El Niño de la Bola: Novela - 07

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--¡Soledad vive, y D. Elías ha muerto! (añadió el jóven al cabo
de unos segundos.)--¡D. Elías, mi implacable enemigo, el enemigo
de ella, el enemigo de usted misma!...--¡Cuán felices podemos ser
ahora!--¿Cree usted, mi buena madre, que yo ignoraba el cariño y
la proteccion que me dispensó usted siempre?--¡Pues lo sabía! ¡D.
Trinidad Muley me enteraba de todo!...--¡El buen D. Trinidad, mi
amigo, mi tutor, mi segundo padre!...
--Hoy le he hablado... (se apresuró á exponer la señá María Josefa.)
Y él, lo mismo que yo, opina que debes...
--¡No vuelva á decírmelo! (profirió el jóven, acariciándola.) ¿Qué
manía es esa? ¿Por qué hablarme de que no éntre en la Ciudad, cuando
la suerte lo ha arreglado todo de manera que podemos ser enteramente
dichosos?--¿Que nuevo obstáculo se opone á ello? ¡Alguna cavilacion
del bueno del señor Cura, ó algun infundado recelo de usted!--¿Creen
ustedes acaso que Soledad no me quiere?--¡Pues sí me quiere, aunque
ella misma les haya dicho lo contrario!--Lo sé yo.--Lo sabe mi
alma...--¡Verá usted, enseguida que me mire, en seguida que me
hable, cómo su alma es mia!...--¡Yo la conozco!... Ella oculta sus
sentimientos; pero nuestro cariño se parece al sol; que, aunque se
nubla en apariencia, siempre arde lo mismo...--¡Ah, señá María! Yo
soy ya otro hombre. Soy bueno; soy pacífico...--¡No en balde se da
la vuelta al mundo, como yo se la he dado dos veces! ¡No en balde se
vive tanto y de tan diversos modos como yo he vivido!--Así es que
todos mis sentimientos é ideas han cambiado en estos ocho años, ménos
mi amor á Soledad y el cuidado de la honra de mi apellido...--¡Oh!
¡cuánto he batallado con la suerte en África, en la India, en
Filipinas y en ambas Américas!--¡Y cómo me ha favorecido la fortuna!
Ya soy más rico que fué mi padre en sus buenos tiempos... En Málaga
he dejado un capital... En el maletin del caballo traigo arrobas de
oro y de piedras preciosas...--He sido General en la América del
Sur... He vencido Caciques indios, que es como quien dice Reyes, y yo
mismo he podido tambien ser Rey de aquellas tribus salvajes...--No
cuente usted nada de esto; pues nadie lo creeria...--¡Le traigo á
Soledad unos regalos!...--¡Y tambien á usted!...--¡Al mismo D. Elías
le destinaba un magnífico presente!...
--¡Malhaya sea el dinero! ¡Él tiene la culpa de todo!--rezó
fatídicamente la madre, cuyos ojos, clavados en el suelo, seguian
derramando lágrimas amarguísimas, en tanto que Manuel, sentado
junto á ella y casi abrazándola, le contaba, con aquella inocente
ingenuidad de niño, cómo habia logrado conquistar el vellocino de
oro...
--¡Malhaya sea el dinero! digo yo tambien... (respondió el jóven con
cierta acritud.)--Pero no empiezo á decirlo ahora... Lo he dicho
siempre; y, si me fuí á recorrer el mundo en busca de más oro del
que nuestra Sierra podia darme, ¡usted sabe en qué consistió!--Por
lo demas, el caudal que yo traigo ha sido ganado honradamente en los
campos de batalla, como los tesoros de muchos Reyes de Europa.--¡Yo
soy siempre el hijo de D. Rodrigo Venegas!...--En fin, vámonos á
la Ciudad...--El arriero me está aguardando...--Yo la acompañaré á
usted con el caballo del diestro, y, si usted lo permite, esta misma
noche hablaremos con su hija y quedará arreglado todo en cuatro
palabras...--¡Vamos!... señora...--No perdamos un tiempo precioso...
