El sabor de la tierruca - 07

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Á esta chanza socarrona del impasible don Baldomero, replicó Resquemín
hecho una lumbre:
--¡Yo no necesito las adulaciones de usté ni de naide, jinojo!...
Yo me futro en ellas ahora y siempre; y en usté... y en todos los
presentes... y en el mundo entero, ¡jinojo! que no estoy aquí para
recreo de naide, sino por el mío, ¡jinojo!... Y el día que me dé la
gana, dejo el oficio, ¡andando! que para eso tengo posibles... Y si me
da el real antojo, echo todos estos trastos á la calleja, ¡rejinojo!...
y si me apuran un poco, lo hago ahora mismo... ¿ve usté este vaso? ¿le
ve usté bien? Pues éste es el caso que hago yo de este vaso... (Y no le
rompió.)--¿Ve usté esta botella? ¿la ve usté bien? Pues éste es el caso
que hago yo de esta botella. (Y la dejó donde estaba.) ¡Á mí con esas,
jinojo!... ¡Si soy yo más hombre!... ¡Con burlas á mí!... Valiérales
más á algunos pagar á menudo las cuentas; que á fe que la hay con más
renglones que la letanía de los Santos, ¡jinojo! Y no digo de quién,
porque no me da la gana: por eso... ¡Y no hay más que eso!... ¡Y sobra
con eso!... ¡Jinojo!...
Después abrió los bastidores de un armarillo, y volvió á cerrarlos,
y tornó á abrirlos, y al cabo cogió un vaso pequeño, le llenó de
aguardiente y se lo llevó á don Baldomero.
--Aquí está la sosiega--dijo plantando el cortadillo en la mesa.--Y
¡jinojo!--continuó,--naide se extrañe de que el hombre se remonte un
poco á lo mejor... porque no es uno de peña, ¡jinojo!... Y buenas son
las chanzas, pero no tanto que ofendan. Tanto me estimas, tanto te
aprecio. ¿No está esto en ley?... ¡Pues vívase en ley!... ¡Esa es la
ley... jinojo!
Así era aquel hombre.
Chiscón y el Sevillano, sin hacerle maldito el caso, seguían
comentando, medio en serio y medio en broma, los relatos de Tablucas.
--La primera vez--dijo éste, cuando calló Resquemín,--pensé que era
algún vecino que llamaba con apuro. Salí corriendo, abrí la puerta...
y ná, por más que miré aquí y allí. Pregunté á la viuda... porque ya
sabéis cómo está la mi casa... desde aquí se ve enfilá con el esconce
de la iglesia: tal como aquí está ella, y pegante por la derecha la de
la viuda de Pedro Jelechos; en un mesmo portal... puerta con puerta,
vamos. Pregunté á la viuda, y díjome que ni ella había llamao ni había
oído porrazo alguno. Un bardalón tremendo rodea por detrás las dos
casas... por allí no puede saltar naide á los huertos, ni tiempo tuvo
de esconderse en ellos después de llamar, porque yo abrí tan aína
como oí los golpes, y el corral no tiene más salida que la portalá;
las tapias son muy altas, y en el corral no se vió alma viviente, ¡y
eso que la luna alumbraba de firme! Bueno. Á la otra noche, estábamos
cenando, y ¡plun! de repente, ¡zas! á la puerta. ¡Cristo mío, qué
tamborilazos! ¡Naide probó más bocao allí! En esto se oye una voz, como
de alma en pena, que dice por el ojo mesmo de la llave:--«¡El que salga
afuera en toa la noche, ó quiera saber quién llama, perece!...» Quedéme
patifuso, y entendí que la mujer y los hijos fenecían de temblor. ¡Como
no saliéramos, córcia!...
--¿Y á la otra noche?--preguntó el Sevillano, que no apartaba la vista
de los ojos de Tablucas.
