El Niño de la Bola: Novela - 11

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busca de cierta antigua mezquita, á la sazon _Ayuda de Parroquia_,
donde tendria término la fiesta)...
Las mujeres más presumidas echaban todo el cuerpo fuera del balcon
para verlo pasar...--Pero él no habia levantado la cabeza ni una
sola vez...--Indudablemente no sabía, ni podia ocurrírsele, que
Soledad hubiese ido á la Procesion...; que estuviese algunos pasos
más allá...; ¡que pronto la veria, despues de ocho años de ausencia,
no separados ya sus corazones por las olas del Océano, sino por otro
abismo más profundo!
El airado Venegas miraba únicamente á la calle, á los hombres,
buscando á aquel Antonio Arregui á quien no conocia, pero á quien
juzgaba obligado á hacerle frente, á presentarse en aquella
palestra, á concurrir al duelo solemne y público para que habia sido
emplazado ocho años ántes en términos generales y colectivos, y cuya
citacion le fué notificada personalmente por todo el pueblo el dia
que se atrevió á casarse con la _Dolorosa_.--Manuel iba allí como
mantenedor de aquel desafío... ¡Caso de honra era para el amenazado
consorte acudir á la demanda, no ocultarse, no obligar al provocador
á ir á buscarlo en su escondite!
Entiéndase bien que nada de esto lo decimos nosotros: el público y
el propio Manuel eran los que discurrian así aquella tarde.--Por lo
demas, todos seguian parando y saludando al intrépido jóven, sin
atreverse á tocar las heridas de su corazon, pero aventurándose ya á
dirigirle preguntas asaz impertinentes...
--¿Conque vienes tan rico?--habíale (por ejemplo) interrogado alguno.
Manuel sonrió desdeñosamente y no se dignó contestar.
Entónces le habló _de usted_ la misma persona, preguntándole:
--¿Y viene usted por mucho tiempo?
--¡No sé!--contestó el desgraciado, volviéndole la espalda.
Algunas personas graves y de posicion incurrieron tambien en
la debilidad de acercársele, á curiosear en su dolor, en su
desesperacion y hasta en su bolsillo...
--Es menester que nos ayudes á gobernar la poblacion (díjole un
concejal), y que para ello compres fincas que te den la cualidad
de _elegible_... El Ayuntamiento necesita hombres como tú...--¿Te
atreverias con la cortijada del Morisco?--Cien mil duros piden por
ella...
--Muchas gracias... Veremos...--respondió Manuel.
--¡Yo me comprometo á hacerlo Alcalde!--exclamó otro regidor; el
mismo, segun noticias, que habia ofrecido aquella _vara_ á Antonio
Arregui.
Manuel saludó con finura.
--Pero ántes... (dijo un tercero, apuntándole ya al corazon)
será preciso que te establezcas; que tomes estado; que elijas
mujer...--Digo... ¡porque supongo que no te has casado por esos
mundos!...
Venegas lo miró de piés á cabeza (helándolo de terror), y le dijo
melancólicamente:
--No sé quién es usted; pero le compadezco.
Y continuó bajando la calle.
Á los pocos pasos vió el jóven entre la multitud á nuestro amigo el
Capitan, y acto contínuo dirigióse hácia él (cosa que no habia hecho
con nadie) y le tendió respetuosamente la mano, miéntras que con la
otra se quitaba el sombrero.
El viejo agradeció mucho aquella significativa excepcion, y sólo
halló fuerzas para decirle con los ojos arrasados en lágrimas:
--¡Tienes buena memoria!
--Y buena voluntad...--le respondió Manuel afectuosísimamente,
apretándole de nuevo la mano.
Y prosiguió su interrumpida marcha, muy complacido de aquel encuentro.
Pasó, en fin, por enfrente del balconcillo en que se hallaba
Soledad; y, como si algun misterioso instinto ó fuerza superior lo
determinara, paróse maquinalmente en aquel punto, eligiéndolo para
ver desfilar la Procesion.
