El Niño de la Bola: Novela - 06

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sea el altar del Niño de la Bola.--Tambien contribuiria acaso al
general contento la circunstancia de no haberse presentado tampoco
en esta funcion el temido personaje humano del mismo sobrenombre, á
cuya ausencia iban acostumbrándose ya todos, no sin cierta recóndita
satisfaccion de algunos, pues así les era más fácil mirar á sus
anchas y hasta dirigir alguna flor á la hermosa hija del millonario,
ó conversar con éste acerca de cosas íntimas y desgraciadamente
reales de este pícaro mundo, en el que la falta de dinero obliga
muchas veces á los hombres á esconderse de sí mismos, aunque sólo
sea durante pocas horas, para tener luégo que andar toda la vida
cuestionando con su propia conciencia, como con una implacable
esposa á quien se ha hecho alguna mala pasada...--Ello es que D.
Elías Perez encontrábase allí, tan regocijado como todo el mundo,
muy atendido y bien tratado por los circunstantes, cruzando algunas
palabras con ellos, y hasta riéndose contra su costumbre,--cual si
al pobre viejo le alegrase el alma aquel tardío rayo de popularidad
refleja que doraba el ocaso de su vida en el invierno precursor de la
muerte.--¡Cuánto, cuánto le debia á la hija de su corazon! Y ¡con qué
embeleso se volvia hácia ella y la contemplaba, diciéndole al oido
á cada instante:--«¿Qué miras? ¿Te gusta aquel aderezo? ¿Te agrada
aquel vestido? ¿Quieres que te compre otro igual?...»
Pronto se nubló en la frente del anciano aquella luz de gloria, para
no volver á brillar nunca...
--¡Manuel Venegas viene!...--¡Ya está ahí _El Niño de la
Bola_!...--oyóse murmurar entre la muchedumbre.
Y un lúgubre presentimiento enlutó algunas almas, miéntras que otras
experimentaron no sé qué gratuita y poco envidiable complacencia.
Manuel llegaba efectivamente por la parte de la Ciudad, sin que fuera
posible confundir con otra su gallarda y apuesta figura, y no tardó
en penetrar en lo más apiñado del concurso, con aire ni soberbio
ni humilde, aparentando no advertir la sensacion que producia y
respondiendo con leves movimientos de cabeza ó brevísimas frases á
las muchas personas que lo saludaban. Así avanzó hasta la mesa que
servia de altar al Niño de la Bola, á quien besó los piés: dirigióse
luégo á D. Trinidad, y le besó la mano, y en seguida clavó los ojos
en el semblante de Soledad, con la inocente y clara osadía que
acostumbraba, como quien mira lo que es suyo; como si la jóven fuese
su esposa, su hermana ó su hija.
D. Elías se habia puesto verde; pero no pestañeó siquiera, y
siguió hablando con un labrador que hacía minutos le dirigia la
palabra sombrero en mano; el cual (dicho sea con perdon) se cubrió
apresuradamente al ver llegar á Manuel Venegas.
Soledad, en quien todos tenian clavada la vista, permaneció mucho más
impasible que el viejo, pues ni áun el color llegó á alterársele; y,
á fin de no cruzar su mirada con la del imprudente mancebo ni con las
del inconsiderado gentío, fijó los ojos en la Imágen del Niño Jesus,
no simulando ciertamente una devocion extemporánea, sino estar como
distraida...
Á cualquier hombre de mundo y conocedor del corazon humano le
habrian causado miedo el abismo de negaciones y la feroz voluntad
que no podia ménos de haber en el fondo de aquella indiferencia ó
de aquel disimulo que no dejaba asomar ningun indicio de emocion á
los celestiales ojos de la niña, cuando la tragedia tendia su cetro
de serpientes sobre ella y sobre su padre...--Pero Manuel la amaba
así; la amaba como quiera que fuese; tenía la intuicion, la fe, la
evidencia de que aquel alma insondable era suya; y, en cuanto al
Coro, más artista siempre que verdaderamente sensible, se contentaba
con admirar la encantadora actitud, propia de un ángel, de la
imperturbable _Dolorosa_, sin descender á otra clase de estudios.