--Á la otra noche--continuó éste,--ná, porque arreció el ábrego... ¡y
esto me da á mí mucho que cavilar! ¿Hay juriacán ó negrura? Ni un soplo
se oye allí. ¿Hay sosiego y luna clara? Pus ¡leña á la puerta! De modo
y manera que, por unas ó por otras, de mi casa no sale una mosca tan
aína como anochece... Y esta vida traigo dos semanas hace... ¡Decíme
vusotros, córcia, si tal vida se puede aguantar!
Don Baldomero, en tanto, fumaba, sorbía alguna que otra vez, y parecía
no dar la menor importancia al relato de Tablucas.
Preguntóle Chiscón si sospechaba de alguien, y respondió el atribulado
personaje:
--¡Córcia, si sospecho!.,. Y no lo digo por la viuda, aunque mujer es
de laberintos y tapujos y de un vivir como es público y notorio desde
que le faltó el marido y paece que le cayeron las Indias en casa, según
lo que se peripone y redondea, cuando, en pura equidá, debiera andar á
la limosna, sola y sin bienes como se ve... Más poder tiene que ella y
que todo hombre nació quien la mi puerta aporrea sin fegura corporal
como nusotros. Lo que con ese ultraje se busca en mi casa, no lo sé á
la presente; pero tocante á quien me le hace... ¡córcia si lo sé! Y lo
sé, porque lo he visto... ¡lo he visto con estos mesmos ojos!... Y al
auto de ello, vos diré que en una de las noches de los tamborilazos, no
teniendo pecho para abrir la puerta, subíme al sobrao, y por un ujero
de la ventana miré hacia el Campo de la Iglesia, por si descubría á
alguno que corriera hacia acá, cuando veo encima de ese murio viejo
que pega con el mi corral, y mira que mira hacia mí, un perrazo blanco
y negro, que no miento si digo que era tan grande como el toro de la
cabaña. Á la otra noche, el mesmo perro en el mesmo sitio... y siempre
que hay garrotazos en la mi puerta, el perro en el murio. ¿Qué hace
allí ese perro, córcia? ¿Qué perro puede ser ese? ¿Qué ha de ser ese
perro sino _ella mesma_?
--Y ¿quién es ella mesma?--preguntáronle.
--¡Pus la Rámila, córcia... la Rámila! Pondría las dos orejas á que es
ella. Y si miento ú no miento, ha de saberse pronto, porque tengo en el
magín una idea... que se verá en su día... Y no digo más, ¡córcia!
Apuró don Baldomero el último trago de la sosiega, y dijo á Tablucas:
--Pues yo te daría un consejo... si estás en tus cabales cuando oyes
los linternazos á la puerta y ves el perro en el murio.
--Lo oigo y lo veo como á usté á la presente; y lo oyen y lo ven la
mujer y los hijos. ¡Ojalá no lo viéramos ni lo oyéramos pizca!
--Pues mi consejo es que hables poco de ello y que sigáis cerrando la
puerta al anochecer... por si acaso te baldan de un garrotazo. Por de
pronto--añadió don Baldomero cogiendo la baraja que estaba sobre la
mesa,--vamos tú y yo á meter mano á estos dos valientes, en un partido
á la flor; y eso te distraerá un poco.
--Hasta el anochecer y no más, ¡córcia!--replicó Tablucas;--porque en
cerrando la noche, no será el hijo de mi padre quien pase junto al
murio.
--Yo te aseguro que estando conmigo--díjole don Baldomero,--nada malo
han de hacerte las brujas: soy un puro amuleto de los pies á la cabeza.
Aceptóse de buena gana el desafío por el Sevillano y Chiscón, á quienes
tenía muy suspensos el relato de Tablucas, y se dió comienzo á la
partida.
