El Niño de la Bola: Novela - 03

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entre las olas de su amargura... ¡Ya no corria peligro su vida!--Á lo
ménos así lo creyó todo el personal de la Parroquia.
Desde aquel dia el huérfano habló ya algunas palabras, muy pocas en
verdad, con el Cura y con el ama de gobierno, para significarles
gratitud, amor y obediencia, pero ninguna referente á sus
inolvidables infortunios; todo lo cual consideraron de buen agüero D.
Trinidad Muley, los sacristanes y los monaguillos.
En cuanto al estado de su razon, nadie habia tenido recelo alguno
durante aquellos tres años de voluntaria ó involuntaria mudez...--El
ama era la única que solia decir desde el principio, y siguió
diciendo siempre, que á Manuel le habia quedado una vena de loco
(nada más que una vena) por resultas de no haber llorado cuando
perdió á su padre...--Nosotros ignoramos lo cierto; pues entre los
papeles que nos sirven de guia no figura ningun dictámen facultativo
sobre el particular, y eso de decidir en nuestro pobre mundo quién se
halla en su juicio ó quién está loco, es materia más peliaguda de lo
que parece...--Juzgue cada lector lo que se le antoje, en vista de
los sucesos que vayamos contando.
Con relacion á las personas extrañas (de quienes, siempre que
tropezaban con él, recibia expresivos testimonios de compasion y
de cariño), continuó encerrado el huérfano en su glacial reserva,
para lo cual adoptó la siguiente evasiva, estereotipada en sus
desdeñosos labios:--«_¡Déjeme usted ahora!_»;--dicho lo cual (en són
de amarguísima súplica), seguia su camino, no sin haber excitado
supersticiosos sentimientos en las mismas gentes que así esquivaba.
Ménos aún desechó en aquella saludable crísis la honda tristeza y
precoz austeridad de su carácter, ni la pertinaz insistencia con que
se aferraba á determinadas costumbres.--Estas se habian reducido
hasta entónces á acompañar al Cura á la Iglesia; á coger en el campo
flores ó hierbas de olor para adornar al Niño de la Bola (delante
del cual se pasaba luégo las horas muertas, sumido en una especie de
éxtasis), y en subir á buscar aquellas mismas hierbas y flores á lo
alto de la próxima Sierra, cuando no las hallaba en la campiña por
ser el rigor del invierno ó del estío.
Semejante devocion, muy en consonancia con los principios
religiosos que le inculcara el difunto caballero, habia ido mucho
más allá de lo natural y de lo humano, áun tratándose de personas
extraordinariamente místicas. No era tan sólo culto, reverencia,
piedad, adoracion fanática... Era un amor de hermano y de súbdito,
semejante al que habia profesado á su padre: era una confusa mezcla
de confianza, tutela é idolatría, muy análoga á lo que las madres
de los hombres de genio sienten por sus gloriosos hijos: era la
respetuosa proteccion, llena de ternura, que dispensa el fuerte
guerrero al príncipe de menor edad: era identificacion; era orgullo;
era ufanía como de un bien propio: diríase que aquella imágen le
representaba su trágico destino, su noble orígen, su temprana
orfandad, su pobreza, sus cuitas, la injusticia de los hombres, la
soledad en que habia quedado sobre la tierra, y acaso tambien algun
presentimiento de futuros martirios...
Nada de esto discerniria entónces el desventurado; pero tal debia de
ser el tumulto de ideas informes que palpitaba en el fondo de aquella
devocion pueril, constante, absoluta, exclusiva.--Para él no habia ni
Dios, ni Vírgen, ni Santos, ni Ángeles: no habia más que el Niño de
la Bola, sin relacion á ningun alto misterio, sino por sí mismo, en
su forma presente, con su figura artística, con su vestido de tisú
de oro, con su corona de pedrería falsa, con su rubia cabeza, con su
hechicero semblante y con aquel globo pintado de azul que mostraba en
la mano, sobre el cual se erguia una crucecita de plata sobredorada
en señal de que el mundo estaba redimido.
Y hé aquí la razon y fundamento de que, primero los acólitos de Santa
María de la Cabeza, y despues todos los muchachos de la Ciudad, y,
finalmente, las personas más graves y formales designaran á Manuel
con aquel singularísimo apodo de _El Niño de la Bola_,--no sabemos
si en són de aplauso á tan vehemente idolatría y por fiarlo al
patrocinio del propio Niño Jesus, ó como antífrasis sarcástica...
