El sabor de la tierruca - 08

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--Pero saben reírse de quien les dice que se equivocan, como éste
se rió de mí cuando le dije cómo debía hacerse uso de la cal, y en
qué clase de tierras... ¡Buena va este año la heredad grande de tu
padre!... ¡Vaya un bosque de maíces!... ¡Y qué muestra de _faisanes_!
--Milagros del abono, Pablo.
--Poca calabaza: así me gusta. Es fruto sin substancia y roba mucho á
la tierra.
--Pero _campa_ en la heredad.
--Eso sí: gusta ver la planta, cargada de hojas como paraguas,
arrastrarse larga, larga, dejando enredado acá un miembro y allá el
otro, hasta poner al sol la cabeza sobre el retoño de la linde. Pero
decía un médico viejo, á quien yo conocí, que de todas las calabazas
del mundo no sacaría el mejor químico un adarme de substancia; y á esto
me atengo. Fruto que no alimenta, ¿de qué sirve en la heredad, sino de
estorbo?
Así llegaban al cierro, verdadero muestrario de cultivos; vasta
extensión de terreno, labrado en la sierra inmediata al monte, bien
soleado y circuído de un vallado con hondo foso, y erizado de una
espinera blanca, recia y tupida, que en la primavera, cargada de
flores, parecía un muro de nieve. Allí ensayaba Pablo sus atrevimientos
de cultivador cuando estaba en el pueblo; y desde que era mozo y tan
pronto como se acentuaron en él estas aficiones, nunca dejó de hacer
una escapada desde la Universidad, con mucha complacencia de su padre,
en la estación conveniente á sus propósitos; pues no era imposible,
durante el curso universitario, acomodar las exigencias de las
principales labores agrícolas á los días de vacaciones.
Cómo volaba el tiempo para Pablo mientras estaba allí metido con Nisco
examinando el cierro planta á planta y yerba á yerba, ponderando
esto y lamentándose de aquello, lo uno porque respondía fielmente á
sus imaginaciones, y lo otro porque le había producido un desengaño,
lo comprenderá el lector sin que yo se lo explique en largas
consideraciones, que habrían de fatigarle, y á mí también. Y ahora le
advierto que si digo todo lo que dicho queda en el presente capítulo,
de los entusiasmos campestres de Pablo, no es porque yo me imagine que
le sientan bien á un mozo de su edad estas formalidades precoces, pues
bien sabe Dios que con ellas solas y sin las muchachadas por que le
reprendió su padrino, y la sencillez y noble despreocupación de que nos
ha dado muestras, más apto le juzgara para zagal de un idilio cursi,
que para personaje de una novela realista; dígolo para que, teniéndolo
en cuenta el que leyere, dé toda la significación que le corresponde
á la actitud en que, al día siguiente de haber refrescado la familia
de don Pedro Mortera en casa de don Juan de Prezanes, sin detrimento
de la buena armonía, Pablo y su amigo, que no se habían visto desde la
antevíspera, caminaban hacia el cierro del monte.
Iban el uno en pos del otro, lentamente y pensativos. Pablo tronchando
yerbas y flores con una varita que llevaba en la mano, y Nisco, con
la chaqueta al hombro y el sombrero sobre las cejas, arrollando y
desarrollando maquinalmente con sus índices una hoja de maíz. Pasaron
junto á un maizal en que habían hozado puercos muy recientemente, y ni
una palabra arrancó á los caminantes el suceso; más adelante hallaron
á una familia _cogiendo_ una heredad, cosa que nadie pensaba hacer
todavía en la vega, y ni siquiera se cansaron en preguntar si el maíz
aquél se cogía por _tempraniego_ ó para secarlo en el horno... Aunque
vieran cuervos picoteando las panojas, y maíces tronzados ó seturas
entornadas, señales de haber entrado bestias en la mies, y tal cual
prado todavía con el pelo de agosto, seco, podrido y ya sin jugos...
nada, nada les ofrecía motivo para una sola pregunta, ni los sacaba de
sus tenaces meditaciones.
Databan éstas, que no eran tristes por cierto, de la misma fecha. Las
de Pablo nacieron del consejo que le dió su padrino delante de Ana;
las de Nisco, de su conversación con María. Desde entonces andaban los
dos camaradas como pareja de palominos atolondrados. Pablo, como quien
despierta de un sueño agradable y se deleita en armonizar ideas no muy
acordes, y en grabar en la mente imágenes fugaces y confusas; Nisco,
viendo y palpando cuadros de bulto, con luz de colores y auras de
tomillo y malva rosa.
