El sabor de la tierruca - 10

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No pasó de aquí el incidente, porque, deshojada la última panoja de la
pila, y siendo á la sazón muy corrida la media noche, subieron, detrás
de Pablo, los sirvientes de la casa con sendos garrotes repletos de
castañas cocidas, humeando todavía, más una gran _botija_, capaz de
seis azumbres, llena de aguardiente. Repartió Pablo las castañas con
una caldereta, y tres veces anduvo la rueda sin un tropiezo. No así
el que escanciaba el aguardiente, puesto que halló uno en cada moza
soltera, sabe Dios si por aborrecerlo todas; con lo que tocó á más á
las casadas y á los hombres, pues no quedó gota en la botija.
Y vuelta entonces á los cantares, mientras comenzaba el desfile;
cantares alusivos á todos y cada uno de los señores de la casa,
presentes junto al arranque de la escalera del desván, pagando, aunque
soñolientos y decaídos, con sonrisas y ademanes, pues las palabras no
se hubieran oído, los saludos de la gente que se marchaba con estruendo
y temblor de todo el edificio.
¡Y en el corral cantares, y en la calleja relinchos y más cantares!
Nisco salió solo; Catalina, con la gente de su barriada; y como en
todas ellas se armó ruido, alborotáronse los perros que, aun sin que
nadie los hurgue, no cierran boca en toda la noche; muchos valientes
volvieron á pensar en lo del murio, y el Sevillano se agarró de Chiscón
y no le soltó hasta la puerta de su casa, pues todo aquel trayecto
hubo de necesitar, por las trazas, para convencerle de que no debía de
acompañar en público á Catalina, después de lo visto, hasta hablar con
ella en debida forma.
Cuando el de Rinconeda tomó por la vega el camino de su lugar, solo
y casi á tientas, porque no había luna aquella noche, aún llegaban á
sus oídos los moribundos ecos de alguna balada, el cansado latir de
los perros alborotados, y hasta el alegre cantar de más de un gallo
madrugador.
Chiscón entonces soltó un relincho que repitieron todos los ecos de la
vega; y ningún otro ruido turbó ya la negra soledad de su camino, sino
el triste, lento y remoto gemir del cárabo en el monte, y el bufar de
una lechuza que pasó volando hacia el campanario de Cumbrales.
[Ilustración]


[Ilustración]


XVII
LA DERROTA

El domingo siguiente, después de misa, hubo en el local de la escuela,
debajo de la sala consistorial, una _concejada_ como no se había
visto en todo el año. Sabíase de qué se iba á tratar en el concejo
de aquel día, y faltaron contadísimos vecinos. Don Valentín llegó
de los primeros, apenas se oyó el tran, tran, tran de las campanas.
Juanguirle, rodeado de sus concejales, ocupó la presidencia en el
sitial del maestro; manifestó el objeto de la reunión, y hasta aventuró
un discursillo encareciendo las ventajas de las _derrotas_, mientras
las gentes, como sucedía en Cumbrales, no supieran dar á las mieses
destino mejor, desde noviembre á marzo; invocó, en apoyo de su parecer,
la ley de la costumbre, tan vieja allí como el mundo (pues no había
prueba de lo contrario), y sometió el caso al acuerdo, que había de ser
unánime, de sus administrados, para dar así debido cumplimiento á lo
mandado «arriba.»
El discurso alcanzó la aprobación del concejo, exceptuando á don
Valentín, que se levantó airado de su asiento para llorar los males
de la patria y los peligros de la libertad. Puso todo este lacrimoso
cuadro enfrente de la criminal indolencia de sus convecinos,
«amenazados día y noche por el azote afrentoso del perjuro,» y concluyó
diciendo:
--_Do ut des._ ¿Queréis derrota? Dadme ayuda; prestadme recursos para
rechazar la invasión del déspota ó morir con gloria en la batalla. Á
este precio tendréis mi voto, sin el cual no se pueden abrir las mieses
de Cumbrales.