En tal situacion, y cuando el público comenzaba ya á mostrar
impaciencia porque no surgia ningun conflicto de que asustarse,
Manuel se volvió tranquilamente hácia la comision que presidia la
Rifa, y, con voz clara y entera, que alteró todos los corazones,
dijo, señalando á Soledad:
--¡Cien reales, por bailar con aquella señora!
La llamada _señora_ fingió no haberlo oido; pero D. Elías se puso en
pié, rojo de furia, y contestó inmediatamente:
--¡Mil reales por que no baile con él!
Un recio murmullo, semejante á un trueno de tormenta próxima, cundió
por todo el anfiteatro, y las gentes que estaban más léjos se
acercaron á presenciar aquella aterradora subasta.
Soledad dejó de mirar al Niño Jesus, y, bajando los ojos al suelo,
tiró á su padre de la levita, como para que se sentase y no siguiera
el altercado.
Manuel habia ya respondido:
--¡Cien duros por bailar con ella!
Y se deslió la faja, de cuya punta sacó un puñado de monedas de oro.
El público lanzó un rugido de aprobacion.
El avaro vaciló un momento...--Notáronlo todos, y comenzaron á
mirarse y á sonreir maliciosamente.
--¡Ciento diez por que no baile!--exclamó al fin el pobre D. Elías.
--¡Aprieta, Manuel! ¡que yo te ayudo!--exclamaron algunos mozos de
medio pelo.
--¡Aprieta, hijo, y cuenta con mi paga de este mes! (añadió un
capitan retirado, cubierto de canas.) ¡Yo me batí en Talavera al lado
de tu padre!
Manuel sonrió tranquilamente, y repuso, sacando otro puñado de oro:
--¡Quinientos duros por que baile conmigo!
--¡Bien! ¡Bien!--gritó casi todo el concurso.
¡Y hasta se oyeron palmadas, y vivas al _Niño de la Bola_!...
Soledad, que habia conseguido sentar á su padre á fuerza de tirones
(tanto más eficaces cuanto más altas eran las pujas de Manuel), se
puso en pié al oir la última proposicion, y comenzó á anudarse á la
espalda las puntas de la cruzada mantilla, como determinándose á
bailar.
El riojano quiso contenerla...; pero mil voces se alzaron á un tiempo
mismo, diciéndole en variedad de tonos:
--¡Eso se impide con dinero!
--¡La Cofradía no puede perjudicarse!
--¡El Niño Jesus no debe perder los diez mil reales que se le han
ofrecido!
--¡Ó usted puja, ó la _Dolorosa_ baila con Manuel Venegas!
--¡Saque usted sus millones, D. Elías! ¿Para cuándo los guarda usted?
--¡Aquí de los rumbosos, Sr. Caifás!
El usurero tenía sudores de muerte; pero, al cabo de una espantosa
batalla, pudo más el odio que la avaricia, y, levantándose indignado,
exclamó con rabioso acento:
--¡Basta ya de bromas! ¡Acabemos de una vez!--¡Dos mil duros por que
no baile mi hija!--Soledad, vámonos á casa...--Señor Mayordomo, puede
usted venir á cobrar inmediatamente.
Aquella violentísima puja era la puñalada del cobarde, ¡segura,
mortal, sin salvacion posible!--¡Manuel no tenía tanto dinero
ahorrado!
Conociólo el huérfano, y se quedó como estúpido...
--¡Déjalo, hombre!... ¡déjalo...! ¡que en el infierno las pagará
todas juntas!--Manuel, no insistas; que el viejo quiere pillarte
en una proposicion que no puedas pagar...--Vénte, Manuel; que la
muchacha queria bailar contigo, y lo demas no debe importarte
tanto...,--comenzaron á decir al corrido mancebo los mismos que se
habian declarado sus fiadores...