Es cosa averiguada que aquella noche, por indicación del jándalo, en
lugar de ir el de Rinconeda á casa de Catalina por la calleja contigua
al murio, como de costumbre, se dieron ambos un paseo, _para tomar el
aire_, por la barriada opuesta; y desde allí, rodeando mucho, llegó á
su casa el Sevillano, admirado, por primera vez en su vida, de lo que
ladraban los perros en Cumbrales en cuanto anochecía, y siguió Chiscón,
solo y relinchando, en busca del norte de sus pensamientos.
[Ilustración]


[Ilustración]


XII
MEDIAS TINTAS

Bueno estuvo el agasajo aquél!... ¡bueno de veras!... Primeramente,
conservas de guindas y ciruelas claudias, queso de Flandes y miel
de abejas; después, chocolate con _sobadas_ de manteca y bollos de
Mallorca; y para endulzar el agua, azucarillos de color de rosa. De
todo había en la despensa, gracias á Dios. De lo uno, porque abundaban
los frutales y los _dujos_[1] en la huerta, y las vacas de leche en los
establos de don Pedro Mortera; y las manos de su señora (y aprovecho
esta ocasión para decir que se llamaba doña Teresa Coteros, cepa de
lustre en la Montaña), así como las de su hija, se pintaban solas para
entender en ese ramo de golosinas. De lo demás y otro tanto, como la
villa estaba cerca, nunca faltaba en casa la necesaria provisión.
[1] Colmenas.
Repito que estuvo bueno, ¡bueno de veras! el agasajo, servido en amplia
mesa, en mitad de la sala. Pero ¡bien le hizo los honores y le ponderó
el complacidísimo don Juan de Prezanes!
--¡Buen punto de dulce!--decía al probar el de guinda.--En este ramo,
Ana, tienes que bajar la cabeza delante de tu madrina: no llegas á
ella... ¡y eso que lo haces bien! En cambio, no hay repostero que
entienda las compotas como tú.
--Pues mira cómo te equivocas--respondió su comadre:--ese dulce es obra
de María.
--¿Sí? Pues es señal de que la discípula va á dar quince y raya á la
maestra. Sea enhorabuena, muchacha.
Al tomar luégo chocolate, exclamó, después de olerlo y de probarlo:
--¡Soberbio!... Esto es _de tres hervidas_, como mandan los
inteligentes: el chocolate ha de _subir_ tres veces en la chocolatera;
luégo un poquito de reposo, y á la jícara en seguida... Dame un par de
rebanadas de ese pan tostado, Pedro... y esa mantequilla fresca para
untarlas... ¡Cosa exquisita!
--El apetito que tú tienes, Juan--díjole su compadre,--y los buenos
ojos con que lo miras todo. ¡Eso sí que es exquisito!
--No te diré que no, Pedro; que con el ánimo atribulado, suelen los
estómagos ser melindrosos. Pero no por eso deja de ser bueno lo que lo
es, como esto que yo alabo... Arrima hacia acá esos bollos de Mallorca,
Teresa, que esponjas de miel deben ser para el chocolate... ¡Bien á
mano los tenías, mujer, para regalarme hoy con ellos!
--Ayer se hicieron, Juan,--respondió doña Teresa arrimando la
canastilla llena de bollos á su compadre.
--¡Mira qué á tiempo!
--¡Ésta sí que es obra de María!--exclamó don Juan de Prezanes
saboreando parte de uno, mojado en chocolate.
--Pues cabalmente los hizo mi madre--respondió, riéndose, María:--lo
mismo que las sobadas.
--¡Superior estaba también la que he comido!
--Torpe andas hoy, Juan, en tus presunciones--díjole don Pedro Mortera
con socarronería;--y esa torpeza no es disculpable en un jurisconsulto
viejo, que debe tener buena nariz para todo.
--Cierto es eso, Pedro amigo; pero ¡hace tanto tiempo que dejé el
oficio!... Sin embargo, no he olvidado el principio fundamental de la
recta justicia: _Suum cuique tribuere_; en virtud del cual, doy á tu
mujer la enhorabuena que pensaba dar á María. Conste que te felicito,
Teresa.
