de esperarse--respondió la «gran persona;»--porque no vine
yo á ofrecer ninguna puñalada al señor don Pedro Mortera, amigo mío.
--Lo sé muy bien, señor don Rodrigo; pero como no andaban ustedes en la
mejor armonía, bien pudiera haber surgido alguna dificultad...
--Efectivamente; pero cuando se trata del bien de los hijos... ¡Mostró
el mío tal empeño en que se diera este paso!... Cierto que don Pedro es
una persona apreciabilísima, respetable y de gran posición; que su hija
es bella y digna, en todos conceptos, de un esposo como el que yo la he
ofrecido y ella ha aceptado, con regocijo de toda su familia; regocijo
que yo juzgo sincero y cordial, no menos que la cortés acogida que me
ha hecho mi antiguo amigo... aunque hubiera querido yo verle un poco
más expansivo, más... en fin, como en otro tiempo; pero ¡ya se ve! hay
que aparentar cierto... pues; porque el puntillo... Esto no obsta para
que yo me prometa grandes ventajas para todos de esta alianza entre dos
familias tan importantes, ó mejor dicho, entre tres, puesto que, según
acaba de decírseme allí, el joven Pablo, hermano de María, se casa
con la hija de usted... por lo que le felicito con toda cordialidad;
de manera que este doble enlace nos une á usted, á don Pedro y á mí,
íntima y estrechamente... Y á propósito: ¿conserva usted cierta carta
que le escribí pocos días hace?
Sonrióse don Juan de Prezanes, y respondió:
--No le apene ese cuidado, que yo nunca archivo documentos de esa
especie... por lo que pueda suceder.
--Aplaudo la previsión--repuso don Rodrigo;--pero no entienda usted
por mi pregunta que estuviera yo alarmado ni mucho menos; aunque
creo recordar que apunté en esa carta ciertas sospechas que yo tenía
del señor don Pedro... Ya se ve: ¡se ensartan á veces de tal manera
los sucesos! ¡parecen tan fehacientes los informes! ¡apremian de tal
modo las circunstancias! ¡llegan á tan alto mis conexiones políticas!
¡solicitan mi cooperación fuerzas tan egregias y tan invencibles, y soy
yo tan caballero, señor don Juan, tan caballero!... Por otra parte,
este don Pedro Mortera ¡tiene un carácter tan inflexible, tan apegado
á sus convicciones, tan refractario á los procedimientos usuales en
estas manifestaciones del nuevo sistema político que gloriosamente nos
rige!... En fin, él se entenderá. Á usted ¿qué le parece?
--Paréceme, señor don Rodrigo--respondió don Juan sin ambajes,--que
le ha sobrado la razón á mi compadre siempre que se ha resistido á
aliarse á nosotros para luchar en el poco limpio terreno á que le
hemos llamado; porque, sean cuales fueren las ventajas del sistema
nuevo, sistema que ni usted ni yo hemos tenido en cuenta para maldita
de Dios la cosa al lanzarnos á las luchas de que se trata, ni él
discute ni ha discutido jamás, es lo cierto que el papel que hacemos
nosotros agitando estos pueblos y ensañándonos, por satisfacer míseras
venganzas, en infelices desvalidos, sólo porque triunfe (digámoslo
aquí donde nadie nos oye) un aventurero farsante y desagradecido, como
el marqués de la Cuérniga ó el barón de Siete-Suelas, es mucho menos
honroso que el de mi compadre metido en su concha y resistiéndose á
ayudarnos en esta obra... verdaderamente inicua; creo, en fin, señor
don Rodrigo, que, por este lado, la cuenta que haya de dar á Dios
nuestro amigo, será mucho más corta que la nuestra.
--Pshe... mirada la cuestión desde ese punto de vista... pero
considerando que son _males corrientes_, más diré, _indispensables_,
y que, si nosotros no los causamos, alguien los ha de causar, la cosa
cambia mucho de aspecto.
--El mal, señor don Rodrigo, mal es siempre y donde quiera; y causarle,
jamás será obrar bien. Nosotros le causamos muy á menudo, ergo...
--Y pensando así, ¿cómo está usted siempre á mi lado y enfrente de su
amigo?
--Por el condenado amor propio, por el tesón, por la soberbia, que
ofuscan y enloquecen; por lo que se llama _sostener la bandera_...
por estar demasiado hecho á esa moral de sofismas y acomodamientos.
