El Niño de la Bola: Novela - 14

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clarísimas de querer hacerlas!--¡Misterios de Dios! ¿Qué trabajo le
costaba ahora á ese Chiquito tender los brazos á mi ahijado, como se
los tendió antiguamente á San Antonio de Padua?--¡Nada más que con
esto saldríamos todos de apuros!
Y tornó á acercarse á la rendija de la puerta, y comenzó á rezar
fervorosamente á la primorosa Efigie, como arengándola á realizar un
milagro indudable.
--¡Nada! ¡No me hace caso! (se dijo, por último, viendo que el Niño
Jesus no pestañeaba.)--¡Sin duda no conviene! ¡Respetemos la voluntad
de Dios!--Ni ¿quién soy yo, pecador miserable, para meterme á dar
consejos á las Imágenes de mi Parroquia? ¡Si los siguiesen, yo sería
el Santo, que no ellas!--¡Haces bien, Niño mio! ¡Haces muy bien en
desobedecerme!
Manuel se habia puesto de pié entretanto.
La tristeza de su semblante era mayor que nunca. Un profundo suspiro
salió de su pecho, y pasóse ambas manos por la frente, como para
echar de su imaginacion renovadas angustias...
Parecia un reo en capilla, la noche que precede al suplicio.--La
conformidad de la desesperacion iba envolviéndole en su fúnebre
velo...
En el fondo de la sala veíanse algunos de los grandes cofres que
habia traido de América... Manuel abrió el mayor de ellos, y sacó una
preciosa caja de madera, que puso sobre el velador...
D. Trinidad temió que el jóven fuese á suicidarse, y se apercibió á
entrar en el aposento...
Pero tranquilizóse en seguida, al observar que lo que de allí sacaba
Manuel no eran pistolas, sino vistosísimas alhajas, collares,
pendientes, brazaletes, sortijas, alfileres...;--un tesoro, en fin,
de perlas, brillantes, esmeraldas y otras piedras preciosas...
--¡Son las _donas_ que pensaba ofrecer á Soledad el dia que
se casase con ella! ¡Son los regalos de boda que le traia el
desgraciado!...--pensó el Sacerdote, lleno de conmiseracion.
Manuel fué contemplando una por una aquellas galas póstumas, aquellas
joyas sin destino, aquellos emblemas de su infortunio...; y,
ejecutando luégo la idea que sin duda le habia movido á tan penosa
operacion, comenzó á ponerle las alhajas á la Sagrada Efigie de que
era Mayordomo y á quien estaba obligado á agasajar...
D. Trinidad Muley no pudo contener su entusiasmo y su regocijo, y
corrió de puntillas á llamar á las ancianas, para que contemplasen
aquella piadosísima escena.
Imagínese, pues, el que leyere la emocion, los comentarios en voz
baja y los dulces lloros que habria al otro lado de la puerta, en
tanto que Manuel prendia á las ropas del Niño Jesus, ó colgaba
de su cuello y de sus brazos, los restos del naufragio de sus
esperanzas...--Estas cosas se sienten ó no se sienten; pero no se
explican.
Baste decir (como resúmen de sus impresiones, palabras y
pensamientos) que todos decian en voz baja, con religioso júbilo, y
abrazándose cariñosamente:
--¡Se ha salvado! ¡Ha resuelto perdonar!--¡Dentro de pocas horas se
habrá marchado para siempre!--¡Dios lo haga más venturoso que hasta
ahora!
Miéntras D. Trinidad y las tres virtuosas ancianas hablaban así, la
pérfida _Volanta_ (que todo lo habia visto y oido) deslizóse por la
escalera abajo como una sabandija, sin que nadie reparara en ello,
y marchóse á la calle, cuidando de no despertar al improvisado
conserje...
Ni ¿cómo habian de advertir aquel suceso los que arriba seguian con
el alma las operaciones de Manuel, cuando éste acababa de ejecutar
otro acto que ya no dejaba ni asomos de duda acerca de sus nobles y
pacíficas intenciones?