Entraron en el cierro sin hablar palabra, y con el mismo silencio
llegaron al punto más alto de él... y allí se sentaron _subter viridi
fronde_, quedando ante su vista el panorama de Cumbrales y lo mejor
de su vega. Llenóse Pablo los ojos de aquel hermoso espectáculo, y
el pecho de aquellos aires puros y fragantes, y no dejó Nisco de dar
pruebas de que también sabía sentir la hermosura de la naturaleza.
Diólas primero mirando con avidez aquí y allá, á pesar de sus
cavilaciones; y, por último, rompiendo á hablar de esta manera:
--Lo que se recrea el hombre con visualidades como ésta, es mucho de
todo, Pablo.
Nada respondió éste, y añadió el otro:
--Pues cuando uno tiene en sus adentros algo enternecida la entraña,
por estimación á otra persona que le quita el sueño, dígote que cosa
es que pasma cómo la ves onde quiera que pones los ojos, ni más ni
menos que si la llevaras en ellos. Así es que resulta que esa persona,
sin estar delante de tí en cuerpo y alma, es á modo de luz que te lo
alumbra todo... Entiéndolo yo tal, sólo con las feguraciones de un bien
querer... porque no cabe en lenguas ni en papeles lo que uno viera, en
salva la ocasión presente, si en manos de uno estuviera aquello que
apetece ó que puede apetecer, por convenirle.
Calló Nisco porque se enmarañaba y perdía entre estas metafísicas, y
acaso también porque Pablo parecía estar más atento que á escucharle, á
contar los varazos que se daba en sus piernas estiradas sobre el campo.
Tras otro rato de silencio, soltó Nisco, de repente y á quemarropa,
esta pregunta á su amigo:
--¿Por qué no te casas con Ana, Pablo?
Con la cual pregunta sintióse el mozo tocado en lo más profundo del
alma; sacudió el letargo en que yacía, enrojeciósele el semblante, y
respondió, entre contrariado y satisfecho:
--¡También tú, Nisco?
--No pensé que naide me hubiera cogido en el dicho la
delantera--replicó éste.--Siempre entendí que eso debía de ser; vino
á cuento ahora, y te lo dije. Por las trazas, ¿otros más que yo te han
cantado la mesma solfa?
--¡Muchos!--respondió Pablo con la mayor sinceridad.
Sólo á Nisco se lo había oído en el mundo; pero hacía cuarenta y ocho
horas que se lo estaba aconsejando el corazón, y el pobre mozo pensaba
que no le hablaban las gentes de otra cosa.
--Y ¿qué es lo que te para--volvió á preguntarle Nisco,--siendo cosa
tan hacedera y conveniente?
--Ya trataremos de eso en tiempo y sazón,--respondió Pablo, mostrándose
poco dispuesto á continuar hablando del mismo asunto.
Pasado otro ratito de silencio, dijo Nisco tímidamente:
--Pues, hombre... ya que de eso no, bien pudiéramos tratar de algo que
se le asemeja, respetive... á otra persona. ¿Paécete, Pablo?
--Tú dirás,--respondió éste con escaso interés.
Se le bajó el color á Nisco entonces; empañósele la voz un tantico,
señales de que iba á acometer arriesgada empresa, y habló así:
--Amigo eres mío, ú no le tengo en el mundo; un sentir me enternece
de un tiempo acá, y contigo le quiero tratar como corresponde. Si,
llegado el caso, el sentir te ofendiere, cuenta que no te le dije, y
perdona... pero considera que si de él te hablo ahora, es porque ya no
me cabe en la entraña.
Con este exordio se despertó un poquillo la curiosidad de Pablo. Miró
éste á su amigo, y díjole para animarle:
--Veamos qué es ello, señor enamorado.
--Bien sabes tú--prosiguió Nisco,--que hay un decir que dice que la
primera vez que se quiere es cuando se quiere de veras... Pues yo te
puedo asegurar que ese decir es una mentira muy gorda. Quise yo á...
esa probe muchacha que está loca por mí, y antojóseme que aquello y
no más era lo que había que ver en el mundo. Paecíanme de mieles sus
palabras, soles sus ojos, el mesmo cielo su cara, y su cuerpo, estampa
de la gracia andando; pero, hablando con verdá, aunque todo esto me
paecía, ni me quebrantaba el apetito ni me quitaba el dormir... como
ahora me pasa con esto otro, Pablo; que tal es, que no puedo con ello.