Y así por el estilo. Á todo lo cual callaba Pablo y no decía Ana mucho
más que su amiga, que también callaba. Verdad es que don Juan de
Prezanes no dejaba meter baza á nadie, porque hablaba por todos.
* * * * *
Media hora después de anochecido, Ana y María estaban en un rincón de
la solana, embutida entre los dos cortafuegos, muy salientes, de la
fachada. El aire continuaba siendo seco y pesado, y no había que temer
daños del relente. Ana se mecía sobre los pies traseros de una silla,
apoyando las puntas de los suyos diminutos en los gruesos y torneados
balaustres del balcón, para guardar el equilibrio, cuando no descansaba
reclinando la silla contra la pared. María, sentada á su lado,
contemplaba la luna, redonda y resplandeciente como un disco de oro
bruñido, en el no muy ancho lugar que los nubarrones le dejaban libre
en el cielo; y aun allí no imperaba á su antojo sobre las tinieblas de
la noche, pues de vez en cuando empañaban sus fulgores pardos crespones
que el viento llevaba por delante en la senda que recorría en el
espacio. Estaban envueltas en sombra las montañas, y sólo las del Sur
perfilaban sus crestas gallardamente sobre un fondo diáfano y luminoso.
Rato hacía que las dos jóvenes callaban. De pronto Ana, cuyo carácter
alegre y travieso no la permitía hacer largas amistades con el
silencio, exclamó contemplando también la luna:
--Mírala, mujer, qué rechonchaza y papujona sale ahora. ¡De qué buena
gana la daba un par de carrilladas en aquellos mofletes! Asomando entre
las nubes, me recuerda la cara de tía Pepa Tortas, cuando se quita la
muselina.
María se echó á reir, y preguntó á su amiga:
--¿De veras hallas en la luna cosa que se parezca á un rostro humano?
--Yo no he visto eso en otras lunas que las pintadas en el calendario,
María; pero, forzando un poco la imaginación, se distingue algo como
nariz...
--Pues yo no veo sino un rimero de manchas...
--Justo, lo que ven los muchachos de Cumbrales: una vieja sentada
encima de un coloño de espinos. Estaba robándolos de noche, y, en
castigo, la sorbió la luna.
--Así dicen.
--Por bien poco se atufó esa señora... ¡Si el robo hubiera sido de un
bolsillo de onzas siquiera!...
--¡Esta sí que no es ilusión, Ana!... Mira aquella nube amarillenta y
sola, á la derecha de la luna. ¿Has visto cosa más parecida á un león
agazapado?
--Algo tiene de eso, efectivamente... Pero si á ver vamos, mira estas
pardas de la izquierda: yo veo en ellas un caballo á escape, y otro á
su lado mordiéndole las crines; y detrás, un rebaño... no sé de qué; y
hasta los pastores con sus palos...
--¡Ave María purísima! Yo no veo señal de esas cosas.
--Pues yo sí, y no me asombran, que, aun sin subir tan arriba, se ven
otras mucho más raras. Aquí abajo, en Cumbrales mismo, hay mujer que
á su amiga ¡qué digo amiga! á su hermana, le oculta el sentir de su
corazón.
--¿Volvemos á lo de antes, Ana?
--Sí, señora... ¡y mucho que vuelvo! porque eso no se hace. ¡Tener
ya envejecido, como quien dice, un amor en el pecho, y necesitar yo,
su amiga y confidente, sacarle con tenazas lo poco que he llegado á
saber!...
--Y ¿qué adelantaríamos, Ana, con que yo te hubiera dado cuenta de todo?
--Lo que se adelanta siempre en esos casos: por lo menos, hablar de
ello á menudo.
--Un imposible. ¡Buen asunto para nuestras conversaciones!
--Se habla sobre el mejor modo de vencerle.
--Como yo sé que no le he de vencer...
--Pues se la riñe á usted por haberse metido en tales honduras á tontas
y á locas.
