El sabor de la tierruca - 13

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valiente, no se te ha negado; pero que, con sólo decirlo, llegues _á
campar_ aquí, no lo sueñes nunca. Por el corazón se mide á los hombres
y no por la estampa, y corazón no falta al más ruín de los presentes.
De fiesta estamos y en nuestra casa; en ella entrastes y se te brindó
con lo que había; de lo demás, tuya es la culpa por no escarmentar
cuando debistes. Si buscas guerra, mal haces, que, sobre no ser justa
ahora, á tí te conviene menos que á nosotros.
--Y eso que me cuentas--preguntó Chiscón al templado mozo, con burlona
sonrisa,--¿es amenaza ú caridá?
--Esto que te cuento--respondió el otro,--es riflisión de hombre de
bien y de enemigo leal.
En tanto platicaban los dos así, Catalina reunió el cotarro y consiguió
en cuatro palabras ponerle en marcha hacia Cumbrales.
--Vámonos, Braulio--dijo con resped al pasar junto al mozo que hablaba
con Chiscón:--deja esa peste que te mancha.
Obedeció Braulio; y tan á punto, que quedaron sin respuesta las últimas
palabras que enderezó al de Rinconeda.
En un instante se vió éste solo en la castañera. Irritóle más aquel
nuevo desaire que recibía, y gritó mirando á los que se marchaban:
--Vos prometí el domingo bailar en el corro de Cumbrales hasta
cansarvos... ¡Pos hoy vos lo juro por la luz que me alumbra!
Las últimas palabras de esta amenaza se perdieron entre el son de
las panderetas y el cantar y el gritar desaforados de la gente de la
magosta, que se largaba hacia su pueblo, mientras el sol trasponía el
horizonte entre celajes de púrpura.
Desde el siguiente día comenzó á circular por Cumbrales el rumor de
que los de Rinconeda pensaban armar una que fuera sonada contra sus
sempiternos enemigos. Los rumores crecieron durante la semana; el
jueves se dijo que se trataba de una invasión de los mozos de abajo,
para dar una batalla á los de arriba en el mismo Cumbrales; el
viernes se contó que vendrían mozos y mozas en son de romería á bailar
en el Campo de la Iglesia, y, por último, el sábado pudo asegurarse
que al día siguiente habría de todo en el pueblo; es decir, baile en
competencia y palos por remate. De todo ello tendría la culpa Chiscón,
aconsejado por su amigo el Sevillano.
Bajo estas impresiones desagradables, y al arrullo del Sur, que bufaba
sordamente en las rendijas de las puertas y ventanas, se durmió aquella
noche el vecindario de Cumbrales.
[Ilustración]


[Ilustración]

XXII
ENTREACTO RUIDOSO

Los que madrugaron al otro día (y cuenta que en Cumbrales se levanta
al alba la gente) vieron que, mientras el sol salía embozado en
crespones de escarlata, sobre las lomas del Sur relucía, fulguraba el
celaje, como si fuera lago de cristal fundido; lago con islotes de
nácar y grumos de oro; á trechos, ondas purpúreas, blancas vedijas
inalterables, y _rabos de gallo_ más efímeros, sobrenadando; y
por riberas y marco en toda la redondez de este espacio, moles de
negras y plomizas nubes amontonadas. Entre una y otra mole, densas
brumas cenicientas, valles fantásticos de aquellas raras montañas
que se prolongaban, en contrapuestos sentidos, en forma de ásperas
cordilleras. En lo más alto del cielo, tenues veladuras rotas; luégo
el éter purísimo hasta el horizonte del Norte, donde el celaje era
cárdeno, mate y estirado, como una inmensa lámina de acero sin bruñir.
El aire era tibio y pesaba tanto sobre el ánimo como sobre el cuerpo;
ni una hoja se movía en los árboles, ni una yerba en los campos; la
vista y el oído adquirían un alcance prodigioso; las tintas de las
montañas, más que calientes, parecían caldeadas; los contornos y
relieves flotaban en un ambiente seco y carminoso que, acortando las
distancias, engrandecía las moles; y el silbido del pastor y el sonar
de las esquilas del ganado, llegaban claros y perceptibles al oído
desde los cerros del Mediodía.
Cuando en la Montaña amanece entre estos fenómenos de la naturaleza,
todo montañés sabe qué viento va á reinar aquel día; y entonces se
llama al espacio brillante rodeado de nubarrones, _el agujero del
ábrego_[5].
