El Niño de la Bola: Novela - 01

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EL NIÑO DE LA BOLA.


Esta obra es propiedad del autor, quien se reserva todos sus
derechos, incluso el de publicarla traducida á otro idioma en los
Estados que tienen tratados literarios con España.
Quedan hechos los depósitos que marca la Ley.


EL NIÑO
DE LA BOLA
NOVELA
POR
D. PEDRO A. DE ALARCON
SEGUNDA EDICION.
MADRID
IMPRENTA CENTRAL Á CARGO DE VÍCTOR SAIZ
CALLE DE LA COLEGIATA, NÚM. 6

1880


LIBRO PRIMERO.
EN LO ALTO DE LA SIERRA.


I.
SINFONÍA.
Entre la vetusta Ciudad, cabeza de Obispado, en que ocurrieron
los famosos lances de «_El Sombrero de tres picos_,» y la insigne
Capital de aquella estacionaria Provincia, donde hay todavía muchos
moros vestidos de cristianos, álzase, como muralla divisoria de sus
respectivos horizontes, un formidable contrafuerte de la Sierra más
erguida y elegante de toda España.
Cerca de diez leguas de espesor (las mismas que la Capital y la
Ciudad distan entre sí) tiene por la base aquel enorme estribo de
la gran cordillera, miéntras que su altura, graduada por término
medio, será de seis ó siete mil piés sobre el nivel del mar.--Subir á
tal elevacion por retorcidas cuestas, y descender de allí luégo por
otras cuestas no ménos retorcidas, es la tarea comun de cuantos van ó
vienen de una á otra comarca; cosa que sólo podia hacerse, á la fecha
en que principia nuestra relacion, por un mal camino de herradura,
convertido poco despues en un mucho peor camino carretero.
Ahora bien, amigos lectores: el primer cuadro del drama romántico de
chaqueta y rigurosamente histórico (aunque no político) que voy á
contaros (tal y como aconteció, y yo lo presencié, entre la extincion
de los Frailes y la creacion de la Guardia Civil, entre el suicidio
de Larra y la muerte de Espronceda, entre el Abrazo de Vergara y el
Pronunciamiento del General Espartero; en 1840, para decirlo de una
vez) tuvo por escenario la cumbre de esa montaña, el promedio de
ese camino, el tránsito del uno al otro horizonte; punto crítico
y neutro, que dista cinco leguas de la Ciudad y otras cinco de la
Capital, y en que, por ende, suelen encontrarse al mediodía y decirse
«_¡á la paz de Dios, caballeros!_» los viandantes que salieron al
amanecer de cada una de ambas poblaciones.
Es aquel un paraje rudo, áspero y pedregoso, sin historia, nombre
ni dueño, guardado por esquivos gigantes de pizarra, donde la
Naturaleza, vírgen y tosca como salió de las manos del Criador, vive
pobremente, pero sin muchos cuidados, entregada á la dulce rutina
de sus invariables quehaceres.--Tan árida y escabrosa es aquella
region, que nadie ha entrado nunca en codicia de disputar á los
animales silvestres el pacífico, inmemorial disfrute de las escasas
hierbas y atroces matorrales que festonean sus riscos; por lo que,
ni siquiera hoy, despues de la desamortizacion y venta de todo lo
criado, figura tal arrabal del Planeta en el catastro de la riqueza
pública.--Sin embargo, no vivian completamente á sus anchas, en la
época de que va hecha mencion, los inciviles y sueltos moradores
de aquella majestuosa soledad; pues, amén de las importunidades
ordinarias que á ciertas horas les ha acarreado siempre la vecindad
del sendero humano, solia acontecer por entónces con demasiada
frecuencia, que ladrones en cuadrilla, ó no en cuadrilla, armados de
terribles trabucos, acechaban allí á los viajeros inofensivos, y áun
á la misma Justicia del Estado, como en lugar muy á propósito, por lo
estratégico, para librar batalla á las leyes sociales.
El dia de que tratamos (sábado, 5 de Abril), sería ya la una de la
tarde, y áun no se habia divisado alma viviente en aquel pavoroso
recinto, cerrado á la vista por las ondulaciones de las montañas
subalternas. Hallábanse, pues, solos y gustosísimos los pájaros, las
bestiecillas montaraces y los reptiles é insectos que lo habitan;
todos ellos doblemente regocijados y juguetones á la sazon, con
motivo de haberse dignado subir á aquellas alturas, á pasar unos dias
en su compaña, la hermosa y galante Primavera...
Allí estaba, sí, la pródiga deidad, y bien se conocia donde quier
el mágico influjo de sus gracias y donosura. En todas partes
habia flores: en las solanas, en las umbrías, entre las peñas, en
los mismos líquenes de las rocas, hasta en el tortuoso sendero
frecuentado por el hombre, y en las cruces y lápidas conmemorativas
de bárbaros asesinatos...--Respirábase un aire cargado de aromas
deleitosos. Los pajarillos se decian sus amores con breves y agudos
píos, que turbaban, ó hacian más notable y solemne, el hondo silencio
del resto de la Creacion... Tambien se percibian de vez en cuando
leves murmullos de arroyuelos que pugnaban por abrirse paso entre
importunas guijas; pero muy luégo cesaba el rumor, por haber hallado
el agua más cómoda ruta... Pintadas mariposas revolaban de acá para
allá, no ménos lindas que las flores en que libaban, y más libres que
ellas; miéntras que tímidas alimañas y recelosas aves codiciadas por
los cazadores retozaban descuidadamente, áun en el odiado camino de
herradura... ¡Todo, todo era paz, y amor y delectacion en la tierra y
en el ambiente!... El mismo cielo sonreia, como un padre satisfecho
de la ventura de sus hijos...--Dijérase que el mundo acababa de ser
criado... La infatigable Naturaleza parecia una doncella de quince
abriles.
De pronto, todos los animales se avisparon y echaron á correr ó
á volar, apartándose del camino, y una nube de polvo empañó la
transparencia de la atmósfera hácia la parte de la Capital...
Era que venía el Hombre.
Y, pues que el Hombre, el rey de la Creacion, solia pasar por allí
dando el mal ejemplo de temer á sus prójimos, nada tuvo de particular
ni de ofensivo que los humildes irracionales se apresurasen, como
todos los dias, á evitar su real presencia.