Sólo el capitan retirado exclamó, todavía temblando de cólera:
--¡Dispon de mi paga de dos meses!--¡Comeré demonios vivos!...
Manuel no oia ninguna de estas cosas, y la gente comenzó á creerle
anonadado, vencido, digno de lástima...
Pero D. Trinidad Muley, que conocia mejor que nadie á su pupilo, y
que lo veia inmóvil, mudo, con los labios blancos, siguiendo todos
los movimientos de D. Elías, como si acechase la oportunidad de
saltar sobre él y despedazarlo, corrió al lado del jóven, y le dijo
con grande imperio:
--Manuel... ¡véte á casa!--¡Yo te lo mando!
El hijo del héroe bramó de angustia, como brama la fiera al sentir el
hierro candente del domador, y dijo con bárbara humildad:
--¿Sin matar á ese hombre?
--Manuel, ¡véte!--replicó el cura de Santa María.
--¡Me ha vencido con el dinero que robó á mi padre! (añadió Manuel,
enfureciéndose de nuevo, segun que hablaba.) ¡Me ha negado, á mí, al
descendiente de los Venegas, al hijo del que murió por restituirle
sus mal ganados millones, el que baile con su inocente hija, el que
le dé un abrazo de paz entre nuestras dos razas!--¡Ah, ladron!...
¡asesino!... ¡verdugo!... ¡Me la pagarás con tu sangre!
--¡Oye! ¡Oye! (decia entre tanto el usurero á su hija, que estaba
abrazada á él, colgada de su cuello, y como sirviéndole de escudo.)
¡Oye cómo me insulta y me amenaza el que ronda tu dote! ¡Oye cómo te
conquista ese tramposo, en lugar de pagarme el millon que me debe!
Manuel, á quien difícilmente sujetaba D. Trinidad Muley (habiendo
tenido para ello que llamar en su auxilio al Niño Jesus, cuya efigie
le mostraba con fervorosos ademanes y discursos), percibió las
últimas palabras de D. Elías, y, léjos de enfurecerse más, serenóse
de pronto, con aquella rapidez de transicion que le caracterizó
siempre, y quedó inmóvil, suspenso, frio, como una estatua de mármol.
--¿Yo?... ¿Yo?... ¡Yo le debo á usted un millon!--acertó á decir
finalmente con el acento de la más noble ingenuidad.
--¿Acaso lo ignoras? (repuso D. Elías valientemente, como quien
llega á su terreno.) ¿No me debia tres tu padre? ¿No le cobré dos?
¡Pues resta uno!... Y tú, buen mozo; tú, que eres su hijo y no has
renunciado á su herencia, ¡me lo debes, como yo le debo el alma á
Dios!--De modo, señores... (continuó, dirigiéndose á la Hermandad:)
que toda la Rifa anterior es nula, y debe invalidarse por completo
dado que el dinero que ofrecia ese jóven era mio, como lo será todo
el que adquiera en este mundo hasta que me pague el millon que me
debe...
--¡Qué hombre! ¡Qué infamias dice!--¡Y lo peor es que tiene
razon!--¿No hay quien lo mate?--comenzó á murmurar la gente más
temible.