[5] Los campesinos montañeses, los de la región central, por lo
menos, llaman ábrego al viento del Sur.
Y por allí salió este caballero, en la ocasión de que se trata, dos
horas después de amanecer.
Salió blando, sosegado y apacible, y como de recreo por el campo de sus
hazañas, jugueteando con el humo de las chimeneas, las mustias y ya
escasas hojas de los árboles, las yerbecillas solitarias de los muros
y las sueltas y errabundas pajas de la vega... Lo que haría cualquier
cefirillo de tres al cuarto. En Cumbrales no levantaba el polvo de las
callejas, ni movía las puertas entornadas, ni siquiera los pliegues de
un refajo ni los picos de una muselina.
Así es que el señor cura tocó muy tranquilo á misa mayor, y luégo
las tres campanadas para los perezosos; y la iglesia se fué llenando
de gente que nada temía y sólo se quejaba del «bichorno, poco al
consonante de la bajura del mes que iba corriendo.»
Con esta tranquilidad en los espíritus y sin alterarse la de la
naturaleza, comenzó la misa gorjeada y solemne.
Pero no había llegado el _Credo_ á la mitad, cuando las chanzas
comenzaron á enardecer á la fiera; y la tramó con las ramas tenaces,
los matorrales espesos y las ventanas cerradas, que, siquiera, le
ofrecían alguna resistencia. Mas si doblegaba á las unas y bamboleaba á
los otros, las ventanas no cedían ni le franqueaban el paso.
Tanteóle por las buhardillas, donde las había; y se encontró con que
las más de ellas tenían los postigos clavados desde que estaban allí;
quiso también entrar en la iglesia, y hasta logró apagar los cirios de
los primeros _tajos_; pero le cerraron la puerta apresuradamente. Con
estas contrariedades se fué embraveciendo poco á poco, y tornó á las
ventanas con propósito de desquiciarlas metiéndose por las rendijas.
Metióse, forcejeó y se hartó de dar bufidos de coraje; pero no logró
su intento. En venganza, con las ramas de los frutales de los huertos,
azotó las viviendas de sus dueños. Entonces conocieron éstos que la
cosa iba de veras; y los que no lo habían hecho todavía, se trancaron
por dentro á llave y palanca. Esta actitud equivalía á un reto; y el
enemigo, rugiendo amenazas, se retiró á sus antros, como para acabar
de pertrecharse. La calma y el silencio volvieron á reinar en la
naturaleza; pero por pocos momentos.
Cuando reapareció el monstruo, temblaron hasta los más valientes.
Sordos mugidos le precedían; y, á su paso, humillaban los árboles
las erguidas copas; alzábase el polvo en remolinos; las puertas se
estremecían en sus quiciales, y el día se quedó á media luz parda
y traidora. Comenzó la batalla. ¡Qué estruendo!... ¡qué empuje!...
¡qué acometidas aquéllas! Algunas chimeneas vacilaron, y más de un
alero crujió, soltando la carcoma de la vejez al choque de la furia;
las puertas más firmes lanzaban gritos de agonía; las podridas ramas
de las vetustas higueras saltaban hechas pedazos; en los manzanos
tremolaba el muérdago desarraigado, como triste gallardete con que
demanda auxilio el desmantelado buque; lloraban escombros las humildes
socarrenas sobre sus regazos de ortigas, y chasqueaban y se conmovían
los empingorotados tejadillos de las altivas portaladas.
En medio de su ferocidad imponente, el viento tenía caprichos
verdaderamente pueriles: recogía las hojas dispersas en solares y
callejos, y las arrinconaba donde mejor le parecía, en un solo montón:
encrespábale, revolvíale, alzábale del suelo, y en rápido y sonoro
remolino, subíale muy alto; allí le cernía, le ensanchaba, le encogía,
le alargaba, dejábale descender nuevamente; y cuando le tenía en el
suelo, dispersaba de un soplo todas las hojas, que desaparecían detrás
de los vallados, en los fosos y entre los bardales; volvía á reunirías
al instante sacándolas de sus escondrijos, y tornaba á amontonarlas y
á cernerlas, á subirlas y á bajarlas, y á darles libertad otra vez, y
otra vez á recogerlas. Con el polvo hacía diabluras: nubes espesas,
diáfanas neblinas, mangas y espirales. Desconchaba los lomos de los
muros revocados, y desnudaba á los viejos de sus vestiduras de yedra.