Tomóse esta actitud de don Valentín en muy diversos sentidos. Quién la
aplaudía entre burlas y cháchara; quién, menos paciente, denostaba al
veterano y al concejo que hacía caso de semejantes chapucerías. Los que
así se expresaban eran los más; y ya el debate iba tomando mal aspecto
para don Valentín, cuando Juanguirle, haciendo valer su autoridad,
restableció el orden y el silencio, y dijo así:
--No hay que acelerarse, ¡voto al chápiro verde! ni sacar las cosas
de su quicio natural, para entenderse las personas. El señor don
Valentín se queja del poco aprecio que aquí se hace de esos amenículos
de política que le quitan á él el sueño de un tiempo acá; pero hay
sus más y sus menos respetive al caso, y se tocará el punto en su día,
con su cuenta y razón de pulso y patriotismo. Lo que ahora importa y
aquí nos reúne, es lo de la derrota; y sobre este particular, estamos,
gracias á Dios, en la mejor conformidad todos los presentes.
--¡Menos yo!--gritó don Valentín.
--Así se ha entendido aquí, ¿no es cierto?--dijo el alcalde, paseando
una mirada maliciosa por todo el concejo.
--¡Cierto!--respondió éste á una voz.
--¡Repito que no!--volvió á gritar don Valentín, estrujando entre sus
manos el enfundado sombrero.--¡Yo me opongo á que se abran las mieses
este año!
--En vista de tal conformidad--dijo el impasible alcalde,--se acuerda
la derrota y se levanta la sesión.
--¡Protesto contra esta infracción de la ley!--vociferaba el
veterano.--¡Invoco mis derechos de vecino libre... de ciudadano
español! ¡Viva la libertad!... ¡Exijo que mi protesta conste en el acta
para acudir en queja á donde se me oiga!
¡Como si callara! La algarabía de la desordenada muchedumbre ahogó su
voz temblorosa y descompuesta; y, á mayor abundamiento, las campanas
comenzaron á tocar _á derrota_.
Aún no había cesado la sonata en el campanario, cuando se oyó otra más
recia y atronadora en todas las callejas del lugar: mezcla de bramidos,
cencerradas, silbidos y jujeos. Nadie había soltado aquella mañana sus
ganados, en espera del acuerdo concejil que las campanas publicaban ya
con sus sonoras lenguas por todos los ámbitos de Cumbrales.
Desaparecieron como por encanto los portillos y seturas de las mieses;
y cada una de las brechas resultantes fué vomitando en la vega el
ganado á borbotones, en abigarrada y pintoresca mezcla de especies,
sexos, edades y tamaños: la mansa oveja y el retozón becerro; la
cabra arisca y el perezoso buey; la dócil burra y la gentil novilla;
la sosegada vaca, el inquieto potro de recría y el toro rozagante.
Tras el ganado y por el lado de la Cajigona, que vuelve á ser nuestro
observatorio, apareció la gente que lo había conducido, y mucha más
que se le fué agregando; pero la parte juiciosa de ella no pasó de los
bordes de la meseta. Los muchachos, armados de sendos palos, terminados
en gruesa y curva cachiporra, se lanzaron mies abajo, silbando al
vacuno, apaleando á las burras, ladrando á las ovejas y espantando á
los potros con gritos y aspavientos. Pero no era necesaria tan ruidosa
excitación para que las inofensivas bestias dieran al traste con la
formalidad; pues no bien sus pezuñas hollaron el blando suelo de la
mies, toda la extensión de la vega les pareció poco para campo de su
regocijo.
¡Válgame Dios, qué triscar el suyo y dar corcovos y sacudir el rabo!
¡Qué mugir los unos, y relinchar los otros, y balar aquestos, y
rebuznar por allí, y bramar por el otro lado! ¡Qué embestir los chicos
á los grandes, y hacerse éstos los temerosos y los débiles por chanza y
pasatiempo! ¡Qué revolcarse los burros, y galopar los potros sin punto
de sosiego, como si el lobo los persiguiera! ¡Qué derramarse por la
cuesta abajo el compacto rebaño, y entrar en la cañada, largo, angosto
y serpeante, verdadero río de lana tomando la forma de su lecho! ¡Qué
gallardearse á lo mejor el becerrillo negro con humos de toro, junto
á la apuesta novilla, y escarbar el suelo, y bajar la cabeza, y mirar
en derredor con fiera vista, y hacer la rosca con el rabo, sin qué ni
para qué, puesto que ningún rival le disputaba el campo! ¡Qué perder el
tiempo en estos alardes que no eran agradecidos ni siquiera observados!