II.
NUESTRO HÉROE.

Aquella nube de polvo traia en su seno á un arrogante jinete, seguido
de un arriero á pié y de tres soberbias mulas cargadas de equipaje.
El caballero, á juzgar por su figura y vestimenta y por el abigarrado
aspecto de las tales cargas, parecia juntamente un feriante, un
contrabandista y un indiano. Tambien hubiera sido fácil suponerlo un
capitan de bandidos de primera clase, que regresara á su guarida con
el rico botín de alguna afortunada empresa.
Érase un jóven como de veintisiete años; fino y elegante, aunque
vestía de chaqueta (traje usado entónces en Andalucía por personas
muy principales), y tan airoso, nervudo y bien formado, que habria
podido servir de modelo para la famosa estatua del _Gladiador
combatiente_. La mencionada chaqueta, así como el chaleco y el
pantalon (ó más bien calzon de montar) que llevaba, eran de punto
azul muy ceñido al cuerpo, y concluia por abajo su equipo en unos
botines ó polainas de gamuza gris, con sendas espuelas de plata
labrada, dignas éstas de un Capitan General. Gruesos botones de
muletilla, tambien de plata, orlaban hasta cerca del codo las
boca-mangas de la chaqueta y servian de botonadura al chaleco.
Un pañuelo negro de crespon, anudado á la marinera, le servia de
corbata, y negro era asimismo el rico ceñidor de seda china que
ajustaba á modo de faja su esbelta cintura. En los puños y cuello
de la camisa lucía costosos brillantes; pero ninguno de tanto
valor como el que radiaba en el dedo meñique de su mano izquierda.
Finalmente, el sombrero (que en aquel momento se acababa de quitar)
era de finísima paja de color de café, ancho de alas y muy alto y
puntiagudo, como los usan muchas gentes de América y de las Dos
Sicilias,--á cuya forma se da en Granada el pintoresco nombre de
«_sombrero de catite_.»
Tan singular personaje (á quien sentaba perfectamente aquel raro
atavío semi-andaluz, semi-exótico) llamaba la atencion, más que por
todo lo dicho, por la varonil hermosura de su cara. Que ésta habria
sido de extraordinaria blancura, indicábalo aún aquella parte de su
despejada y altiva frente que el sombrero solia proteger; pero, en
lo demas, habíala quemado el sol por tal extremo, que su palidez
marmórea habia adquirido un tinte como de oro mate, cuyo tono
igual y sosegado no carecia de hechizo. Eran negros y muy rasgados
y grandes sus africanos ojos, medio dormidos á la sombra de largas
pestañas; mas, cuando súbitamente los abria del todo, excitado por
cualquier idea ó caso repentino, salia de ellos tanta luz, tanto
fuego, tanta energía vital, que su mirada no podia soportarse. Esta
mirada reunia á un mismo tiempo la temible majestad de la del leon,
la fijeza de la del águila y la inocencia de la del niño; sólo
que era más triste que la del último, y más tierna en ocasiones
que la de los citados reyes de las selvas y de los aires.--Su
abundante cabello, negro tambien y muy cortado por detras, orlaba
ámpliamente la parte superior de la cabeza, semejando una rizada
pluma tendida del lado izquierdo al derecho; lo cual daba mayor
realce á aquella fogosa fisonomía. Completaban su peregrina belleza
un perfil intachable, sirio más bien que griego, una boca escultural,
clásica, napoleónica, tan audaz como reflexiva, y, sobre todo, una
barba negra, undosa, de sobrios aunque largos rizos, trasunto fiel
de las nobles y celebradas barbas árabes y hebreas. En resúmen,
y para pintar con un solo rasgo tan interesante figura, diremos
que, por su estilo oriental, por su selvática melancolía, por su
atlética complexion, por la viril hermosura del semblante y por la
grandeza de alma que resplandecia en sus ardientes ojos, cualquier
aficionado á estudios artísticos hubiera comparado á nuestro héroe
(prescindiendo de su grotesco traje y de los accesorios profanos
que lo rodeaban) al terrible San Juan Bautista cuando regresó del
Desierto á la edad de 29 años.
Montaba el jóven que tan minuciosamente hemos descrito un soberbio
potro cordobes, negro como la endrina, enjaezado con silla á la