El público lanzó un gran resoplido de contento... y de sobresalto.
Y muchas miradas se dirigieron á las bocacalles en demanda de Antonio
Arregui, única persona que faltaba ya para que el drama fuese
completo...
La forastera, debajo de cuyo balcon se habia detenido el jóven,
seguia entretanto el prolijo estudio que de su figura comenzara á
hacer desde que lo vió asomar, y decia á su colega D. Trajano, sin
quitarse los lentes de los ojos:
--¡Hermoso hombre! ¡Es una estatua vestida de andaluz, bien que no
de majo ni de torero!... Los perfiles americanos del traje poetizan
mucho su persona...--¡Qué torso! ¡qué cuello! ¡que cara!... ¡Es un
modelo de belleza masculina!...--No sé á quién compararlo...--Para
Apolo, es demasiado fuerte, y para Hércules, demasiado esbelto...--Lo
compararé, pues, con el _David_ de Miguel Ángel...--¿Ha estado usted
en Florencia?
--No, señora...--balbuceó D. Trajano, muy confundido, pensando quizá
en sus largas piernas y peraltados hombros, que ni en la juventud
fueron esculturales.
En el ínterin, la atencion del público habia dejado de fijarse en
Venegas para acudir á Soledad...
Esta no se movia ni pestañeaba: parecia mirar al cielo, ó á los
tejados de la casa de enfrente; pero ¡demasiado sabría que Manuel
se hallaba allí, delante de ella, á pocos pasos de distancia!...
Los movimientos de la muchedumbre; las conversaciones de la calle,
que subian hasta el balcon; la madre tristísima, la pobre señá
María Josefa, sentada á su lado como una mártir; sus propios
ojos, en fin, dotados, segun ya sabemos, del don de ver áun
aquello que no miraban..., ¡se lo habrian dicho desde el primer
momento!--Mostrábase, sin embargo, enteramente tranquila, y hasta se
la vió sonreir graciosamente en contestacion á no sé qué cosa que
su atribulada madre le dijo en ademan de súplica...--¡Era digna hija
de aquel hombre que, sorprendido una tarde por el furibundo _Niño de
la Bola_ junto á cierta fuente del campo, no se movió, ni se dió por
entendido de su presencia, ni hizo nada para evitar una muerte casi
segura!...
En esto, y cuando algunas personas estaban ya procurando mañosamente
que Manuel alzase la vista y reparase en Soledad, comenzó el tercer
repique de las campanas de Santa María; nuevos cohetes volaron y
crujieron en el aire; sonó un largo redoble de tambor, seguido
del acompasado toque de marcha, y viéronse salir de la Iglesia,
y formarse, y ponerse en ordenado movimiento, banderas, luces,
cofrades, monaguillos...--La Procesion estaba en la calle.
Aquel jubiloso estrépito, aquel animado y solemne espectáculo, los
cantos religiosos que principiaron luégo; toda aquella reproduccion
de escenas de mejores dias, impresionó bruscamente á Manuel,
haciéndole erguir la cabeza y mirar á todos lados como buscando aire
de vida y de salud para su corazon que se ahogaba, segun lo demostró
el hondo suspiro que lanzó al fin su oprimido pecho...
Y entónces fué cuando el desgraciado vió relucir en el balcon de
enfrente la impertérrita figura de Soledad...
¡Era ella!... No cabia duda... ¡Era su cara de ángel!... ¡Eran
sus ojos, que no le miraban á él, pero que seguian iluminando y
embelleciendo el mundo!...--«_¡Soledad!_»... estuvo para gritar el
infeliz, loco de dicha, en el primer arrebato de su pasion...