(dado que tal advocacion sirve allí á veces como término comparativo
de la ventura de los muy afortunados), ó como profecía de lo animoso
y formidable que habia de ser con el tiempo el hijo de Venegas,
supuesto que la mayor hipérbole que suele emplearse tambien en
aquella comarca para encomiar el valor y poderío de alguno, se reduce
á decir que «_no le teme ni al Niño de la Bola..._»
Como quier que ello fuera, así denominaban generalmente al gallardo
huérfano cuando recobró el uso de la palabra á la edad de trece
años, en cuya fecha (y es lo que ántes íbamos á referir) contrajo un
nuevo hábito, tan inalterable y acompasado como todos los suyos, que
le apartó un poco de su mística devocion é hizo prever al público
sensato graves y funestas consecuencias.
Tal fué la costumbre que tomó de ir á sentarse, todas las tardes á
la misma hora, en un poyo que habia á la puerta de no sé qué casa,
frente por frente del antiguo palacio de los Venegas, donde seguia
habitando el usurero D. Elías.--Allí se estaba solo y quieto, desde
las dos, que acababa de comer, hasta que se hacía de noche, con los
ojos clavados en los grandes balcones del edificio ó en el escudo de
armas que campeaba sobre la puerta, sin que fuesen parte á distraer
su atencion los curiosos que pasaban por aquel solitario barrio,
con el mero objeto de verle hacer tan significativa centinela, ni
osaran parecer por allí los chicos de su edad, ya castigados por
sus puños de hierro, ni hubiesen bastado los ruegos y hasta órdenes
del prudentísimo D. Trinidad Muley á hacerle desistir de aquella
peligrosa manía.
Los balcones del famoso caseron estaban constantemente cerrados
con maderas y todo, ménos uno, que tenía sobre los cristales
cortinillas blancas.--¡Era el de la habitacion que fué despacho de su
padre!--Pero las cortinillas no se meneaban nunca, ni se veia nada al
traves de ellas...
Tampoco entraba ni salia alma viviente á aquellas horas por el enorme
porton, cerrado tambien, como si allí no viviera nadie, ó como si
detras de él no hubiese un portal con otra puerta, y en esta puerta
su correspondiente aldaba.
Al fin, una tarde vió Manuel salir del palacio, y regresar á él al
poco tiempo, á un viejecillo pobremente equipado, que recordó haber
visto algunas veces en el despacho de su padre contando grandes
montones de dinero...--Sin duda era el criado y cobrador de D. Elías.
El vejete debió de conocer tambien al niño, ó tener noticias de su
persona, pues dió un largo rodeo á la ida y otro á la vuelta para
no pasar cerca de él; lo miró de reojo con cierta especie de pavor,
y volvió muchas veces la cabeza como para cerciorarse de que no le
seguia,--ni más ni ménos que hacen los supersticiosos con las que se
les figuran almas del otro mundo.
Á la tarde siguiente, observó el huérfano que detras de las
mencionadas cortinillas se movia una sombra...; y luégo vió
descorrerse un poco la muselina de una de ellas, y pegarse al cristal
la severa cara de otro viejo, á quien no conocia, y que fijaba en él
dos ojos como dos puñales...
--¡Ese es mi verdugo!--dijo Manuel, dando un salto de fiera, y
avanzando hácia aquella parte del edificio.
Pero la cortinilla se corrió de nuevo, y desapareció la vision.
El niño volvió á su asiento, cesando su furia tan bruscamente como
habia estallado.--Todo en él tenía este carácter de prontitud y
fuerza, propio de los leones: lo mismo la cólera que el reposo; así
el dolor como el consuelo; así la arremetida como el perdon,--segun
que veremos más adelante.
Mucho debió de perturbar el régimen doméstico, y acaso tambien la
conciencia del riojano, la especie de sitio que le habia puesto
aquel diminuto acreedor, que parecia ir en demanda de su hacienda,
del hogar en que habia nacido, de la vida de su padre y del escudo
de armas de sus mayores, y mucho debió de asustar á las mujeres de
la casa el verle allí sentado horas y horas, como un pleito mudo,
como una acusacion viva, ó como una protesta perenne, anuncio de
inevitables venganzas... Ello es que, á las dos ó tres tardes de
haberse cruzado la primera mirada de odio eterno entre el usurero y
su víctima, salió del vetusto caseron una mujer como de cincuenta
años de edad, hermosa todavía, aunque muy estropeada y enjuta; de
aspecto poco señoril, pero digno, y vestida más bien como una rica
labriega que como una dama.--Era la señá María Josefa; la antigua
criada y actual esposa del prestamista.