--Cuanto más se manosea una herida, más duele: es preferible hacer lo
que yo hago, considerando la mía incurable: tratar de olvidarla en
silencio.
--Pero, María--dijo aquí Ana acercando más su silla á la de su
amiga,--hablando con toda formalidad, ¿será posible que los síntomas
que vengo observando en tí algún tiempo hace, y las pocas palabras que
he podido arrancarte, acusen real y verdaderamente una enfermedad de
tal naturaleza?
--¿De qué naturaleza?--preguntó María sorprendida.
--Me has asegurado que jamás tu padre aprobaría esa elección que has
hecho...
--Y es la verdad.
--Porque hay entre él y esa persona poco menos que un abismo.
--Cabal.
--Pues en ese abismo es donde se pierde mi curiosidad, María; que
aunque todos los abismos convienen en ser «negros é insondables,» según
la fama (yo no he visto ninguno todavía), debe haberlos más y menos
espantosos... y hasta más y menos necesarios; y tales riesgos pueden
existir para tí al otro lado del tuyo, que mi padrino haya obrado como
un sabio al ponértele delante.
--Muchas gracias por el consuelo, Ana.
--No te lo dije por mortificarte, María, y perdóname... pero escucha.
Hay matrimonios, llamados imposibles, por discordancias de caracteres
entre las dos familias interesadas; por diversidad de ideas religiosas
ó políticas; por notable desequilibrio en los bienes de fortuna ó en
la honra personal; por diferencia de alcurnias; y, por último, los hay
que, además, son ridículos, y si me apuras, grotescos, por no concordar
los novios ni en caudales, ni en jerarquía, ni en educación. Con
franqueza, María, ¿cuál de estos casos es el tuyo?
Á lo cual dijo María con calor:
--¿Me prometes, si te lo confieso, responderme con la misma franqueza á
las preguntas que yo te haga después?
--¿Sobre asunto parecido?--preguntó Ana.
--Idéntico,--respondió María.
Sonrióse aquélla y dijo:
--¡Qué más quisiera yo, hija mía, que tener algo de eso que contarte!
--No trates de curarte en sana salud.
--Te contaré hasta mis _aprensiones_: ¿quieres más?
--Eso me basta. Trato hecho, y empiezo á cumplir mi compromiso... es
decir, á responder á tu pregunta.
En esto se oyó vocear á don Juan de Prezanes, que con sus compadres y
Pablo continuaba charlando, á obscuras, en la sala. Sobresaltóse Ana,
más por lo especial del sonido que por la fuerza de la voz, y dijo á
María interrumpiéndola:
--Se me antoja que no ha de ser muy duradera esta reconciliación si se
dejan los genios á su albedrío. No va á haber otro remedio, María, que
armar un pronunciamiento entre nosotras.
--¿Qué temes ahora?--preguntó María.
--Escucha á mi padre.
La voz de éste era recia y destemplada entonces.
--Ya que el diablo ha metido aquí la pata--decía,--echando sobre la
mesa la envenenada manzana de la sempiterna cuestión de los genios
dulces ó amargos, déjese á cada cual defender el suyo en buena lid, que
hablando se entiende la gente, y no metiéndose los dedos por los ojos,
¡caramba! Yo no pretendo ser mejor que nadie; pero tampoco me conformo
con que otros presuman de ser mejores que yo. La forma no importa dos
cominos: el fondo es lo que hay que mirar; justamente lo que menos se
mira y se respeta en el mundo. Estoy cansado de oir: «don Fulano...
¡gran sujeto!... persona muy atenta, muy fina, incapaz de faltar
á nadie;» y todo porque don Fulano jamás dijo una palabra más alta
que otra, y tiene siempre una sonrisa en los labios... hasta cuando
despluma á su vecino, ó vende la amistad jurada por un puñado de dinero
ó por cosa que lo valga. Pues al contrario: «¡don Perengano!... ¡no se
le puede aguantar; es un grosero, una fiera!» porque don Perengano se
tasa en lo que vale y no engaña al mundo con sonrisas falsas.