española, sobre cuyo arzon iba sujeto un angosto maletin de baqueta
y sobre cuya grupa ostentaba vivos y múltiples colores una manta
mejicana de gran mérito, ó, mejor dicho, lo que allí se denomina un
_zarape_.--Armas... no llevaba en su persona ni en su cabalgadura;
pero, hablando en verdad, de uno de los tres bagajes mencionados
pendian juntas cuatro excelentes escopetas (dos de ellas con todos
los honores de espingardas) que podian sacar de apuros á cualquier
valiente...
Digamos algo del arriero.--Su pantalon largo, de tela veraniega; la
chaquetilla de lienzo blanco que llevaba al hombro, á lo húsar; su
faja encarnada, casi siempre desceñida y arrastrando; su sombrero
calañés tirado atras, y su fisonomía movible y falsa como la de
un comediante, denotaban al individuo de baja estofa del litoral
malagueño; nacido en la playa, al aire libre; criado sin casa ni
hogar; educado por los truhanes más listos del viejo y corrompido
Mediterráneo, y capaz de todo lo malo y de todo lo bueno que pueda
hacer un hombre, salvo decir la verdad dos veces seguidas ó rehusar
una copa de aguardiente.
Por último: las cargas de las tres mulas se componian de cofres,
maletas, arcas antiguas, cajones esterados, cestas y cuévanos de
diversos tamaños y hechuras, y otra infinidad de lios de raras
materias y formas. Recios manojos de larguísimos bambúes y de enormes
y vistosas plumas empenachaban además gallardamente cada uno de estos
bagajes; y, en fin, sobre el altísimo túmulo y copete del mayor de
ellos, veíase una gran jaula de hoja de lata, dentro de la cual
se consumia de nostalgia el más corpulento y verde loro que haya
atravesado nunca el Océano Atlántico.--Indudablemente, el apuesto
jóven, ó la persona á quien hubiese robado (suponiendo que nos las
hayamos con un bandido), acababa de llegar de América...
Nada podemos asegurar todavía sobre estas cosas. El mismo arriero
las ignoraba á la sazon, segun que dijo despues, jurándolo por un
puñado de cruces. Lo único que en tal punto y hora sabía era que,
el mártes de aquella semana, lo habia buscado un fondista de Málaga
para que condujese aquel voluminoso equipaje á la Ciudad de que va
hecha referencia: que el presunto indiano, feriante, contrabandista ó
salteador de caminos, llevaba ya entónces seis ú ocho dias de llamar
la atencion de los malagueños por su bizarro porte y raro y lujoso
traje: que el magnífico potro en que ahora viajaba era muy conocido
y envidiado en aquella poblacion, como de la propiedad del Marqués
de ***, al cual podia muy bien habérselo comprado el forastero: que
éste habia vivido allí en la mejor fonda, dándose muy buen trato;
pero sin que nadie hubiese ido á visitarle: que en el libro del
Establecimiento estaba inscrita su entrada bajo el nombre de _Manuel
Venegas_, y que «_D. Manuel_» le decian efectivamente el amo y los
mozos, por más que luégo se guiñaran, como dudando de que tal persona
pudiese llamarse de un modo tan cristiano; y, en fin, que durante
las tres jornadas y media que llevaban de camino, nadie habia dado
muestras de conocer al misterioso jóven, el cual era por otra parte
de tan pocas palabras y tan fresco y valiente para no contestar á
ciertas preguntas, que el arriero no habia podido sacar de él más luz
que muchos y buenos cigarros á todas horas, mucho arroz con pollos
en las posadas, y muchos vasos de vino ó de aguardiente en cuantas
ventas ó ventorrillos les salian al encuentro, cosas tanto más de
agradecer, cuanto que el generoso donador no fumaba, ni bebia, ni
apénas probaba bocado...
Réstanos hacer una advertencia; y es que, como el cruce de los
viajeros procedentes de la Capital y de la Ciudad no solia
verificarse (segun ya hemos dicho) hasta que unos y otros llegaban
á aquellas alturas de la Sierra, nuestro jóven y su especie de
espolique no habian tropezado todavía con nadie el referido sábado;
bien que ya comenzasen á oir á lo léjos el monótono cencerreo de una
recua, y algun que otro rasgo oratorio de arriero, de esos que hacen
á las bestias encoger el rabo y salir al trote...