Y, así diciendo, el jóven se puso de pié, como resuelto á marcharse
en seguida.
La señá María Josefa no se levantó, sino que hundió el rostro entre
las manos y comenzó á gemir desconsoladamente, exclamando con
desgarrador acento:
--¡Ay Dios mio! ¡Ay Dios mio de mi alma! ¿Qué va á ser de
nosotros?--¡Esto es una perdicion!--¡Pobre hija de mi vida!
Manuel se quedó frio como el mármol, y un sudor de muerte corrió por
su descompuesto semblante.
--Señora... (tartamudeó al fin.) ¡Hablemos claros!--¿Qué nueva
infamia ha ocurrido durante mi ausencia?--¡Dígamelo pronto, ó voy yo
mismo á averiguarlo á la ciudad!...
--¡Manuel! ¡Manuel! (clamó la pobre anciana.) ¡Á la ciudad no!
¡Vámonos á otra parte!... á donde tú quieras... ¡Yo te acompañaré
hasta el fin del mundo! Yo pasaré contigo lo que me reste de vida...
Yo seré para tí una madre cariñosa... una madre tiernísima...
--Pero, ¿y Soledad? (gritó frenéticamente el Niño de la Bola.) ¿Qué
haremos de Soledad? ¿Qué ha sido de ella?--¡Pronto! ¡pronto! ¡sin
discurrir más mentiras!
--No sé... No me lo preguntes...--¡Soledad no merece nuestro
cariño!--La abandonaremos...--Yo misma no la veré ya más...--Anda...
¡Vénte, hijo mio!...--Llama á ese hombre, y vámonos á América, á
Portugal, á Filipinas, á donde tú dispongas...
--¿Y Soledad? (repitió Manuel con tal violencia, que la madre
retrocedió espantada.) ¿Qué ha hecho usted de su hija? ¿Con quién se
quedará Soledad?
Hubo un instante de silencio, durante el cual se oyó el tempestuoso
latido de aquellos dos corazones.
Manuel fué el primero que recobró aliento para seguir marchando hácia
el abismo, y dijo con la pavorosa tranquilidad del que se suicida.
--Nada tiene usted ya que explicarme...--Soledad se ha casado.
La madre cayó de rodillas por toda contestacion, y tendió hácia el
jóven las manos cruzadas, como pidiendo indulto.
Reinó otra vez un funerario silencio.
Venegas permaneció algunos instantes bajo el peso de las ruinas que
acababan de caer sobre su alma. ¡Todo un mundo se habia hundido en
ella!--El coloso tuvo un momento, nada más que un momento, la suprema
ilusion de creerse inferior á su desventura, y acaso imaginó tambien
esta vez, como la triste noche que siguió al entierro de su padre,
que habia muerto y sido sepultado...
Pero no tardó en rehacerse la fiera bajo los escombros de su juventud
malograda, saliendo de entre ellos mucho más horrible que del
terremoto que puso fin á su niñez: lanzó un tremendo alarido, que
hizo temblar y botar espantado al noble bruto que le aguardaba allí
cerca, y, agachándose hácia la horrorizada víctima que yacía á sus
plantas, díjole con enronquecida voz:
--¿Quién? ¿Quién ha sido? ¿Quién se ha casado con mi mujer? ¿Cómo
se llama el temerario?--Ni ¿qué me importa su nombre?--¡Morirá,
sea quien fuere! ¡Morirá, aunque se esconda en el centro de la
tierra!--De esto no hay más que hablar: ¡es cosa decidida!...--Pero
dime, vieja infame, embustera, llorona, peor mil veces que el
escorpion con quien estuviste casada: ¿cómo has podido consentir que
Soledad?... ¿Qué has hecho para reducirla?... ¿Cómo se ha prestado
ella?...--¡Ah! ¡la hipócrita! ¡la impúdica! ¡la vil criatura que yo
tomaba por un ángel!... ¡Casarse con otro hombre! ¡Qué horror! ¡Qué
asco! ¡Qué miseria!--¡Todos sois de una misma casta de reptiles; el
padre, la madre, la hija!