--¡Nadie le toque! (gritó Manuel severamente.) Las cosas acaban
de cambiar de aspecto, y ahora me corresponde á mí defender su
vida...--Yo ignoraba que era su deudor; pero, averiguado que lo soy,
pues el semblante de ustedes me lo está diciendo con harta claridad,
no quiero que nadie imagine que deseo la muerte de este monstruo
á fin de no pagarle...--¡Le pagaré!...--¡Ninguno se asombre de lo
que digo!...--¡Le pagaré!...--Tengo absoluta seguridad de que no me
engaño... ¡Yo sé de lo que soy capaz!--Vive, pues, tranquilo, zorro
viejo y astuto, que si D. Rodrigo Venegas murió entre las llamas
para que no se dijese que habia tratado de estafarte, su hijo hará
algo más terrible y doloroso, que es no volver á ver á tu hechicera
hija hasta haber ganado el millon que reclamas.--Me voy del pueblo,
señores... (añadió con voz solemne, dirigiéndose al público.) Me voy
de España... ¡Pero volveré! ¡Volveré con oro bastante para pagar
mi deuda y ahogar despues en onzas á mi deudor! ¡Volveré, sí, y
vendré á este mismo sitio tal dia como hoy... (¡lo juro por el alma
de mi padre!), á pujar la gloria de estrechar en mis brazos á ese
ángel que el vil judío ha robado al cielo, á esa desgraciada que
se llama su hija!--¡Ay del que la mire entretanto! ¡Ay del que la
pretenda!--¡Soledad es mia, y yo vendré á recobrarla y á matar al
temerario que haya intentado siquiera atravesarse entre los dos!--En
cuanto á tí, alma de mi alma, ¡sé que sabrás esperarme!...--¡Adios,
Soledad de mi vida!--¡Adios, señor Cura!--¡Adios, Niño mio!...--¡No
os olvideis de Manuel Venegas!...
Así dijo, y, arrancándose de los brazos de don Trinidad Muley, y
tirando con la mano un beso á Soledad y otro al Niño de la Bola, echó
á correr hácia el interior de la poblacion, y desapareció de la vista
de todos.
Soledad seguia impasible exteriormente desde que la vida de su padre
dejó de estar en riesgo; pero, cuando quiso andar, le faltaron
fuerzas para moverse, y hubo que llevarla en una silla á la carroza
que fué de los Venegas.


LIBRO III.
LA VUELTA DEL AUSENTE.


I.
LA CAIDA DE LA TARDE.

Pues que ya sabemos tanto como el que más acerca del gallardo jinete
que cruzaba por lo alto de la Sierra cuando levantamos el telon para
dar principio al presente drama, tiempo es de que corramos en su
seguimiento hasta alcanzarlo, á fin de entrar con él, despues de ocho
años de misteriosa ausencia, en la morisca Ciudad que fué su cuna.
Restábale apénas una hora de sol á aquel esplendoroso dia, en el
momento que nuestro héroe logró salir del laberinto de cumbres y
barrancos que forma allí la gran cordillera, y descubrió á lo léjos
el ámplio horizonte de su país nativo, su llana campiña, sus verdes
viñedos y oscuros olivares y las conocidas siluetas de los remotos
cerrajones que delimitan la comarca.--La Ciudad querida, la señora de
todo aquel territorio, quedaba aún oculta detras de los arcillosos
cerros que al oeste le sirven de dosel, bajo el cual duerme hace
siglos su muerte histórica; pero ya era fácil distinguir (sobre todo,
teniendo anterior idea de su situacion) la enhiesta aguja de la Torre
de la Catedral y el Torreon del Vijía de la Alcazaba árabe, derruido
pocos años despues...
_El Niño de la Bola_ detuvo su caballo para contemplar aquel nunca
olvidado panorama... La más viva emocion se leia en su semblante,
ménos duro y altivo que cuando la melancolía de la ausencia y las
lecciones del mundo no habian trabajado aún su brioso corazon...
Quitóse reverentemente el sombrero, por vía de salutacion á sus lares
patrios, y lanzó un hondo suspiro, como quien llega al término de
largos afanes.
--Señorito... ¿Está usted malo?--le preguntó el arriero al verle de
aquel modo.
Manuel no respondió: púsose el sombrero apresuradamente, y metió
espuelas al caballo, como para librarse de tan importuno testigo.
Media hora despues, cuando ya caia el sol al occidente, el
malagueño volvió á alcanzar al desdeñoso personaje, el cual se
habia parado de nuevo, en lo alto de la larguísima y enrevesada
cuesta por donde se baja desde la última meseta de la montaña á la
extendida vega de la Ciudad, y contemplaba desde allí las Cuevas, el
Barrio de Santa María, las Huertas y hasta la antigua casa de sus
mayores, que se distinguia entre todas por un erguido cipres que la
coronaba...--Aquel edificio atraia muy particularmente su ansiosa
atencion...--¡Ignoraba el desventurado que allí no vivia ya nadie!