Tras estos juegos y aquellas violencias, que no eran más que un tanteo
de fuerzas y un ensayo de batalla, las tablas dejaron de estremecerse
y las rendijas de silbar; callaron los gemidos de los árboles, y sólo
se oyó un rumor, á modo de jadeo, hacia la vega, como si sobre ella y
los montes vecinos se hubiera tendido el monstruo á descansar. De vez
en cuando se agitaban un poco las ramas, y el polvo y las esparcidas
hojas se revolvían en el suelo. Diríase entonces que tenían cara las
viviendas y los muros y los árboles, y que en ellas se pintaba el dolor
de lo pasado y el espanto de lo que aún les esperaba. ¡Qué acongojado
aspecto ofrecían aquellas casas con los ojos cerrados, y aquellos
árboles contraídos y tiritando!
La tregua fué breve, y la embestida que le siguió, con el estruendo de
cien batallas, espantosa.
En algunos embates parecía el viento macizo, y entonces resonaban sus
golpes como cañonazos; y cada golpe de éstos producía un desastre: lo
firme oscilaba, lo vacilante caía; las tejas se encrespaban, hervían
en los tejados, como si diablillos danzaran debajo de ellas; y en la
casa donde la puerta saltaba de sus pernos, barría el huracán muebles
y vasares; y al buscar salida por la cumbre, removía las tablas del
desván y derrengaba los cabrios. ¡Con qué astucia rastreaba los suelos
y husmeaba los hogares, buscando una chispa que llevarse al pajar para
regalarse con el espectáculo de un incendio!
No había punto en el lugar donde la furia no metiera su cabeza, y con
la cabeza las garras, y con las garras el azote. Por eso todo era
estrago y fragor en torno suyo. Silbaba furioso en huecos y rendijas,
bufaba en los arbustos, bramaba en los callejones, y en las arboledas
rugía; y, en ocasiones, hasta las campanas lanzaban solas desacordes
sonidos, con pavor de los fieles que se guarecían en la iglesia.
Á lo lejos, un rumor incesante, como el del mar cercano en noche
tormentosa: aquí, el crujir de la rama desgajada ó del tronco que se
quiebra; allí, el estruendo de la pared que se derrumba, ó el zumbido
del bardal que se agita desesperado y extiende sus greñas espinosas,
buscando de qué asirse para que no le arranquen de la tierra que le
nutre; y como complemento del cuadro, una luz tétrica y sulfúrea
iluminándole; la atmósfera, sofocante y enrarecida, sin sus alegres
y naturales pobladores, ocultos á la sazón Dios sabe dónde, llena de
objetos raros é inconexos: tallos de maíz, hojas maceradas, polvo,
astillas... y guijarros.
Con frecuencia terminan estos huracanes con una _virazón_ rápida al
Noroeste, ó _galerna_: remedio mucho peor que la enfermedad; pues si
no llega á ésta en la fuerza del empuje, la aventaja en estragos, por
el agua demoledora que trae consigo; pero cuando el Sur es estacional,
como en el caso de que se trata aquí, concluyen sus furores por
cansancio, y el silencio y la inmovilidad reemplazan al fragoso
desconcierto.
Tal sucedió en Cumbrales al rayar el mediodía. ¡Qué triste cuadro
contemplaron entonces los ojos! El Campo de la Iglesia y las corraladas
estaban cubiertos de menudo escombro, ramas, cascos y hojarasca.
No había árbol en el pueblo sin quebraduras ó cicatrices; algunos,
arrancados de cuajo; otros, hendidos; los arbustos, lacios, desgreñados
y con el follaje en esqueleto... Pero cuando la gente fué abriendo poco
á poco las puertas de sus hogares, y salió de la iglesia la que en ella
había estado encerrada, ¡válgame Dios, qué aspavientos los suyos y
qué puestos en razón eran! Por de pronto, cada uno se echó á examinar
los propios quebrantos, y luégo á compararlos con los del vecino. Y
aconteció lo que siempre que se reparten desventuras: cayeron las
mayores sobre los que podían menos; por lo que se llevó don Valentín
el premio gordo de esta desastrosa lotería. Ninguna casa fué tan
castigada como la suya: perdió la chimenea, medio alero, una ventana y
la cerradura del estragal, amén de alcanzarle su parte, y no pequeña,
del común revoltijo de los tejados.