Hasta el manso y trabajado buey olvidaba su esclava condición, sus años
y sus fatigas, para tomar parte en el general holgorio con tal cual
amago de corcovo mal hecho y aun ciertos asomos de galanteo á la vaca
de su vecino.
Á todo esto, ni pensar en pacer seria y formalmente. Se tiraba un
bocado al fresco retoño de la hondonada, pasando de largo; y otro, más
lejos, á la _paulina_ de la heredad; y luégo otro, de refilón, al verde
de una regatada; y así se andaba y se probaba todo sin fijarse en nada,
creyendo acaso que lo desconocido era más sabroso que lo ya probado.
Faltaba el tiempo para recorrer la blanda y fragante alfombra de la
vega; y el loco y desacorde vocerío y el sonar incesante de esquilas y
cencerros, enardecía las bestias y túvolas sin juicio ni sosiego cerca
de una hora.
Calmados los ímpetus poco á poco, los sesudos bueyes humillaron la
cabeza sobre el elegido terreno para pacer de veras y á qué quieres
estómago; trocóse en manso lago, sobre este prado ó aquella heredad,
cada rebaño que antes fué torrente de ovejas; enderezóse el burro,
harto de revolcarse, y sin sacudirse la basura, ahogó los últimos
suspiros, roncos y desconcertados, entre cogollos de helechos
arrancados á la sombra de una mimbrera terminal; los potros, dejando
de correr, cruzaron de dos en dos los enjutos cuellos, se _espulgaron_
á dentelladas y por largo rato... y todo movimiento fué cesando en la
vega, hasta que no se oyó en ella otro ruido que el sonoro y acompasado
de las esquilas y los cencerrillos de las bestias, que los movían al
pacer blanda y sosegadamente.
Entonces se retiró á paso lento, con los brazos cruzados y la pipa
en la boca, el último de los espectadores que habían contemplado el
descrito cuadro desde lo alto de la meseta por el lado de la Cajigona,
seguro de que, al anochecer, su ganado, sin otro conductor que el
natural instinto, estaría á pie firme y rumiando á la puerta del
establo ó á la del corral, esperando á que se la abrieran.
En tanto, los muchachos dispersos por la vega fueron reuniéndose en
pandillas; una de las cuales, la más numerosa y apta para el lance de
que se trataba, se posesionó de la vasta y limpia pradera que comenzaba
pocas varas abajo de la Cajigona.
Pasaban de veinte los muchachos, cada cual con su _cachurra_ (el
palo de que antes se habló); todos descalzos, los más de ellos en
mangas de camisa, y no eran los menos los que llevaban al aire la
cabeza, trasquilada de medio atrás hasta el pescuezo. Á esta sección
pertenecían, como cabos de ella, _Birriagas_, largo, chupado y pálido,
muy reñidor y no cobarde; _Cabra_, incomparable salteador de huertas
y robador de manzanas; tan ducho y hábil, que distinguía de noche, y
sin catarlas, las _carretonas_ de las _piqueras_; _Bodoques_, corto
de resuello y gordo, pero fuerte; seco de palabra y de muy respetado
consejo; _Lergato_ (lagarto), sutil y marrullero para escaparse sin
una desolladura de donde sus camaradas dejaban tiras del pellejo;
_Lambieta_, goloso y desdentado; y, por último, _Cerojas_, así llamado
por dos lobanillos negros que tenía en la cara y comenzaron á asomarle
poco tiempo después de haberse dado una panzada de las llamadas
_bruneras_, en el huerto de Asaduras.
Tratábase de un desafío á la cachurra, ó á la _brilla_, como también
se dice; juego que se inaugura y cesa con las derrotas, porque sólo en
las praderas de la mies puede jugarse, y vociferaban y se revolvían
los muchachos de la pandilla sobre quién debía de _arrimarse_ á quién
para equilibrar con el posible acierto las fuerzas beligerantes. Hízose
al cabo lo que propuso Bodoques, y quedó la tropa dividida en dos
bandos, figurando en el uno Birriagas, Lergato y Cabra, y en el opuesto
Bodoques, Cerojas y Lambieta, con sus respectivos soldados de fila. Se
echaron _pajucas_ entre Bodoques y Cabra, y tocóle la mano al primero;
el cual, como tonto, eligió para _brillar_ la cabecera alta del prado
en que se hallaba la patulea.
