El Niño de la Bola: Novela - 02

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cuatro mil duros con el más rico y feroz usurero de la Ciudad (á
quien habia tenido que ir pidiendo dinero desde Bailén, desde Ocaña y
desde Talavera, para sostener la benemérita Partida), y en nada ménos
que otros diez mil duros que importaban los réditos, y los réditos
de los réditos, de aquella cantidad, segun la socorrida cuenta del
_interes compuesto_...
Todo lo llevó con paciencia, y hasta con alegría y orgullo, el
magnánimo D. Rodrigo, como habia llevado los dos balazos y las tres
cuchilladas que recibiera en defensa del suelo patrio; pero no se
conformaron del propio modo algunas personas de su posicion, amigas
suyas y conocidas del prestamista, las cuales, por oficiosidad
espontánea, pidieron á éste que rebajase algo de tan crecidos réditos
«en atencion al noble destino que el bizarro Venegas habia dado al
capital.»
Era el prestamista uno de aquellos hombres sin entrañas que yo
no sé para qué quieren vivir ni ser ricos: no hubo, pues, manera
humana de hacerle bajar un maravedí de tan exorbitante usura, ni de
que comprendiese cuán merecedor era D. Rodrigo de especialísimas
consideraciones.--El interpelado (que se llamaba D. Elías, y á quien
el vulgo llamaba _Caifás_) contestó que él no entendia de patria,
sino de números, y que no reclamaba ni un ochavo más de lo que le
debia el gastoso caballero, segun documentos que conservaba como
oro en paño; sin que valiera decir que, al firmarlos, no habia
graduado su deudor á cuánto ascenderian, caso de morosidad, los
intereses de los réditos caidos; pues todo aquello era el a b c de
los negocios comerciales...--Resultado: que D. Rodrigo Venegas tuvo
que renovar por diez años los pagarés de dichos cuatro mil duros,
con aquella acumulacion de diez mil (total, catorce), y con la de
otros seis mil que nadie más que D. Elías se atrevió á prestarle
para repoblar olivares y viñas (total, veinte), y con la de otros
cinco mil, por réditos de los veinte _en el primer año_ (total,
veinticinco)...--¡Veinticinco mil duros justos y cabales, cuando, en
efectividad, sólo habia percibido diez mil!
Mucho se afanó el hijodalgo, desde 1813 hasta 1823, por ver si podia
ir amortizando esta deuda ó pagar cuando ménos sus réditos anuales,
en evitacion de nuevos estragos del _interes compuesto_; y, la
verdad sea dicha, algunos años logró ahorrar de sus rentas diez ó
doce mil reales, que entregó religiosamente al usurero (aunque éste
nada le reclamaba nunca); pero al año siguiente no le pagaban á él
sus labradores ó le pagaban una miseria, por causa de esterilidad,
pedrisco, langosta ó cualquiera otra plaga, muchas veces fingida, y,
en lugar de dar dinero á su acreedor, tenía D. Rodrigo que pedirle
nuevas cantidades «para ir saliendo hasta la nueva cosecha»; todo
ello bajo condiciones adecuadas á la gravedad y urgencia de cada
apuro; esto es, más onerosas y aflictivas cuanto más apremiante y
angustioso era el caso...
Lo único que ni por soñacion intentó Venegas en todo aquel tiempo
fué trabajar, comerciar, crear industrias, montar fábricas,
ingeniárselas, en fin, de cualquier modo para ganar dinero por sí
mismo...; y ¡ay de él, ay de su nombre, ay de su honra, si tal camino
hubiese tomado!--Dígolo, porque semejantes _oficios ó trapicheos_
(textual) eran entónces, y han seguido siendo hasta hace pocos años,
tareas impropias de caballeros andaluces,--nacidos, á lo que se veia,
para recordar paseándose las glorias y trabajos de sus mayores, para
gastar alegremente y muy de prisa todo lo que éstos agenciaron, y
morirse luégo de hambre en el último rincon de la ya subastada casa
solariega, sin más testigos de su agonía que tal ó cual antiquísimo,
desvencijado mueble, de esos que hoy buscan á peso de oro los
magnates de nuevo cuño, y que en aquella época desdeñaban hasta los
defraudados usureros.