Pero esto no impide que, cuando pasa la fiebre, luzca la verdad en mi
razón y diga yo lo que siento, como lo digo ahora. ¡Ay, don Rodrigo,
cuánto ganaríamos usted y yo en la opinión pública y en reposo y en
tranquilidad de conciencia, si desde ahora nos resolviéramos á dar un
puntapié á las aspiraciones de algunos caballeros como el que fué causa
de ciertos párrafos de esa carta de usted; de la tempestad que éstos
levantaron en mi corazón, y del riesgo á que me expusieron; y, unidos
los tres, nos consagráramos á hacer el bien de estas gentes mientras se
presentaba un hombre honrado que tomara, _á la fuerza_, el cargo penoso
que tantos vividores _solicitan_! No creo que éste hiciera por sí solo
grandes cosas allá arriba; pero tampoco haría daño, que es bastante
hacer; viviríamos aquí en paz, y, sobre todo, nosotros habríamos
cumplido con nuestra obligación. Hablo, señor don Rodrigo, con la
autoridad de mis desengaños, y, como quien dice, con el pensamiento de
nuestro ya más que amigo, don Pedro Mortera. ¡Dichoso él que ha tenido
fuerza de voluntad bastante para no poner nunca en contradicción sus
obras con sus ideas!
--Á la cuenta, señor don Juan, está usted muy dispuesto á pasarse á los
reales de su amigo y consuegro... si es que no se ha pasado ya.
--Cosa es, don Rodrigo, á que no puedo responder en este instante;
pero, visto lo que ocurre, ni á usted ni á mí nos estará ya muy bien
reñir con él y acariciar á Asaduras, que pretende...
--Sí, sí... ya recuerdo. La pretensión es grave, ciertamente, y
parecería mal... pero se me ha puesto en el caso de luchar á todo
trance... ¡y como soy tan caballero!... Por eso se lo indiqué á usted
para que le sirviera de gobierno; que, por lo demás... ¡Esta influencia
desdichada de que estoy revestido!... Créame usted, señor don Juan,
que daría lo que no es decible por ser un personaje obscuro... En fin,
el asunto es de meditarse, y veremos de conducirle de manera que yo
no falte á lo que debo á mis compromisos ni á lo que exigen, de un
caballero como yo, las nuevas circunstancias que me ligan con ustedes.
Poco más se habló entonces entre don Rodrigo Calderetas y don Juan de
Prezanes. Despidiéronse con más cortesía que afecto; montó la gran
persona en el caballejo que le había traído, flaco y peludo, pero con
mucha placa y majos pespuntes en los arreos; agachó la cabeza al salir
de la portalada, aunque ni con vara y media llegaba su reluciente
sombrero á la viga que servía de dintel, y arreó hacia la villa por la
calleja inmediata.
* * * * *
Al día siguiente dijo Pablo á Nisco:
--Me caso con Ana.
--Es de razón--contestó Nisco,--y para bien sea por muchos años. ¡Buen
personal te llevas!... y de tu comenencia es, como en su día te dije.
--También se casa María.
--¿Tu hermana!
--Mi hermana.
--Con que... ¡tu hermana María!... ¿Y así, tan de porrazo?
--Tan de porrazo no, puesto que son amores viejos.
--¡Amores viejos!... ¡Naide lo diría! Y ¿con quién se casa, si se puede
saber?
--Con un hijo de don Rodrigo Calderetas.
--¿El de la villa?
--El de la villa.
--Vamos, con un caballero fino y pudiente... Tal para cual, como el
otro que dijo... El oro con la seda. Eso debe de ser, por lo visto...
Pues por muchos años, Pablo; y si otra cosa no mandas por ahora...
--Vete con Dios, Nisco, y anímete el ejemplo.
--¿Á qué, Pablo?
--Á casarte con Catalina.
--Es verdad; tal para cual: esa es la ley. ¡Ojalá no se faltara nunca á
ella... ni con el pensamiento!
--Bien te la prediqué un día, y te atufaste.
--Era hablar por hablar... ¿Y nosotros, _por eso_, tan amigos como
siempre?
--¿Y cuál es _eso_?
--_Eso_ es, Pablo, el casarte tú ahora.
--¡Qué bolonio eres, hombre!: más amigos que nunca; y á cuenta de ello,
démonos un abrazo... ¡Aprieta, Nisco!... ¡Qué demonches! tienes la mano
fría y la cara algo pálida.
--Pshe... pamplinas del arca, motivao á que estoy en ayunas...
--Por lo demás, Nisco, igual que antes... en todo lo que no esté reñido
con el nuevo estado, se entiende. Si quieres continuar las lecciones...
--¡Lecciones!... Para lo que valgo y soy, creo que ya he aprendido en
tu casa... todo lo que es menester. Con que, adiós, Pablo.
--Adiós, Nisco.
[Ilustración]


[Ilustración]


XXI
PRÓLOGO DE UN DRAMA

Chiscón, porque le corrían costas en el pleito, no se descuidó en
rematarle cuanto antes.