--¡Ella es inocente!--respondió la anciana, irguiéndose poco á poco
ante aquellos bárbaros insultos.
--¡Morirá!--pronunció Manuel, extendiendo el brazo como si jurara.
--Su padre fué quien la obligó á casarse... Ella no queria... ¡Te lo
juro por lo más sagrado!...
--¡Morirá!--repitió Manuel implacablemente.
--¡Ántes morirás tú mil veces, dragon de los infiernos! (gritó al fin
la madre, levantando la cara hasta rozar con la del jóven.) ¡Estás
enfrente de una madre resuelta á todo, á matar, á morir, á llorar
hasta que se ablande tu alma de piedra, á servirte de criada... á
todo, ménos á ver padecer á su hija..., ménos á ver sin padre al
nieto de su corazon!...--Ya lo sabes, monstruo...--Puedes tomar el
camino que gustes...
Una carcajada histérica y salvaje estalló del pecho de Manuel y se
dilató por los silenciosos campos.
--¡La desvergonzada ha tenido un hijo!... (rugió luégo
convulsivamente.) ¡Un hijo de cualquiera!--¡Cómo se multiplican estos
bicharracos!--¡Cuántos, cuántos tengo que matar, comenzando por
usted, que es la abogada de todos ellos!...--¡Rece usted el credo,
señá María!
La anciana dió un agudo chillido, creyéndose muerta; y, como no
pudiese escapar, volvió á caer de rodillas, y se abrazó á los piés
del insensato.
--¡Así! ¡Así! ¡Á mis plantas!... (exclamó éste con satánico
regocijo.)--¡Oiga usted en esa postura mis instrucciones, á ver
si, complaciéndome en todo, conquista usted una conmutacion de
pena!--Ahora no le habla á usted ese traidorzuelo que se ha
amancebado con su hija... ¡Ahora le hablo yo, el verdadero marido
de Soledad!...--Dígale usted á ese hombre que se marche de la casa
en que ya está de más, á donde yo tengo que ir esta noche, no sé
si á besar á mi mujer, ó á pegarle, ántes de matarla...--Dígale
usted que por la mañana temprano lo buscaré á él donde quiera que
se agazape; para lo cual iré siguiendo con el olfato su pista
de acobardada garduña ó de zorro ladron, y lo mataré como quien
mata un insecto...--Dígale á Soledad que he llegado; que eche su
hijo á la Inclusa, y me espere bien vestida hasta que yo vaya á
verla ó le mande recado de que la espero...--Dígale que yo... que
Manuel Venegas... que el _Niño de la Bola_...--¡Oh! ¡No le diga
nada!...--¡Ay Dios mio!... ¡Se me va la cabeza!... ¡Yo me vuelvo
loco!...--¡Aire! ¡Aire!--¡Pobre Soledad mia! ¡Soledad de mi alma!
¡Soledad! ¡Soledad!
Y, gritando de esta manera, sollozando ó riendo, pero sin derramar
ni una lágrima, salió tambaleándose de la Ermita, montó á caballo, y
desapareció fuera de camino, por en medio de los oscuros sembrados,
como si huyese á un mismo tiempo de las tierras en que habia estado
ausente tantos años y de la Ciudad á cuyas puertas acababa de ser
herido de muerte.


III.
DE LO QUE AQUELLA NOCHE PENSARON Y DIJERON LOS HABITANTES DE LA
CIUDAD.