Tal fué el sublime arranque de humildad con que, sacando del bolsillo
el primoroso puñal indio que aquella tarde habia llevado á la
Procesion, lo desnudó, alzólo á la altura de su cara, contempló su
luciente hoja y rica empuñadura, lo besó luégo, y lo colocó á los
piés del Niño Jesus...
Sin la fe ciega que D. Trinidad Muley tenía ya en la redencion del
jóven, hubiera temblado por su vida, como temblaron las mujeres, al
verlo levantar el puñal, y no habria estorbado, como estorbó, que se
precipitasen en la sala... Y tambien fué necesaria en seguida toda
la autoridad del Sacerdote para impedir que estallasen en gritos de
santo alborozo al contemplar aquella solemne abdicacion de la mayor
soberbia que jamás cupo en corazon humano.
--¡Callad! ¡callad!... (les decia al oido el autor de tan prodigiosa
obra.) ¡Callad!... ¡Dejadlo!...--¡Dios está con él!--¡No despertemos
al demonio del orgullo, que ya duerme, y pronto habrá muerto, en el
corazon de mi buen hijo!
Manuel consideró lo que habia hecho, y su grave rostro expresó una
reflexiva y triste complacencia; pero no en modo alguno aquella
devocion activa, directa, personal, que suponian las buenas mujeres y
cuyos resplandores de triunfo y de esperanza hubiera querido hallar
D. Trinidad Muley en los ojos del leon vencido...
--¡Eso no es _fe_! ¡Eso no es más que _caridad_! (dijo el indocto
Padre de almas, dando crédito, como siempre, á su leal corazon.)--¡Mi
obra puede quedar incompleta!--¡Malhaya los hombres que han secado
las fuentes de la alegría en un espíritu tan bueno! ¡Miéntras Manuel
no crea, no tendrá dicha propia, y sólo gozará en ver que los demas
son venturosos!
El hijo de D. Rodrigo sacó en esto el reloj y miró la hora.--Pero
debió de hallarlo parado; pues en seguida abrió un balcon que daba
á Oriente y dominaba toda la vega; y consultó la posicion de los
astros...
Corrió entónces á la puerta del salon, y, sin abrirla, dió dos
palmadas, como llamando...
--Dejadme á mí...--murmuró D. Trinidad, haciendo señas á las mujeres
para que se alejasen.
Y penetró en el vasto aposento.
--¿Quieres algo?--preguntó dulcemente á Manuel.
Fuese modestia, fuese cansancio, fuese aquel pueril resentimiento que
el amputado guarda algunas horas al operador que en realidad le ha
salvado la vida, nuestro jóven bajó los ojos, esquivando la mirada
del Sacerdote, y dijo rápidamente:
--Que venga Basilia.
Don Trinidad se retiró sin enojo alguno.
Basilia entró á los pocos momentos.
--¿Está ahí el arriero de Málaga?--le preguntó Manuel con la sequedad
de quien desea pronta y breve contestacion.
--Abajo está...--respondió temblando el ama de gobierno.
--Pues dígale que cargue todo mi equipaje y ensille mi caballo.--Son
las tres y media... Partiré á las cinco.--Que entren por estos
cofres... Pero que no me hable nadie.--Ruegue usted á D. Trinidad, de
parte mia, que tome algo y se acueste.--Necesito estar solo.
Y, dicho esto, se salió al balcon que acababa de abrir, donde
permaneció, vuelto de espaldas al aposento, miéntras que Basilia y
Polonia, llorando silenciosamente, sacaban los baules, y miéntras que
D. Trinidad y la señá María Josefa lloraban tambien en el próximo
corredor y dirigian desde allí fervientes acciones de gracias y
tiraban cariñosos besos á la Imágen del Niño Jesus.
Al cabo de una hora comenzó á clarear el dia...
Manuel se quitó entónces del balcon, y, cogiendo una silla, sentóse
en medio de la ya solitaria estancia, y siguió mirando al cielo, con
la resignada expectativa del héroe condenado á muerte que ve nacer la
última luz de su existencia.