Es sabido que la mitad del vecindario de Rinconeda estuvo contemplando
el desastre de Cumbrales durante la furia del huracán, agazapado
al socaire del cerro adyacente, y aun se afirma que palmoteaba
aquella gente levantisca cada vez que un árbol se tronchaba ó caía
una chimenea. Esto se corrió por Cumbrales á la hora de calmarse el
viento; y fortuna fué que se tomara por cierta la noticia, pues con la
indignación que produjo en el lugar, se mató la pesadumbre que cada
cual sentía por los recientes descalabros.
--¡No les faltaba más--decían todas las bocas de Cumbrales,--que venir
esta tarde á provocarnos! Pues ¡como vengan!...
Y jurando echar hasta las asaduras en el trance, volcaron todos la
puchera mal sazonada; y con el último bocado entre los dientes, subióse
cada cual á su tejado á reparar lo más perentorio, por si la turbonada
que se iba formando hacia el Saliente, acababa en aguaceros antes de la
noche.
[Ilustración]


[Ilustración]


XXIII
GRIEGOS Y TROYANOS

Continuaban la calma sofocante y el cielo cargado de nubes como
peñascos, con unas intermitencias de sol que levantaba ampollas;
los desperfectos del Sur, en tejados y cerrajas, iban poco á poco
reparándose, y hasta se consolaban las gentes, unas á la fuerza y
otras como podían; pero no se olvidaba un punto la anunciada invasión
de los de Rinconeda; y hacia el camino de Rinconeda miraban todos los
ojos de Cumbrales desde huertas, callejas y tejados, y á voces de
Rinconeda sonaban todos los rumores en los oídos de la gente de arriba.
Odiosa era siempre una provocación semejante... ¡pero en aquel día!...
¡después de las devastaciones del huracán, apenas encalmado!...
--¡Pues como vengan!...
Y esto decían todas las bocas de Cumbrales.
Pero subieron Cerojas y Lambieta al campanario con otros camaradas que
lo tenían por costumbre; hartáronse de repicar á vísperas... y nada.
Tocáronse luégo las tres campanadas al rosario; acudió la gente, llegó
el señor cura, rezóle y hasta _echó_ su poco de plática sobre la paz y
concordia entre los pueblos cristianos; acabóse la piadosa tarea, que
duró tres cuartos de hora... y nada. Se desocupó la iglesia; quedáronse
en el porche, murmurando, las mujerucas á ese manjar aficionadas;
agrupáronse de cuatro en cuatro, á la sombra de las tapias fronteras al
corro del baile, las viejas, acurrucadas en el suelo, á jugar el ochavo
á la _brisca_ ó al _mayor punto_; avanzó la gente moza; resonaron las
panderetas recién templadas; arrimáronse al calorcillo del baile muchos
de los mozos aficionados, y los restantes, entre los que estaban Pablo
y Nisco, entraron en la bolera; sentáronse los viejos mirones en las
paredillas; oyóse la voz alegre de las cantadoras acometer la tarea con
la tradicional y obligada copla
Para espenzar á cantar,
licencia tengo pedida,
al señor cura, primero,
y á la señora Josticia.
Dió principio también el baile; rifaban ya las viejas sobre si se vió
ó no se vió, si se hizo ó no se hizo la prohibida seña del _as_ ó del
_tres_ del palo del triunfo; alzóse regocijada gritería en el corro de
bolos por haber hecho Nisco un emboque á la segunda bolada; correteaban
Bodoques por aquí, Lergato por allí y Lambieta por el otro lado,
reclutando muchachos para jugar á la cachurra en la mies, silbando unas
veces, voceando otras y estorbando siempre... en fin, que el corro,
lleno, como quien dice, de bote en bote, se había normalizado ya...
y nada. Los de Rinconeda no venían, y los de Cumbrales llegaron á no
pensar en ellos: como que el cura se fué á rezar vísperas, y el alcalde
á dormir un rato.
Así estaban los ánimos cuando se presentó Cabra á todo correr por el
camino alto de Rinconeda.
--¡Ahí vienen!--gritó cerca del corro de bolos.
Produjo la noticia mucha efervescencia en hombres y mujeres; tanta, que
los juegos cesaron y el baile se suspendió.
--¡Eso es una cobardía!--gritó un mozo encaramándose en la pared de
la bolera y dirigiéndose á los dos corros.--¡Si vienen, que vengan!