¡Ignoraba todo lo que habia ocurrido durante su ausencia!...
Pero no adelantemos noticias que harto pronto llegarán á vuestro
conocimiento...
Manuel siguió andando, muy despacio esta vez, tan luégo como se le
incorporó el arriero con las cargas; y, ya fuese arrepentido de no
haber contestado á la última afectuosa pregunta del pobre hombre, ya
por distraerse de sus propios pensamientos, entabló conversacion con
él, diciéndole:
--¿Ha estado usted en alguna ocasion mucho tiempo seguido léjos de
Málaga?
El espolique se inflamó de júbilo al verse interrogado, y, en un
abrir y cerrar de ojos, habia respondido todo lo siguiente:
--¿Que si he estado?--¡Ya me figuraba yo que ahí era donde á
usted le dolia!--¡Usted debe de venir del fin del mundo, y por eso
le ha hecho tanta operacion el descubrir su tierra!--Yo estuve
primero dos años en el Moro... (no crea usted que en Presidio,
sino por mi gusto), y luégo he servido al Rey, digo á Cristina,
hasta que me dieron la absoluta, despues que tomamos el Puente de
Luchana, donde fuí herido...--¿Dice usted que si sé lo que son
fatigas?--¡Pregúnteselo usted á la pobrecita de mi madre, en quien
pensaba á todas horas aquella pícara Noche-buena, llamada tambien _la
Noche-triste_, en que Espartero ganó á Bilbao!...--¡Figúrese usted
que yo la pasé desangrándome, sobre la nieve, en el mayor desamparo y
_soledad_!...--Pero, ¿que dice este loro?
--«_Soledad_»...--habia repetido el loro con todas sus letras.
Manuel sonrió por primera vez en todo aquel viaje, y preguntó al
arriero, en vez de responderle:
--¿No ha estado usted nunca en la Ciudad á que nos dirigimos?
--No, señor; no he estado; pero sé que es muy buena, aunque muy
peleadora...--¡Ya se ve! Usted habrá nacido en ella, y luégo se iria
á las Indias á buscar fortuna...--¡La de todos!--Si alguna vez vuelve
usted á embarcarse para allá, pregunte en Málaga por Frasquito
Cataduras (que es como el mundo me conoce), y lléveme consigo, aunque
sea de criado; pues lo que es con la arriería no llegaré nunca á
salir de capa de raja...
Manuel no escuchaba ya al malagueño, sino que habia vuelto á hacer
alto, más conmovido que la vez anterior...--Oíase á lo léjos el
alegre repique de unas campanas cuyo són habia reconocido sin duda el
jóven... Ello es que su rostro expresaba un regocijo, una ternura,
una afliccion de gozo (si vale hablar así), que á cualquier otro
hombre le hubiera hecho derramar lágrimas...
--¡Vamos, señorito! ¡repórtese usted! (exclamó el arriero.)--Si teme
usted algo, aquí estoy yo, y ahí llevamos cuatro escopetas...
--¡Desgraciado de tí (interrumpió Manuel), si le cuentas á álguien
que me has visto de este modo!--En cambio, si callas, yo te
pagaré bien tu silencio...--Soy enemigo de que se conozcan mis
debilidades...--Conque vamos andando.
La verdad era que el vehemente jóven no podia ya con el peso de su
alma, visto lo cual y que no habia modo de correr y adelantarse en
aquella dificultosísima cuesta, resolvió seguir hablando con el
arriero, á fin de no volver á oirse á sí propio en presencia de tan
indiscreto observador.