Yo nunca tuve este desgano que me añuda el pasapán; ni este temblor de
allá dentro, que me engurruña y apoca; ni este acabarme en sospiros día
y noche; ni esta congoja del arca, como tengo de antayer acá, sin hora
de sosiego.
--¿Desde anteayer lo tienes, Nisco?--preguntóle su amigo.
--¡Desde antayer, Pablo; desde antayer lo tengo!
--¡Malos vientos corrieron ese día!--dijo Pablo sonriendo.
--¡Ni aunque hechizos los trajeran!--respondió Nisco sin penetrar la
intención de su amigo.--Desde entonces es cuando ni el sueño me busca,
ni el pan me sabe, ni el trabajo me _rejunde_[2]... Tal me pasa, Pablo;
tal te cuento, y el por qué sabrás también, si no te ofende.
[2] Me luce.
--Vamos por partes--dijo Pablo, conteniendo á su amigo que iba
animándose por instantes.--Supongo que esa mujer que tales impresiones
te causa, valdrá más que Catalina.
--¡Qué tiene que ver!...
--Será más guapa...
--¡Qué tiene que ver!...
--Más rica...
--¡Qué tiene que ver!
--Vamos, una medio señora.
--Medio ¿eh?... ¡Tan señora como la que más!
--Y ¿quiérete como tú la quieres?
--Eso es lo que yo no sé á punto fijo, Pablo.
--Pero ¿lo sospechas?
--Barruntos y feguraciones tengo, que bien pudieran engañarme. Por eso
quiero hablar contigo y oir tu paecer.
--Pues voy á dártele en seguida.
--¡Si no te he relatado el caso!
--No lo necesito... ni lo deseo,--dijo el mozo, muy formal.
Si receló algo que no le hizo gracia, jamás se supo; pero es averiguado
que habló al hijo de Juanguirle de este modo:
--Nunca te pregunté, Nisco, por qué dejaste á Catalina; pues nunca me
hablaste de ese asunto, y á mí no me gusta meterme donde no me llaman.
Ahora me llamas, y te lo pregunto. ¿Por qué la dejaste?
--Porque me gustó _la otra_ más que ella,--respondió Nisco sin titubear.
--Pues eso es una mala partida, y, además, un mal negocio para tí. Así
lo entiendo y así te lo digo. Tú, con tu chaqueta, tus rizos y tus
labranzas, con el hacha en la mano ó bailando en el corro en mangas de
camisa, eres un mozo como no hay otro en estos lugares; pero échate
encima de repente una levita y arrímate á una señora, y hasta los
muchachos te correrán; porque todo esto que has aprendido y antes no
sabías, si te levanta mucho sobre los de tu condición, te deja todavía
á cien leguas de lo que pretendes. Doy por hecho que una dama como
la que sueñas te elevara á su altura de la noche á la mañana, porque
hay gustos para todo: ¿qué ibas ganando en ello, valiendo, donde te
ponían, mucho menos que tu mujer? Y yo creo, Nisco, que el matrimonio
en que el marido no sabe guardar su puesto, es mal matrimonio; y el
puesto se guarda valiendo el marido más que la mujer, es decir, siendo
rey y señor de su casa, no sólo por más fuerte, sino por más entendido
en cuanto les rodee en la esfera que ocupen ambos. Cuanto más tenga la
una que aprender del otro, más se ufanará con él y más alta se pondrá
en la consideración de las gentes. Pues dame el caso á la inversa, y
verás á los dos en la picota de la zumba; porque esa es la ley... y
así debe de ser. Y si esto sucede aun siendo la mujer y el marido de
una misma alcurnia y de idéntica educación, ¿qué no sucederá cuando,
además de ignorante, él es tosco destripaterrones, y ella una dama
culta y discreta? Y ¿cómo la mujer que comienza por avergonzarse en
público de las groserías de su marido, no ha de concluir por perderle
la estimación, y hasta por aborrecerle en secreto? Pues á todo esto
se expone, á mi entender, quien intenta lo que tú, de golpe y porrazo
y sin limpiarse antes las costras del oficio, rodando mucho por el
mundo y calándose los hábitos de señor por sus pasos contados. Éste es,
Nisco, mi parecer.