La súbita noticia de que el _Niño de la Bola_ estaba de vuelta,
colmado de riquezas, y tambien de ira, cundió aquella misma noche
por toda la Ciudad con la rapidez del pavor, cual si se tratase de
la llegada del cólera ó de la proximidad de un ejército enemigo.--El
arriero malagueño, vagando con sus tres cargas por aquellas calles
para él desconocidas, sin saber dónde meterse, y teniendo que
preguntar á los transeuntes «_por un D. Manuel Venegas que habia
venido con él de Málaga y de quien se habia apoderado, al pasar
por delante de cierta Ermita, una especie de alma en pena, vestida
de negro_», fué el primero que, ya cerca de las Ánimas, reveló al
público tan interesante nueva, confirmada poco despues por una
antigua criada de la señora de Arregui (álias la _Dolorosa_), que
tuvo que ir á la botica de la Plaza por tila y flor de azahar para la
señá María Josefa, y contó de camino á cuantos halló al paso todo lo
acontecido en el santuario campestre, tal y como la madre acababa de
referírselo á su hija...
Era ya muy tarde para que, en un pueblo tan anticuado, se prolongaran
mucho en calles y plazas los corrillos y comentarios de las gentes,
áun tratándose de negocio de tanta monta; por lo que todos se
contentaron con cerciorarse de la verdad del hecho, y se marcharon
á sus casas, á rumiarlo santamente en familia, al propio tiempo que
la ensalada de la cena...--Podemos, pues, asegurar que, empezando
por el Palacio del señor Obispo y concluyendo por la última cueva de
gitanos, todo el mundo se acostó y durmió aquella noche pensando en
nuestro héroe, en la dramática historia de su juventud, en su amor á
Soledad, en las amenazas que profirió al marcharse y en el conflicto
que de seguro iba á ocasionar su vuelta.
Los necesitados de dinero recordaron además la generosa esplendidez
con que el hijo de D. Rodrigo habia sacado de apuros á muchos pobres
cuando sólo poseia algunos miles de reales, y prometiéronse, al saber
que llegaba de Indias con tres cargas de onzas, salir de deudas y
trabajos, sin más que presentarle una apuntacion de lo que les hacía
falta para ponerse á flote. Las mozas por casar, especialmente las
llamadas _señoritas_, preguntaron si venía soltero, y hablaron pestes
de la _Dolorosa_. Pensaron los médicos en que tenian un buen cliente
más: los sacristanes discurrieron sobre cuánto valdria el entierro de
un _indiano_ tan rico, en la prevision de que se muriese al hallar
casada á su antigua novia: conocieron los matones... _sede vacante_,
que habia llegado el propietario de su precaria autoridad, y
convinieron en que el _Niño de la Bola_ debia matar á Antonio Arregui
(á ver si lo ahorcaban de resultas, ya que Antonio Arregui no optase
por matarlo á él): receló el nuevo Obispo de la Diócesis, persona muy
santa y entendida, si aquel extraño personaje vendria á perturbar
las conciencias: el Alcalde y el Juez temieron que les hubiese caido
trabajo; y escribanos y procuradores holgáronse por la inversa en tal
expectativa...--Todos, en fin, auguraron una tragedia espantosa al
entregarse aquella noche en brazos del sueño con la mayor comodidad
posible, dándose acaso cuenta, al arroparse y tomar la postura
favorita, de que no amaban al prójimo tanto como á sí mismos, y
alegrándose indudablemente de que ninguna persona de su casa ó de su
particular afecto se hallara en el duro trance de Antonio Arregui, de
Soledad y de Manuel Venegas...
Dos excepciones habia en el pueblo por lo tocante á recogerse
temprano.--Era una de ellas la Botica de la Plaza, que no se cerraba
hasta las diez, y donde el _mancebo_ ó practicante que la regentaba
(persona importantísima, que ha de figurar mucho en el resto de
nuestra historia) tenía tertulia de hombres solos, casi todos
mozalvetes muy mal criados, bien que algo instruidos en materias asaz
delicadas; y era la otra la casa de un antiguo _hijodalgo_ (ya no
se daba á nadie este título, ni existian los privilegios inherentes
á él); hombre muy acaudalado y culto, grande admirador de Moratin,
afrancesado en 1808 y en 1823, y miembro á la sazon de la Sociedad
secreta llamada «_Jovellanos_»; el cual no cerraba sus puertas hasta
las once, que se retiraban las cuatro ó seis personas de clase y de
_ciertas ideas_ á quienes tenía la dignacion de recibir despues de
cenar, ó sea al punto de las nueve...