--Te sales ya del carril, Juan--dijo entonces don Pedro.--Bueno es que
el hombre lleve el corazón en la mano; pero en lo puramente genial, hay
que irse con mucho tino; hay que contenerse, que dominarse un poco...
--Justamente, Pedro. Pero que no se eche toda la carga al irascible;
que empiecen por contemplarle algo los que saben de qué enfermedad
padece; que no le irriten; que no le puncen; que le concedan siquiera
lo que en justicia se le debe... Y esto me trae á la memoria un ejemplo
de todos los días. Cuatro personas se ponen á jugar, por pasar el
tiempo. Tres de ellas son de las llamadas _de mucha correa_. Pierden,
y permanecen serenas, inalterables, atentas, finas y comedidas en
todo: lo mismo que cuando ganan. La otra persona es un hombre de los
míos: nervioso, irritable, sulfúrico. Tócale perder á él y comienza á
descomponerse, y acaba por ser, real y verdaderamente, inaguantable...
Pero ¿por qué? Por la falta de consideración de los demás. Lo que
pierde es insignificante; y no es esto lo que le irrita. Acaso sea él
el más desinteresado de todos; quizá, fuera de allí, sea un manirroto
para el dinero, al paso que los otros tres den primero un diente que
un ochavo. Pero á las primeras señales de su inquietud, comenzaron los
señores «de mucha correa» á dejar de tenerla para él; á irritarle con
gestos de desagrado, con sonrisas de burla ó con palabras acres; hasta
que, en fuerza de avivarse el fuego, llegó éste á la pólvora y voló la
santabárbara.
--Pero ¿por qué el irascible no se contiene antes de dar ocasión á que
sus compañeros, con razón sobrada, comiencen á renegar de él?
--Porque no puede: lisa y llanamente porque no puede. Cuando «los
hombres de correa» pierden, no ven más sino que no ganan, que _se les
niega el naipe_ y que se levantarán de la mesa con unos reales menos de
los que tenían en el bolsillo cuando se sentaron. Esto es todo lo que
ven y esto es todo lo que _sienten_: nada de lo que siente y ve el otro.
--¿Qué puede ver y sentir ese otro, que más valga en el juego, aunque
sea éste por mero pasatiempo?
--¿Qué puede ver y sentir? Un infierno de cosas y de impresiones. Ve,
por de pronto, convertirse para él en leyes infalibles lo que para
otros son coincidencias insignificantes. Por ejemplo: que las cartas
sin valor que recibe y le hacen perder las bazas, son del palo de oros
cuando da Fulano, ó del de copas cuando da Mengano; que siempre que
éste enciende un cigarro ó el otro enreda con las fichas, le ganan
á él un resto, ó le dan codillo, ó le acusan las cuarenta; que cada
vez que Zutano se sonríe mirándole, le sacan uno á uno, y arrastrados
ignominiosamente, los pocos triunfos que había podido adquirir... en
suma, cada peripecia del juego parece fatalmente subordinada á un plan
de la enemiga suerte. Jurara entonces que las figuras de la baraja,
tendidas sobre la mesa, adquieren vida y movimiento, y que se burlan de
él con sus caras ridículas y contrahechas. Pero hay algo más irritante
aún que todo esto; y es una especie de diablillo que lo va señalando
con el dedo para que nada pase inadvertido; diablo sin color ni formas,
pero perfectamente visible á los ojos del espíritu excitado y vibrante.