Así estuvo mucho tiempo, sumido en un éxtasis de dulce dolor que iba
hermoseando cada vez más su noble rostro...--La fiera habia llegado
á tener cara de hombre... El hombre no tardó en tener cara de
ángel.--Dijérase que su alma habia entablado un largo coloquio con lo
infinito...
Ya era enteramente de dia... Ya habian dado las cinco, y las cinco y
media...--Ya estaban listas las cargas y ensillado el caballo...--¡Y
nadie se atrevia á decírselo: nadie se atrevia á interrumpir aquel
inefable arrobamiento en que el jóven parecia gozar anticipadamente
la recompensa de su abnegacion, el premio de su sacrificio!
Salió, al fin, el sol, y su primer rayo penetró en la sala, bañando
de fúlgida luz la plácida figura de Manuel Venegas...
--«_Soledad_»...--gritó entónces el loro en el balcon, donde lo
habian dejado olvidado...
Manuel se estremeció convulsivamente al oir aquel nombre con que
el pájaro americano saludaba todos los dias, hacía muchos años, la
salida del sol, y un mundo de recuerdos y de fallidas esperanzas
reapareció ante sus ojos, haciéndole volver del cielo á la tierra,
de la eternidad al tiempo, del olvido á la realidad...--Pero, falto
ya de soberbia para luchar con su enemiga suerte, una mortal congoja
oprimió su corazon; un desfallecimiento nunca sentido aniquiló todo
su sér; extendió los brazos como quien se ahoga (y áun pareció que
efectivamente pedia auxilio), hasta que, por último, estalló en
amargos sollozos, seguidos de copiosísimo llanto...
Y, roto por primera vez en toda su vida el dique de las lágrimas,
desbordáronse éstas con tal ímpetu que pronto bañaban su faz, sus
manos y su agitado pecho...--Al principio, fueron ardiente lava...;
luégo, benéfica sangría y salvador desahogo de su corazon..., y, al
fin, blando rocío que bajaba del cielo á templar la sed de su alma
sin ventura...
D. Trinidad corrió á él y lo envolvió piadosamente en su manteo,
diciéndole:
--¡Llora, llora, hijo mio! ¡llora cuanto quieras! ¡Llora en los
brazos de tu padre!
Manuel se colgó del cuello del Sacerdote y le llenó la cara de besos,
diciéndole entre dulces gemidos:
--¡Perdon! ¡Perdon!...
--¡Perdóname tú á mí!--sollozaba D. Trinidad.
Y las mujeres lloraban tambien desatadamente, comenzando á invadir
la sala, y el mismo arriero (que habia entrado por el loro) se daba
puñetazos en la cabeza, diciendo con profunda emocion:
--¡Qué lástima de hombre! ¡Maldita sea la primera mujer!
--¡Padre mio! ¡la adoro!--exclamaba entretanto Manuel, incomunicado
con los espectadores por el manteo de D. Trinidad.
--¡Y yo á tí!--le respondió el Párroco, besándolo reiteradas
veces.--¿Quieres que me vaya contigo?
--No... no...--Me iré yo solo...
--Pues bien: sé muy bueno: haz muchas limosnas, y verás qué feliz
eres...--Toma... (añadió luégo en voz más baja.) Aquí tienes esto...
Llévate tu caudal... En todas partes hay pobres...
--No... no... (le respondió Manuel al oido.) Guarde usted eso...
Y haga lo que ya tenemos hablado... En esos papeles lo encontrará
explicado todo...
--Está confesando...--dijeron las mujeres, retirándose al corredor.
--Pero tú vivirás... Tú me escribirás esta vez... (murmuró D.
Trinidad.) ¿No es cierto?
--Sí, señor... ¡Yo viviré cuanto me sea posible!--contestó el jóven,
enjugándose las lágrimas.
Y, abrazando por última vez al Cura, se levantó y dijo:
--¡Vamos!