Manuel lo adivinó, aunque tampoco la habia visto nunca, y, no sabemos
si por delicadeza de instinto, ó porque en los últimos tres años
hubiera oido hablar de las buenas cualidades de aquella pobre mujer
á tanto y tanto oficioso comentador de las desventuras que sobre él
pesaban, no sintió aversion ni disgusto al verla...--Pero, cuando
observó que la esposa de D. Elías, despues de asegurarse de que no
habia testigos en la calle ni en ninguna ventana, se le acercaba
resueltamente y se sentaba á su lado, experimentó una angustia
indecible y se levantó para marcharse.
La mujer lo detuvo y le dijo:
--No te vayas, Manuel... Yo no te quiero mal... Yo vengo de
buenas...--Dime, hijo mio: ¿qué buscas aquí? ¿Necesitas algo?--¿Por
qué vistes esa ropa, impropia de tu clase? ¿Quieres que yo te dé
dinero?
El niño vestía de chaqueta, porque cuando se le quedaron chicos los
trajes que sacó de su casa, y D. Trinidad quiso hacerle otros del
mismo estilo, se opuso á ello con gran energía, diciéndole:--«_No,
señor Cura: yo no puedo costear ropa de caballero... Vístame usted de
pobre..._»--Abstúvose, sin embargo, de dar aquella explicacion, ni
ninguna otra, á la señá María Josefa; y, en lugar de responderle, ó
de volver á sentarse, púsose á escribir en el suelo con la punta del
pié y á mirar atentamente aquello que escribia.
La mujer continuó, despues de una pausa:
--No es esto decir que la chaqueta te siente mal...--Tú estás bien
de todas maneras..., pues eres un muchacho muy guapo, con dos ojos
como dos soles, y además el señor Cura (Dios se lo pague) te tiene
muy aseado y decente...--Pero yo quisiera hacer algo más por tí,
comprarte muchas cosas, costearte una carrera en la Capital...--En
fin, aunque yo he hablado ya con D. Trinidad, y él cree que estos
negocios debemos arreglarlos primero tú y yo, díselo de mi parte,
para que te convenzas de que no te engaño; y, si te decides á ser
mi amigo, verás cómo todos lo pasamos mejor...--¿No me respondes,
Manuel?--¿En qué piensas?
El niño no contestó tampoco á este discurso, y siguió escribiendo
con el pié en el suelo, donde ya podia leerse el nombre de su padre:
«RODRIGO.»
--¿Qué escribes ahí? (preguntó, despues de otra pausa, la esposa de
D. Elías.) Yo no sé leer; pero me he enterado con mucho gusto de que
al fin recobraste el habla...--Respóndeme, pues.--¡Cuando tú vienes
aquí todas las tardes, algo quieres!...--Dímelo con franqueza...--Ó,
si no, toma, y es mejor...--Tú gastarás esto en lo que necesites...
Y le alargó un bolson de torzal encarnado, entre cuyas estiradas
mallas relucia mucho oro.--Lo ménos contendria seis mil reales.
Manuel borró con el pié el nombre del difunto caballero, y se puso
á escribir otro, que resultó ser el de la madre á quien no habia
conocido: «MANUELA».--En cuanto al bolson, ni siquiera se dignó
mirarlo; pero, para dar á entender que nada tomaria, se metió las
manos en los bolsillos del pantalon.
--¡Eres muy rencoroso, ó tienes mucho orgullo, Manuel! (dijo
entónces con amargura la señá María Josefa.)--Por lo visto, crees
que todos los de mi casa somos tus enemigos, y lo que es en eso te
equivocas...--Figúrate que tengo una hija, á quien adoro, como tu
pobre padre te adoraba á tí; la cual, esta mañana le decia á mi
marido despues del almuerzo:--«Mira, papá: es menester que perdones á
ese niño tan hermoso que se sienta todas las tardes ahí enfrente, y
que le digas _que sí_ á lo que venga á pedirte...--¡Á mí me da mucha
lástima de él!--¡Dicen que ántes era más rico que nosotros y que la
cama en que yo duermo ha sido suya!...»--¡Conque ya ves, hombre; ya
ves! ¡Hasta mi Soledad se interesa por tí!