Sacó luégo del bolsillo una bola de madera, del tamaño de una pelota;
requirió su cachurra, que era de acebo con _porro_ macizo y á la veta,
y se fué á ocupar su puesto. Los demás muchachos se escalonaron prado
abajo en dos filas paralelas, cara á cara, á la distancia de dos
cachurras próximamente. Los últimos, y en el último tercio del prado
y bastante lejos de sus camaradas respectivos, se situaron, frente á
frente, Cabra y Cerojas. Entonces puso Bodoques la bola de madera, ó
sea la _catuna_, ó la _brilla_ (que de ambos modos se llama), encima de
una topera, previamente _amañada_; se escupió las palmas de las manos;
empuñó con las dos el extremo de la cachurra, y gritó con toda su voz,
sin dejar de hacer la puntería á la catuna:
--¡Brilla va!
Á lo que respondió Cabra, su contrario, poniéndose en guardia:
--¡Brilla venga!
Y replicó Bodoques:
--¡_Al_ que rompa una pata, que la mantenga, y si no, que la venda!
Dicho lo cual, hizo unas rúbricas en el aire con la cachurra, y
¡plaf!... allá fué la brilla, rápida y zumbando, por encima de los dos
ejércitos en expectativa.
Corrieron debajo de ella siguiéndola, y Cerojas se dispuso á socorrerla
con su cachurra para _pasarla_ sin que tocara el suelo; pero erró el
golpe por ir muy alta; y Cabra, más sereno, dejándola perder fuerza
y altura, la recogió en el aire y á su gusto, y la volvió de un
cachiporrazo hasta muy cerca de la topera de donde había partido. Dos
varas más, y pierden el juego los de Bodoques. Pero andaba éste muy
alerta; la tomó con su cachurra apenas tocó el suelo, y la volvió al
medio del prado. Como iba rastrera entonces, cayeron sobre ella las
cachurras á manojos; y entre ruidoso machaqueo y discordante vocerío,
tan pronto subía la catuna como bajaba. Hubo un instante en que más de
diez cachurras la sujetaron contra el suelo, no queriendo nadie que su
enemigo la arrastrara á su terreno. Entonces Bodoques, que era forzudo,
tiró con brío, y un poco al sesgo, un cachurrazo al montón; y mientras
la brilla salió rápida del atolladero, las cachurras saltaron como si
las volara una mina; y cuál de ellas machacó la nariz del propietario;
cuál la espinilla del colateral; otra levantó en la frente chichones
como el puño, y alguien se quedó, tras de contuso, desarmado. Hubo,
por ende, ayes y por vidas de dolor, amenazas y protestas; y lo de
_soldado en tierra no hace guerra_, fué invocado por ambos ejércitos
en apoyo de sus conveniencias respectivas. Mas como en la porfía no se
lograba siquiera el armisticio, y entre tanto el juego continuaba más
abajo con varia suerte, poco á poco, mitigándose los dolores de los
contusos, fueron los ánimos entrando en caja; y aunque renqueando unos
y palpándose otros los coscorrones, cada cual se arrimó á su bando y
continuó con nuevo empeño la partida, que, al cabo, ganó la gente de
Bodoques, metiendo la catuna en la heredad con que lindaba la cabecera
baja del prado.
Como el que gana es el que tiene derecho á brillar, y brilla desde el
mismo sitio en que ha ganado, las dos hileras de combatientes cambiaron
de terreno al brillar Bodoques; es decir, que jugaba prado arriba la
que antes había jugado prado abajo, y viceversa.
Tal es el juego de la cachurra, ó brilla, que dura en la Montaña
tanto como la derrota. El lector ha visto que se reduce á pasar la
catuna de un lado á otro del terreno elegido. Para impedir que el
contrario lo consiga antes por su banda, hay mil ardides con que los
muchachos prueban su destreza; engaños lícitos, algo parecidos á los
de que se valen los jugadores de pelota. Todo es permitido allí menos
la intrusión de un jugador en el terreno del contrario. Cuando tal
acontece, se le apercibe con estas palabras: _á tu tierra, que te pego
un palo_; advirtiendo que el terreno de cada cual está bien determinado
siempre por las cachurras mismas en ejercicio, frente á frente y porro
con porro. Pero, por lo común, si la partida está muy empeñada, se
prescinde del apercibimiento y, á buena cuenta, se larga el palo en la
espinilla ó en los nudillos del pie desnudo.