--Esas campanas que repican (díjole, pues, con afectada naturalidad)
son las de Santa María de la Cabeza, y anuncian que mañana, primer
Domingo de Abril, habrá, como todos los años en tal dia, una gran
funcion en aquella parroquia...--¡Qué alborozo respirará ahora mismo
todo el barrio!--Alguna persona conozco yo que dirigia en su niñez
esos jubilosos repiques...--¡Cómo pasa el tiempo, sin que las cosas
dejen de ser las mismas!--¡Verás qué hermosa Procesion sale de
allí mañana á la tarde! ¡la Procesion del Niño de la Bola!--Y, si
te detienes en la Ciudad pasado mañana, podrás ir á la Rifa, á las
Cuevas, donde siempre ocurren buenos lances...--Allí se puja todo: el
baile, los abrazos, la felicidad..., la vida del alma..., el destino
de las criaturas...--Pero ya se ha puesto el sol..., y la cuesta es
ménos pendiente...--Vamos aprisa, á fin de pasar el vado del rio
ántes de que oscurezca; pues sentiria que se mojasen esas cargas...
Y como, en efecto, la bajada fuese ya más fácil, Manuel metió
espuelas al caballo, y pronto se encontró solo, en la llanura, ó sea
en unas dilatadas alamedas que allí pregonan la proximidad del citado
rio...--La Ciudad distaba todavía bastante; pero aquello era ya en
cierto modo estar bajo sus muros...
Habia comenzado á oscurecer, y el dulce misterio de tal hora, la
amenidad del sitio, la húmeda frescura del aire, en cuya primaveral
fragancia reconoceria el aroma de los árboles, plantas y hierbecillas
entre que se habia criado; el armonioso rumor, igual siempre, y
para él tan familiar, que alzan allí, en aquella estacion del año,
al caer las sombras de la noche, los más humildes cantores del
Creador del mundo, ora desde las empantanadas aguas, ora desde los
adolescentes trigos, todo sumergió á Manuel en una profunda paz
moral, muy diferente de la ventura, pero mejor consejera del alma
que el esperanzado deseo...--Estúvose, pues, parado algunos minutos
en aquella tranquila márgen del Rubicon de su pobre historia,
como dando reposo al fatigado espíritu ántes de las supremas
emociones que le aguardaban, ó acaso preguntándose friamente si, en
lugar de encaminarse hácia la dicha, se dirigiria hácia un total
infortunio...--¿Viviria Soledad? ¿Le habria sido fiel, ella que
nada le habia prometido nunca?--¿Habria habido algun hombre capaz
de tomarla por esposa?--¿Viviria el terrible anciano? ¿Seguiria
negándose á toda transaccion?--¿Se atreveria Soledad en este caso á
unirse con el hijo de D. Rodrigo Venegas, despues de la espantosa
escena de la Rifa? ¿Le amaba á tal extremo? ¿Le habia amado alguna
vez?--¿Qué aguardaba al proscrito, á la vuelta de su largo destierro?
¿Horribles dolores? ¿Crueles desengaños? ¿Renovadas luchas? ¿Escenas
de sangre? ¿Su propia muerte, por término de tantas angustias y
fatigas?
La llegada del arriero con las cargadas bestias sacó al jóven de
aquel estado de culminante inquietud, no ménos amargo, aunque de
distinta índole, que el de Diego Marsilla cuando lo detuvieron los
facinerosos casi á la vista de Teruel...
Pasaron el rio nuestros caminantes, y entraron en los largos
callejones, guarnecidos de olorosos panjiles y de zarzas, espinos y
otras especies de setos, que conducen, á traves de muchos pagos de
viña, á las puertas de la Ciudad...; y, ya estarian como á quinientos
pasos de ella, cuando, al cruzar por delante de cierta solitaria
Ermita, precedida de un porche, que allí se alza desde tiempo
inmemorial, oyóse una voz de mujer que decia:
--Manuel: ¿eres tú?--Hazme el favor de oir una palabra...


II.
LA REALIDAD.

Manuel refrenó el potro, y, á la luz de la lámpara que alumbraba
aquel humilde Santuario, vió, de pié, á la entrada del dicho porche,
separado del interior de la Ermita por unos barrotes de madera, la
imponente figura de una mujer alta y vestida de negro, que añadió, al
verlo detenerse:
--¿Conque eres tú?--¡Gracias á la Vírgen Santísima! ¡Temí que
hubieses echado por otro camino!