Tan cierto es lo que acabamos de apuntar (bien que sin entera
aplicacion á nuestro D. Rodrigo, de quien ya sabemos que algo noble
y grande habia hecho en este mundo), que todavía ayer de mañana,
como suele decirse, eran forasteros, procedentes de Santander, de
Galicia, de Cataluña ó de la Rioja, todos los dignos comerciantes é
industriales de las poblaciones de Andalucía, inclusas las Capitales
y las aldeas.--El mismo viejo usurero á quien llamaban _Caifás_ en
la Ciudad referida (como dando á entender que quien entraba media
vez en su casa, podia estar seguro de ser crucificado), era natural
de la Rioja, y habia ido allí á vender, _por cuenta ajena_, paños de
Ezcaray y de Pradoluengo, componiéndoselas con tal arte, que á los
dos años abria, _por cuenta propia_, un gran almacen de toda clase
de géneros; á los cuatro, se le adjudicaban fincas de caballeros
malos-pagadores; á los seis, edificaba una hermosa casa, aislada como
un castillo, y traspasaba el almacen á otro riojano, para dedicarse
él por completo á la usura, y á los veinte era dueño de la mitad de
las tierras ganadas á los moros por los llamados «primeros pobladores
de la Ciudad» y repartidas á éstos por los Reyes Católicos.
Volviendo á D. Rodrigo (lo cual no es apartarnos mucho de D. Elías,
en cuyas garras lo hemos dejado), diremos que, durante los diez
años transcurridos desde que volvió de la guerra hasta aquel en
que vencian sus ruinosas obligaciones usurarias, habíase casado,
por caridad más que por amor, con una huérfana de familia muy
distinguida, pero muy pobre; habia tenido en ella un hijo; habia
enviudado poco despues, cuando ya era amor la compasion que le movió
á casarse; y, en uno y en otro estado, por consejo de su prudente
esposa, habia ido desprendiéndose de su antiguo lujo, ora vendiendo
caballos, alhajas, ricos muebles, preciadas ropas y mucha plata
labrada, ora despidiendo servidores y reduciendo sus gastos á la
mayor estrechez compatible con el decoro de su clase,--entre la cual,
como en todo el pueblo (dicho sea sin ofender á nadie), era más
querido y respetado segun que se iba quedando más pobre...
En equivalencia, la aversion general que siempre habia inspirado D.
Elías (como todos los que trafican y medran con el dolor ajeno),
convertida en odio y escándalo cuando reclamó á D. Rodrigo los diez
mil duros de gabela, rayaba en 1823 en horror y persecucion, por el
presentimiento que se tenía de que aquella deuda inextinguible,
especie de cáncer que fomentaba cruelmente el prestamista, estaba á
punto de tragarse, si ya no se habia tragado, todo el pingüe caudal
de los Venegas.--Vivia, pues, encerrado en su casa el rico avariento,
sin atreverse á salir ni áun á misa, por miedo á los desaires de toda
clase de personas, y especialmente á los insultos de la gente soez y
de los chicos, que le decian _Caifás_ en su propia cara; y pasábase
allí meses y meses, detestando y gruñendo á la buena mujer, antigua
criada suya, con quien estaba casado, y acariciando y cubriendo de
perlas y de brillantes á una preciosa hija (ya de ocho años) que
habia tenido á la vejez, y á la cual adoraba con sus cinco sentidos y
tres potencias, ó sea con lo que en otros hombres se llama _alma_.
Así las cosas, y cuando de la última liquidacion resultaba que D.
Rodrigo era en deber á D. Elías (no exageramos: podeis echar la
cuenta) ciento cuarenta y siete mil doscientos nueve duros (tres
millones de reales mal contados); cuando el infeliz caballero no
hacía más que calcular que todos sus cortijos, viñas y olivares, y el
mismo antiguo caseron, vendidos en pública subasta, y bien pagados,
no producirian ni con mucho aquella cantidad; cuando, sufrido y
animoso como siempre, y atento al porvenir de su hijo, pensaba (¡á la
edad de cuarenta y un años!) en pedir una charretera de alférez, por
cuenta de sus servicios en la Guerra de la Independencia, y lanzarse
á pelear contra aquellos otros franceses que á la sazon profanaban el
suelo de la Patria, aconteció que un dia amaneció ardiendo por los
cuatro costados la solitaria casa del usurero.