¿Pensáis que vos van á comer? Pus lo que hagan haremos... yo, por mi
parte.
Gustó la arenga, aprobóse, serenáronse los espíritus y continuaron los
juegos y el baile, interrumpidos más por curiosidad que por miedo, á mi
entender.
En esto, apareció el enemigo en la ancha calleja por donde había venido
Cabra. Era una muchedumbre de hombres y mujeres: como una romería que
se trasladara de un punto á otro. Provocación como ella no se conocía
en la historia del odio tradicional entre ambos pueblos. Uno á uno,
tres á tres, ocho á ocho, hasta doce á doce, se habían pegado infinidad
de veces los de Rinconeda con los de Cumbrales, allí en Rinconeda
y en todas las romerías en que se habían encontrado, porque esto
era de necesidad; pero invadir un pueblo entero al otro pueblo, con
premeditación y á sangre fría, pasaba con mucho la raya de todas las
previsiones.
Venían delante una ringlera de mozas, dos de ellas con panderetas, y
traían en medio á Chiscón con ramos en el sombrero y en los ojales
de la chaqueta, y un gran lazo de cintas en la pechera de la camisa.
Parecía un buey destinado al sacrificio en el ara de un dios pagano.
Esto ya era un dato para creer que la función era de desagravio y en
honor del Hércules de Rinconeda. El cual traía un palo, de _los de
pegar_, debajo del brazo: otro dato; y también lo era el verse algunos
garrotes más entre la turba, toda de gente moza, que seguía á la
primera fila. Si esto no era venir en son de guerra, dijéralo el más
lerdo. Pero se notó que abundaban mucho las mujeres en aquella tropa, y
que no todos los hombres eran igualmente temibles; se echó una ojeada
al corro de bolos y al Campo de la Iglesia, y se vió que, llegado el
caso, podía librarse la batalla con buen éxito. Por supuesto que las
mozas de Cumbrales, al ver la actitud provocativa de las de Rinconeda,
no acababan de hacerse cruces con los dedos. «¡Mosconazas!...
¡Tarasconas!...» ¡Cómo las ponían, entre cruz y cruz! Pero lo que acabó
de elevar la indignación á su colmo, fué ver al Sevillano entre los
invasores... ¡Con ellos venía el _Opas_, el _don Julián_ de Cumbrales!
Pasó la procesión por delante de la bolera, cantando las mozas y con
una en cada brazo Chiscón, y llegó al Campo de la Iglesia, donde hizo
alto y relinchó de firme. Pablo dejó entonces de jugar y se encaramó en
la paredilla, mirando hacia allá. Estaba algo pálido y muy nervioso.
Nisco no apartaba de él la vista, y la gente de la bolera miraba tan
pronto á Nisco como á Pablo. Ya nadie sabía allí cuántos bolos iban
hechos ni á quién le tocaba birlar. En esto, cesó también el baile,
porque Chiscón se empeñó en que habían de sentarse las cantadoras de
Rinconeda donde estaban las de Cumbrales. Oyéronse voces de riña.
Chiscón, después de dejar sentadas á sus cantadoras junto á las
del pueblo (pues éstas no quisieron levantarse y él no cometió la
descortesía de obligarlas á hacerlo), volvióse á colocar á los suyos
en el mismo terreno en que acababan de bailar, y aún estaban, los de
Cumbrales. Con esto creció el vocerío y Pablo bajó de la paredilla;
llegóse á las cantadoras de Rinconeda y las preguntó secamente:
--¿Venís de guerra?
--De paz venimos,--respondieron las mozas.
--Pues no toquéis entonces, que tocando están quienes deben, y corro
hay aquí para que bailen todos, si se trata de divertirse en paz.
--¡Á tocar se va!--dijo, en esto, un mozo de Rinconeda, mirando airado
á las dos mozas increpadas por Pablo.
Las dos mozas se dispusieron de nuevo á tocar.
--¡Pues no se toca!--dijo Pablo, blanco de ira.
Y hablando así, arrancó las dos panderetas de las manos en que estaban,
y rompió los parches sobre sus rodillas.