Con las alas del corazón lacias y caídas le recibió el presuntuoso hijo
del alcalde, que mayores alientos aguardaba de su amigo. ¡Y esa que
Pablo sólo conocía hasta entonces el pecado! ¡Qué no se le ocurriera si
también le fuera conocido el nombre de la pecadora!
Guardóle Nisco en lo más recóndito de su memoria, y callóse como un
muerto.
No por verle mudo y abatido se ablandó Pablo, que era la misma
sinceridad. Antes bien, tomó el punto donde le había dejado, y añadióle
estas palabras:
--Por supuesto, que tú no estás enamorado.
--¡Que no?--exclamó Nisco casi haciendo pucheros.
--No--insistió Pablo.--El amor necesita algo en qué fundarse, y aquí
no hay más base que el viento de tu cabeza. Eres presumido; eres
ambicioso; antojósete que venían las cosas por el camino de tus
deseos... y eso es lo que hoy te atolondra: la hinchazón de tu vanidad,
por una ganga entre cejas. Ni más ni menos. ¡Y por esa majadería, que
no pasa de un sueño tonto, dejas á Catalina!
--¡Dale con esa... miseria!--gruñó Nisco despechado y nervioso.
Cargóse Pablo de veras, y le enderezó estas razones:
--¡Miseria Catalina!... ¡la mejor moza del pueblo! ¡tan rica como tú!
¡honrada como la que más!... ¿En qué la aventajas, meleno? ¿Dónde
habría matrimonio más igual ni más lucido? ¿Dónde te vieras tú más
honrado, más en tu puesto, más rey y señor de tu casa, que siendo
marido de Catalina, que se miraría en tus ojos y te adivinaría los
pensamientos? Y ¿qué otra cosa necesitas tú, con la cuna en que
naciste, la educación que tienes y el oficio que traes, para no
envidiar ni al rey en su trono?... Yo no sé adular, Nisco.
--¡Bien se te conoce, paño!--respondió éste, de muy mal humor.
--Tú lo has querido.
--Es verdá; pero no lo conté tan amargo.
--Por tu bien lo dije como á mí me sabe.
--Se agradece el deseo, Pablo; pero... cada uno es cada uno... y yo me
entiendo.
--Pues buen provecho te haga lo que te espera, si oyes más á tu vanidad
que á mis consejos.
Y con esto se acabó la conversación. Levantóse Pablo, imitóle Nisco; y
ambos, después de dar una vuelta maquinal por el cierro, sin hablarse
palabra, volviéronse á Cumbrales, mudos también: pensativo, pero no
triste, el uno; acongojado, lacio y gemebundo el otro.
[Ilustración]


[Ilustración]


XIV
POR LO FINO

Pablo contaba uno á uno los días que iban corriendo sin que
desapareciera la extraña impresión que le había causado aquella palabra
prosáica y vulgar, dicha por su padrino delante de Ana, y observaba,
con asombro, que cuanto más tiempo corría, más honda se le grababa
dentro de su corazón. Arrastrábanle fuerzas invencibles y desconocidas
hacia el objeto de sus nuevas ansias; y, al hallarse á su lado, antes
crecía que se calmaba la singular anhelación de su espíritu. Porque Ana
no era entonces la traviesa y desengañada amiga de otras veces, que le
entretenía, sin cautivarle, con donaires y zumbas en casto y fraternal
abandono. Parecía haber perdido el atrevimiento, ó, cuando menos, la
confianza; y á menudo encomendaba á sus ojos tímidos empresas que
debían acometer los labios. Estas miradas, al hallarse en el camino
con las de Pablo, producían choques magnéticos, que repercutían en el
corazón del sencillo mozo y se revelaban en Ana enrojeciendo sus tersas
mejillas, y aquel color era para Pablo algo como fuego en que iba
fundiéndose poco á poco el hielo de sus pasadas frialdades.
Cuando transcurrió una semana y vió el hijo de don Pedro Mortera
que estos fenómenos continuaban en progresión creciente, declaró de
gravedad el caso. El cual tenía para él dos aspectos muy distintos:
risueño el uno, y desagradable el otro. Risueño, porque, desde la
altura á que se había elevado su espíritu, descubría espacios y
horizontes que jamás había contemplado con los ojos del sentimiento.
Encantábale el espectáculo por nuevo y por bello, y de aquel mundo
quería hacer, y hacía desde luégo, la patria y el paraíso de su alma.