III.
HABLA EL CORO.

No tardó en aparecer al opuesto confín del reducido paisaje la tribu
de jumentos anunciada por tan claros rumores, sobre la cual iban
procesionalmente todos los pasajeros que aquel dia habian tenido
precision de encaminarse de la Ciudad á la Capital; dado que entónces
era sábia costumbre no hacer este viaje sino formando grandes
caravanas, en evitacion de tropiezos con la partida de ladrones del
Tuerto B, del Chato X, del Manco H, ó de cualquier otro _lisiado por
la mano de Dios_,--que siempre fueron los cabecillas más célebres y
temidos.--Y, áun así, el encuentro solia tener lugar, con derrota
segura de los confederados viajeros.
Marchaba esta vez al frente de la comitiva una pareja de aceiteros
del Reino de Jaen, escoltada por muchos burros de vacío, sobre cuyas
albardas yacían exánimes los desocupados pellejos. Venían luégo otros
cuatro asnos de la misma recua, convertidos en cabalgaduras de dos
mujeres de fisonomía, edad y clase medianas y de dos hombres por el
mismo estilo, uno de ellos con gorra de cuartel, en que brillaba
la modesta insignia del Subteniente de ejército, y el otro con
medias negras de lana y todo el corte de sacristan ó de meritorio
del oficio.--Seguian unos cuantos mozalvetes (estudiantes, sin
duda, que regresaban á la Universidad despues de las vacaciones de
Semana-Santa), los cuales andaban á pié por su gusto y para enredar
más, pues allí tenian de sobra caballerías en que subirse; y cerraba
la procesion el jefe de los aceiteros, cuya ámplia faja debia de
contener el producto contante y sonante de la venta del aceite, dado
que montaba una mulilla muy vivaracha, como para volver grupas y
ponerse en salvo al primer barrunto de amigos de lo ajeno.--Las dos
señoras (que bien merecian este dictado por su gravedad olímpica)
iban en sendas jamugas, con sus correspondientes almohadas de
cama y la indispensable colcha de percal (para mayor decoro): el
subteniente, que era grueso, habia tenido que sentarse á mujeriegas
en el ancho y tosco aparejo de esparto, por miedo de abrirse hasta la
cintura yendo á horcajadas; y el sacristan, en virtud de igual temor,
aunque era de ménos carnes, habia optado por montar un borrico en
pelo, del cual ya se habia caido dos ó tres veces.
Debemos apresurarnos á advertir que ninguno de estos vulgarísimos
personajes tiene nada que ver con el presente drama, por más que
figuren en él un momento, como parte de la masa de gente anónima que
los trágicos griegos llamaron _Coro_ y que todavía manotea y canta en
nuestras óperas y zarzuelas.--Fíjese, pues, el lector en lo que esos
coristas hablen, sin parar mientes en sus insignificantes personas, y
se ahorrará muchos quebraderos de cabeza.
--¡Ya están ahí!--exclamó el sacristan, tirándose al suelo,
voluntariamente esta vez, al distinguir la nube de polvo en que venía
envuelto nuestro protagonista.
--¿Quién dice usted que viene, hombre de Dios?--preguntó el militar.
--¡Los ladrones!--¿No los está usted viendo? ¿No sabe usted que este
es el sitio clásico de los robos?
--¡Ladrones, doña Paz! ¡Oh ventura!... ¿No se lo dije á usted?--gritó
alegremente uno de los estudiantes, acercándose á la ménos fea de las
dos mujeres y poniéndose á bailar delante de su burro.
--¡Ladrones!--¡Jesus me valga!--¡Ave María Purísima!--¡San Antonio
bendito!--¡Qué va á ser de mí!--Pues, y ¿de mí?--Capitan... ¡no nos
abandone usted!...--chillaron alternativamente las dos hembras.
--¡No lloreis, oh viudas! ¡oh divinidades de barbecho! ¡oh Didos
abandonadas por dos crueles difuntos en lo más florido y hasta
granado de vuestra mayor edad! (añadió otro estudiante.)--¡Vosotras,