¡Cristo mío, la que en seguida se armó allí! Pero Pablo, que ya la
esperaba, porque de un modo ó de otro tenía que venir, con las rotas
panderetas en las manos, la cabeza erguida, la boca entreabierta,
el pecho anhelante y lívida la tez, examinó el campo con una mirada
rápida, y la clavó firme sobre Chiscón que corría hacia él apartando la
gente como el oso los matorrales. Estremecióse el joven un momento,
arrojó los aros, dió dos pasos hacia el gigante que podía desbaratarle
entre sus brazos de roble, y le recibió con una puñada en la jeta, y
tal puntapié en la barriga, que el oso lanzó un bramido y necesitó
todas sus fuerzas bestiales para no desplomarse como torre socavada.
Nisco, que no había perdido de vista á Pablo, en cuanto le vió enfrente
de Chiscón saltó como un corzo desde la bolera al campo, sin tocar
la paredilla, y voló hacia su amigo; pero le salió al encuentro un
valentón del otro pueblo, y fuéronse á las manos. Creció con esto la
bulla; saltaron detrás de Nisco los jugadores de bolos; salieron los
hombres que estaban en la taberna; encontráronse con otros del bando
enemigo, y la lucha se trabó en todas partes con la prontitud con que
se inflama un reguero de pólvora. Acudieron al vocerío las mujerucas
del portal de la iglesia, y las viejas que jugaban á la brisca, y los
muchachos que correteaban por las inmediaciones, y se llenó de gente el
campo, desde el corro de bolos hasta el extremo opuesto.
Toda aquella masa, al principio inquieta, nerviosa y movediza, fué
enrareciéndose poco á poco, aquietándose y buscando los puntos más
elevados y menos peligrosos, mientras los combatientes, en grupos
enmarañados, forcejeaban, iban, venían, se bamboleaban, alzábanse y se
agachaban; de manera que todo este conjunto de actores y espectadores
parecía embravecido torrente encajonado de pronto en recios é
insuperables muros.
Ya no se oían voces allí, ni amenazas; ni se veía el garrote
describiendo rápidas curvas en el aire, porque (justo es declararlo)
los de Rinconeda arrojaron los suyos cuando vieron inermes á los de
Cumbrales; no brillaba, ni brilló antes, el acero homicida, porque
este arma vil no se conoce en los honrados campos montañeses, si algún
descastado no la usa á traición, muy raras veces. Sólo se percibían
sordos ronquidos, jadeos de la respiración, desgarraduras de camisas
y, de vez en cuando, un _cuajjj_ despatarrado, como odre henchido que
revienta de pronto: era que un luchador caía de espaldas en el suelo,
debajo de su adversario; el cual no abusaba de la ventaja adquirida:
no hería á su enemigo, ni siquiera le golpeaba en sitio peligroso;
conformábase con tenerle allí como crucificado, y con responder á sus
ronquidos y amenazas con sordos y mortificantes improperios; alguna vez
se oía también el estampido ronco de un puñetazo sobre un esternón de
acero... y poco ó nada más se oía; porque, tocante á los espectadores,
ni se movían ni chistaban: allí se estaban todos con los ojos
encandilados y el color de la muerte en el semblante; los muchachos,
royéndose las yemas de los dedos; las mujeres, con la boca abierta, y
los viejos dando mandíbula con mandíbula.
Harto claro se vió que las mozas de Rinconeda no contaron con todo lo
que estaba pasando, al ir á Cumbrales como fueron; y por verse tan
claro en la sorpresa y dolor que mostraban, no cayeron sobre ellas las
hembras de Cumbrales y se libró de ser un verdadero campo de Agramante
aquel Campo de la Iglesia.
Si un luchador, al levantar la cabeza, mostraba la faz ensangrentada,
alzábase en los contornos un rumor de espanto y de indignación al mismo
tiempo; y entonces alguna voz clamaba por la Justicia. ¡La Justicia!
¡Á buena puerta se llamaba! Tres concejales, el pedáneo y el alguacil
estaban enredados en lo más recio de la pelea, brega que brega, no
para poner paz, sino porque eran ellos de Cumbrales y los otros de
Rinconeda; el juez municipal, que al empezar la batalla se hallaba en
la taberna (cuya puerta trancó por dentro Resquemín, dicho sea de paso,
en cuanto quedó desocupada), se escondió en el pajar... con el sobrante
de la jarra que tenía entre manos; y por lo que hace al alcalde
Juanguirle, ya sabemos que se fué á dormir la siesta poco después de
salir del rosario.