Volvió á Cumbrales al otro día, cerca ya del anochecer; y después de
reforzar el ánimo con unos tragos en la taberna de Resquemín, donde le
dijeron que Tablucas acababa de marcharse para meterse en casa antes de
que llegara la noche, fuése á la de Catalina. Cabalmente, al entrar él,
estaba toda la familia reunida, porque acababa de cenar.
Sin exordios ni tanteos, no bien se acomodó en el taburete cerca de
la _perezosa_, cargada aún con los cacharros vacíos y los codos de la
gente de casa, declaró sus honradas intenciones y expuso el inventario
de sus caudales. La respuesta fué breve y terminante: se agradeció
mucho la voluntad; pero se desestimó el propósito.
Chiscón, que no podía llamarse á engaño, porque á nada obliga en la
Montaña á una moza soltera el abrir de noche la puerta al mozo que así
lo desea para hablarla delante de la familia al amor de la lumbre, de
los cuales términos él no había pasado allí, tragóse las calabazas
sin meterse en más indagaciones; se despidió como pudo, y volvió á la
taberna donde le esperaba el Sevillano. Llegó el hombre, que ahumaba, y
pidió á Resquemín una azumbre de lo blanco para apagar el incendio.
Conoció el Sevillano dónde le dolían á su amigo las quemaduras, puso
el dedo sobre las llagas, bramó el doliente; y hablando, hablando, y
bebiendo, bebiendo, desfogóse el de Rinconeda á sus anchas, pero sin
decir pizca de verdad. Puso á Catalina y á toda su casta para pelar;
fingió haber sido en él chanza y pasatiempo lo que á tales injusticias
le arrastraba; supuso que se había negado á ser paño de las lágrimas
vertidas por los desdenes de Nisco; pintó en la moza los deseos, y en
él el desaire; y creyendo que por esta senda arriba se encaramaba muy
alto, dió en despotricar por el estilo á medida que bebía y entraban
gentes en la taberna.
Al otro día todo el pueblo era sabedor de lo charlado allí por Chiscón,
que, después de dormir la mona y las pesadumbres, verdaderas lenguas
de sus descomedimientos, apenas se acordaba de otra cosa que de las
calabazas recibidas.
El domingo siguiente se presentó en el corro de Cumbrales; y como
lo valiente no quita lo cortés, algo también por vía de memorial
indirecto, y mucho por alarde para desautorizar dichos y murmuraciones,
invitó á bailar á Catalina; pero ésta, que tenía buena memoria y muchos
agravios que vengar del mocetón de Rinconeda, le soltó á la cara
un no redondo, seco y frío... y gracias que no le soltó además una
desvergüenza.
Pareciéronle á Chiscón, por ser públicas, estas segundas calabazas
más duras de tragar que las primeras; pero tragólas mal de su grado,
aunque no sin bascas y trasudores; y fingiendo una serenidad que no
tenía, apartóse de Catalina y acudió á otra moza con la pretensión.
Como había sido tan mirado y visto el desaire, y en casos tales á nadie
le gusta recoger lo que otro desecha, la moza invitada desairó también
á Chiscón; dirigióse éste en seguida á la de más allá... y lo mismo, y
así, de moza en moza, recorrió toda la fila el de Rinconeda, llevando
tal carga de calabazas, que le abrumaron; con lo que perdió la poca
serenidad que le quedaba y se largó de allí como perro con maza; mas
no sin decir antes, con su voz de trueno, vuelto el airado rostro hacia
la gente:
--¡Yo vos aseguro que he de bailar aquí mesmo, hasta que me digáis que
lo deje!
Para el siguiente domingo tenía dispuesta la juventud de Cumbrales una
_magosta_, precisamente en una castañera que lindaba con el término de
Rinconeda.
Como la castañera estaba soltando el fruto de puro sazonado, y era de
la pertenencia de varios vecinos de Cumbrales que tenían hijos mozos,
autorizóse á éstos para que ofrecieran un sabroso regodeo á toda la
gente joven con las castañas que se _sacudieran_ de los árboles, en vez
de hacer la magosta con las compradas á escote, como ordinariamente
acontece. De este modo tendría la fiesta un aliciente más en los lances
de la sacudida, y una ventaja de consideración el ser la fruta regalada.
Aquel día, después del rosario, no quedaron en el corro de Cumbrales
más que las viejas jugando á la brisca, y unos pocos hombres en la
bolera; todo lo demás se fué en alegre romería, después de hacer los
mozos el necesario acopio de vino, y de proveerse también de un par de
recias y larguísimas varas, camino de la castañera.