Toda esta infernal conjuración asedia sin descanso al jugador de mi
ejemplo; y esto es lo que le incomoda y le saca de quicio; esto es
lo que le ensoberbece y descompone, no los tres míseros ochavos que
pierde en la partida; esto es, en fin, lo que no toman en consideración
los hombres de «mucha correa» que le acosan en vez de ayudarle, no
á ganar, que absurdo fuera entre contrarios, sino á vencer á los
conjurados, con un poco de tolerancia y de afabilidad. ¡Valiente hazaña
consuman los que de nada se quejan porque nada les duele! En cambio,
quien tiene por naturaleza un manojo de cuerdas sonoras, ¿qué mucho
que, cuando se le hiere, vibre alguna de ellas! Lo asombroso fuera
lo contrario. Luego no se ha de buscar en él sólo el remedio contra
ciertas desafinaciones de su temperamento, sino también en la prudencia
de quienes se le acerquen y le traten.
--No me parece del todo mal esta teoría--dijo don Pedro,--aunque
algunos reparos se me ocurren en favor de las gentes cachazudas que
juegan para divertirse y no para ejercitarse en la faena espinosa de
conjurar las demasías de un compañero atrabiliario; pero ¿á qué viene
toda esa cuestión aquí?
--¡Pues me gusta la pregunta!--repuso don Juan de Prezanes.--¿He sido
yo, por ventura, quien la ha traído?... ¿Ó piensas que me mamo el
dedo... que no penetro lo que _se me quiere decir_?
--Por el amor de Dios, Juan, ¡no empecemos!
--¿Lo ve usted!... Ya voy yo á pagar los vidrios rotos.
--¡Te digo que no!
--¡Te digo que sí!
En este punto el altercado, entró Ana en la sala.
--Tiene razón mi padre--dijo muy formal y resuelta:--parece que se
complace todo el mundo en llevarle la contraria. No es él quien ha
sacado á relucir esa endiablada cuestión.
--Sí, hija mía, sí--añadió don Juan con nerviosa ironía:--sí he sido
yo, el insufrible, el energúmeno de tu padre. Aquí todos son buenos,
mansos é inofensivos... Ya lo ves: hasta tu madrina calla como una
muerta, señal de que también ella me quiere endosar el mochuelo... Y es
natural, ¡como yo tengo la culpa!... De todo, ¡de todo lo malo la tengo
yo, hija mía! Aquí no oirás otra cosa.
--Pero ¿qué quieres que haga yo, Juan--dijo doña Teresa muy
apenada,--si en cuanto comenzáis á hablar de eso ya me tiemblan las
carnes! Lo que de buena gana haría, si pudiera, es poneros una mordaza
algunas veces, como ahora.
--Con dar la razón al que la tiene, no se agravia á nadie y se evita
que las cuestiones se caldeen,--observó don Juan de Prezanes.
--Pues figúrate que fué Pedro quien sacó la conversación...
--Yo no me he acordado de semejante cosa, ¡caramba!--saltó con presteza
el aludido.
--Pues ni fué usted ni fué mi padre--dijo Ana.--Sépase de una vez la
verdad: quien la sacó fué Pablo.
--¡Si no he desplegado los labios hace media hora!--respondió el mozo
desde un rincón de la sala.
--Pues sería yo... ó el diablo, que es lo más seguro--añadió Ana,
incomodada de veras.--¡Vea usted qué delito tan grave para que tanto
nos empeñemos en sacudirnos de él! Tengan todos un poco de tolerancia,
y verán cómo no pasan de lo justo las porfías.
--Por ese lado iban precisamente mis quejas,--exclamó don Juan.
--Pues se quejaba usted con muchísima razón,--repuso su hija.
--Lo cierto es--dijo Pablo, tal vez respondiendo más á sus recónditos
pensamientos que á las palabras que oía,--que no bien comienza á
sonreirle á uno un poco el corazón, ya tiene el nublado encima.
--Pues por esta vez al menos--contestó Ana,--no han de faltarte brisas
que le esparzan... y le esparcerán... Ea, ¡ya le esparcieron!