Juego, en fin, de lo más higiénico y entretenido, si no fuera por las
quiebras que lleva aparejadas, de piernas, dientes y otras no menos
integrantes y estimadas porciones del jugador.
[Ilustración]


[Ilustración]


XVIII
EL SECRETO DE MARÍA

Los mejores mercados de la villa (porque en la villa se celebra uno
cada semana) son los del _maíz nuevo_. En ese tiempo no hay pobres en
el país, y cada cual acude á aquel concurridísimo centro de riqueza á
proveerse de lo que no tiene, con un poco de lo que menos necesita. Al
calorcillo de esta animación, hormiguean los tratantes y las mercancías
de mil especies; y unidos todos estos estímulos á la suavidad de la
temperatura, la belleza del lugar y la abundancia de las vías de
comunicación, acontece que cada mercado es entonces una fiesta en que
toman mucha parte las gentes desocupadas del contorno.
En Cumbrales no abundan las distracciones para personas de la condición
social de Ana y María; por lo cual aprovechaban éstas la del mercado,
muy á menudo, especialmente en otoño. Y no se crea que iban á la
villa entonces con el único fin de recrearse: llevaban los bolsillos
bien repletos, amén de una interminable lista de _cosas_, en un papel
ó en la memoria; en la cual lista había de todo, desde el manojo de
chiribías, hasta la vara de raso; desde la palangana de loza, hasta
la resmilla de papel de cartas; desde la madeja de seda para bordar,
hasta el bombasí para un refajo; desde la libra y media de queso
pasiego, y el molinillo del chocolate, y el paquete de azucarillos, y
las zapatillas de alfombra, y las tres libras de arroz, y la cerraja
para el armario, y el vidrio para el _cuarterón_ de tal ventana, etc.,
etc., hasta el lienzo para los calzoncillos de don Juan ó de don Pedro,
ó el tartán para el vestido de invierno de doña Teresa. Para conducir
este revoltijo de especies inconexas, acompañaban á las jóvenes sus
respectivas fámulas de mayor empuje, con sendas cestas de mimbre
pelado, de dos asas, á la cabeza, sobre el _rueño_ de colores, bien
guarnecido de picos pespunteados. Las leyes del bien parecer no exigían
otro acompañamiento que éste á dos señoritas que iban al mercado; pero,
á mayor abundamiento, Ana y María solían llevar el amparo de doña
Teresa, ó el de don Pedro, ó el de don Juan, y vez hubo de ir los tres
juntos; pero una, nada más. Y vamos al caso.
Después de los sucesos referidos en los últimos capítulos; cogidas y
derrotadas las mieses y comenzadas las deshojas donde había mucho que
deshojar, y hasta desgranado el maíz donde éste era el pan y la moneda
de la casa; hechos dos tórtolas Ana y Pablo, y no tan regocijada, pero
sí muy animosa, María, acordaron los tres ir juntos al mercado el
primer día que le hubiera en la villa, si el tiempo no se entornaba; y
como el tiempo no se entornó, el acuerdo llegó á cumplirse.
El camino derecho para ir á la villa desde Cumbrales, es por encima
de Rinconeda; pero es mucho más blando y placentero el del valle, y
éste usan las gentes de Cumbrales mientras las lluvias del invierno
no reblandecen el suelo de las praderas y le hacen intransitable en
algunos sitios las pozas y los pantanos. Este camino tomaron, en la
susodicha ocasión, por la Cajigona abajo, Ana, María y Pablo, con dos
mozas de carga, bien trajeadas, rozagantes y frescotas, antes que el
sol llegara al fin del primer cuarto de su diaria carrera. Caminaban
los cinco en ringle, porque el sendero era angosto y en los prados
sentían los pies la frescura y humedad del rocío, aún no seco por el
sol que aquel día andaba á la greña con las nubes. Como los bajos de
Ana y da María se mojaban al rozarse con la yerba, y para que esto no
sucediera era preciso levantarlos, y levantándolos se descubrían los
_altos_ del parlanchín y menudo zapato, y algo más que los arranques de
la fina y estirada media, Pablo, que iba detrás de Ana, con un pretexto
mal urdido por ésta, pasó á la cabeza de la fila.