Pero este mismo arrobamiento, tan dulce y sabroso, le alejaba del mundo
de la realidad y de sus viejas tendencias y aficiones; de activo,
fuerte y despreocupado, transformábale en muelle, débil y caviloso;
extrañábanle las personas de su trato, y él mismo se consideraba
desarraigado y sin apego dentro del hogar y en el seno de la familia.
Éste era el aspecto desagradable del caso.
Pero el mozo se arreglaba mal con las situaciones complejas y con los
caminos enmarañados; quería, aunque fuera escabroso, suelo firme y
luz para caminar; considerábase á obscuras y en una senda erizada de
obstáculos inextricables; no podía retroceder, porque la vehemencia
misma de sus deseos le había cortado la retirada, y entróse por
derecho, resuelto á llegar pronto á donde se viera claro y se pisara en
firme.
Buscó á Ana, y la dijo en cuanto estuvo á su lado y sin testigos:
--¿Qué es esto que me sucede desde el día en que tu padre, delante de
tí, me aconsejó que me casara?
Siempre sobresaltan á las jóvenes preguntas de esta clase, aunque
las esperen; y Ana, con ser tan animosa y resuelta de ordinario, no
solamente se sobresaltó al oir la de su amigo, sino que se vió en
grandes apuros para contestar, entre latidos del corazón y desmayos del
espíritu, estas pocas palabras:
--Pues ¿qué te sucede, Pablo?
Verdad es que, aunque sabía muy bien de qué se trataba, no debía
responder mucho más que esto.
--Sucédeme--añadió Pablo,--que desde aquel instante parece que me he
transformado de pies á cabeza; que no soy lo que antes era; que miro
y veo de otro modo, y siento en otra forma... en fin, Ana, que me
desconozco. ¿Qué pasó allí?... Yo recuerdo que te miré, y jurara que
lo hice sólo por curiosidad; que tú me miraste también, y que las
dos miradas se encontraron; que tus ojos, que nunca fueron cobardes,
huyeron entonces, y huyendo siguen, de los míos; que de aquel choque
repentino resultó algo, á modo de luz, con la que yo ví acá dentro,
en lo más hondo y obscuro de mí mismo, cosas que jamás había visto ni
pensado, y sentí lo que nunca había sentido. Al propio tiempo, aquella
luz, y tú, y mis ojos, y los tuyos, y mi corazón, y mis pensamientos...
y el aire que nos rodeaba, y el cielo que se distinguía... todo era una
misma cosa; cosa que yo no podía explicar, porque era más de sentirse
con el alma que de verse con el entendimiento. Apartéme de tí, y el
encanto no se deshizo; pero noté que viéndote como eres, pintada en
mi memoria, daba el mayor regalo á mis deseos. Desde entonces acá, en
cuanto miran mis ojos sólo á tí ven; y si el campo y el aire y el sol
me recrean, es porque todo lo contemplo con el ansia que siento, sin
cesar de sentirla, de verte y de oirte. Esto no me pasaba á mí antes:
yo te conocía y te trataba, como te conozco y te trato ahora, y tú eras
la misma que eres. ¿En qué consiste esta mudanza?
Se deja comprender que Ana oyó toda esta parrafada, ruborosa y un
tanto conmovida, y que, llegado el caso de responder á la ociosa
pregunta final, lo hizo del modo más sencillo, natural y elocuente:
clavando los ojos tímidos en Pablo y callándose la boca.
--¿No lo sabes?--añadió el impetuoso y sencillote galán.--Pues lo mismo
que ahora, me miraste aquel día, y la misma luz había en tu mirada.
¿Sientes, al mirarme, lo que siento yo, Ana?... ¿Ó es que tus ojos
queman, sin abrasarte?
Sonrióse la joven y preguntó á su vez:
--¿Nunca habías pensado en mí hasta ahora, Pablo?
--Sí que he pensado, Ana; pero sin ser esclavo de esos pensamientos.
Cavilando hoy en lo que he sido, en fuerza de asombrarme de lo que soy,
acuérdome de que, en mis ausencias, era tu pensamiento el que más me
asaltaba en ciertos actos de la vida: por ejemplo, si me ponderaban
una mujer por aguda ó por hermosa, contigo la comparaba para calcular
lo mucho que le faltaba para valer lo que decían; si algo me robaba
la atención por nuevo ó por divertido, lamentábame de que tú no lo
vieras también; si un trapo de moda caía con gracia en el cuerpo de una
elegante de fama, pensaba yo lo mucho más que luciría en el tuyo... y
así por este orden. Pero después se borraba el recuerdo con otros bien
distintos. En fin, que, sin dejar de quererte mucho, pensaba yo que te
quería... como quiero á mi hermana, supongamos. ¡Pero esto otro es muy
distinto!