--Sí, señora... Yo soy... (respondió Manuel, lleno de asombro.)--¿Y
usted? ¿quién es?--Yo quiero reconocer esa voz...
--Soy la madre de Soledad...--repuso la mujer con dulzura.
Oir el jóven esta frase y estar en el suelo fué una misma cosa.
--¡La señá María Josefa! (exclamó vivamente conmovido.) Espere usted
un momento, señora.--Oye tú, arriero: sigue adelante, y espérame á la
entrada de la Ciudad...--¡Cuidado con hablar ni una palabra!
El malagueño siguió andando, muerto de curiosidad por saber algo de
lo mismo que se le prohibia decir, y Manuel ató su cabalgadura á uno
de los viejísimos álamos blancos que entónces rodeaban la Ermita, en
cuya especie de atrio penetró al fin aceleradamente, diciendo con
afectuosa voz:
--¿Usted aquí? ¿Usted esperándome? ¿Qué significa esto? ¿Qué ocurre?
¿Cómo ha sabido usted que yo llegaba?
--Por D. Trinidad Muley... (contestó la que ya debemos llamar
_vieja_, cogiendo las manos de Manuel y llevándoselas á la cara para
que tocase su llanto.)--Pero no acuses al señor Cura por haberme
revelado tu secreto... ¡Era preciso que yo lo supiera!--Además, él no
guarda misterios conmigo... ¡Sabe lo que te quiero!... ¡lo que te he
querido desde que murió tu padre!--Ven; siéntate aquí... ¡Tenemos que
hablar mucho, y estoy cayéndome!...
Así diciendo, la buena mujer acercó el jóven á uno de los asientos de
cal y ladrillo que decoran todavía aquel porche y que sirven de lugar
de descanso á los paseantes y á los devotos.
Manuel estaba estupefacto, ó, por mejor decir, perdido en un mar de
diferentes y encontradas conjeturas...--Sentóse, pues, sin atreverse
á preguntar más, de miedo á desvanecer los últimos sueños de su
esperanza... Pero, viendo que su interlocutora no acertaba tampoco á
explicarse, dijo al fin con trabajosa resignacion:
--Algo muy bueno ó muy malo ocurre, cuando usted ha salido á
recibirme de esta manera...--No quiero ponerme en lo peor, y comienzo
por admitir lo que sería la felicidad para todos...--¿Ha venido usted
á aconsejarme que no éntre en la Ciudad en són de guerra, visto que
su esposo de usted transige, ó podria transigir conmigo, si yo me
acomodase á guardar tales ó cuales miramientos?--¡Respóndame con
entera franqueza!--¡Ah! ¡Se calla usted!...--¡Luego no es eso lo que
ha venido á pedirme!
--No, Manuel... No es eso... (repuso la atribulada madre.)--Lo que
yo he venido á pedirte (y perdona que te hable _de tú_; pero así
te hablé cuando eras muchacho, y ¡bien sabe Dios que siempre te he
querido como á un hijo!...); lo que yo vengo á suplicarte es que te
vuelvas... ¡que no entres en la Ciudad!--¡Te lo ruego, por lo que más
ames en el mundo!
Manuel respondió sarcásticamente:
--_¡Por lo que más ame en el mundo!..._--¡Qué contradiccion y qué
escarnio! ¿Cuántos amores cree usted que tengo yo?--_¡Que me vuelva!
¡Que no éntre en la Ciudad!..._--¡Eso es muy fácil decirlo; pero
pídale usted á un rio que vuelva á la montaña, y verá qué caso le
hace!...--En fin: ¿á qué cansarnos? Ya estoy al cabo de lo que usted
tenía que decirme: que D. Elías sigue negándose á todo: que estamos
como al principio: que tendré que luchar...--¡Pues lucharé cuanto sea
necesario!...
--Tampoco es eso, Manuel...--Mi marido no se opone ya á nada...