que tanto jugais en esta batalla, pedid á Dios lo que mejor os
convenga!--¡En cuanto á mí, soy tan desdichado, que ningun bien ni
mal pueden hacerme los ladrones!
--¡Mano á las escopetas!--decia entretanto el subteniente con voz de
mando, dirigiéndose á los aceiteros, que eran los únicos que llevaban
tales armas.
--¡Oh... no! ¡Más vale rendirse!... (gimió el sacristan.) La
resistencia equivale á una muerte segura...--¿No es verdad, señoras?
--Deténgase usted, comandante... (gritaron las dos viudas:)
¡Deténgase usted, y sea lo que Dios quiera!
--Señoras... ¡No hay cuidado!... (pronunció uno de los aceiteros
con cierta sorna.) Cuando salgan los ladrones, yo daré la voz de
rompan-filas.
--Pues ¿qué gente es aquella?--preguntó el ascendido subteniente.
--Allí no viene más... (replicó el trajinante) que un caballero,
mejor montado que nosotros, en compañía de un mozo á pié...--¡Me
parece que la partida no es para asustarse tanto!
--Pues ¿saben ustedes lo que digo? (exclamó otro escolar, mirando
de soslayo al guerrero de profesion.) ¡Que aquel caballero andante
es más valiente que todos nosotros juntos, supuesto que viaja ménos
acompañado!
--¡Oiga usted, jóven! (respondió el subteniente, que era catalan.) Si
yo no vengo solo, no es porque necesite el auxilio de botarates como
usted...
--¡Jesus, qué hombres! (clamó doña Paz, atravesando su burro entre
ambos contendientes.) ¡Siempre va una con ellos con el alma en un
hilo!
--¡No tiemble usted, doña Pacecita! (dijo el estudiante insultado,
abrazándose á las robustas piernas de la jamona.) Que yo, por evitar
á usted un disgusto, soy capaz de los mayores sacrificios de amor
propio...--Y ¡qué gorda está usted, y qué rica!...
--¡Insolente! (gritó la viuda, arreando su bestia, para librarse
del escolar.) ¡Si viviera mi Luis, no me veria en estos
lances!...--Espérese usted, doña Antonia...--¡Ay qué niños! ¡qué
niños!...
Á todo esto, el hombre á caballo se venía encima, y pronto se halló á
distancia de ser examinado minuciosamente por la gente de la recua;
con lo cual dió punto la centésima cuestion que llevaban armada aquel
dia los imberbes, empecatados estudiantes.
--¡Buen mozo es el viajero!--dijo doña Paz á doña Antonia.
--¡Demasiado!--murmuró ésta, que se habia puesto muy amarilla, y se
restregaba los ojos como no dando crédito á lo que veia...
--¡Hermoso caballo!--exclamaba por su parte el militar.
--Lo que trae ese hombre (observó un estudiante) es una vestimenta y
un sombrero de todos los demonios. ¡Parece un húngaro de los que van
á la Ciudad á remendar calderas!
--¡Silencio, imprudente! (repuso el militar:) ¿No ve usted que lo va
á oir?
En efecto: el gallardo jóven pasaba ya por en medio de la comitiva,
á la cual saludó gravemente, llevándose la mano al sombrero y sin
articular palabra.
--¡Buenas tardes!...--¡Á la paz de Dios!...--¡Vayan ustedes con
Dios!...--contestaron expresivamente los de la Ciudad, como muy
agradecidos á que aquel encuentro no les hubiese costado caro.
--¡Salud, Caballeros! ¡Vayan ustedes con la Vírgen!--respondió el
arriero de Málaga, quien, por lo visto, habia pasado tambien algun
miedo.
Entretanto, nuestro buen sacristan habia parado su burro, y estaba
con la boca abierta viendo alejarse al hombre misterioso...
Por último, se santiguó, metió los talones á su cabalgadura y se
incorporó á la caravana, lleno de espanto.
--Doña Paz... doña Paz... (dijo entónces;) ¿No ha conocido usted á
ese?
--Yo no... Pero doña Antonia debe de haberlo conocido, y de resultas
se ha puesto medio mala...--¿Quién es?
--¡Es el _Niño de la Bola_!