En la botica, ó mejor dicho, en la trasbotica, hablóse largamente
de la llegada del _Niño de la Bola_, no faltando ya quien supiera y
contase (por acabárselo de oir á la hermana del ama de D. Trinidad
Muley) que éste habia recibido quince dias ántes una carta del jóven,
fechada en Málaga (y sin señas, para evitar toda contestacion),
en que le decia, bajo el mayor secreto, que el sábado 5 de Abril
llegaria á la Ciudad, para cuya fecha necesitaba que le hubiese
tomado una casa muy buena y en muy buen sitio y que se la tuviera
algo amueblada: que Manuel era, por consiguiente, (y no el nuevo
Dean, como se habia contado) quien iba á vivir en aquella misma
Plaza, en el antiguo edificio denominado _Casa del Chantre_; que ya
estaba constituida en ella la susodicha hermana del ama de gobierno
del Cura, con el alto empleo de ama de llaves del hijo de D. Rodrigo,
en cuya calidad acababa de recibir las tres cargas de onzas, perlas,
diamantes y rubíes que tanto habia paseado por las calles el arriero;
y, en fin, que nada habia vuelto á saberse del _Niño de la Bola_
desde que, ya muy anochecido, lo vieron unos guardas cruzar á escape
por en medio de los sembrados de la vega, como si él ó su caballo se
hubiesen vuelto locos; pero que D. Trinidad Muley andaba ya en su
busca, caballero en una pollina, siendo de esperar (_de temer_, dijo
el relatante) que, si lo encontraba á tiempo y conseguia calmarlo, no
ocurriese nada por aquella noche...
Como todos los asistentes á la trasbotica tenian al dedillo la
historia del casamiento de Soledad con Antonio Arregui, y sabian
quién era este sujeto, y estaban al tanto de las demas ocurrencias
habidas en casa de D. Elías Perez desde que Manuel Venegas se ausentó
de la poblacion, no hubo para qué referir allí tales sucesos, y
contrájose el resto de la velada á exponer cada cual el desenlace
que á su juicio convenia mejor á aquella tragedia, en cuyo punto
opinó _Vitriolo_ (así llamaban al mancebo) que debian morir todos
los personajes; esto es, Manuel, Antonio, la _Dolorosa_, su madre, y
hasta, si venía al caso, el mismo D. Trinidad Muley...
En cambio, y con motivo de hallarse presente una forastera (nada
ménos que hija de Madrid y prima segunda de un marqués; la cual habia
ido á la Ciudad á vender sus últimas fincas, y estaba de huéspeda
en casa del ilustre moratiniano, por habérsela recomendado en carta
autógrafa uno de los Ministros de entónces,--miembro tambien de la
citada Sociedad secreta, al decir de los irritados esparteristas),
fué indispensable contar aquella noche en tan encopetada tertulia
toda la vida y milagros de D. Rodrigo, del usurero, de Manuel,
de Soledad y de Antonio Arregui; tarea que desempeñó á las mil
maravillas el propio dueño de la casa, Académico Correspondiente
de la Lengua y Doctor _in utroque jure_, llamado por más señas D.
Trajano Perícles de Mirabel y Salmeron,--cuyos paganos é ilustres
nombres de pila (digámoslo de pasada) daban claro á entender que su
candoroso padre habia sido, como otros muchos españoles del reinado
de Cárlos III, muy amante de la _Enciclopedia_... y tambien del
Bautismo.
Comenzó, pues, tan autorizado sujeto por referir todo lo que
nosotros hemos narrado en el Libro Segundo de la presente obra, ó sea
hasta el instante que Manuel Venegas se ausentó del pueblo despues de
la inolvidable escena de la Rifa; y, llegado que hubo á aquel punto
crítico de su relacion, bebió agua, tomó aliento y rapé, y continuó
de la manera siguiente...