Pero ¡ay! no... ¡no era ella! ¡No era Soledad!--¡Era la mujer de otro
hombre, la mujer de un desconocido, llamado Antonio Arregui!... ¡Era
la impura renegada del amor! ¡Era la sacrílega que habia escupido
en mitad del corazon al más fino y consecuente amante! ¡Era la
traidora que le habia dado muerte por la espalda, en la ausencia,
sobre seguro, cuando más confiado y tranquilo batallaba en remotos
climas por obtenerla, por llamarla su _esposa_, por alcanzar la dicha
de ser su esclavo! ¡Era el execrable demonio de su vida! ¡Era la
envenenadora de su alma!
Esto decia el rostro de Manuel... Esto decia su corazon, asomándose á
los espantados ojos, para ver si efectivamente Soledad se atrevia á
estar en aquel balcon, vestida de gala, tomando parte en una fiesta,
mostrándose á la luz del sol, _despues de lo que habia hecho_...
Y lo veia, y no podia explicárselo...--Y el creciente furor de su
nunca domada soberbia iba rayando en verdadera locura...
¿Cómo no temblaba la inicua? ¿Ignoraba que habia llegado su juez? ¿No
se lo habia dicho su madre? ¿No sabía que él estaba allí, enfrente
de ella, esperando al imbécil que se creia _su esposo_, para coserlo
á puñaladas delante de todo el pueblo? ¿No sabía que ella misma, su
antigua reina y señora; ella, que no se dignaba mirarle, y parecia
desafiarlo con su tranquilidad é indiferencia; ella, que lo seguia
insultando con aquella mundana mantilla blanca y con aquella vil
hermosura entregada á otro, se hallaba tambien en el caso de temblar
por su propia vida?...
Ni ¿á qué tardar?--¡Un salto bastaba para encaramarse al balcon!...
¡El puñal vibraba sediento de sangre á cada latido de su pecho!... Ya
lo habia apretado varias veces con el brazo contra su corazon, como
á un fiel amigo...--Además, «_Antonio_» (¡que era como le llamaria
la pérfida!) estaba ausente... habia huido...--Todos acababan de
asegurárselo...--Por lo tanto, no era ocasion de pensar en matarlo á
él...--¡En quien habia que pensar por de pronto era en ella, en la
sierpe que seguia azotándole el alma; en aquella insolente y contumaz
pecadora, tan solazada y divertida en ver avanzar la Procesion, que
no se curaba de los oportunos ruegos de su madre ni de las señas
con que el mismo público empezaba ya á decirle que corria peligro,
que se retirase de la ventana, que Manuel iba á acometerle de un
momento á otro!...--Y tambien habia que pensar en aquel obsequioso
público, pendiente de las acciones de él; en aquel amable gentío que
no dejaba de mirarlo con anticipado asombro; en aquellas tres mil
personas esperanzadas en algo extraordinario, digno del hijo de D.
Rodrigo Venegas, propio del antiguo _Niño de la Bola_, adecuado á
sus amenazas de otro tiempo, en consonancia con la general inquietud
que hacía veinticuatro horas reinaba en la poblacion...--¡No más
vacilaciones! ¡La fatalidad lo habia escrito! ¡Manuel Venegas tenía
que matar á la _Dolorosa_!
Pero la Procesion habia avanzado miéntras tanto, y ya desfilaba entre
Soledad y Manuel, incomunicándolos en cierto modo...
Tuvo, pues, el jóven que contenerse, sin que por ello cesara su
furia...
Y, de esta manera, vió pasar ante sí, como fantásticas visiones que
se mofaban de su amoroso delirio, los históricos estandartes del
tiempo de la Conquista, los ciriales de la Parroquia, los muñidores
con sus pértigas de metal, las devotas que cumplian _promesa_ yendo
descalzas, los labriegos con sus capas de paño de Ohanes, los
cofrades con sus escapularios y veneras, los Nacionales con sus
morriones colgados á la espalda, los músicos con sus piporros ó
bajones, los chantres con sus papeles de música, los acólitos con sus
incensarios...--El Niño de la Bola, el Niño Jesus, el Niño del Dulce
Nombre debia de hallarse muy cerca...; tan cerca, que ya sonaban las
argentinas campanillas de sus andas; ya fulguraban sus cien luces; ya
se respiraba el aroma de los pebeteros.