--¡Ah! ¡D. Elías transige!... (exclamó el jóven, lleno de sorpresa
y de alegría.) Pues, entónces, ¿qué nos detiene? ¿qué puede
importarnos el resto del mundo?--Yo vengo dispuesto á todo... Yo le
daré satisfaccion cumplida al pobre anciano... ¡Conozco que aquel
dia estuve demasiado cruel!--Además, le traigo su millon...--Aquí
lo tengo, en letras sobre Málaga...--¡Mi padre, al verme pagar esta
deuda, bendecirá mi union con Soledad!...--¡Ah, señora!... Acabo de
nombrar al alma de mi vida... ¡Hábleme usted de ella! ¡Hace ocho
años que no tengo noticias suyas!...--Dígame usted que me quiere
todavía...; que ella es la que ha vencido á su padre...--¡Se calla
usted tambien!--Señora: tenga usted mejores entrañas... ¡Sáqueme
de esta horrible angustia!--¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado durante mi
ausencia?
--Tranquilízate, hijo mio... ¡Me asusta verte así! (respondió la
pobre mujer, llorando de nuevo.)--Yo te lo diré todo, si me juras
volverte..., si me juras no entrar en la Ciudad...--¡Oh, no pongas
esa cara!... ¡No te irrites!...--¡Dios mio! ¿Para qué querrá este
hombre saber desventuras? ¿Para qué querrá ser tan desgraciado como
yo?
--¡Hable usted, señora, por los clavos de Cristo, y, sobre todo, no
me diga más que me vuelva!--¡Eso es un sacrilegio, cuando vengo de
pasar ocho años de expatriacion y de lucha, y acabo de andar miles
de leguas, pensando siempre en llegar adonde ya he llegado!--¡Hable
pronto, ó monto á caballo, y voy á su casa de usted á averiguar por
mí mismo el horror que trata de ocultarme!...--Pero me equivoco... me
atormento demasiado... ¡No es posible que Soledad haya muerto!...--Lo
que sin duda ocurre es que su marido de usted pretende algo muy
difícil... algo absurdo...--¿Digo bien? ¿No es eso?--Pues no se apure
usted... Todo se arreglará con calma y moderacion...
La señá María Josefa vaciló todavía unos instantes, hasta que al fin
murmuró sordamente:
--Vuelvo á decirte que mi marido no pretende nada.--¡Mi marido ha
muerto!
--¡Loado sea Dios! (exclamó el _Niño de la Bola_ con la feroz
solemnidad de una implacable justicia.)--¡Si hay otro mundo despues
de este, ya habrá sido vengado mi padre!--Perdono al autor de todas
mis desgracias...
--Tambien te perdono yo á tí (repuso la triste viuda) esa crueldad
con que recibes la noticia de una de mis penas, y te suplico que no
sigamos adelante...--¡Véte, Manuel! ¡Véte por donde has venido, y no
quieras saber más desdichas!
El jóven se levantó horrorizado al oir estas últimas palabras.
--¡Dios de Israel! (gritó con un acento de dolor más que humano:) ¡Mi
desventura es cierta! La tierra se abre bajo mis plantas... El cielo
se hunde sobre mi frente... El mundo ha llegado á su fin...--¡Soledad
ha muerto!
--¿Qué dices, desventurado? (replicó la madre, llena de pavor.)
¡Morir mi hija!...--¡Oh!... no lo creas... ¡Tu pobre corazon te
engaña una vez más!--¡Entónces hubiera muerto yo tambien! ¡Entónces
no estaria aquí!...--Vamos... ¡ven!... siéntate... ¡cálmate!--¡Me
estás asesinando con tantas locuras como te ocurren!
Manuel exhaló un hondo suspiro, como despertando de un espantoso
sueño, y, dejándose caer en los brazos de la anciana, tartamudeó con
infinita dulzura:
--¡Soledad vive!...--¡Oh! ¡cuánto he padecido en breves
momentos!--Dios se lo perdone á usted...
Y quedó como aletargado de felicidad.
--¡Esto es querer!--murmuró sentidamente la angustiada viuda.
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