Mientras así caminaban, por todos los senderos que desde el pueblo
iban á parar al que nuestros amigos seguían, bajaban gentes con el
mismo rumbo que ellos. Por lo común, mujerucas con la cestilla al
brazo ó el saco lleno sobre la cabeza. Unas pasaban de largo después
de saludar muy atentas, y otras se agregaban al grupo de las señoras:
charlatanas insufribles, aduladoras sin medida, ó torpes y encogidas
hasta la tartamudez. De las primeras era la _Cotorrona_, alta, seca y
acartonada, alegre sin ser risueña, y relatora incansable de lo suyo,
de lo ajeno y de otro tanto más. Nunca perdió un mercado, y jamás se
supo á qué iba á ellos, con una cesta colgada del brazo izquierdo
y cubierta con un refajo tirado sobre el hombro. Nada compraba ni
vendía, aunque todo lo sobaba y ponía en precio; pero dejar de tomar
á la salida, en una taberna de su devoción, el pucherete de potaje y
dos cuartos de queso... antes faltaría el pedazo de borona para «el su
hombre.»
Esta mujer se puso detrás de Ana, y comenzó á despotricar sin que nadie
se cuidara de ayudarla ni de contradecirla. En ocasiones dejaba la
tarea, no para descansar, sino para meterse donde no la llamaban; como
verbigracia:
--Alevante un poco más, doña Ana, que le arrastra entovía la randa por
la herba... ¡Jos! no me mirara yo tanto en su caso, que, por cierto
vida mía, bien tiene que locir... ¡Vaya, que quien ve esa cinturica,
tan fina que se puede abarcar con la llave de la mano, y esos pies
de cañamón en dulce, no pensara que tan rollizas las tenía, hija!...
Dígote que onde menos se piensa... Bendito Dios, ¡cómo rejunde el buen
sustento!... Y no me dejará doña María por mentirosa, aunque esa más á
la vista lleva la rebustez. ¡El Señor las conserve tan majas y locías
para salú propia y bien de los caballeros que tengan la suerte de
merecerlas!
Sonreíase Ana, bajaba María las faldas hasta los pies, y carraspeaba
Pablo. Tornaba luégo la Cotorrona á rajar con la lengua famas y
caudales; terciaba de vez en cuando en el empeño alguna de las mujeres
pegadizas; y de este modo se habló allí de cuantas gentes pasaban al
mercado; de lo que llevaban, de lo que traerían, de lo que dejaban
en casa, de la cosecha, del ganado, del Ayuntamiento, de _lo del
perro_, y, por último, de las «malas almas» de Rinconeda, cuyas mieses
comenzaban á pisar á la sazón las murmuradoras y sus taciturnos y
aburridos oyentes. Pablo, en tanto, espantaba las mansas bestias que
pastaban cerca del camino, para que nada temieran las dos jóvenes, ó
las ayudaba á saltar esta zanja ó aquel vallado; tareas en que el mozo
disimulaba mal el gusto con que oprimía la mano ó ceñía la cintura de
la hija de su padrino.
Acabáronse las praderas y comenzaron los callejos, muy ásperos aunque
cortos; pero no calló un punto la Cotorrona, por más que Ana lo intentó
muchas veces. Después de los callejos, la sierra, donde el camino
se arrastra entre brezos y matorros. Allí necesitaron Ana y María
abrir las sombrillas, porque comenzaba el sol á calentar. Breve fué
la subida, pues la sierra no es larga; y estar en lo alto de ella es
estar en la villa, porque ya se la ve abajo, con la cabeza reclinada
en la falda del monte, tendida en la linde del valle de que es dueña y
señora; valle quizá el más hermoso de toda la Montaña, regado por el
mismo río que hemos visto pasar al Norte de Cumbrales.
Ana y María, en un impulso que es instintivo en las mujeres en
semejantes casos, antes de comenzar á bajar la sierra, que espeso monte
es por aquella vertiente, se arreglaron el cabello y los pliegues de
la falda, como dama que llega á la puerta de un salón de baile, y se
detuvieron un buen rato, no tanto para orearse y descansar, como para
deshacerse de la molesta compañía de la Cotorrona.
Quedáronse al fin solas con Pablo y las dos fámulas, y así entraron en
la villa por aquel arrabal, hasta donde llegaba el reflujo del hervor
que se oía más adentro; reflujo de gentes dispersas y errabundas que
iban y venían sin derrotero fijo, entre casas desperdigadas y medio
campesinas todavía.