Manuel no habia mirado todavía á la linda Efigie que tanto amara en
su niñez y en su adolescencia... En cambio, Soledad no apartaba de
ella la vista, pensando sin duda en que, durante muchos años, aquel
trono de flores, de frutos y de blancas palomas vivas, en que iba
de pié el lujoso Niño, debióse á la diligente devocion del hombre
que tanto la habia amado, que tanto la amaba, que tan infeliz era en
aquel instante...--Ello es que, con gran asombro de todo el mundo, la
hija de D. Elías empezó á desconcertarse, á conmoverse, á aturdirse,
y que un ligero temblor agitaba sus ojos y sus entreabiertos labios,
cual si estuviese á punto de llorar...--¡Entónces sí que todos la
hallaron hermosa! ¡Entónces sí que parecia una Vírgen de los Dolores!
La emocion general era tambien extraordinaria... El público llegaba á
uno de sus grandes y fugitivos momentos de inspiracion...--Debiérase
á la Providencia ó al acaso, concurria allí tal cúmulo de
circunstancias patéticas, que el gran poeta y artista llamado
_Pueblo_ habia recobrado su majestad, mostrábase digno de su nombre,
comenzaba á sentir noble y piadosamente.
Pasaron al fin las andas entre Soledad y Manuel...; y, como ella las
iba siguiendo con la vista, y él no separaba la suya del semblante de
la beldad, aconteció que sus miradas se encontraron; que la una quedó
como enredada y presa en la otra; que se estableció entre ambas una
corriente invencible, y que el presunto matador y la presunta víctima
no pudieron ya dejar de contemplarse desatinadamente...
Y entónces vió Manuel á un mismo tiempo, amalgamadas y confundidas,
la imágen del Niño Jesus, de su ídolo de tantos años, y la imágen de
su otro ídolo caido, de la atribulada _Dolorosa_, que habia comenzado
á llorar desconsoladamente y que lo miraba al traves de un rio de
lágrimas...
¡Llorar ella! Era cosa que jamás se habia visto y que nunca
se hubiera creido.--«_¡Llorar ella!_» se decia asombrado el
público...--¡_Llorar ella_! clamaban las entrañas del fanático
amante, del noble y sensible Venegas, del hombre tierno y generoso
que sólo era fuerte contra el obstáculo, que sólo era duro contra la
rebeldía...--¡Llorar su adorada! ¡llorar por él! ¡llorar en presencia
de tantas gentes! ¡llorar, aunque sólo fuese de miedo! ¡llorar...
acaso de cariño y pena, al verse ligada á otro hombre y aborrecida
por el que siempre fué dueño de su alma! ¡Llorar su querida, estando
él en el mundo!
Un alarido de infinito amor, de piedad inmensa, brotó del corazon del
hijo de D. Rodrigo, y abalanzóse hácia el balcon, sin saber lo que
hacía, como para consolarla, como para que lo perdonase, como para
defenderla contra sí mismo, como para arrebatársela al usurpador,
llamado _esposo_, que daba orígen á aquellas lágrimas...
Pero este cambio habia sido tan repentino, que la Procesion se
interponia aún entre los dos jóvenes...--Ya habian pasado las
andas... Mas en aquel momento pasaba el _palio_...
Debajo del palio penetró, pues, el mísero, al dejarse llevar de aquel
amoroso, irresistible impulso...
--_¡Que la mata!_--habian clamado entretanto mil personas, creyendo
que el furor y la muerte iban con Manuel...
Y Manuel, que oyera este horrible grito, ya calumnioso; Manuel, que
no quiso dejar ni un instante al público en aquel bárbaro error;
Manuel, que vió todavía arrodillada mucha gente ante la santa
Efigie, arrodillóse tambien de pronto, en medio de su veloz carrera,
fingiendo, con la rapidez y la astucia propia de los dementes, un
tardío homenaje al Niño de la Bola.