Trabajo le costó á éste escapar de las llamas, llevando en brazos á
su medio asfixiada hija y seguido de su horrorizada mujer, sin que le
hubiera sido posible poner ántes en salvo ni muebles, ni ropas, ni
alhajas, ni el dinero contante, ni tan siquiera los preciosos papeles
que representaban sus grandes créditos contra D. Rodrigo y otras
varias personas...--Y lo peor del lance era que aquel incendio no
podia considerarse casual, ni lo pareció á nadie; que, sin embargo,
el pueblo entero lo veia con mucho gusto ó con glacial indiferencia;
que los gremios de albañiles y carpinteros (allí no ha habido nunca
bomberos ni bombas) hacian muy poco por tratar de apagarlo, á pesar
de las excitaciones de la Autoridad, y que el iracundo D. Elías,
refugiado en casa del Alcalde, proclamaba á gritos que todo aquello
era «_obra de sus poderosos deudores, para que se quemaran los
recibos y vales de lo que le debian..._»
Tan graves sucesos y acusadoras especies despertaron aquella
mañana de su tranquilo sueño al noble y valeroso Venegas, el cual,
no diremos que sin encomendarse á Dios ni al diablo; pero sí que
dejándose llevar más de sus generosos arranques que de miedo á la vil
calumnia, corrió á la casa incendiada; arengó á algunos albañiles;
metióse entre el humo y el fuego; trepó al piso principal por una
escalera de mano; llegó al despacho de D. Elías, que era una de las
habitaciones más amenazadas; penetró en ella, contra el consejo de
los mismos operarios que le habian ayudado á derribar la puerta;
cogió una papelera antigua, donde muchas veces habia visto al usurero
meter vales y recibos, y la arrojó por la ventana á la calle...--Poco
despues, salia tambien Venegas de aquel volcan, entre los aplausos
de la multitud, llenas de horribles quemaduras la cara y las manos
y despidiendo humo sus destrozadas ropas...--No se dejó, empero,
curar, sino que inmediatamente registró la papelera, que se habia
hecho pedazos al caer; apoderóse de todos los documentos suyos que
contenia, y encaminóse con ellos á casa del Alcalde, adonde llegó
casi ya sin aliento...
--Tome usted, Sr. D. Elías... (dijo á su abominable acreedor,--que
se habia espantado al verle llegar de aquel modo, creyendo que
iba á matarlo:)--Tome usted... Aquí están todos mis vales y
recibos...--Puede usted disponer de mi caudal...
Y, pronunciadas estas palabras, cayó redondo en tierra, con la
terrible convulsion llamada _tétanos_.
Pocas horas despues era cadáver.


II.
FINIQUITO.

No necesitamos describir, por ser cosa que se adivinará fácilmente,
el profundísimo dolor, mezclado de admiracion y entusiasmo, que
produjo en toda la Ciudad y pueblos limítrofes la muerte del buen
caballero, ni tampoco el magnífico entierro que _le costearon_ sus
iguales, dado que en él hubiese algo que _costear_, que no lo hubo,
á Dios gracias, pues hasta la música de la Capilla de la Catedral
asistió de balde, y el cerero no quiso cobrar la merma, y todas las
Parroquias concurrieron _grátis_ y espontáneamente á compartir con
la del difunto el señalado honor de dar tierra y descanso á aquellos
gloriosísimos restos...--Diremos tan sólo, para que se vea hasta
dónde llegó el delirio público, que la tarde de la fúnebre ceremonia
(á la cual no asistió el usurero) no le cabia á nadie duda de que
el mismo _Caifás_, en premio de la sublime accion de D. Rodrigo,
se contentaria con reintegrarse de los diez ó doce mil duros que
efectivamente le habia prestado y con una ganancia regular y módica,
dejando el resto de los bienes para el pobre huérfano, de edad de
diez años, que se quedaba solo en el mundo, sin más amparo que la
misericordia de los buenos...
Pronto salieron de su error aquellos ilusos. Don Elías no aguardó
siquiera á que acabase de humear el incendio de su casa (donde, dicho
sea entre nosotros, habia perdido únicamente el valor del edificio y
seis ú ocho mil duros en ropas y muebles, en las alhajas de su hija
y en un poco dinero contante y sonante), sino que, el mismo dia del
entierro del caballero, presentó al juzgado los vales y recibos de
éste, reclamando la _totalidad del adeudo_, ó sea tres millones de
reales en números redondos.