Entónces se le acercó Polonia, con las puntas del delantal sobre los
ojos.
--¡Perdon, Polonia!--exclamó el jóven, abrazándola.
--Anda con Dios, hijo mio... (respondió la anciana:) ¡Ya estás
curado, y puedes ser dichoso!--¡Tu enfermedad consistia en no haber
llorado nunca!
--Señor... ¡Buen viaje!--le dijo Basilia, besándole la mano...
--¡Venga usted tambien, señá María Josefa! (gritó al mismo tiempo D.
Trinidad.)--Pero no suelte usted el niño...--¡Hoy hay perdon para
todos!
--¡Oh!... ¡no!--pronunció Manuel, retrocediendo.
--¡Manuel, castígate! (exclamó el Sacerdote.) ¡Cuanto más te humilles
hoy, más dichoso serás mañana con el recuerdo de este dia!--¡Arranca
de tu corazon, ahora que están blandas, las raíces de tu soberbia,
á fin de que nunca retoñen!--¡No te lleves en la conciencia ningun
veneno, hoy que la has lavado con tus lágrimas!
--¡Manuel! (dijo la señá María:) ¡Yo hubiera sido muy dichosa en
llamarme tu madre!--¡Harto lo sabe el señor Cura!
Manuel se quitó el reloj, y se lo entregó al niño, colgando de su
cuello la larga cadena de oro de que pendia, y pronunció estas
palabras:
--¡Perdono á tu madre!...--¡Dios te haga más feliz que á Manuel
Venegas!
Y volvió la espalda, y se apartó algunos pasos, como despidiendo á la
madre y al hijo de Soledad.
La pobre abuela se alejó hecha un mar de lágrimas, miéntras que el
niño iba dando besos al reloj y sonriendo como un ángel.
D. Trinidad siguió á Manuel al promedio de la sala, y, señalándole al
Niño Jesus, que refulgia á la luz del sol como un ascua de oro, con
tanta rica presea como adornaba su graciosa figura, preguntóle en són
de dulce ruego:
--¿Y á _Éste_? ¿qué le dices por despedida?
--¡Á Éste le pediria que resucitase dentro de mi corazon, si tal
milagro fuese posible!--contestó Manuel melancólicamente.
--¡Dios querrá! (dijo el Sacerdote, levantando los ojos al
cielo.)--Las raíces de tu antigua Fe están vivas, y ya ha comenzado
á correr por ellas la savia de la regeneracion.--Las máximas que tu
padre y yo sembramos en tu corazon de niño han vuelto á germinar
esta noche bajo los auspicios de esta Efigie del Redentor del
mundo...--Debes, pues, agradecimiento al Amigo de tu niñez, y, aunque
hoy no veas en su dulce Imágen más que una sombra, un retrato,
un recuerdo del cariño que le tuviste (y que Él no ha dejado de
tenerte); aunque todavía no haya penetrado en tu nublada razon la
nueva luz que ya ilumina las más altas cumbres de tu espíritu...,
¡bésalo, Manuel!... (¡Nada pierdes con besarlo!) ¡Bésalo, y verás
cómo toda la soberbia que te queda en el cerebro se desbarata en
lágrimas, del propio modo que se ha desbaratado la que tenías en
el corazon! ¡Verás cómo, al poner tus labios en los descalzos piés
del Niño en cuya divinidad creian tu padre y tu madre, conoces que
estás haciendo una cosa muy santa, y vuelves á llorar de dicha!--¿Qué
te cuesta probar? ¿Por qué no te atreves á ello?--¿No te dicen ese
miedo y ese respeto, que el acto de sumision que te propongo es de
maravillosas consecuencias?--Ven... mira... ¡Yo te daré el ejemplo,
como cuando eras chico!...--Yo lo besaré ántes que tú...--¡Así se
hace!... ¡así!--Y luégo se dice (llorando, como lloro yo): «¡Bendito
seas, Jesus crucificado! ¡Bendita sea tu Santísima Madre! ¡Bendito
sea tu Padre Celestial, que te envió á la tierra á redimirnos!»