Pero ántes de copiar lo que dijo, no estará de más que nos fijemos un
poco en la citada forastera y tambien en cierto jovenzuelo, de ella
locamente enamorado, que á la sazon fluctuaba allí entre el suicidio
y la gloria, y el cual interesará en algun modo á nuestros lectores,
por más que su papel en este drama sea tan breve, accidental y
episódico como el de la pobre mujer que tantas grandezas y tantas
locuras de la Corte representaba á la sazon en aquel oscurecido
pueblo.


IV.
DOS RETRATOS, POR VÍA DE ENTREMES. (CAPÍTULO INÚTIL, QUE PUEDEN DEJAR
DE LEER LOS IMPACIENTES.)

La aristocrática madrileña frisaria en los treinta años, y era
una valiente hembra, alta, desenvuelta y garbosa, cuya magistral
elegancia suplia con exceso cualquier deterioro que el vivir muy
de prisa hubiese causado á su natural hermosura. Tenía mucho
talento, mucha gracia y, sobre todo, mucho mundo: conocia y trataba
indudablemente (pues ya habia recibido cartas que lo probaban) á
todas las personas notables de Madrid, empezando por D. Evaristo
Perez de Castro, á la sazon Presidente del Consejo de Ministros,
y concluyendo por Olózaga, el orador más insigne de la oposicion:
hablaba el frances, el inglés y el italiano, y siempre estaba leyendo
libros en estos idiomas, no sólo de Literatura, sino de Medicina,
de Historia Natural, á que era muy aficionada, y alguno que otro de
Filosofía antireligiosa...: iba, empero, á misa todos los domingos
y fiestas de guardar, y áun agradábale la conversacion de los
sacerdotes ilustrados y bien vestidos: tocaba perfectamente el
piano: cantaba de memoria óperas enteras: montaba á caballo en todas
posturas: aseguraba que sabía nadar (como lo acreditaria en llegando
el verano): tiraba, en fin, muy bien la escopeta y la pistola; y,
_sin embargo_, ó, por mejor decir, _en medio de todo esto_, no
habia sido recomendada al señor de Mirabel en concepto de casada ni
de viuda, sino en calidad de soltera; lo cual pareció á aquellos
atrasados vecinos y vecinas mucho más extraordinario y sorprendente
que todas las dichas habilidades.
--«_Es una Diana Cazadora_»...--solia exclamar D. Trajano, muy
orgulloso y satisfecho de alojar en su casa aquella _notabilidad_,
y más prendado de sus hechizos y _salvaje pudor_ (sic) de lo que
convenia á un hombre tan provecto, respetable y acaudalado...
--No niego yo que sea una _Diana_ en cuanto á la castidad (le argüia
su mujer cuando estaban solos); pero, ¡quién sabe si resultará una
_Diana pescadora_!...
Y era que la esposa del jurisconsulto temia que, por fin de fiesta,
tuviese que quedarse su marido con las malparadas fincas de la
cortesana en el precio que á ésta se le antojase pedir...
En cambio, el mencionado jovenzuelo sentia una adoracion fanática,
ciega, absoluta, hácia aquella divinidad relativa; lo cual
comprenderemos mejor penetrando en la imaginacion de él, que
aquilatando los merecimientos de ella.--Lo que allí ocurria era lo
siguiente:
En todas las poblaciones subalternas de Europa, y especialmente en
las estacionarias y vetustas como aquella Ciudad, hay casi siempre,
desde los comienzos de nuestro alborotado siglo, un organista que
sueña con eclipsar á Rossini, un coplero que sueña con eclipsar
á lord Byron, ó un albéitar, lector de periódicos, que sueña con
eclipsar á Marat; un jóven, en fin, pálido y tétrico, que huye de la
gente, y pasea solo por los desiertos campos; foco de pensamiento y
de bílis; hígado con piés y sombrero; declarado enemigo de cuanto
ve en torno suyo, y cónsul moral de todo _lo de fuera_, cuya febril
imaginacion sigue los pasos á las celebridades contemporáneas más
de su agrado, como el astrónomo sigue la marcha de los planetas que
nunca ha de visitar y que ruedan indiferentes por el cielo, sin
sospechar la existencia de los observatorios.