Gran repugnancia costó al Juez declarar legítima aquella peticion;
pero el usurero tenía tan bien atados los cabos, y el noble deudor
se habia dejado ligar tan estrechamente, que fué indispensable sacar
á pública subasta todos los bienes del caballero...--Ni faltaron
entónces, de parte de otros hijosdalgo y personas acomodadas,
buenos propósitos, y juntas, y discursos, y hasta votaciones, en
que se reconoció por unanimidad la conveniencia de presentarse á
la licitacion, y pujar las fincas hasta las nubes, cargando en
mancomun con el perjuicio que resultare; todo ello á fin de reunir
decorosamente un pedazo de pan al hijo de Venegas...--Mas ya se sabe
lo que suele ocurrir en estas cosas. Hablóse tanto, que del hablar
resultaron querellas personales entre los presuntos bienhechores,
sobre quién estaba dispuesto á hacer más sacrificios, y sobre los
móviles secretos de cada uno, y sobre lo que sucedió cierta vez en
un caso análogo, y sobre las ideas y actos políticos de D. Rodrigo
en aquella tormentosa época; y, con esto, hubo tales disgustos, que
se retrajeron de asistir á las juntas muchas personas que tambien
debian grandes cantidades á _Caifás_, y pasaron dias, y llegó el
marcado por los edictos, y, como aquellos señores no habian llegado á
un acuerdo, la subasta resultó desierta.--Rematáronse, pues, á favor
del prestamista, por ministerio de la Ley y con gran sentimiento del
público, las viñas, los olivares, los cortijos, la casa, los muebles,
las ropas y hasta la espada del benemérito patricio, en la cantidad
de cien mil y pico de duros...
--¡Pierdo un millon! (dijo el terrible anciano, al firmar la
diligencia de remate.) Pero ¡qué remedio!... Los bienes del maniroto
y despilfarrado Venegas no valen ni un ochavo más...
--¡No pierde usted nada, sino que gana cerca de dos millones!...
(le respondió severamente una persona de la curia.) ¡Verdad es que,
en cambio, y segun espera todo el mundo, regalará usted una buena
cantidad al inocente huérfano; se hará cargo de su educacion; cuidará
de su porvenir!...
--¿Yo?--¿Cuidar?--¿Qué está usted diciendo?--¡Harto hago en cuidar á
mi hija!--Por lo que toca á regalos de _buenas cantidades_, ¡ya los
harán _el dia del juicio_ los admiradores del difunto héroe!--¡Es muy
fácil recetar por cuenta ajena!
--Pero considere usted que ese muchacho se queda pidiendo limosna...
--Á su edad la pedia yo tambien...--replicó el usurero, volviendo la
espalda.
La indignacion general contra D. Elías llegó al último límite
segun que fueron sabiéndose todos estos pormenores, y gracias á
que el astuto riojano, cuya casa habia quedado reducida á cenizas,
continuaba viviendo en la del Alcalde; que, de no ser así, lo
hubiera pasado muy mal. Sin embargo, como en el mundo no hay nada
más valiente que un usurero apoyado en la Ley (de donde todos los
judíos son tan amantes y conocedores de ella), y como, por otro lado,
nuestro buen _Caifás_ no era cobarde de nacimiento, sino prudente
conservador de sus millones y del infinito placer de aumentarlos,
resolvió mudarse inmediatamente al caseron solariego de los Venegas,
que ya le pertenecia; y, para ello, dispuso hacer en él una poca
obra, reducida á fortificarlo bien y á proveerlo de muchos cerrojos,
llaves y trancas.
Algo se habló tambien con este motivo sobre juntas y conciertos de
los operarios para no trabajar en los reparos de aquella venerable
mansion; pero D. Elías, que lo supo, anunció que pagaria los jornales
con algun aumento, en atencion á la carestía del pan; por cuyo
sencillo medio halló de sobra quien le sirviera, y pudo trasladarse
muy pronto á su nueva casa, con su mujer y con su hija, aprovechando
al efecto cierta noche que llovia á cántaros y en que no andaba por
la ciudad persona humana...
Una vez dentro del antiguo palacio, y atrancado que hubo las puertas,
respiró con satisfaccion, como quien no pensaba volver á salir á la
calle en otros cuatro ó cinco años, y dijo á su mujer:
--Mañana mismo escribiré á mi banquero de la Capital para que le
envie á _la niña_ cinco mil duros de ropas, alhajas y juguetes.--Tú y
yo nos arreglaremos de cualquier modo.