Quedó, por lo tanto, guarecido bajo el sagrado toldo aquel pobre
frenético, que á todos les pareció un pecador arrepentido...--Así
lo decia el ufano semblante de los portadores del palio... Así lo
decia la emocion religiosa del concurso...--Y, como á todo esto la
Procesion se habia parado, contenida y revuelta por tan dramáticos
accidentes, hubo tiempo de que la multitud, en renovadas olas,
acudiese á contemplar el maravilloso espectáculo de aquel hombre
salvaje y feroz, de aquel que poco ántes fué calificado de _asesino_,
de aquel furioso que traia asustada desde la víspera á toda la
ciudad, postrado debajo de las andas del Niño Jesus, humillada la
frente, oculta la faz entre las manos, en la actitud de la más
humilde penitencia...
En poco estuvo, sin embargo, que se desvaneciera la ilusion del
público y se conociese que Manuel no era en aquel instante un pecador
contrito, ni mucho ménos...--Lo decimos, porque entónces ocurrió que
la madre de la _Dolorosa_ y la dueña de la casa trataron de quitar
del balcon á la angustiada jóven, próxima á perder el conocimiento,
visto lo cual por Manuel (desde el suelo en que mañosamente estaba
acechando la ocasion de proseguir su amoroso avance), sintió un
nuevo vértigo de furor y de locura; irguióse, no del todo y con
mucha cautela, y deslizó un pié en aquella direccion, como el tigre
adelanta las manos para dar el salto...
--¡Detenedlo! ¡detenedlo!--exclamaron los que estaban más próximos,
haciéndose hácia atras.
Manuel arrojó á los que tal decian una mirada y una sonrisa
espantosas, y, sin acabar de erguirse, y volviendo la cara á un lado
y otro, como para impedir que lo detuviesen, avanzó resueltamente
hácia el balcon...
Pero entónces oyó tronar sobre su cabeza una voz terrible que le
decia con indignado acento:
--¿Á dónde vas, desagradecido? ¿Por qué no quieres verme? ¿Qué daño
te he hecho yo con amarte?
Y al mismo tiempo vió que una especie de montaña de oro le cerraba el
camino, interponiéndose entre él y la casa que iba á asaltar.
Era el corpulento D. Trinidad Muley, el Cura de Santa María, el
Preste de la Procesion, revestido con capa pluvial de tisú de oro y
plata, hecha como de molde para lucir sobre su ámplia y majestuosa
figura.
Manuel, en medio de su delirio, lanzó un sollozo de amor y
melancolía al encontrarse cara á cara con el digno sacerdote, con su
antiguo protector, con su segundo padre, con el sér á quien más debia
en el mundo, y le besó las manos y el rostro entre las exclamaciones
de entusiasmo y tiernas lágrimas del gentío.
--¡Déjame! ¡Aparta! (decia entre tanto el experto D. Trinidad.)
¡La Procesion no puede detenerse!--¡Te repito que eres un ingrato!
¡Cerrarme la puerta de tu casa! ¡Desairarme delante de todo el pueblo!
Á todo esto Soledad habia desaparecido.
--¡Perdon, señor Cura!--balbuceó Manuel, avergonzado de haber
ofendido á su bienhechor.
--¡Déjame! ¡no quiero verte!--replicó D. Trinidad, fingiéndose cada
vez más furioso.
--No me rechace usted, señor Cura... (insistió el jóven.) ¡Piense
usted que soy muy desgraciado! ¡No aumente mi desesperacion con sus
desprecios!
--Pues entónces... ¡agárrate, y sígueme! (contestó su
antiguo padrino.)--Pero cállate ahora... Aquí no se puede
hablar...--¡Señores! ¡adelante con la Procesion!