Manuel cerró los ojos y cayó de rodillas, como una torre que se
desploma...
De rodillas estaban tambien las dos ancianas y el malagueño, y con
fervientes oraciones daban gracias á Dios, al ver que el jóven se
abrazaba á los piés del Niño de la Bola y los cubria de besos y de
lágrimas...
De rodillas, en fin, estaba D. Trinidad Muley, á quien de seguro
hubieran abrazado gustosos en aquel momento hasta los incrédulos más
empedernidos...; ¡porque la verdad es que en todo aquello no habia
nada malo para nadie ni para nada, y sí mucho bueno para todos y para
todo, ó nosotros no sabemos lo que es bueno ni lo que es malo en esta
miserable vida!
* * * * *
No intentaremos describir los últimos minutos que Manuel Venegas
permaneció todavía en su casa, ni los renovados, tristísimos
adioses que allí se dieron aquellos séres de tan sencillo y tierno
corazon...--Temeríamos afligir demasiado á nuestros lectores, que,
pues todavía no han soltado esta obra en que se rinde culto á la
pobreza de espíritu, seguramente tienen la dicha de pensar y sentir
como ellos.--Preferimos, pues, salir á la Plaza, y confundirnos con
la generalidad del público, en cuya compañía podremos ver con más
frescura la solemne marcha de Manuel Venegas y los dramáticos lances
que acontecieron con este motivo.


VI.
MARCHA TRIUNFAL.

Hacía una mañana hermosísima, sobre todo para aquellos felices
mortales que no tuvieran fijos sus ojos en la negrura del revuelto
mar de las pasiones, sino que hubiesen preferido salir al campo á
espaciar su vista y su alma por el sublime templo de la Naturaleza,
por la pintada Tierra, llena de prodigios, por la rutilante bóveda
del Cielo, y por el propio cielo de una conciencia suficientemente
limpia para poder reflejar las misteriosas visiones de lo Infinito...
No estaban de este humor aquel funesto lúnes, 6 de Abril de 1840, las
muchas personas que acudian á la Plaza Mayor de la Ciudad á enterarse
de los adelantos que el dolor y la ira habian hecho durante la noche
en el corazon de Manuel Venegas y Antonio Arregui. Ni hay que decir
que el grupo en que más excitados estaban los ánimos, por cuenta
ajena, era el formado, como de costumbre, á la puerta de la Botica,
¡terrible aduana, por donde tenía que pasar el infortunado _Niño de
la Bola_ al marcharse del pueblo!
_Vitriolo_ estaba más acerbo y feroz que nunca, sin poder callarse
(aunque no dejaban de aconsejárselo sus discípulos), y, si por acaso
interrumpia sus discursos, era para decir á los que iban á comprar
medicinas:
--«_¡No hay de eso!_»...--ó--«_¡Vuelva usted más
tarde!_»--ó--«_¡Dígale al enfermo que se muera; que esto que le han
mandado no sirve para nada!_»
Ello es que no se apartaba del mencionado grupo, donde ya habia
tronado largamente contra la imbecilidad de Manuel,--«cuya casa,
dijo, habia llenado de Santos y de viejas el Cura de Santa María,
á fin de separarlo del camino de la decencia y del honor y hacerle
faltar á sus famosos juramentos.»
Luégo añadió:
--Segun mis informes, á las tres de la madrugada lo llevaban ya
de vencida, y el cuitado estaba rezando el _confiteor_ á los
piés del Niño Jesus, despues de haberle regalado una porcion de
joyas, á ruegos de D. Trinidad, que es una hormiguita para su
Iglesia...--¡Pobre Manuel! ¡Si su animoso padre levantase la cabeza!
El auditorio se miró, como dudando de la congruencia de aquella
invocacion, y _Vitriolo_, que lo advirtiese, dobló la hoja y pasó á
otro asunto.