Á todo esto, los plúmbeos nubarrones se iban desmoronando en el cielo,
y extendían su zona tormentosa, cárdena y fulgurante, hasta la misma
senda que recorría el sol en su descenso; y cuando un rayo de él
lograba rasgar los apretados celajes y caía sobre los entrelazados
grupos de combatientes, relucía el sudor en los tostados rostros
manchados de sangre y medio ocultos bajo las greñas desgajadas de la
cabeza; y cual si aquel rayo, calcinante y duro, fuera aguijón que les
desgarrara las carnes, embravecíanse más los luchadores allí donde el
cansancio parecía rendirlos, y volvía la batalla á comenzar, lenta,
tenaz y quejumbrosa.
Ya sabemos dónde luchaban Pablo y Chiscón; que éste era grande y
forzudo, y cómo recibió su primera embestida el valeroso mozo de
Cumbrales, que si no era tan fuerte como su enemigo, tenía, en cambio,
la agilidad de la corza y el temple del acero. Así saltaba, hería y
se cimbreaba. Eran los dos luchadores el ariete poderoso y la espada
toledana. Huir de los brazos hercúleos de Chiscón era todo el cuidado
de Pablo; y entre tanto, golpe y más golpe sobre el gigante. Reponíase
éste apenas del aturdimiento que le causaba un puñetazo en la boca, y
ya tenía otro más recio en las narices; con lo que el salvaje, poco
acostumbrado á aquel género de lucha, bramaba de ira; y bramando,
esgrimía las aspas de su cuerpo, y cuanto más las agitaba, más se
perdían sus derrotes en el espacio, más se quebrantaban sus bríos y
más espesos caían sobre su cara, llena ya de flemones, ensangrentada
y biliosa, los golpes de su ágil adversario. Pero necesitaba éste
terminar de algún modo aquella lucha desigual y expuesta, y tras ese
fin andaba rato hacía. No bastaba aturdir al atleta; era preciso
derribarle, vencerle. Al cabo, logró plantarle un par de puñetazos
entre mejilla y ceja; y con esto y otro puntapié hacia el estómago al
humillar el bruto la cerviz, quedóse éste como Polifemo cuando Ulises
le metió por el ojo el estacón ardiendo. Entonces se abalanzó Pablo á
su cuello de toro; hizo allí presa con las manos, que tenazas parecían;
sacudióle dos veces, y á la tercera, combinada con un hábil empuje
de la rodilla, _acaldó_ en el suelo al valentón de Rinconeda. Fragor
produjo esta caída; pero no por el choque de las armas, como cuando
caían los héroes de la Iliada, sino por el peso de la mole y el crujir
de los pulmones y costillas. Cayó el gigante con el rostro amoratado y
medio palmo de lengua fuera de la boca, porque Pablo, sin aflojar la
tenaza de sus dedos, se encaramó á su gusto sobre el derribado coloso.
No muy lejos de Pablo andaba Nisco, que tampoco peleaba al uso de la
tierra, como su adversario quería; es decir, pecho á pecho y brazo á
brazo, con variantes de zarpada y mordisco, sino á puñetazo seco y
á rempujón pelado; mas no procedía así porque su contrario fuera más
fuerte que él, pues allá se andaban en brío y en tamaño, sino porque
en el hijo de Juanguirle obraban la vanidad y la presunción lo que
en Pablo la necesidad aquel día. Es de saberse que hasta para luchar
á muerte era vanidoso y presumido el demonio del muchacho aquél. Así
se le veía rechazar á su enemigo con un golpe seguro y meditado, y
aprovechar la breve tregua para atusarse el pelo y acomodar el sombrero
en la cabeza. Sus brazos, antes de herir con el puño, describían en
el aire elegantes rúbricas, y no tomó actitud su cuerpo que no fuera
estudiada. Parecía un gladiador romano. Estaba un poco pálido y se
sonreía mirando á las muchachas que le contemplaban. Otras veces
recibía con las manos la embestida del enemigo; le sujetaba por los
brazos, le zarandeaba un poco, y después le despedía seis pasos atrás;
y vuelta á componerse el vestido, á colocarse el sombrero, á sacudirse
el polvo de las perneras y á sonreir á las muchachas, entre las que
estaba Catalina, á tres varas de él, anhelosa, conmovida y siguiendo
con la vista, y en la vista el alma, todos sus ademanes y valentías.
Cuando una sonrisa de las de Nisco era para ella, parecía decirle la
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