Y, al decir esto, el Párroco alargaba á Manuel un pico de su capa
pluvial, de cuya fimbria se cogió maquinalmente aquel pobre enfermo
tan necesitado de verdadero cariño.
Y la Procesion se puso en marcha; y, en pos de ella, D. Trinidad
Muley, cantando estentóreamente y mirando de reojo á Manuel para que
no se soltase; y, en pos de D. Trinidad, el terrible jóven, asido á
la sacra vestidura; y, en pos de la _rescatada oveja_ (frase de D.
Trajano), un gentío inmenso que gritaba:
--¡Viva el Niño Jesus!

--¿Qué diablos es eso?--preguntaban en tanto muchas personas desde
los balcones más distantes.
--¿Qué ha de ser? (respondian desde la calle algunas voces.)--¡Que
Manuel Venegas iba á matar á la _Dolorosa_, cuando de pronto ha caido
de rodillas debajo de las andas del Niño Jesus, y luégo ha echado
á andar detras de la Procesion!...--¡Mírenlo ustedes! ¡Allí va...,
cogido de la capa de oro de don Trinidad Muley!
--¡Mentira! ¡no ha pasado así! (exclamaban los discípulos de
_Vitriolo_ y los catecúmenos que ya tenian en aquel barrio.) Lo que
ha sucedido es que la _Dolorosa_ se ha echado á llorar al ver á su
antiguo adorador; que el Padre Cura ha dicho á éste cuatro frescas,
por no haberle querido recibir hoy, y que, de resultas de lo uno y
de lo otro, nuestro perdona-vidas se ha ido detras de su antiguo
amo, como un doctrino, como un borrego, como el último acólito de la
Parroquia...--¡Estos son los valientes! ¡Mucho ruido, y luégo... la
nada entre dos platos!
--¡Conque ha llorado la _Dolorosa_! (decia la parte neutra del
_Coro_:) ¡Mala señal para Antonio Arregui!--Los primeros amores son
los que privan.--¡Vereis cómo todo esto concluye por donde debió
empezar: por entenderse los dos enamorados y por irse Antonio Arregui
á la Rioja!--¡Lástima de Fábrica! ¡Hacía un paño tan bueno y tan
barato!
En tal momento, es decir, cuando la Procesion estaba ya en la calle
de Santa Luparia, y Soledad y su madre se habian marchado por
excusadas callejuelas, y todo parecia terminado por aquella tarde,
notóse gran agitacion en lo hondo de la calle de Santa María.
--¡Antonio Arregui ha llegado! ¡Antonio Arregui viene! ¡Antonio
Arregui está ahí...!--Miradlo... ¡Aquél es! Y ¡qué cara trae!--decian
en voz más ó ménos baja muchas personas, señalando á un hombre de
buena presencia, que avanzaba muy de prisa por en medio de la calle,
con la faz descompuesta por la indignacion, seguido de algunos
pilluelos, y fijos los ojos en la casa donde Soledad y la señá María
Josefa habian pasado la tarde.
Y entónces fué de ver la maestría con que el público se reparte los
papeles y funciona en tales casos sin prévio acuerdo.--Miéntras
que unos paraban al furioso riojano y le referian exactísimamente
todo lo ocurrido, advirtiéndole que su mujer y su madre política
se habian marchado ilesas, y rogándole con cierta sorna que fuera
prudente y se encerrase en su casa..., otros echaban calle arriba, á
fin de alcanzar á Manuel Venegas y ponerle al tanto de la novedad,
con ánimo, sin duda, de acabar tambien pidiéndole que se dejase de
trapisondas y evitara un desagradable encuentro con el irritadísimo
esposo de su adorada prenda...
Dichosamente, no faltó un alma caritativa mejor aconsejada, que
corriera más que estos últimos y dijese oportunamente cuatro palabras
al oido á don Trinidad Muley.