De estos Mirabeaus, Napoleones ó Balzacs _en hierba_ (_en agraz_,
decimos los españoles), unos mueren ántes de llegar á los veinte
años, aplastados por su propio genio ó por la desesperacion: otros
se allanan lenta y penosamente á bajar al nivel de sus vulgarísimos
paisanos, y acaban en Secretarios de Ayuntamiento ó en oficiales
de escribanía: otros logran levantar el vuelo...; pero caen mal
en la metrópoli de su patria, llámese Paris ó Madrid, Viena ó San
Petersburgo, y mueren de hambre, se pegan un tiro, ó se inutilizan
y frustran más deplorablemente, bajando á la sima del deshonor por
el plano inclinado de la miseria...: algunos, en fin, llegan á ser
grandes hombres, poetas laureados, oradores insignes, generales,
ministros, millonarios..., y legan su nombre á las generaciones
futuras.
No sabemos qué porvenir tendria reservada la suerte al jovenzuelo
de que vamos á hablar... Pero él era á la sazon el presunto gran
literato de aquella tierra; y, la verdad sea dicha, mostraba algunas
condiciones para ello; inagotable ternura en el alma, mucho fuego
para admirar, y una terrible soberbia contra la injusticia.--Dábale
por escribir tragedias románticas: Víctor Hugo era su ídolo. Ya habia
devorado todos los libros del pueblo, que ascendian á millares de
volúmenes, procedentes de los extinguidos conventos de frailes y de
la biblioteca de un sabio dean, muy amante de las letras profanas,
que acababa de pasar á mejor vida.--Hacía el número ocho entre los
doce hijos (todos varones, como los de Jacob) de un procurador no
tan rico en bienes de fortuna como en herederos de su limpia fama, el
cual sólo podia darles sustento y ropa, y de modo alguno carrera en
la Universidad, lo cual lamentaba muy singularmente el buen hombre
por este su adorado Pepito, cuyo talento le parecia superior al de
todos los sabios de que hablaban las historias y al de todos los
ministros que figuraban en los periódicos. Obligábale, pues, á ir á
Palacio á visitar al nuevo Obispo de la Diócesis, como habia pedido á
don Trajano que lo admitiese en su tertulia, tan luégo como se enteró
de las buenas relaciones que tenía en Madrid la forastera, esperando
sin duda el amantísimo padre (¡téngalo Dios en su santa gloria!)
que Su Ilustrísima, admirado de los hermosos versos que componia el
chico, lo hiciese de golpe canónigo de gracia, con lo cual ya tenía
abiertos los caminos de la Mitra, de la Senaduría, del Capelo y
hasta de la Tiara, ó que la prima del marqués lo recomendase á María
Cristina, á fin de que esta augusta señora lo llamase á la Corte y lo
pusiese en candelero.
En lo demas, Pepito vivia solo, tanto porque las gentes de la
poblacion estaban heridas de su saber y de su orgullo, cuanto porque
él despreciaba la conversacion de aquellos bienaventurados. Á veces
no podia ya con el sublime fastidio propio de las naturalezas
privilegiadas, y envidiaba la fácil dicha de los modestos, y, sobre
todo, entrábale un ánsia de amor, una necesidad de ser amado, un
hambre de lisonjas de mujer, que rayaba en verdadero delirio... Pero
su corazon le decia á voces que las incultas y recelosas señoritas
de aquel pueblo no se atreverian nunca á franquearse con él, ni él
sabría tampoco hablarles en estilo y forma que no las abochornara y
retrajese, y, como consecuencia de todo ello, lo pasaba bastante mal.