Manuel habia levantado la cabeza y dejado de escribir en el suelo.
--Dígame usted, señora... (pronunció entónces reposadamente:)
¿Cuántos años tiene esa niña?
--Va á cumplir doce...--respondió la madre con incomparable dulzura.
Manuel volvió á su distraccion, y escribió en la tierra: «SOLEDAD.»
--Conque ya te habrás convencido de que puedes tomar esta
friolera...--añadió la buena mujer, alargándole el dinero.
Manuel retrocedió un paso, y dijo con frialdad:
--Señora... ¡bastante hemos hablado!
Y, girando sobre los talones, se alejó lentamente, hasta que
desapareció detras de una esquina.
La esposa del usurero dejó caer sobre la falda la mano en que tenía
aquel oro inútil, y se quedó muy pensativa y triste. Luégo se
levantó, dando un gran suspiro, y penetró en la que no sabemos si se
atreveria á llamar _su casa_.
En cuanto al niño, no habian transcurrido cinco minutos cuando ya
estaba otra vez sentado en el poyo de la acera de enfrente.


VI.
SOLEDAD.

Á los dos dias de la anterior escena, Manuel cambió las horas de
su cotidiana visita á la Plazuela de los Venegas, y, en vez de por
la tarde, la hizo por la mañana, constituyéndose allí á las nueve,
que terminó el servicio ordinario de la Parroquia, con indudable
propósito de estarse hasta la una, que era la hora de comer en casa
de D. Trinidad.
¿Por qué este cambio?--¿Presumió el niño que á tales horas habria
más entrantes y salientes en casa de _Caifás_, y por lo tanto mayor
campo para sus observaciones? ¿ó tuvo noticia terminante y cierta de
que así le sería fácil conocer á aquella niña de que le habia hablado
la mujer del usurero, á aquella defensora de doce años que tanto le
compadecia, á aquella Soledad inolvidable que le habia calificado de
_hermoso_?
Lo ignoramos completamente.--Pero el caso fué que la mañana en que
hizo tal novedad, vió Manuel entrar y salir varias veces al criado
y cobrador del prestamista, ora solo, ora acompañado de escribanos
y de otras personas más ó ménos notables de la Ciudad, y que, cerca
de las doce, volvió á salir del caseron el mismo sirviente, el cual,
despues de muchos rodeos y vacilaciones, penetró en un Colegio de
Niñas, situado al extremo opuesto de aquella prolongada plaza, como á
cien pasos de la puerta del palacio y del paraje fronterizo en que el
sitiador tenía plantados sus reales...
Un vuelco le dió el corazon al avisado huérfano, cuyo instinto de
cazador y antigua costumbre de regirse en la Sierra por indicios y
conjeturas le advirtieron que iba á presentarse ante sus ojos la hija
de _Caifás_...
Así fué, en efecto: pocos instantes despues salió del Colegio el
asustadizo cobrador, llevando de la mano á una elegantísima niña,
cuyo gallardo andar y vivos y graciosos movimientos, acompañados de
alegres risas y del timbre argentino de una voz de ángel, dejaron
desde luégo absorto al hijo de Venegas.
--¿Por qué, Dios mio? (pareció preguntarse:) ¿por qué no está triste
esa niña cuando yo lo estoy?
La niña calló repentinamente, sin duda por haberle advertido el
criado que estaba allí Manuel, ó por haberle ella visto en aquel
instante. Reinó, pues, en la Plaza un profundo silencio, que el
huérfano comparó con el de la muerte, y Soledad siguió avanzando, sin
reir, sin hablar, y con un aire de gravedad y compostura que infundió
mayor pesadumbre al que lo motivaba, cual si, olvidado de su propia
fiereza, viese en él una segunda injusticia...
Observó entónces el adusto niño (y esto le alegró el corazon) que la
hija de _Caifás_ lo miraba furtivamente, y que se habia entablado
cierta sorda lucha entre el viejo, que le tiraba de la mano, tratando
de acercarla lo más posible á la acera del palacio, y ella, que
pugnaba por aproximarse gradualmente á la otra banda, á fin de pasar
muy cerca del misterioso personaje.