--¡Corred, muchachos! (gritó entónces el Cura á los portadores de
las andas.) ¡Vamos, vamos! que está oscureciendo...--¡Más de prisa
aún, perezosos!--¡Basta por hoy de Procesion!--¡Y tú, Manuel mio, no
te sueltes!...--¡Este diantre de capa pesa mil arrobas, y tú estás
ayudándome á llevarla!
Tomó, pues, la Procesion un paso como de fuga. Los de las andas,
arengados incesantemente por D. Trinidad, atropellaban por todo, sin
respeto alguno al órden de la comitiva; los del palio corrian detras
de las andas, midiendo el suelo con las varas á grandes trancos, y
sacerdotes, seises, bajonistas, cofrades, público y escolta formaban
un barullo indescriptible.
--Pero ¿qué ocurre?--preguntaban los muñidores, esgrimiendo sus
pértigas...
--¡Nada! ¡nada! ¡Adelante!--respondia D. Trinidad Muley, echando los
bofes.
Y, no muy seguro aún de que bastase á su propósito aquella gloriosa
huida, llamó al septuagenario Capitan, que marchaba detras de él
representando al Ejército; le refirió al oido lo que pasaba en la
otra calle, y terminó diciéndole á media voz:
--¡En último extremo, tire usted de la espada!... Pero no pegue usted
más que de plano.
Por fortuna, Manuel iba tan ensimismado y abatido, que no reparaba en
ninguna de aquellas cosas y se dejaba llevar por el Padre de almas
como un ciego por el que ve.
--¿Saben ustedes la novedad?--exclamó en esto un discípulo de
_Vitriolo_, que llegaba á escape en aquel momento y habia conseguido
acercarse á Manuel Venegas.
--¡Calla, ó te estrangulo!--rugió sordamente el Capitan, echándole
mano al pescuezo y arrojándolo de aquel sitio.
Y, pretextando luégo que no podia andar tan de prisa, se cogió del
brazo izquierdo de Manuel, sin perder de vista al feroz discípulo de
_Vitriolo_.
Quedó, pues, nuestro héroe incomunicado con el público; y, de este
modo, llevado á remolque por el virtuosísimo Cura y remolcando él al
honradísimo Capitan, penetró al fin en la Capilla de Santa Luparia,
donde, por pronta providencia, lo encerró D. Trinidad Muley con llave
y cerrojo en un reducido despacho dependiente de la Sacristía...
Hízolo á tiempo.--Un minuto despues llegaba Antonio Arregui, seguido
de muchas personas, al pórtico de la Capilla, en demanda de Manuel
Venegas...
Pero se encontró con el revestido sacerdote, que ya aguardaba
descuidado, y que le dijo majestuosamente:
--¡Alto, Sr. D. Antonio!--¡Mi hijo está en sagrado!...--Usted acaba
de hacer, con venir aquí, todo lo que cumple á un hombre de honor y
vergüenza.--Márchese tranquilo á su casa, adonde yo iré á buscarle
mañana, si Dios quiere.
Y, volviéndose luégo á la multitud, añadió con destemplado acento:
--Ustedes... ¡á sus negocios! ¡á cuidar de sus hijos, que harto lo
necesitan; y dejen en paz á los desgraciados!
Antonio Arregui besó la mano al Cura sin contestar palabra, y se
marchó tranquilamente.
Los grupos se retiraron tambien poco á poco, elogiando en voz alta
á D. Trinidad Muley y pensando al propio tiempo en el Baile de Rifa
de la siguiente tarde, como el jugador que ha perdido piensa en el
desquite.
Y pronto no quedó más que el recuerdo de la inolvidable Procesion de
aquel dia, como del fulgente sol que habia iluminado las engalanadas
y ya entenebrecidas calles sólo quedaba un vago crepúsculo en los
remotos celajes de Poniente.


III.
ÚLTIMO VUELO DE UN PAR DE PERDICES.