Verdaderamente, todavía era muy niño: diez y siete años iba á cumplir
cuando nosotros lo vemos en escena: estaba feo, por resultas de una
pubertad retrasada y enérgica, de cuya tardía crísis daban aún claro
testimonio la hinchazon de su nariz y de sus labios y la inseguridad
de su voz. No habia acabado de crecer, ó, mejor dicho, faltábale
crecer por igual: su tez era verde: apuntábale el bozo, y sus ojos
parecian dos ascuas.--Vestía con detestable gusto, aunque con
limpieza y señorío.--En punto á religion, era discípulo de Voltaire,
y en política idolatraba á Mirabeau; pero ni su padre, ni el Obispo,
ni D. Trajano sospechaban semejantes horrores...--Aquellos estudios
los hacía á solas en los tejados de su casa.
Tal era el jóven que se habia enamorado de la madrileña, no como de
una criatura mortal, sino como de un sér ultra-terrestre, como de
una sílfide, como de una musa, como de un ángel del cielo especial
del romanticismo.--Y se explica esta devocion... ¡Ella venía del
mundo en que él soñaba á todas horas! ¡Ella figuraba en primera línea
en el Olimpo de la Corte! ¡Ella habia conocido á Larra, más glorioso
entónces por haberse suicidado, que por haber escrito sus inmortales
obras! ¡Ella tuteaba á Espronceda..., «_á Pepe_»..., que era como
solia llamar la diosa al semi-dios de aquellos dichosísimos tiempos!
¡Ella habia sido retratada al óleo, de cuerpo entero y en tamaño
natural, por el insigne Duque de Rivas, por el creador de _D. Alvaro
ó la fuerza del sino_! ¡Ella era visitada por Pastor Diaz, por el
inspirado cantor de _La Mariposa negra_ y de la _Elegía á la Luna_!
¡Ella, en fin, habia asistido al estreno de _El Trovador_ y de _Los
amantes de Teruel_, y arrojado coronas á sus autores!
Semejantes prerogativas hacian enloquecer á Pepito de amor y
veneracion hácia tan agasajada hermosura.--Además: ¡aquella mujer
olia de un modo!... ¡tenía una ropa tan bien hecha! ¡lucía tan
completamente el talle, yendo en cuerpo gentil, sin miedo á que se
dibujasen sus formas, cuando entónces, en aquella Ciudad, todas
las mujeres se ponian unos coletillos debajo del vestido y unas
pañoletas encima de él, prendidas con centenares de alfileres, y
luégo otro pañuelo ó manteleta más grande, que hacian perder hasta
la menor idea de los naturales encantos!...--¡Ni era esto todo!...
¡Sabía Pepito..., sabian otras muchas personas..., decíase de público
en el pueblo... que la forastera se bañaba diariamente!--¡Bañarse!
¡cosa de ninfas! ¡cuando ménos, cosa de sultanas, cosa de
huríes!--¡En nada, en nada era como las demas mujeres! Ella no
ocultaba, ni tenía para qué ocultar, sus menudos piés, siempre
divinamente calzados: ella estaba á todas horas limpia como un oro:
sus uñas parecian hojillas de rosa: al andar, crujia deliciosamente
su ropa blanca, y crujia tambien la seda de su vestido. Tampoco
temia enseñar los brazos hasta el hombro: ¡habia en ella algo de
la noble franqueza de las estatuas! ¡Sin duda alguna, tenía mucho
de divinidad! ¡en las estampas de la _Ilíada_ y de la _Odisea_
habia visto el jóven figuras semejantes!...--¡Aquella sí que era la
realizacion de su deseo, la encarnacion de sus fantasías; la mujer de
sus sueños y de sus insomnios!
La madrileña sabía de sobra todo lo que le pasaba á Pepito. Habíase
hecho cargo de su edad y de sus circunstancias, y comprendia que
el amor genérico y la devocion poética fomentaban á la par aquel
incendio simultáneo de un cuerpo y de un alma. Gozaba, pues,
muchísimo en el espectáculo de tan atroz combustion, y por nada
del mundo la habria aminorado. Léjos de ello, echaba leña al fuego
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