Este la miraba de hito en hito, sin pestañear, con la extrañeza y
valentía, pero tambien con la mansedumbre del leon que, harto del
sangriento, diario festin, viese pasar por delante de su cueva una
atribulada gacelilla...--Muchas más cosas habia en los ojos y en el
corazon de Manuel, aunque su conciencia no pudiese reflejarlas aún
por entero: habia admiracion, producida por la peregrina belleza de
aquella inocente: habia orgullo, al recordar que debia á tan gentil
y á la sazon reservada criatura espontáneas defensas, lisonjeros
elogios y la más dulce compasion: habia remordimiento y pena de que
por su causa hubiese dejado de reir y hablar: habia no sé qué especie
de ternura, nacida de este mismo generoso dolor: habia, en resúmen,
ánsia de parecerle ménos hostil, á la par que celos y envidia de
las personas que no estuviesen incapacitadas como él para gozar de
su alegría y de su confianza...--Es decir que, por un milagro de
precocidad de que se han dado célebres ejemplos (entre otros el de
lord Byron, llorando de amor, á la edad de diez años, por la hija de
un enemigo de su familia), reveláronse en los ojos y en el corazon
del huérfano, desde el punto y hora en que vió por primera vez á la
hija del verdugo de su casa, los poderosos gérmenes de aquel amor
fatal é inevitable, transformacion aciaga de paternos odios, que
tantas inmortales tragedias ha creado; del amor de Romeo á Julieta y
de Edgardo á Lucía; amor necesario y terrible, que arraiga tenazmente
en la roca de la imposibilidad, por lo mismo que está destinado á
combatir con los huracanes de un hado siempre adverso.
Repetimos que nuestro rapaz de trece años no se habia dado cuenta de
casi ninguna de estas emociones: no hacía más que mirar estúpidamente
á aquella encantadora niña, cuyos negros y expresivos ojos, rizados
cabellos castaños, preciosísima boca, rosada tez y garboso talle
prometian al mundo una mujer extraordinariamente bella...--Además, el
lujo, excesivo para su edad, con que iba vestida; los brillantes que
relucian en sus orejas y garganta; el exquisito primor del calzado, y
hasta la preciosa cesta bordada de colores en que llevaba la labor y
los libros, contribuian á deslumbrar á aquel impúber medio salvaje,
criado en la Sierra y en la Sacristía, semi-cazador y semi-acólito,
que casi nunca habia hablado con niños, y mucho ménos con niñas;
acostumbrado únicamente á la austera sociedad de su enérgico padre y
del incivil Párroco de Santa María de la Cabeza.
Pero cuando verdaderamente conoció Manuel algo de lo que sentia fué
cuando la Eva de doce años logró vencer en su contienda y pasó casi
rozando con él...--Dirigióle entónces la niña una mirada de femenina
curiosidad mezclada de indefinible dulzura, que lo dejó fascinado y
sin respiracion; hecho lo cual, giró resueltamente hácia su casa
con tan gracioso movimiento de precoz y certera coquetería, que
hubiera enloquecido á Manuel, si ya no estuviese loco de adoracion y
espanto...
--«_¡Fué para comérsela!_»--dijo doña Paz al Subteniente, al
referirle este endiablado episodio.
Ni pararon aquí las temeridades de Soledad en aquella primera
entrevista...--Dos veces lo ménos, al atravesar la plaza de una acera
á otra, volvió la cabeza para mirar nuevamente al huérfano, cuya
hermosura no debió de haberle parecido menor que contemplada desde
las rendijas de los balcones del palacio; y, por último, ántes de
desaparecer detras del porton (que hacía rato se habia abierto para
recibirla), le dirigió una postrera y más larga mirada, con todos los
honores de saludo...
Manuel quedó anonadado y como imbécil bajo el peso de sus extrañas
y confusas ideas, y no alzó los ojos del suelo hasta que el
reloj de la Catedral dió la una, recordándole que lo esperaba D.
Trinidad...--Levantóse entónces con tanta pena como la mujer del
usurero se alejara de aquel mismo sitio la tarde anterior, y tomó el
camino de la casa del Cura, tambaleándose cual si fuese ebrio ó medio
sonámbulo...
Samson habia conocido á Dalila.


VII.
VARIAS Y DIVERSAS OPINIONES DE D. TRINIDAD MULEY.