Y dió una docena de besos á su hija, y se acostó en la cama que
habia sido de D. Rodrigo y cuyos aplastados colchones conservaban
todavía la huella del peso de su cadáver.
La mujer del avaro no quiso ocupar en aquel lecho dos veces fúnebre
el sitio de la que fué años ántes felicísima esposa del pundonoroso
caballero, y, pretextando tener que trabajar mucho, se pasó la noche
dando cabezadas en una silla.
En fin..., _Soledad_, la niña mimada, la hija querida de _Caifás_,
durmió en la cama que habia pertenecido al desahuciado hijo de
Venegas.
¿Qué habia sido entretanto del pobre huérfano, del desheredado de
diez años, del niño en cuyo lujoso catre soñaba con los prometidos
juguetes la millonaria de ocho abriles?
Aquí es donde verdaderamente principia nuestra historia.


III.
DE CÓMO UN NIÑO DEJÓ DE SERLO.

_Manuel_, que así se llamaba el huérfano, era, la funesta mañana
en que su padre lo dejó dormido para ir á lanzarse al fuego que
devoraba la casa de D. Elías, un gentilísimo muchacho, blanco y
sonrosado como el más vistoso amanecer, y alegre y retozon como una
fierecilla descuidada.--Criábalo D. Rodrigo con el mayor esmero, no
cifrado todavía en enseñarle nada literario, ni tan siquiera á leer
y á escribir, de lo cual decia que siempre habria tiempo, sino en
fortalecer y avalorar su ya robusta naturaleza física, sujetándolo
á rudos ejercicios de agilidad y fuerza, aleccionándolo en la
equitacion y en la natacion, obligándolo á andar largas jornadas en
interminables cacerías y explicándole de paso los misterios de la
Sierra, la botánica de los montesinos, la medicina de los cortijeros,
la astronomía de los pastores, las costumbres de todos los animales,
la manera de luchar con ellos y matarlos, ó de cogerlos vivos y
reducirlos á su obediencia, y otros muchos secretos de la vida
agreste y montaraz; de donde resultaba que siempre estaban juntos
padre é hijo, y que se querian y trataban, más que como lo que eran,
como dos hermanos, como dos camaradas, como dos compadres.
Nada sabía el halagado pequeñuelo de la total ruina de su casa ni
de las consiguientes zozobras de D. Rodrigo (quien, como se ve,
lo criaba para pobre, presintiendo que llegaria á serlo); y, por
lo tanto, su niñez se deslizaba tranquila, dichosa, placentera,
hasta donde es posible en quien no ha conocido madre, cuando
vinieron en monton y de golpe sobre su frente todos los infortunios
humanos...--En un mismo dia... ¡en el espacio de pocas horas!..., vió
que traian de la calle, abrasado y sin conocimiento, al ídolo, al
señor, al compañero y único amigo de su vida; presenció su espantosa
muerte, sin recibir ni una mirada de sus inmóviles ojos ni un consejo
ni un ósculo de sus convulsos labios; se enteró de que existia
_Caifás_ y de la terrible tragedia del incendio, así como de su
espantoso orígen; supo que era tan pobre como los mendigos descalzos
que piden limosna de puerta en puerta; comprendió que tenía que
despedirse para siempre de aquellas paredes y de cuanto encerraban,
inclusos los objetos que más le hubieran recordado al autor de sus
dias; contempló, cual si soñase, á todos los vecinos de la Ciudad,
constituidos en su casa, alrededor del cadáver de don Rodrigo,
guardándolo como si fuera suyo, hasta que finalmente lo alzaron en
hombros y se lo llevaron..., no sin darle ántes á él muchos besos y
decirle muchas cosas, que no le supieron á nada..., y quedóse allí
abandonado, silencioso, estúpido, sentado en un rincon de la cámara
mortuoria, en la actitud de quien no espera ni tiene para qué esperar
á nadie...
Llegada, en fin, la noche..., la primera noche de orfandad; cuando
dejaron de tañer las campanas y de sonar las remotas músicas del
entierro; cuando hasta las tinieblas le advertian que ya estaba solo
sobre la tierra; cuando comenzaba á figurarse que él tambien habia
muerto y sido sepultado, oyó una voz ronca y áspera, la voz de un
sacerdote grueso y feo, que le decia lúgubremente:
--Muchacho, ¿dónde estás?--¿Por qué no has encendido luz?--Vénte
conmigo... ¡Yo te recojo, y sea lo que Dios quiera!--Vámonos á mi
casa...