--¡Jesus! (exclamó doña Paz:) ¿Qué está usted diciendo?
--Lo que usted oye...
--Sí... sí... tiene usted razon...--Pero ¡qué cambiado está!
--Y ¿quién es el _Niño de la Bola_? (preguntó el subteniente:) ¿Algun
bandido?
--No, señor... Es algo peor que eso... ¡Es el demonio en persona,
aunque se haya criado en la Iglesia!...
--Explíquese, buen amigo...
--Midan ustedes sus palabras... (interrumpió doña Paz:) Doña Antonia
nos está oyendo, y don Bernardino sabe que es tia segunda de la
que...--En fin ¡el señor me entiende!...--Á mí no me gusta meterme en
asuntos ajenos...
--_El Niño de la Bola_ (prosiguió diciendo el sacristan) es el hombre
más valiente y más atroz que Dios ha criado...--¡Una fiera, señor!
¡Una fiera, en toda la extension de la palabra!
--Pero _¡voto va deu!_ (insistió el militar:) ¿Qué ferocidades ha
hecho ese hombre? Y, sobre todo, ¿cómo se le permite que ande suelto
por el mundo?
--Le diré á usted...--Todos creíamos que habia muerto...--Hace
ocho años que se marchó á las Indias, y yo no sé de dónde sale
ahora...--¡Buen jaleo se va á mover en la Ciudad en cuanto
llegue!...--¡Muchísimo me alegro de no encontrarme allí estos dias!
--Pero ¡señor Cura! ó ¡señor... vamos... lo que usted se
denomine!... (replicó el subteniente:) ¡acabe de reventar! ¿En qué
se le ha conocido hasta ahora á ese hombre que sea una fiera? ¿Ha
matado? ¿Ha robado? ¿Ha pegado fuego á alguna ciudad?
--No, señor... No ha hecho nada de eso; pero es porque no ha
querido...--¡Tiene las fuerzas de un Samson! ¡Bástele á usted saber
que él fué quien mató al oso que tantos estragos hacía en toda esta
Sierra en tiempos del Rey Absoluto!...
--Pues si mató al oso, dió muestras de ser un hombre de bien...
(repuso el catalan.) ¿Por qué compararlo entónces con el diablo?
--No niego yo que sea hombre de bien...--¡Lo que yo niego es que
sea hombre!... ¿Digo bien, doña Paz?--¡Y cuenta que yo lo conozco
como nadie, y hasta le he tenido cierto cariño; pues fuí sacristan
de la Parroquia que le sirvió de madre en su niñez...--Pero conozco
que es un leon, un tigre... una bestia feroz...--Y, si no, que
se lo pregunten á la _Dolorosa_, ó, mejor dicho, á la familia de
ésta!--¡Pobre Soledad! ¡Buenos ratos le aguardan ahora! ¡La mujer más
bonita del mundo!...
--D. Bernardino, ¡cállese usted por los clavos de Cristo!
(interrumpió de nuevo la viuda:) ¡Doña Antonia es tia de Soledad,
y nos está oyendo, más muerta que viva!...--Venga usted á
ayudarme á distraerla y consolarla, y despues, cuando pasemos
del _Ventorrillo_, donde ya se acaba todo miedo de ladrones, nos
adelantaremos un poco y charlaremos cuanto ustedes gusten.--¡Oh,
ya verá usted, señor teniente!... ¡D. Bernardino tiene razon! ¡En
la Ciudad van á suceder cosas tremendas con motivo de la vuelta de
este monstruo!...--¡Siento no estar allí para presenciarlas!--Porque
figúrese usted que el _Niño de la Bola_..., ó sea Manuel Venegas,
que tal es su verdadero nombre (pues su padre fué un caballero muy
principal, aunque muy raro, descendiente, segun dicen, de príncipes
moros, cuya pícara sangre se le conoce bien á este chico en medio de
sus buenos sentimientos), se empeñó en casarse..., quiero decir, se
enamoró perdidamente...
--Señora, ¡cállese usted por María Santísima! (interrumpió á su vez
D. Bernardino:) Doña Antonia no hace más que mirarnos, y la pobre
está que da lástima verla...
--Dice usted bien...--Voy á acompañarla... ¡Luégo se lo contaré yo
á usted todo, mi subteniente!...--Entretanto, Sr. D. Bernardino,
véngase á mi lado, no sea que vaya usted á aprovechar la ocasion para
destriparme el cuento...--¡Espérese usted, Antoñita!--¡Arre, Piñon!