Una vez allí la gente, varazo á esta rama, varazo á la otra, desde el
suelo si la vara alcanzaba al fruto, ó desde la cruz del castaño si
los erizos estaban muy altos; apañando esta moza las castañas sueltas;
_descachizando_ la otra los erizos con los tacones de los zapatos y con
mucho tiento para no reventar lo que guardaba la espinosa envoltura;
acopiando escajos secos unos mozos; avivando en lugar conveniente
dos mozas de las más amañadas la mortecina lumbre; templando otras á
su calor los flojos parches de las panderetas, y mordiendo todos y
todas, por un lado, las acopiadas castañas para que no reventaran en
el fuego, con peligro de los cercanos ojos; canturriando unas aquí,
relinchando otros allá, locuaces los más y risueños todos, el campo de
la castañera, abrigado del aire y del sol por las anchas, espesas y
bajas copas de los árboles, parecía un hormiguero en el ir y venir de
la gente, y una pajarera en lo ruidoso y pintoresco del conjunto.
Acabóse el vareo y el acopio; trocóse la lumbre tímida en voraz
hoguera, y ésta, á su vez, en descomunal brasero; hízose en él con
una estaca honda sima; llenóse de castañas; volvieron á unirse los
bordes candentes; y mientras se dejó al cuidado de personas de juicio
é inteligencia la delicada tarea de revolver las ascuas y de sacar las
castañas que fueran asándose, pero sin quemarse, en lo que estriba
toda la dificultad del caso, la gente de sobra hizo corro más abajo,
sonaron las panderetas, y comenzó el baile, que es la salsa de todas
las fiestas aquí... «y en Valladolid,» anden en ellas el percal de
á peseta y el paño burdo, ó triunfen la seda turgente y el frac
diplomático. La misma raza con diferente librea; la propia carne con
distinto pelo.
Duró el baile hasta que las castañas se asaron. Entonces se sentaron
en rueda mozos y mozas, y comenzó á circular la bota para remojar las
castañas, que se repartieron á sombrerada por concurrente. Amenizábase
el regodeo con dichos y risotadas, y se tiznaba la cara con pellejos
quemados al que se distraía un instante; en el cual empeño, condición
especial de las magostas, eran las mujeres las más tercas.
Así se andaba allí, tan pronto sorbiendo como mascando, como
limpiándose la cara con el delantal ó la manga de la camisa, cuando
apareció Chiscón en la magosta, por el lado de Rinconeda. No se supo
nunca si fué casual ó de intento la llegada del calabaceado mocetón,
y á nadie agradó verle allí tan de improviso; pero como saludó muy
atento, se le brindó con lo que había. Tomó, por no desairar la
oferta, una castaña, y se llevó á los labios la bota de vino; y debió
infundirle ánimos la cortés acogida, porque, en vez de seguir su
camino, se sentó con los de Cumbrales.
Terminado el refrigerio, _se enterró la bruja_[4] entre las ya tibias
cenizas de la lumbre, y volvió á comenzar el baile. Cada moza fué
_sacada_ por un mozo, y el de Rinconeda se quedó entre los pocos
desparejados que miraban; pero se tocó _á lo alto_, y entonces, al
amparo de la costumbre, que es ley en muchos casos, y en tales como
aquél, indiscutible, _echó fuera_ al mozo que bailaba con Catalina,
creyendo el testarudo que así no eran posibles las calabazas; pero se
equivocó. La esquiva moza se plantó en firme en cuanto le tuvo delante,
y en seguida le volvió la espalda. Sintió Chiscón el golpe en lo más
vivo, y para disimular sus efectos, echó fuera al mozo que le seguía
por la izquierda. También entonces se le plantó la moza. Atolondrado ya
por la ira y el despecho, siguió fila abajo empeñado en hallar pareja;
pero sólo halló desaires en todas partes.
[4] Enterrar la bruja es dejar una castaña oculta entre la
ceniza, no sé por qué ni para qué; pero es detalle de carácter en
las magostas.
Reventóle al fin la corajina del pecho, y dijo, dispuesto á todo:
--¡Quisiera conocer al que tiene la culpa de esto!
Á lo que respondió Catalina con gran serenidad:
--Pues arráncate la lengua con que me agraviastes.
--¡Arrancara yo--repuso el otro, lívido de rabia,--la que te fué con la
impostura!
--Muchas son entonces las impostoras.
--¡Pues todas las arrancara yo, si las conociera!
--Con arrancar la tuya se acababa la peste.
--¿Hay quien se atreva á hacerlo entre los presentes?... ¡Pues venga á
echarla mano!--dijo Chiscón, irguiendo su colosal escultura y sacando
luégo fuera de la boca un palmo de lengua, ancha, gruesa y roja como la
de un caballo.
Acercósele un mozo de Cumbrales, y le respondió:
--De lo que te pasa, á naide culpes en ley de josticia: que seas
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