El descendiente de los Venegas tuvo, sin embargo, bastante fuerza
de voluntad para no volver en muchísimo tiempo por aquella plaza
ni por sus cercanías, bien que semejante resolucion no dimanase
exclusivamente de su conciencia.
D. Trinidad Muley fué quien, al ver que el jóven no quiso comer ni
cenar el dia mencionado, ni durmió aquella noche, y amaneció al dia
siguiente con calentura, le recibió declaracion indagatoria, y,
sabedor de todo lo ocurrido, díjole estas palabras:
--Caminas derechamente á tu perdicion. Ya te lo anuncié cuando me
opuse á que fueras á sentarte en aquel maldito poyo...; pero no
quisiste hacerme caso, y el resultado lo estás viendo.--¡Temprano
empiezan á gustarte las amigas de la serpiente!...--Sin embargo, yo
no te lo criticaria (pues no todos han de seguir mi ejemplo, en cuyo
caso se acabaria el mundo...); no te lo criticaria, digo, si no se
tratara de la hija del que tan cruel fué con tu padre...--Pero se
trata de ella, y comprendo que los escrúpulos de haberte complacido
en mirarla te hayan quitado el sueño y la salud, como á todos los que
están en pecado mortal.--Por consiguiente, ¡en nombre de D. Rodrigo
Venegas (Q. E. P. D.) y hasta en nombre de Dios te conjuro á que no
vuelvas á acercarte á aquel barrio, si no quieres perder mi cariño,
la estimacion de las gentes, y por de contado tu propia alma!
Algo muy semejante habia dicho ya su corazon á Manuel, y, vista la
resuelta actitud, acompañada de cariñoso llanto, de su amadísimo
protector, dió palabra formal y solemne de abstenerse de ir á la
Plaza de los Venegas, miéntras que D. Trinidad no dispusiera otra
cosa.
Pasaron, pues, nada ménos que tres años mortales, sin que Manuel
volviese á ver á Soledad...
Durante ellos, aquel singularísimo niño vivió primero encerrado casi
contínuamente en la Iglesia de Santa María, más entregado que nunca
á su antigua amistad con la Efigie del Niño de la Bola, á la cual
hacía muchos regalos, daba frecuentes besos y hasta solia hablar al
oido, como si le confiara sus penas.--¡Lo que no hacía ni áun en los
momentos de mayor efusion era llorar!...--El don del llanto habia
sido negado absolutamente á aquella desgraciada criatura.
Llegado de este modo á los catorce años, y cuando el vigilante D.
Trinidad, que nada le preguntaba, lo creia ya olvidado de su pasion
pueril, Manuel cambió súbitamente de vida y comenzó á emprender
largas excursiones á la Sierra. En ella se estaba algunas veces ocho
dias seguidos, siendo muy de notar que ni allí conocia á nadie, ni se
acercaba jamás á donde hubiese gente, y que, sin embargo, no llevaba
nunca provisiones ni armas...
--Muchacho (le dijo un dia el clérigo:) ¿cómo te las compones para
comer?
--Señor Cura... (contestó el niño:) ¡en la Sierra hay de todo!
--¡Sí! ya sé que hay frutas bordes, y legumbres salvajes, y mucha
caza mayor y menor... Pero, ¿cómo cazas sin escopeta?
--¡Con esto!... (respondió Manuel, mostrándole una honda de cáñamo,
que llevaba liada á la cintura.) ¡Y con ramas de árbol! ¡y á brazo
partido! ¡y á bocados, si es menester!
--¡El demonio eres, muchacho!--concluyó diciendo el Cura, á quien, en
medio de todo, le gustaba más la vida montaraz que la civilizada, y
que tampoco tenía nada de cobarde.
Siguió, pues, respetando aquella nueva manía de su pupilo, y hasta
justificando que el pobre huérfano buscase una madre en la soledad
y una aliada en la naturaleza, como habia buscado un hermano en el
Niño Jesus.
--¿Qué le hemos de hacer? (solia decir á su ama de llaves.) Si en
esa vida de perros no aprende cosas buenas, tampoco aprenderá cosas
malas; y, si nunca llega á saber latin, ¡le enseñaremos un oficio,
y en paz!--San José fué maestro carpintero... ¿Qué digo?... ¡Ni tan
siquiera consta que fuese maestro!