Y como al decir esto se iluminara repentinamente la sala con los rayos
de la luna, que reaparecía sin estorbos enfrente de las puertas del
balcón, añadió con suma gracia, señalando al astro refulgente de la
noche, mientras fijaba sus ojos picarescos en su padrino:
--¿Quién es el guapo que se atreve á desmentirme?
Celebró don Pedro con recias carcajadas la felicísima coincidencia,
y aplaudiéronla los demás, excepto don Juan de Prezanes, que tuvo
que morderse los labios porque no le _desautorizara_ la risa que le
retozaba en ellos.
--Y ahora--prosiguió Ana,--sepan ustedes, si es que mi padre no lo ha
dicho, como lo temo, que este santo que hoy se celebra aquí, tiene
octava; en virtud de lo cual el señor don Juan de Prezanes invita á
ustedes á tomar chocolate mañana en su casa, donde espera demostrarles
que si en rumbo y en despensa hay quien le aventaje, á nadie cede en
cariño y buen deseo. ¿No es esto lo que usted pensaba decir, padre?
--Cabalmente--respondió de muy buena gana don Juan, que no había
pensado en semejante cosa.--Sólo que con la conversación...
--Se le fué á usted el santo al cielo--concluyó Ana.--Eso sucede
siempre que se habla de lo que no viene al caso. Y con esto, si ustedes
no disponen otra cosa, nos retiramos mi padre y yo, que ya es hora.
Marcháronse, en efecto, tras una cordial despedida; y con marcharse
estos personajes, se acabó el asunto del presente capítulo.
[Ilustración]


[Ilustración]


XIII
LAS ALAS DE CERA

Cuando Pablo y Nisco iban al cierro, su paso por las mieses de la vega
era una continua observación y un incesante comentario.
--¡Lo que puede la desidia!--exclamaba, por ejemplo, el primero,
delante de un prado con matorros y mimbreras.--Tres años hace no
más que nació el primer escajo aquí. Con la punta de la navaja pudo
arrancarse entonces: hoy da que rozar para medio día lo que se ve, y
en una semana no desencasta los raigones el azadón. ¡Coja usted buena
yerba así! Ni más ni menos que el que le sigue. ¿Te acuerdas de lo que
era ese prado cuando le compró su dueño? La palma de la mano daba tanta
yerba como él. Mírale hoy hecho una hermosura por beneficiársele mucho
y á tiempo. Está visto que no hay tierra mala bien administrada, ni
buena dejada en abandono... Después (yo no sé si tú has reparado en
ello alguna vez): tal es la finca, tal es su dueño; según ella está de
cultivo, así anda él de calzones.
--Lo que yo no acabo de entender--decía Nisco un poco más adelante,--es
por qué esta tierra, que es buena de por sí, ha de perderse por la
charca que tiene en medio, cuando con una sangría, por la parte de
abajo, saldría lo que daña, sin llevarse la frescura que beneficia.
--¿Sabes de quién es la finca?--preguntábale Pablo.
--¡No he de saberlo?
--Pues sabiéndolo, ¿de qué te admiras, hombre? Su dueño es de los
que ciegan de buena gana porque otros no vean. Esa sangría tiene que
hacerse en el prado que le sigue y que peca de secano. Con las aguas
que aquí sobran, ganaba mucho el otro, y hasta los de más abajo; y este
hombre prefiere segar espadañas, juncos y rabos de zorra en agosto, en
vez de yerba superior, á que el vecino la obtenga mediana por la virtud
del riego regalado... Pues ¿qué diremos de esta heredad que hoy no da
un garrote de panojas, en maíces tísicos, cuando antes era un granero
de punta á cabo? Aprendió una vez el testarudo de su dueño que la cal
es buena para las tierras, y, sin averiguar otra cosa, cuanta cal
adquiere desde entonces, á la heredad con ella. Así la está abrasando,
el pedazo de bárbaro, con lo mismo que, mezclado en las debidas
proporciones, le produciría buenas cosechas.
--¡Qué quieres tú! No saben más.
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