--En cuanto al marido de Soledad (exclamó con enfático tono), ¡hay
que reconocer que es un valiente! ¡Ya vieron ustedes lo que hizo
ayer! ¡Ir, sin quitarse las espuelas, á la Ermita de Santa Luparia,
en busca del célebre maton, á quien D. Trinidad Muley habia escondido
en una especie de escaparate!--¡Yo no dudo de que cuando sepa (como
ya lo sabrá á estas horas) que su madre política y su hijo han pasado
la noche en casa del amante de su mujer, vendrá á pedir satisfaccion
á éste y echará por tierra todas las artimañas del fanatismo y la
cobardía!
Muchas personas se apartaron muy disgustadas de aquel energúmeno,
y fuéronse en busca de otros corrillos donde se comentasen más
piadosamente las maravillosas y ya públicas escenas ocurridas
aquella noche en la antigua _Casa del Chantre_... Pero _Vitriolo_ no
se desconcertó por ello, sino que se rió de los que le dejaban, y
continuó hablando de esta manera:
--¡Por supuesto, que Antonio Arregui irá de todos modos esta tarde
á la Rifa, á recoger el guante de su rival!--Así lo juró ayer,
cuando se enteró de que el hijo de D. Rodrigo tuvo anteanoche el
atrevimiento de ir á llamar á la puerta de su casa, estando él en
la Sierra...--¡Lo sé de muy buena tinta!--¡Por consiguiente, si el
_Niño de la Bola_, el de las amenazas de hace ocho años, se marcha
del pueblo, sin acudir á la palestra, tanto peor para su honra y
fama!--¡Verdad es que puede que todavía ignore nuestro pobre paisano
(y se le haria un gran favor en contárselo) que Antonio Arregui
fué ayer tarde á buscarle en són de desafío á la Capilla de Santa
Luparia!...--¡Honor es de este pueblo que el asunto no se haga
tablas de la manera indecorosa que se propone D. Trinidad Muley!
¿Qué dirian los riojanos, si el héroe de la Ciudad huyese de uno de
ellos? ¡Dirian que los andaluces no tenemos sangre en las venas!--Y
todo ¿por qué? ¡Porque los curas han sorbido los sesos á una especie
de salvaje cargado de millones, á fin de sacarle el dinero!--¡Digo á
ustedes que me abochorno de tan groseras supercherías!
--¡Y yo me abochorno de que usted vista el uniforme de persona
humana! (exclamó el Capitan, que habia llegado momentos ántes.)
¡Usted es un bicho!
_Vitriolo_ se echó á reir.
--¡No se ria usted! (añadió el veterano, temblando de cólera) ¡Mire
que hoy vengo resuelto á aplastarlo, si no deja de corromper el aire
con sus viles calumnias!
--¡Amenazas y todo! (replicó el boticario despreciativamente.)--¿Lo
han comprado tambien á usted? ¿Le ha tocado alguna joya de las
regaladas al Niño de madera?--¡Pues me alegraré de que la disfrute!
Y le volvió la espalda, asustado de lo que acababa de decir.
--¡Lo que me ha tocado va usted á verlo ahora mismo! (rugió el
Capitan.) ¡Tome usted! ¡en nombre del Ejército!
Y arrimó al insolente materialista un soberano puntapié en la parte
más vil de su materia propia.
El pobre ateo se llevó las manos á la parte contusa, y huyó diciendo:
--¡Ah! ¡lo de siempre! ¡el militarismo! ¡el cesarismo! ¡la fuerza
bruta! ¡el brazo secular de la tiranía!
--No ha habido tal _brazo_, mi buen _Papaveris_... (díjole Paco
Antúnez, negándole el auxilio que fué á pedirle.) ¡La caricia ha sido
con el _pié_, y de las buenas!
Y se alejó de él desdeñosamente.
Este lance, que hizo reir mucho á cuantos lo presenciaron, fué como
la señal y comienzo de la gran derrota que habia de sufrir _Vitriolo_
aquella mañana á la vista de todos sus discípulos.