No creemos que el lector tenga empeño alguno en oir de labios de
doña Paz la historia de los primeros veinte años del _Niño de la
Bola_, relatada en el embrollado estilo de que la impetuosa viuda
acaba de darnos elocuente muestra... Preferimos, pues, narrarla por
nosotros mismos, con referencia á todos los datos que poseia el
público, despues de lo cual correremos en seguimiento de nuestro
héroe, á fin de acompañarlo en el remate de su jornada y llegar con
él á la famosa ciudad que fué su cuna, donde iba á desenlazarse el
perpétuo drama de su vida...
Conque digamos _adios_ al subteniente, al sacristan, á las viudas, á
los estudiantes y á los aceiteros, de ninguno de los cuales hemos de
volver á tener noticias... hasta que nos los encontremos el Dia del
Juicio en el famoso Valle de Josaphat.


LIBRO II.
ANTECEDENTES.


I.
LA MOSCA Y LA ARAÑA.

El memorable año de 1808 vivia en la Ciudad cierto cumplido
caballero, huérfano, célibe, y de unos cinco lustros de edad, llamado
D. Rodrigo Venegas, que se jactaba de proceder de aquel Reduan del
mismo apellido, príncipe moro con vetas de cristiano, cuyo nacimiento
se debió, segun ya sabreis, al dramático enlace de un vástago de
la casa señorial de Luque con la hermosísima Princesa Cetimerien,
descendiente del Profeta Mahoma...
Como quiera que fuese, nuestro D. Rodrigo habia heredado de sus
padres mucha hacienda y un viejísimo y destartalado caseron, con
honores de palacio, en cuya fachada se veian los ambiguos escudos de
armas de tan esclarecida familia, pregonando antiguas hazañas que ya
no iban teniendo imitadores en tierra española...; y, por resultas de
todo ello, el buen hijodalgo, hombre de entero corazon y encumbradas
ideas, se consumia en aquel decaido y sedentario pueblo, no sabiendo
qué hacerse de sus rentas ni de su sangre, ansiosas de correr en
empeños nobles y generosos.
Imaginaos, pues, el efecto que le produciria la súbita explosion de
la Guerra de la Independencia. Español al fin, aunque en realidad
descendiese de españoles no bautizados, empuñó seguidamente las
armas contra el frances; empero, como no era hombre de contentarse
con hacer lo que cualquiera otro, llegó en su patriotismo hasta
equipar, armar y mantener á sus expensas, durante cuatro años, una
Partida de voluntarios de caballería, al frente de los cuales se
cubrió de gloria en muchas y muy célebres batallas. Consecuencia de
tan relevante conducta fué que, cuando, despues de la victoria de
los Arapiles y entrada de nuestros Ejércitos en Madrid, D. Rodrigo
regresó á la Ciudad, á curarse su quinta herida, y sin haber querido
admitir recompensa alguna del Gobierno de la Nacion, encontróse
vacíos sus graneros, muertos sus ganados, sus tierras sin arar desde
1809, y talados ó arrancados de cuajo sus olivares y viñas por los
vengativos soldados de Sebastiani.--Ni paraban aquí los menoscabos
de su hacienda: hallóse tambien entrampado en la respetable suma de
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