--Y si estuviera en tu mano la elección--preguntóle Ana,--¿con qué te
quedarías, Pablo? ¿con esto que hoy te asombra y desasosiega, ó con lo
que ayer sentías, muy tranquilo?
--¿Quién deseará cegar, Ana?
--¡Y dices eso y lo sientes, y no sabes lo que es?
--Sí: lo sé, Ana, lo sé... es decir, sé cómo lo llaman las gentes en el
mundo: lo que ignoro es por qué lo siento ahora y no lo sentía antes;
por qué bastó una palabra casual para que del encuentro de dos miradas
que tantas veces se habían encontrado sin conmoverse, se produjera en
mí cambio tan raro y pronto.
--¡Y eso te asombra, Pablo?
--¡No ha de asombrarme?
--Oye un ejemplo. Sobre un hogar frío hay un montón de ceniza: pasas
delante de él una y cien veces, y nada ves allí que la atención te
llame. De pronto, hace la casualidad que las cenizas se remuevan, y
aparece el fuego que ocultaban... ¿Lo entiendes?
--¿Luego tú crees que yo llevaba conmigo el fuego, y que la palabra de
tu padre aventó las cenizas que le cubrían?
--Eso mismo.
--Pero el que brilló después en tus ojos, ¿dónde estuvo primero?
--¡Qué más te da, si le había?
--Pero no te sorprende el hallazgo.
--Porque tenía que suceder... porque le esperaba.
--Y ¿por qué le esperabas?
--Porque... porque Dios es justo y bueno.
--Mira--dijo aquí el mozo, echando el resto,--hablemos ya para
entendernos de una vez: esto que yo siento, es amor, no tiene duda; y
empiezo á comprender que es verdad lo que de él cuentan los enamorados:
bien correspondido, da la vida; pero también es puñal que mata si no
halla esa correspondencia... ¿Siéntesla tú en el pecho, Ana?
Cruda fué la pregunta, y harto excusada, por cierto; pero ya se habrá
notado que á Pablo le gustaba mucho que le pusieran los puntos sobre
las _ii_, y Ana no tuvo otro remedio que responder clara, precisa y
terminantemente, según el sentir de su corazón; sentir tan viejo en
ella, por las trazas, como las ya fenecidas indiferencias de Pablo; con
lo que éste se encalabrinó hasta el punto de que quiso hacer público el
suceso y llevar las tramitaciones por la posta.
--No tanto, Pablo--díjole Ana entre chanzas y veras,--que no por andar
de prisa se llega primero. Nadie nos corre ahora; y no te vendrá mal
un noviciado, aunque sea breve. No siempre se logra el fuego de que
antes hablábamos: muchas veces se muere á poco de haberse descubierto.
Cuida mucho el tuyo; y cuando estemos seguros de que no ha de apagarse,
yo te avisaré. Reparte el tiempo entre ese cuidado y tus quehaceres y
diversiones, _lícitas_, se entiende; mucho juicio... y apártate allá
ahora y haz que te paseas, que llega tu padrino.
Desde aquel día ya supo á qué atenerse Pablo; penetró en los laberintos
que le obstruían la senda, y halló la luz que echaba de menos; y sin
descender con la fantasía del Olimpo á que le habían elevado sus
nuevas impresiones, volvió á ser en Cumbrales el amigo de Nisco, el
jugador de bolos, el cultivador del cierro, el amante incansable de la
naturaleza y de las costumbres de su país... todo, menos el concurrente
á zambras y bureos, como alguna vez lo fué, según nos dijo su padrino,
en ocasión bien señalada para esta parejita de nuestros personajes. Es
decir, que la pasión de Pablo dejó de ser impetuoso torrente, é iba
transformándose en manso, rumoroso y cristalino arroyo (como dicen los
poetas), con harto gusto y complacencia de Ana, que fundaba en el amor
firme y arraigado de aquel noble mancebo todas las aspiraciones de su
vida.