Decímoslo, porque en tal momento comenzaron á salir de casa de
Manuel las famosas cargas de equipaje, precedidas del arriero de
Málaga,--que estaba contentísimo, creyéndose ya, sin duda, camino de
las Indias.
La emocion del público, al ver aquella prueba material de que
Manuel se iba, de que D. Trinidad habia triunfado, de que la fiera
perdonaba..., fué grandísima, al par que noble y jubilosa, con muy
escasas excepciones.
--¡Manuel se va! (decian unos.) ¡D. Trinidad no tiene precio! ¡Eso es
lo que se llama un buen cristiano!
--¡Manuel se va! (exclamaban otros.) ¡La verdad es que este desenlace
tiene algo de prodigio!
--¡Los Venegas fueron siempre así! (expuso el viejo buñolero de
la Plaza.) ¡Parece que poseen el don particular de entusiasmar
al pueblo!--La mañana de hoy me recuerda aquella otra en que don
Rodrigo salvó los papeles de D. Elías del incendio que nadie queria
apagar...--¡Todos aplaudimos entónces sin saber por qué..., y ya
está pasando ahora lo mismo!...--¡Miren ustedes!--La gente llora...;
los chicos bailan de contento...; las mujeres se asoman á los
balcones...--Voy á avisar á la mia...
--¡Lástima de dinero, que sale de la Ciudad! (decian al mismo tiempo
los de otro corrillo, aludiendo á las tres voluminosas cargas.)
¡Cuidado que ahí caben onzas!
En el ínterin, _Vitriolo_, olvidado de su percance, como se olvida
el General de sus heridas hasta que concluye la batalla, acercábase
desesperado y medio convulso al triunfante arriero, y le preguntaba
con indecible angustia:
--¿Á qué hora se marcha su amo de usted? ¿Tardará todavía algo?
¿Habrá tiempo de hablarle?
--¡Qué ha de haber, hombre! (respondió el malagueño, con voz
descompasada.) ¡Lo que hay en este pueblo es un Cura que vale más que
Dios!
Y, quitándose el calañés, y tremolándolo por alto, exclamó en medio
de la Plaza, con un fervor y un gracejo indescriptibles:
--¡Caballeros! ¡Viva D. Trinidad Muley!
--¡Viva!--respondieron más de mil voces.
Y tampoco faltó quien convidara, en el acto, á aguardiente y buñuelos
al señor Frasquito Cataduras, en pago de «la justicia que acababa de
hacer á un hijo de tan calumniada ciudad.»
Desde aquel instante, la batalla estaba completamente perdida
para _Vitriolo_.--Todo el público era del Cura, aplaudia su obra,
respiraba la grata atmósfera del bien, daba su sancion á la pacífica
retirada de Manuel Venegas.
Y tal fué el momento en que nuestro héroe apareció á caballo en la
puerta de la que tan pocas horas habia sido su casa.
Un murmullo de honda conmiseracion lanzó la apiñada muchedumbre.
Manuel avanzaba rígido, cárdeno, silencioso, mirando al cielo, por
no mirar al mundo, y acompañado de D. Trinidad Muley, que marchaba
á pié, á su derecha, y le dirigia de vez en cuando alguna palabra
consoladora.
Era, exactísimamente, el luctuoso cuadro de un reo marchando al
patíbulo.
El gentío empezó por saludarlo grupo á grupo, segun que iba pasando
por delante de cada uno de ellos; pero al fin acabaron descubriéndose
todos de golpe, como cuando se está en presencia de un rey.
Ocurrió entónces un incidente en que repararon muy pocos.--La célebre
_Volanta_ trató de acercarse á Manuel Venegas, por el lado opuesto
al en que iba D. Trinidad, y áun se vió en sus manos un papel, que
pudo suponerse una peticion de limosna.--Pero el Sacerdote, que lo
observara, pasóse con rapidez á aquel lado; y miró y habló á la
indigna vieja con tal furia, que la hizo huir y esconderse entre la
muchedumbre.