Manuel lo siguió como un autómata, ó más bien como el pobre can que
se ha quedado sin dueño.


IV.
UN CURA DE MISA Y OLLA.

Apresurémonos á decir algo (muy poco) respecto de este Sacerdote,
ántes de engolfarnos completamente en la historia del que habia
llegado á ser su pupilo.
D. Trinidad Muley era uno de aquellos curas á la antigua española, á
quienes aman y respetan todos sus feligreses y cuantos los conocen,
sin distincion de partidos políticos ni áun de creencias religiosas:
curas que, sin ser liberales, ni dejar de serlo, ó, mejor dicho, por
no tener opinion alguna sobre las cosas _del César_, pero sí una
altísima idea de las cosas _de Dios_, no perdieron nunca ese amor y
ese respeto, ni en la explosion nacional de 1808, ni en la reaccion
absolutista de 1814, ni en el furor revolucionario de 1820, como
tampoco los perdieron despues, cuando vino Angulema, ni por resultas
del Motin de la Granja, ni en ninguna de las vicisitudes posteriores,
tan fecundas en desavenencias entre la Iglesia y el Estado: curas
indígenas, por decirlo así, que aman á su patria como cualquier hijo
de vecino, sin tener nada de cosmopolitas, de europeos, ni áun de
ultramontanos..., por lo que rara vez legan su nombre á la Historia;
curas, en fin, de la clase de católicos rancios, sin ribetes de
política ni de filosofía, que no suelen poseer ni exigir de nadie
sutilísimos conceptos teológicos con que explicar la mente del Autor
del mundo, ni inflexibles fórmulas de escuela sobre la sociedad y
su gobierno, sino la práctica real y efectiva de todas las virtudes
cristianas.
El ejemplar que tenemos á la vista era al propio tiempo tan natural y
sencillo de suyo, tan humano y tan valiente, de espíritu tan abierto
y corazon tan bondadoso, tan _padre de almas_ por esencia, presencia
y potencia, que lo mismo que servia para Cura párroco de Santa
María de la Cabeza, y, como tal, derramaba muchos bienes morales y
materiales en cuanto alcanzaban sus recursos, hubiera servido para
sacerdote hebreo, mahometano, protestante ó chino, con gran respeto
y edificacion de tales gentes.--Digamos, pues, como resúmen de sus
cualidades positivas y negativas, que era un verdadero hombre de
bien, lleno de caridad ingénita, iluminada por la palabra de Cristo;
profundamente esperanzado en otra mejor vida, como todo el que tiene
un alma grande, incapaz de satisfacerse con las vanas alegrías de la
tierra; pobrísimo de humanidades, pero no de ciencia del mundo ni de
conocimiento del corazon humano; muy escaso de imaginacion, pero no
de sana lógica ni de sentido comun; que tal vez no sabía predicar
un buen sermon sobre el Dogma (ni creia necesario meterse allí en
tales honduras), pero que embelesaba y mejoraba al auditorio desde
el púlpito con su paternal actitud, con sus tiernas exhortaciones
al bien y con su propio ejemplo...--No era, no, de la casta de San
Agustin, de Santo Tomás ó de San Ignacio de Loyola; pero sí de la de
San Cayetano, de la de San Diego de Alcalá y de la de San Juan de
Dios, aunque ménos docto y más vulgar que ellos y que la generalidad
de los curas, tenientes y beneficiados de aquella Diócesis...