[Ilustración]


[Ilustración]

XV
VERDADES AMARGAS

¡Qué distintas de las de Pablo corrían las horas para Nisco! Aquellos
pensamientos, dulces como las mieles, altos y relucientes como el
sol y la luna, que saboreaba y entreveía el hijo de Juanguirle, sus
dejos tenían ya de la ruda amarga en que el desengañado amigo los
había empapado al hundirlos en la charca terrena y prosáica de sus
consejos sesudos. Ya no arrullaban los sueños del presumido mozo dulces
sinfonías, ni visiones de palacios de oro, donde reinas y emperatrices
le vestían y le calzaban, duques eran sus mayordomos, y marqueses sus
criados. Muy de continuo sentía el cencerreo del ganado en la vecina
cuadra, y en sus espaldas los duros bodoques del mal tundido colchón
de su pobre lecho; realidades de la vida más poderosas ya que las
encantadas imaginaciones de otros días bien cercanos.
No se entienda por esto que daba Nisco por perdidas sus esperanzas;
pues bien sabe Dios que aún las mimaba y las consentía, porque el
esencial fundamento de ellas no había padecido, que él supiera,
menoscabo alguno. Pero era indudable que en la senda de flores que
recorría había topado con un tropiezo de mucha cuenta. Las palabras de
Pablo fueron claras y terminantes; y esto era muy grave, no tanto por
ser de quien eran, cuanto por estar muy puestas en razón. Así le dolían
á él en lo más hondo de su vanidad; así las recordaba y exprimía á cada
instante, y muy especialmente cuando se miraba al espejillo colgado
debajo del _cuarterón_ de su ventana; como si no comprendiera entonces,
aunque lo temiera mucho, que aquéllos sus rizos pegados á las sienes,
el mirar blando de aquéllos sus ojos negros, aquélla su belleza toda,
en fin, con el saber adquirido, por su voluntad, y el buen querer de
su corazón, no eran alas bastantes para volar hasta el sol que había
contemplado cara á cara sin deslumbrarse. Desde el suceso del cierro
(más de ocho días), tres veces nada más había estado en casa de Pablo,
y otras tantas se habían visto y hablado los dos en la calle; pero en
la calle y en casa, Pablo no era el amigo íntimo y afectuoso de antes:
hallábale Nisco frío, reservado y lacónico hasta la sequedad; y como
ignoraba los verdaderos motivos de este cambio, achacábale á lo que más
temía; y esta aprensión le abrumaba el espíritu, porque para ayuda de
sus males, ¡se conjuraban contra él tantos elementos!...
Saliendo la última vez de casa de Pablo, mustio y compungido, porque,
como en las dos anteriores, halló á su amigo reservado y serio, cerrada
la puerta de la sala y los pasadizos desiertos, topó, cerca de la
portalada, con la Rámila que iba á entrar por ella.
--¡Hola, guapo mozo!--díjole la vieja, al notar que no le gustaba el
encuentro.--No pensé que eras tú de los que temen.
--¡Temer yo!--respondió Nisco de mala gana.--¿Por qué había de temer
cosa alguna?
--Eso es señal de que no la has hecho. Ya sabes: quien no la hace...
--¡Ya se ve que no la he hecho!
--¿Estás muy seguro de ello, Nisco?
--No recuerdo haberla ofendido á usté.
--¡Otra, bobo!... si no se habla de mí. Si de mí se hablara, igual
fuera una de más que de menos. Me han hecho tantas, que ya no reparo.
Pero bien pudieras habérsela hecho á otros.
--¡Á naide!
--¿Ni siquiera á Catalina, santuco de Dios?
--¡Dale otra más!... ¡Mire usté que es tema, puño!--dijo Nisco
machacándose con los suyos cerrados las caderas.--Y á usté ¿qué le
importa? y por último, usté ¿qué sabe?
--¿Pues no he de saberlo? ¿No ves que soy bruja, tocho?... El que me
importe ó no, ya es distinto, y sobre esto no reñiríamos en ningún
caso; pero te importa á tí, y, porque te importa, te voy á contar un
cuento.
Nisco no sabía á qué santo encomendarse en aquel trance, ni sobre qué
pie echar el cuerpo para descansar mejor, en el desasosiego que le
consumía. Para cortar por lo sano, trató de largarse; pero la vieja se
le atravesó delante, y, á mayor abundamiento, le agarró por las solapas
de la chaqueta y le dijo muy seria:
--¡Escúchame... ó te muerdo!
Tembló Nisco al oir aquella amenaza en tal boca, y respondió,
resignándose á la fuerza:
--¡Pero acabe pronto!
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