Manuel no advirtió nada, sino que prosiguió su marcha triunfal, mudo,
inmóvil, indiferente, clavado en el caballo, como el cadáver del
Cid, y ganando, como él, aquella batalla póstuma á que no asistia su
espíritu.
De este modo pasaba ya por delante de la puerta de la botica, no
sin profundo dolor de _Vitriolo_, que iba á encerrarse en ella con
su derrota, cuando notóse gran agitacion al otro lado de la Plaza,
y vióse que Antonio Arregui, lívido de furor, corria primero hácia
la casa en que Venegas habia vivido, y luégo en seguimiento de
él,--indicado que le hubo álguien que aquel jinete era la persona á
quien buscaba.
Pero D. Trinidad estaba en todo; y, abandonando á Manuel, voló al
encuentro del indignado Arregui, al cual (justo es decirlo) detenian
aquella vez muchas personas bien intencionadas, de cuyas manos iba
desasiéndose á duras penas.
Pocas palabras le habló D. Trinidad para explicarle
satisfactoriamente cómo y por qué su suegra y su hijo habian pasado
la noche en casa del _indiano_, y pocas tambien para convencerle de
lo extemporáneo y hasta sacrílego del paso que queria dar, provocando
á un hombre arrepentido y valeroso, que huia del combate por creerlo
injusto, y se marchaba para siempre de su patria.
Arregui quedó absorto, al hacerse cargo de aquellas inopinadas
novedades; y, como tenía mucho y excelente corazon, y D. Trinidad era
el grande hombre que ya conocemos, y el mudable público echaba aquel
dia todo su peso en el platillo del bien, ocurrió una cosa que de
otro modo hubiera sido incomprensible...
Pero digamos qué le habia pasado entre tanto á Manuel Venegas.
Tan luégo como D. Trinidad se apartó de él, corrió á reemplazarle
_Vitriolo_, el cual tuvo la audacia de coger la brida y parar el
caballo, miéntras que alargaba la otra mano al _Niño de la Bola_ y le
decia á media voz:
--¡Buen viaje, vecino!--¿No queria usted conocer á D. Antonio
Arregui?--¡Pues ahí detras lo tiene, luchando con el señor Cura, que
no puede ya sujetarlo!
El aborrecido nombre del marido de Soledad despertó á Manuel de su
estupor y le hizo oir las demas palabras de _Vitriolo_.--Volvió,
pues, rápidamente el caballo, y preguntó, echando fuego por los ojos:
--¿Cuál? ¿Cuál es?
Y se encontró con D. Trinidad Muley, que tornaba ya en su busca,
diciéndole:
--Hijo mio: completa tu obra...--Acuérdate de lo que hemos
hablado...--Aquí tienes á D. Antonio Arregui...--Te suplico que le
pidas perdon...
Arregui estaba dos ó tres pasos más atras, altivo, digno, dispuesto
á todo, bien que no pudiendo ménos de admirar aquella noble,
hermosa y dolorida figura, que veia por primera vez, y acaso, acaso
compadeciendo tan inmerecido infortunio.
Manuel contempló amargamente al esposo de Soledad, y vaciló algunos
instantes entre los dos abismos que volvia á presentarle la
desventura.
Reinó, pues, en toda la Plaza un hondo silencio, preñado de
horrores.--Los segundos parecian siglos.
--¡Piensa en mí! ¡Piensa en quién eres! ¡Piensa en D. Rodrigo
Venegas! ¡Piensa en el Niño Jesus!--murmuró D. Trinidad, levantando
hácia el jóven las abiertas manos, en ademan de plegaria.
Manuel tembló de piés á cabeza, como si, al renunciar á su última
y suprema arrogancia, renunciase tambien á la vida, y, quitándose
respetuosamente el sombrero, saludó al hombre á quien habia jurado
matar.
Arregui se descubrió casi al mismo tiempo, respondiendo hidalga y
afectuosamente á aquel saludo.
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