Ni dependia de la voluntad del pobre Párroco el saber más textos de
la Biblia y de los Santos Padres, ó el no tergiversarlos cuando se
metia á predicar por lo fino, sino de su pícara memoria, tan rebelde
á la cultura del estudio, que nadie comprendia cómo el buen Muley
(apellido moro que allí subsiste) habia podido aprender el bastante
latin para entrar en sínodo y ordenarse, y todo el mundo admiraba
retrospectivamente al pacientísimo y ya difunto dómine que (con mazo
y escoplo sin duda) pudo labrar lo suficiente en aquella enteriza
cabeza para hacerle albergar el _musa, æ_.--Es todo lo malo que se
podia decir de D. Trinidad... En cambio, no habia en el pueblo, ni en
cien leguas á la redonda, quien le ganase á ceder su comida y su cama
al desamparado mendigo; á cuidar personalmente á los apestados; á
pasarse horas y horas dando alegre conversacion, llena de saludables
consejos, á los presos de la Cárcel; á gastar los dias de nieve todo
el dinero que tenía en comprar alpargatas á los niños descalzos; á
sacar de bracero á tomar el sol á míseros viejos que se baldaban
en sus lóbregos tugurios; á reconciliar, en fuerza de lágrimas ó
de puñetazos, y hacer abrazarse cordialmente, á los matrimonios
malavenidos, á los adversarios que ya habian sacado las navajas, á
las clases pobres con las ricas, cuando encarecia el pan y se armaba
motin, á cada uno con su cruz, á los tristes con su tristeza, á los
enfermos con su dolor, al penado con el castigo, al moribundo con la
muerte...--Era, pues, una veneracion que rayaba en culto lo que se
sentia hácia él en la Ciudad, no obstante el genio llano, francote
y hasta bromista que ostentaba con grandes y chicos cuando no habia
motivo para estar serio, y todos respetaban su ignorancia, como una
especie de inocencia, al modo que amamos y admiramos las montañas
incultas y próvidas, por lo mismo que en ellas todo es natural,
espontáneo, hijo legítimo de Dios, y no de las especulaciones y
fatigas humanas.
Así se justifica que el Obispo lo hubiese nombrado Cura propio de
Santa María de la Cabeza, de cuya Parroquia tomaba nombre el barrio
más guerrero de la Ciudad, donde vivia casi toda la gente labradora:
así se comprende la profunda estimacion que siempre se tuvieron,
aunque se trataron muy poco, el difunto D. Rodrigo y el bueno de D.
Trinidad; así se explica el paso que éste habia dado, recogiendo
y adoptando al hijo del caballero sin consultar ni entenderse con
nadie; y por eso tambien nosotros tendremos necesidad más adelante
de volver á hablar de tan digna persona, con cuyo motivo podremos
decir algo de su casa, de su oratoria, de sus costumbres y hasta de
su bendita ama de gobierno.
No lo hacemos á la presente, porque reclama nuestra atencion el hijo
de Venegas, ó sea el que ya muy pronto va á comenzar á llamarse «_El
Niño de la Bola._»


V.
EL ACREEDOR DEL USURERO.

El pobre niño habia quedado como si fuese de hielo, por resultas de
aquellos repentinos y bárbaros golpes de la suerte, contrayendo una
palidez mortal que le duró ya toda la vida.--Nadie habia hecho caso
del infeliz en el primer momento de angustia, ni reparado en que
no gemia, hablaba ni lloraba; y, cuando al cabo acudieron á él, lo
hallaron contraido y yerto como una petrificacion del dolor, aunque
andaba, oia, veia, y daba contínuos besos á su llagado y moribundo
padre.--¡No habia, pues, derramado ni una sola lágrima durante la
agonía de aquel sér tan querido, ni al besar su frio rostro, despues
que hubo muerto, ni al ver cómo se lo llevaban para siempre, ni al
abandonar la casa en que habia nacido, ni al hallarse albergado por
caridad en la ajena!--Algunas personas elogiaron su valor: otras
criticaron su insensibilidad: las madres de familia lo compadecieron
profundamente, adivinando por instinto la cruel tragedia que habia
quedado encerrada en el corazon del huérfano, por falta de un sér
tierno y piadoso que llorase á su lado.
Tampoco habia vuelto Manuel á hablar palabra desde que vió llegar
en la agonía á su buen padre; ni respondió luégo á las cariñosas
preguntas que le hizo D. Trinidad cuando se lo llevó á su casa; ni se
le oyó más el metal de la voz en el trascurso de los tres primeros
años que vivió en su santa compañía; y ya pensaban todos que se
habia quedado mudo para siempre, cuando un dia que se hallaba como
de costumbre en la iglesia de que era cura su protector, observó el
sacristan que, encarándose con una linda efigie del Niño de la Bola
que allí se veneraba, le decia melancólicamente:
--Niño Jesus: ¿por qué no hablas tú tampoco?
Manuel se habia salvado... El náufrago acababa de sacar la cabeza de
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