Las correrías de Manuel iban haciéndose interminables, y de ellas
regresaba cada vez más taciturno y melancólico, siendo cosa que ya
daba espanto verlo llegar, despues de meses enteros de ausencia,
curtido por el sol ó por la lluvia, deshechos piés y manos de trepar
por inaccesibles riscos, desgarradas á veces sus carnes por los
dientes y las uñas del lobo, del jabalí y de otros animales feroces,
y siempre vestido con pieles de sus adversarios,--única gala del
pequeño Nemrod despues de tan desiguales luchas.
Pero ¡ay! ¿qué valian todos estos destrozos en comparacion de los
que un tenaz sentimiento, impropio de su edad, hacía en el alma
enferma de aquel desgraciado? ¿Qué importaban tales fatigas á quien
precisamente buscaba en ellas un descanso, un remedio, un lenitivo á
más íntimas y mortales inquietudes?
Porque ya hay que decirlo: con quien verdaderamente luchaba el
huérfano en aquellos parajes selváticos, sin conseguir el deseado
triunfo, era con su involuntario é indestructible cariño á Soledad,
como tambien habia luchado con él inútilmente en la Iglesia de
Santa María, bajo la proteccion del Niño de la Bola.--Pasaba ya
el mozo de los quince años; era de sangre árabe; y en su fogosa y
pertinaz imaginacion resplandecia más fulgente y hechicera que nunca
la imágen de la niña vedada, del bien prohibido, de la felicidad
imposible, miéntras que su escrupulosa conciencia sentia cada vez
mayor repugnancia á aquel afecto criminal, infame, sacrílego (él
lo calificaba entónces así), que habia venido á frustrar tantos y
tantos planes de reparacion y de justicia, amasados lentamente por
el huérfano en tres años de meditacion y de mudez. Figurábase que su
padre maldeciria desde el cielo aquel amor inventado por el demonio
para dejar inultas la ruina y la muerte del mejor de los caballeros,
y hacía esfuerzos inauditos por arrancarse del alma el nombre de
Soledad, por no ver la cariñosa luz de sus ojos, por no oir el eco de
su dulce voz, por no envidiar el regalo de su sonrisa, por matar, en
fin, aquel insensato deseo de ser amigo suyo, de serlo siempre, de
serlo más que nadie, que precisamente habia nacido en su soberbio
corazon de la misma imposibilidad de lograrlo.
No sabemos en qué habria venido á parar Manuel, ni si efectivamente
hubiera acabado por cubrirse todo de vello y andar en cuatro piés
como las bestias feroces, segun vaticinaba el ama del Cura, á no
haber logrado ésta convencer á D. Trinidad de que el presunto
Nabucodonosor estaba más enamorado que nunca de la hija del usurero;
de que tal era la causa de la desastrada vida que hacía, y de que
aquel indomable y contrariado cariño daria muy pronto al traste con
el poco juicio que le quedaba al infeliz, en cuyo caso, ¡ya podian
echarse á temblar D. Elías, su esposa, su hija y todos los nacidos
que se le pusieran por delante!
Penetrado que estuvo D. Trinidad de estas razones, púsose á discurrir
la manera de conciliar con los eternos principios de la moral y
de la justicia el cariño de Manuel á Soledad, que tan execrable
le pareciera tres años ántes; y, despues de largas cavilaciones é
insomnios, y de muchas conferencias con su dicha ama, con una hermana
muy discreta que el ama tenía y con la propia mujer del usurero (la
cual solia avistarse con el bondadoso padre de almas, cuando Manuel
estaba en la Sierra), hizo al fin su composicion de lugar, en forma
de sermon de Domingo de Cuasimodo, cuyas ideas capitales fueron las
siguientes:
1.ª Que D. Elías Perez y Sanchez, álias _Caifás_, aunque avariento
y cruel por naturaleza, obró siempre dentro de la Ley escrita en
sus negocios con D. Rodrigo Venegas y Carrillo de Albornoz, sin
compelerlo ni excitarlo nunca á que le pidiese dinero prestado,
ni exigirle despues otros réditos ó ganancias que los estipulados
solemnemente por ambas partes.
2.ª Que el haber costeado, _exclusivamente á sus expensas_, una
partida armada contra los franceses, constituyó desde luégo la mejor
gloria de D. Rodrigo Venegas, tanto más de agradecer y de estimar,
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