No pocos sudores costó á D. Trinidad Muley deshacerse de otras muchas
personas que habian entrado en la Capilla y en la Sacristía en pos de
ambos Niños de la Bola, y que aún permanecian allí dos horas despues
de terminada la Procesion.
Por una parte, los socios de la Hermandad celebraban en la Sacristía
la siempre borrascosa Junta en que anualmente eligen aquella noche
y en aquel sitio (tomando bizcochos y unas copitas de rosoli) nuevo
Mayordomo ó Hermano Mayor; y, por otro lado, centenares de valientes,
algo bebidos por cuenta propia, se arremolinaban en la Iglesia,
empeñados en hablar al hijo de D. Rodrigo, á fin de ver qué efecto le
producian las noticias (que deseaban darle) del regreso de Antonio
Arregui y de su hombrada de haber avanzado hasta allí en busca de
satisfaccion y desagravio...
Pero el buen Padre de almas se movió de tal modo; fué y vino tanto de
la Iglesia á la Sacristía y de la Sacristía á la Iglesia; tuvo tan
felices ocurrencias en la Junta, y suplicó en tan sentidos términos á
la otra gente «que se apiadase, siquiera por aquella noche, del pobre
Manuel Venegas, en vez de aumentar sus acerbos disgustos», que al
cabo logró, cerca ya de las ocho, verse libre de los Cofrades y del
último calamocano, bravucon y cócora...--Púsose entónces los hábitos
de calle; dió al Sacristan, en voz muy baja, algunas órdenes que
parecian importantísimas; apretó la cara cuanto pudo, como para tener
aire de muy enfadado, y pasó á poner en libertad á su prisionero.
¡Cosa rara, ó que por lo ménos no se aguardaba D. Trinidad!--Manuel
estaba escribiendo pacíficamente en un bufetillo que allí servia
para apuntar nacimientos, desposorios y defunciones.--Hallábase
muy tranquilo (tal vez demasiado), y en aquel instante firmaba un
largo papel que habia escrito. Cerrólo con toda calma, sin darse por
entendido de la entrada del Sacerdote, como quien hace una cosa tan
buena que le releva de vanas cortesías; guardóselo en el bolsillo,
uniéndolo á otros que tenía en él, y entónces, y sólo entónces, fijó
los ojos en el estupefacto y taciturno D. Trinidad.
Este apretó más y más el rostro, al ver que aquella mirada no
expresaba arrepentimiento y mansedumbre, sino mero cariño, desnudo de
alegría, y la calma de inalterables resoluciones... Pero, como ni áun
así consiguiese intimidar á Manuel, volvióle la espalda de un modo
brusco, y se puso á examinar el techo, donde maldito lo que habia que
pudiera llamarle la atencion.
El jóven sonrió dulcemente, y se adelantó hácia su protector con los
brazos abiertos.
--¡Déjame!--exclamó el voluminoso Cura, mudando de sitio.
Pero Manuel consiguió alcanzarlo; abrazóle por secciones, no sé si
con filial ó con paternal confianza, y al fin le dijo, en són de
blanda réplica, como siguiendo la conversacion iniciada cuando se
encontraron:
--Tambien yo tenía deseo de hablar con usted, y, en prueba de ello,
pensaba ir esta noche á su casa.
--¡Á buena hora!--refunfuñó el Cura.
--Queria, entre otras cosas (prosiguió el jóven, con aquella
apacible ingenuidad de niño que hacía olvidar sus arrebatos de
fiera), entregarle á usted un papel que escribí hoy al mediodía y que
ahora mismo acabo de reformar.--En el bolsillo lo llevaba esta tarde,
y en él lo habria encontrado la Justicia, si mi destino hubiera sido
morir en la calle de Santa María de la Cabeza.
--¡Morir! (contestó ásperamente D. Trinidad, sin dejar de mirar al
techo.) ¡Ya empiezas con tus palabrotas, á fin de aturdirme! ¡Mejor
harias en explicarme por qué no me has recibido esta mañana!--¡Qué
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