Andando, andando, las casas iban uniéndose y enfilándose unas con
otras, el gentío espesaba y los rumores crecían, hasta que se llegaba
al foco de la ebullición, verdadero mar de cosas y de gentes, con
sus bramidos sordos y su agitación incesante. Este mar estaba en la
plaza, vastísimo espacio circuído de grandes edificios con espaciosos
soportales de arcos de sillería. ¡Lo que había sobre aquel encachado
suelo! El cestuco de patatas; el taleguillo de harina; los nabos
de Reinosa; los limones de Cóbreces; las _calladas_ del Puente;
la triguera de chiribías; la banasta de manzanas; el queso de las
Cabeceras; el celemín de _fisanes_; las tres parejas de pollos; las dos
docenas de huevos... Todas estas menudencias y otras infinitas, delante
de los vendedores, acurrucados en el suelo en apretadas hileras.
Después, en espacios más anchos, los zapatos de Novales; las abarcas
de Carmona; los yugos y _prisiones_ de Cieza; los montes de pan en
roscos, en cruz y en tortas; los calderos y trébedes de Balmaseda; los
puestos de baratijas, como dedales de acero, alfileteros de latón,
navajas de poco más ó menos, cordones de estambre y gargantillas de
cristal; las montañas de pimientos _morrones_ y _choriceros_; los
corderos en capilla, quiero decir, atados de pies y manos, jadeantes,
con los ojos revirados y la punta de la lengua fuera de la boca, ora en
el suelo, ora danzando en el aire sopesados por el comprador; las ollas
y cazuelas de barro; las cestas de mimbre; los garrotes de Peñamellera;
la vasija valenciana; amoladores y zapateros ambulantes; gallineras de
Asturias... y demonios colorados; y entre todo ello, los compradores
y curiosos yendo y viniendo, oprimidos, casi prensados, guardando
el equilibrio, bregando sin cesar y ayudándose unos á otros para
avanzar un paso en el continuo atolladero de contrarios oleajes, más
irresistibles que por su fuerza, por su ruido ensordecedor y mordicante.
Publicábase á gritos la mercancía; á gritos se regateaba, y á gritos
se la ofrecían más barata desde otro puesto al comprador indeciso; á
gritos se pedía paso donde, contra toda ley, no le había; á gritos se
quejaba quien no podía apartarse á un lado por falta de terreno para
moverse; á gritos se saludaban las gentes, y á gritos se citaban,
y á gritos se entendían; el ferretero tocaba con el martillo una
_palillera_ sin fin sobre la mayor de sus sartenes; cacareaban los
gallos; gemían los cabritos amontonados; gruñían los cerdos que
pasaban, á rempujones, del mercado de los de su especie desdichada;
resonaban las panderetas probadas por mozas de buena mano, y los
dalles, heridos contra las piedras; roznaba el paciente burro del
pasiego, atado á un pilar de los soportales, libres sus lomos por
entonces de la carga que su dueño publicaba á voces un poco más allá;
sonaban las campanillas de un puesto de ellas, sacudidas una á una
por el aldeano que buscaba un par bien acordado, cuando no zarandeaba
con toda su fuerza un collar cargado de esquilones... ¡que es lo que
hay que oir!; chirriaba el eje del carro que pasaba cargado de maíz;
aullaba el perro perseguido á puntapiés por el queso robado ó el pan
mordido; cantaba el ciego al son de la ronca gaita, y el lazarillo
al de su pandereta, herida á puñetazo seco; sonaba el martillo del
herrador, y el mazo del hojalatero... y, en fin, la campana del reló
cuando callaban las de la iglesia.
En los soportales alzábanse, sobre improvisados mostradores,
cordilleras de paños y bayetas de todos los imaginables colores, y
había detrás de los mostradores tiendas atestadas de los mismos géneros
y otros sin número; y en cada calle de las que partían de la plaza,
tiendas y más tiendas, y hasta en los rincones de los edificios mal
alineados; y más lejos, otro mercado donde los granos y frutos de
muchas especies entraban por miles de fanegas y de arrobas; y más lejos
todavía, y en adecuado lugar, otro mercado de bestias de cerda; y lo
mismo que en la plaza principal, en los soportales, en las tiendas, en
las calles y en los otros mercados, gente y más gente, y ruido y más
ruido.
Quisiera yo que el lector de ultrapuertos no tomara á broma esta
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